Capítulo 14
Irrumpió en el laboratorio de Raffin y su primo alzó la vista del trabajo, sobresaltado.
—¿Dónde está? —demandó Katsa, que se detuvo en seco porque el lenita estaba allí, allí mismo, sentado en el borde de la mesa de Raffin, con la mandíbula amoratada y las mangas de la camisa remangadas.
—Tengo que contarte algo, Katsa —dijo Po.
—Eres mentalista —lo interrumpió—. Eres mentalista y me mentiste.
Raffin masculló un juramento, y, poniéndose en pie de un salto, fue corriendo a cerrar la puerta que Katsa había dejado abierta.
—No soy mentalista.
Po se había ruborizado, pero le sostuvo la mirada.
—Y yo no soy estúpida, así que deja de mentirme —gritó—. Dime, ¿qué has descubierto? ¿Qué pensamientos me has robado?
—No soy mentalista —repitió él—. Pero percibo a las personas.
—¿Y qué se supone que significa eso? Lo que percibes son los pensamientos de la gente.
—No, Katsa. Escúchame. Te he dicho que percibo a la gente. Recuerda mi visión nocturna o los ojos en la nuca que, según tú, debía de tener. Percibo a las personas cuando están cerca de mí pensando, sintiendo o moviéndose; noto los cuerpos, la energía física. Pero… —Tragó saliva—. Pero percibo los pensamientos cuando una persona piensa en mí.
—¿Y eso no es mentalismo? —gritó tan fuerte que Po se amedrentó, aunque no desvió la vista.
—De acuerdo, tiene algo de eso, pero no soy capaz de hacer lo que tú dices.
—Me mentiste. Confiaba en ti.
—Déjale explicarse, Katsa.
La suave voz de Raffin se abrió paso hasta la angustiada joven.
Ella se le encaró sin dar crédito a lo que oía, pasmada de que su primo supiera la verdad y, a pesar de todo, se pusiera de parte de Po. Luego se enfrentó al príncipe lenita, que todavía osaba sostenerle la mirada como si no hubiese hecho nada malo, nada tan total y absolutamente malo.
—Por favor, Katsa —suplicó Po—. Atiéndeme, por favor. No soy capaz de conocer los pensamientos de la gente en general ni los de alguien en concreto. Yo no sé qué piensas de Raffin ni lo que él piensa de Bann, o si Oll está disfrutando de una cena. A lo mejor, por poner un ejemplo, tú te hallas tras la puerta de mi habitación dando vueltas como un león enjaulado mientras piensas lo mucho que odias a Randa, y lo único que percibiré es que estás dando vueltas… hasta que tus pensamientos se centren en mí. Será entonces cuando sepa lo que sientes.
Ese hecho era el que provocaba que se sintiera traicionada por un amigo. No, nada de eso; era la víctima de un traidor que fingía ser un amigo. Le había parecido tan maravilloso, tan benévolo, tan comprensivo… ¿Cómo no iba a serlo, si siempre sabía lo que ella pensaba, lo que sentía? La simulación perfecta de la amistad.
—No, no —insistió Po—. Habré mentido, Katsa, pero mi amistad no ha sido fingida. He sido tu amigo de verdad.
De modo que seguía leyéndole el pensamiento.
—Basta —barbotó ella—. Basta ya. ¡Cómo te atreves, traidor, impostor, grandísimo…!
No se le ocurrían vocablos lo bastante fuertes para calificarlo. Y entonces Po sí bajó la vista con tristeza, y Katsa comprendió que había captado a la perfección lo que ella sentía. Estaba cruelmente agradecida a su gracia por el hecho de que le transmitiera su estado de ánimo que ella no sabía expresar con palabras. Desfigurado el semblante por la congoja, el lenita se desplomó sobre la mesa.
—Tan sólo dos personas saben que mi gracia es ésta —susurró—: Mi madre y mi abuelo. Y ahora también lo sabéis Raffin y tú. Pero ni mi padre ni mis hermanos están al corriente. Mi madre y Tealiff me prohibieron decírselo a nadie cuando, siendo niño, se lo revelé.
Bien. Ella se ocuparía de arreglar eso. Porque Giddon tenía razón, aunque no hubiera detectado el porqué: Po no era de fiar, y la gente tenía que saberlo; se lo diría a todo el mundo.
—Si lo haces, me arrebatarás la libertad que tengo. Me arruinarás la vida —musitó Po.
Katsa lo miró, pero la imagen del hombre se le emborronó a causa de las lágrimas que le anegaban los ojos. Tenía que irse; tenía que salir de esa habitación porque quería golpearlo como había prometido que no haría nunca. Quería hacerle daño por ocupar un lugar en su corazón, que no le habría entregado si hubiera sabido la verdad.
—Me mentiste.
Dio media vuelta y salió corriendo del laboratorio.
Helda se tomó con calma los ojos humedecidos y el silencio de Katsa.
—Espero que nadie esté enfermo, mi señora —dijo, y se sentó en el borde de la tina para enjabonar los enredos del cabello de la joven.
—No, no hay nadie enfermo.
—Entonces, ha pasado algo que la ha disgustado; será a causa de alguno de sus jóvenes acompañantes. Sí, uno de sus acompañantes, uno de sus amigos.
La lista de sus amigos, sin embargo, estaba menguando de pocos a menos.
—He desobedecido al rey —dijo—. Se pondrá furioso conmigo.
—¿Ah, sí? Pero eso no explica el dolor que reflejan sus ojos. Tiene que ser a causa de alguno de esos jóvenes.
Katsa guardó silencio. Al final iba a resultar que todo el mundo en el castillo sabía leer el pensamiento. Todo el mundo sabía lo que le pasaba, mientras que ella no se enteraba de nada.
—Si el rey está enfadado con usted y si ha surgido algún problema con uno de sus jóvenes acompañantes, tiene que estar especialmente guapa esta noche. Se pondrá el vestido rojo.
La lógica de Helda casi hizo reír a la joven, pero la risa se le convirtió en un nudo en la garganta. Esa noche sería la última que pasaría en la corte. Se marcharía para siempre porque no quería seguir allí más tiempo soportando la cólera de su tío, el sarcasmo y el orgullo herido de Giddon y, sobre todo, la traición de Po.
Un poco más tarde, cuando Katsa ya estaba vestida y Helda se debatía con el cabello todavía húmedo de la joven delante de la chimenea, llamaron a la puerta. A Katsa le dio un vuelco el corazón porque podía ser un mayordomo que traía un recado de que se presentara ante el rey; o, peor aún, si se trataba de Po, que venía a leerle la mente y a herirla otra vez con sus explicaciones y sus excusas. Pero cuando Helda abrió la puerta, regresó acompañada de Raffin.
—No es quien yo esperaba —dijo el ama, que enlazó las manos sobre el vientre y soltó una risita.
—He de hablar con él a solas, Helda.
La joven se presionó las sienes con los dedos. El ama se marchó y Raffin se sentó en la cama con las piernas encogidas, como hacía de pequeño, como tantas veces habían hecho los dos para hablar y reír. Pero Raffin no reía ahora; ni hablaba. Hecho un lío de brazos y piernas, siguió observándola, mientras ella permanecía sentada en la silla, junto a la chimenea. El rostro cariñoso y entrañable del muchacho rebosaba preocupación.
—Ese vestido te favorece, Katsa —dijo—. Te hace resplandecer los ojos.
—Helda cree que un vestido resolverá todos mis problemas.
—Tus problemas se han multiplicado desde que te fuiste de la corte. He hablado con Giddon.
—Ah, Giddon…
Hasta el nombre la hastiaba.
—Sí, él. Y me contó lo que ha ocurrido con lord Ellis. En serio, Katsa, la cosa es grave, muy grave. ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. Aún no lo he decidido.
—En serio, Katsa.
—¿Por qué no dejas de repetir lo mismo? Supongo que piensas que debería haber torturado a ese tipo por no hacer nada malo, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Hiciste lo correcto; claro que hiciste lo correcto.
—Y el rey no me controlará más. No volveré a ser su alimaña domada.
—Kat, Kat —Raffin rebulló y suspiró—, veo que has tomado una decisión y sabes que haré cuanto esté en mi mano para que no descargue su ira contra ti. Estoy siempre de tu parte en todo lo concerniente a Randa. Lo que pasa es que… Es que…
No hacía falta que se lo dijera. Sucedía que Randa no prestaba atención a su hijo, ese apotecario que preparaba medicinas. Raffin pintaba muy poco mientras su padre viviera.
—Lo que pasa es que estoy muy preocupado por ti, Katsa; todos lo estamos. Giddon está desesperado.
—Otra vez Giddon… Me propuso matrimonio, ¿sabes?
—¡Diantre! ¿Antes o después de que vieseis a Ellis?
—Después. —Gesticuló con impaciencia—. Cree que el matrimonio es la solución a todos mis problemas.
—Mmmm… Bueno, ¿y qué ocurrió?
¿Y le preguntaba que qué ocurrió? A la joven le entraron ganas de reír, aunque maldita la gracia que tenía el asunto.
—Empezó mal, fue a peor y acabó al darme cuenta de que Po es un mentalista. Y un embustero —explicó. Raffin abrió la boca para decir algo, pero la cerró; los ojos rebosaban ternura.
—Querida Katsa —dijo por fin—, has tenido unos días muy duros a costa de Randa, Giddon y Po.
Y el que hacía referencia a Po, el peor, aunque todo el peligro radicaba en Randa. Si tuviera elección, sería la herida infligida por el lenita la que borraría; Randa jamás podría hacerle tanto daño como Po.
Se quedaron callados, en medio del silencio que sólo rompía el crepitar de la leña en el hogar. La idea de encender la chimenea, un derroche porque el frío apenas se notaba, había sido cosa de Helda, con la intención de que el cabello se le secara a Katsa más deprisa, así que habían echado unos buenos leños al fuego. El cabello le caía ahora, en ondas por los hombros; se lo recogió por detrás de las orejas y se lo sujetó haciéndose un nudo con él.
—La gracia de Po ha sido un secreto desde que era pequeño, Kat.
De modo que, al fin, le iban a dar explicaciones. Apartó la vista de su primo y se preparó para aguantar lo que le explicara.
—Su madre era consciente de que sólo lo utilizarían como una herramienta si la verdad salía a la luz. Imagina la utilidad de un chiquillo capaz de percibir las reacciones que provoca con sus palabras, o que sabe lo que hace alguien en la habitación de al lado. Puedes suponer para qué serviría siendo hijo de un rey. Su madre estaba segura de que no se relacionaría con los demás ni haría amistades, porque nadie confiaría en él; nadie querría tener nada que ver con él. Piénsalo, Katsa. Piensa en lo que sería algo así. —Ella echaba chispas, y la expresión de Raffin se suavizó—. Pero qué cosas se me ocurre decir. Pues claro que lo sabes, tú no necesitas imaginarlo.
No, claro que no, porque ésa era su realidad diaria. Ella no había podido permitirse el lujo de ocultar su gracia.
—No podemos reprocharle que no nos lo contara antes —añadió Raffin—. Para ser sincero, me conmueve que nos lo haya confesado siquiera. A mí me lo explicó nada más marcharte tú al oeste. Tiene algunas ideas sobre el secuestro, Kat.
Como sin duda las tendría también sobre un montón de cosas que no le correspondía saber. Un mentalista nunca está falto de ideas.
—¿Y cuáles son?
—¿Por qué no le permites que te las explique él?
—La compañía de un mentalista no es algo de lo que esté deseosa.
—Se marcha mañana, Kat.
—¿A qué te refieres con que se marcha?
—Se va de la corte para siempre. Se dirige hacia Meridia y después, tal vez, a Monmar. No ha planeado el viaje con detalle.
Katsa se anegó en lágrimas, incapaz de contener el raudal extraño que brotaba imparable. Se contemplaba con fijeza las manos, y una lágrima le cayó en la palma.
—Creo que lo mandaré llamar para que te lo explique —insinuó Raffin, que bajó de la cama, se le acercó y la besó en la frente—. Querida Katsa —murmuró.
Dicho esto, abandonó la habitación. La joven se quedó observando el dibujo del suelo de mármol y se preguntó cómo podía sentirse tan desolada. No recordaba haber llorado en toda su vida; nunca lo había hecho, hasta que ese lenita estúpido apareció en la corte y le mintió, y ahora anunciaba que se marchaba.
Po se detuvo nada más cruzar la puerta, como si no estuviera seguro de si debía acercarse más o guardar las distancias. Ella tampoco sabía muy bien lo que quería, aunque lo prioritario era mantener la calma, no mirarlo ni tener pensamientos que él pudiera robarle. Se levantó de la cama y entró en el comedor; se aproximó a la ventana y contempló el exterior. No había nadie en el patio, y el sol, que se estaba poniendo, lo bañaba con su luz dorada. Entonces oyó cómo el lenita también entraba en el comedor.
—Perdóname, Katsa, te lo suplico. Perdóname.
Bueno, pues eso tenía una respuesta sencilla: no lo perdonaba.
Los árboles del jardín aún estaban verdes y algunos capullos todavía florecían, pero muy pronto las hojas se marchitarían y caerían, y entonces los jardineros retirarían las hojas del suelo de mármol con los grandes rastrillos, y se las llevarían en carretillas. Katsa ignoraba a dónde las llevaban, aunque suponía que las transportaban hasta los huertos o los campos. Muy trabajadores, los jardineros.
No lo perdonaba. Notó cómo se acercaba un poco más.
—¿Cómo…? ¿Cómo te enteraste? —preguntó Po—. Bueno, si quieres decírmelo.
—¿Y por qué no utilizas tu gracia para hallar la respuesta a esa pregunta? —replicó ella apoyando la frente en el cristal.
—Es posible que lo hiciera si estuvieras pensando en ello específicamente. Pero no es así, y no puedo meterme en tu mente y recabar cualquier información que desee. Como tampoco puedo impedir que mi gracia me revele cosas que no quiero saber. —Ella siguió callada—. Katsa, lo único que sé ahora es que estás enfadada, furiosa de pies a cabeza. Y que te he hecho daño y no me perdonas, ni confías en mí. Es todo lo que sé en este momento. Y mi gracia sólo confirma lo que veo con mis propios ojos. Ella resopló y le habló al cristal:
—Giddon me dijo que no se fiaba de ti. Y cuando me lo dijo, lo hizo con las mismas palabras que utilizaste tú, las mismas exactamente. Y… —Gesticuló con la mano—. Había otros indicios, claro, pero las palabras de Giddon lo evidenciaron.
Po se había acercado más. Seguramente, estaría apoyado en la mesa, con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en la espalda de ella. Katsa continuó observando el exterior: dos damas, de bracete, cruzaban el patio en ese momento; ambas llevaban el cabello recogido muy alto y los rizos se les mecían arriba y abajo al caminar.
—No he sido cuidadoso contigo, Katsa. Me refiero a ocultarte este asunto; por el contrario, a veces he sido más bien descuidado. —Se calló un momento, y cuando reemprendió la conversación, lo hizo en voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Y era porque quería que lo supieras.
Eso no lo absolvía. Le había robado sus pensamientos sin advertírselo y aunque tuviera la intención de confesárselo, no lo disculpaba en absoluto.
—No podía decírtelo, Katsa. No podía. La joven giró sobre sus talones para encarársele.
—¡Basta! ¡Deja de hacerlo ya! ¡Deja de contestar a mis pensamientos!
—¡No voy a ocultártelo, Katsa! ¡No te lo ocultaré nunca más!
No estaba recostado en la mesa, con las manos en los bolsillos, sino erguido y con los puños apretados. El rostro… No quería mirárselo. Se volvió de nuevo de cara a la ventana.
—No te lo ocultaré nunca más, Katsa —repitió—. Por favor, déjame que te lo explique. No es tan malo como crees.
—Para ti es fácil decirlo. A ti no te han arrebatado tus pensamientos.
—Casi todos los tuyos te pertenecen, porque mi gracia tan sólo me muestra tu postura en cuanto a mí, nada más. Cuando estás físicamente cerca, sé lo que haces y percibo cualquier pensamiento, sentimiento o reacción que tienes respecto a mí. Yo… Supongo que es una especie de instinto de conservación —dijo, poco convencido—. Sea como fuere, es la razón de que pueda luchar contigo, puesto que noto el movimiento de tu cuerpo sin verlo. Y, lo que es más, siento la energía de tus intenciones hacia mí y me doy cuenta de cada movimiento que intentas hacer contra mí, antes de que lo ejecutes.
A Katsa le faltó el aliento ante tan extraordinaria declaración, y se preguntó con vaguedad si era eso lo que sentían hacia ella sus víctimas cuando les asestaba una patada en el pecho.
—Sé cuándo alguien quiere hacerme daño y cómo lo hará —añadió Po—, o si una persona me mira con afecto y confía en mí, o si a una persona no le caigo bien, o cuándo alguien intenta engañarme.
—Como me has engañado tú a mí al no confiarme que eres un mentalista.
—Sí, eso es cierto —continuó él con tenacidad—. Pero todo lo que me has contado de tus pugnas con Randa tuve que oírlo de tus labios para enterarme; igual que todo cuanto me has explicado sobre Raffin o sobre Giddon. Cuando nos encontramos en el patio del castillo de Murgon, ¿te acuerdas?, yo no sabía por qué estabas allí. No podía adentrarme en tu mente y descubrir que estabas tratando de rescatar a mi abuelo de las mazmorras de Murgon. Ni siquiera estaba seguro de que mi abuelo se encontrara allí retenido, porque no me había acercado lo bastante a él para percibir su presencia física; tampoco había hablado con Murgon, y por lo tanto, aún no había descubierto sus mentiras. Por otra parte, desconocía que habías atacado a todos los guardias del castillo. Lo único que sabía con seguridad era que ignorabas quién era yo y que dudabas si fiarte de mí, pero no querías matarme porque era lenita; posiblemente, por algún motivo relacionado con otro lenita, aunque desconocía quién era y en qué o cómo influía en tus acciones. Y también me decía a mí mismo que tú… No sé cómo explicarlo, pero intuía que eras de fiar, era todo cuanto sabía, y en esas certezas me basé para decidirme a confiar en ti.
—Debe de ser muy conveniente saber si otra persona es digna de tu confianza —comentó con acritud Katsa—. No estaríamos aquí en este momento si yo hubiera tenido esa capacidad.
—Lo siento. No tengo palabras para expresar lo mucho que lo lamento. Y tú no te imaginas cuánto detestaba no poder contártelo. Ha sido como tener clavada una espina desde que nos hicimos amigos.
—No somos amigos —susurró, como si le hablara al cristal de la ventana.
—Pues si no eres mi amiga, carezco de amigos.
—Los amigos no te mienten.
—Los amigos intentan comprenderte —repuso él—. ¿Cómo habría llegado a trabar amistad contigo sin mentir? ¿Sabes lo que he arriesgado al deciros la verdad a ti y a Raffin? ¿Habrías actuado de forma distinta, Katsa, si tú poseyeras mi gracia y fuera tu secreto? ¿Te habrías encerrado en un agujero para no agobiar a nadie con tu ofensiva amistad? Tendré amigos, Katsa; tendré una vida a pesar de llevar encima esta carga.
Ronca, estrangulada la voz, tuvo que hacer una breve pausa. Katsa se resistió a la congoja del hombre, y luchó para evitar que la afectara, pero se sorprendió al advertir que oprimía el marco de la ventana con todas sus fuerzas.
—Me dejarías sin amigos, Katsa —añadió en un susurro Po—. Me dejarías a merced de mi gracia, que controlaría todos los aspectos de mi vida y me privaría de la felicidad.
Se negaba a escuchar esas palabras que apelaban a su compasión, a su comprensión. Ella, que había hecho daño a tanta gente con su gracia y, a causa de ésta, había sido humillada y denigrada. Ella, que todavía se debatía para controlar su don, en vez de que sucediera a la inversa. Ella, que, como él, nunca deseó el poder que le otorgaba.
—Cierto, nunca quise este poder —corroboró Po—. Si estuviera en mi mano, lo eliminaría para siempre por ti.
Ira, la ira de nuevo, porque ni siquiera le era permitido compadecerse sin que él lo supiera. Era demencial. Lo absurdo, la locura de aquella situación escapaba a su comprensión. ¿Cómo se relacionaba la madre de Po, o su abuelo, o cualquiera con él? Katsa respiró hondo e intentó reconsiderar el asunto, paso a paso.
—¿Esperas que crea que tu destreza en la lucha no es una gracia? —planteó sin apartar los ojos del patio, cada vez más oscuro.
—Soy un luchador innato excepcional; todos mis hermanos lo son. La familia real es famosa en Lenidia por su destreza en la lucha con las manos. Pero mi gracia es una ventaja enorme en un combate, porque preveo los movimientos que el adversario va a hacer contra mí. Esa facultad, combinada con mi percepción de la proximidad de un cuerpo, incluso sin verlo, facilita que se comprenda que nadie me haya ganado, excepto tú.
Katsa reflexionó sobre ello y llegó a la conclusión de que no se lo creía. Así que replicó:
—Eres demasiado competente. Tienes que poseer también un don para la lucha; de otro modo no podrías pelear conmigo tan bien si no lo tuvieras.
—Katsa, piénsalo. Tú eres una luchadora cinco veces mejor que yo. Cuando peleamos, te refrenas. Y no me digas que no, porque sé que es cierto. Sin embargo, yo no me contengo ni pizca. Y estás capacitada para hacer conmigo lo que te plazca, mientras que yo no consigo dañarte.
—Me duele cuando me das…
—Te duele un instante y, además, si te golpeo es porque lo has permitido, o porque estás tan ocupada retorciéndome el brazo, hasta descoyuntármelo, que no te importa si te doy un puñetazo en el estómago. ¿Cuánto crees que tardarías en matarme o en romperme todos los huesos si decidieras hacerlo?
¿Si lo quisiera de verdad? Tenía razón. Si su propósito fuera herirlo, romperle un brazo o el cuello, no tardaría mucho en lograrlo.
—Cuando luchamos, has de esforzarte al máximo para ganar sin hacerme daño —añadió Po—. Que casi siempre lo consigas es prueba de tu habilidad fuera de lo normal. En cambio, te repito que yo jamás te he hecho daño, y créeme que lo he intentado.
—Es una tapadera —exclamó Katsa—. Tu destreza en la lucha es sólo una tapadera.
—Sí, es cierto. Mi madre lo aprovechó en el momento en que fue evidente que compartía la destreza de mis hermanos y mi gracia incrementaba esa habilidad.
—¿Por qué no previste, entonces, que iba a golpearte en el patio del castillo de Murgon?
—Lo preví, pero fue en el último segundo y no reaccioné con suficiente presteza. Hasta que me diste aquel golpe, no fui consciente de tu rapidez; no había visto nada igual en toda mi vida.
La argamasa chascó en el marco de la ventana. Katsa retiró un trozo pequeño y le dio vueltas entre los dedos.
—¿Tu gracia comete errores o nunca te equivocas?
Él suspiró, aunque casi sonó como una risa, y replicó:
—No siempre es exacta y no cesa de cambiar continuamente, porque todavía se está desarrollando. Sin embargo, mi percepción de la situación física en bastante fiable; siempre y cuando no me halle en medio de una gran multitud, sé dónde está una persona y qué hace. En cuanto a lo que alguien siente por mí… Cada vez que he pensado que alguien me mentía, o que intentaba atacarme, he acertado. Pero hay ocasiones en las que no estoy seguro del todo; los sentimientos de otras personas pueden ser muy… complicados y difíciles de entender.
A Katsa no se le había ocurrido que una persona pudiera ser difícil de entender, sobre todo para un mentalista.
—Ahora mi seguridad es mayor que tiempo atrás —continuó Po—. Pero no ocurría así cuando era un chiquillo. Esas tremendas oleadas de energía, sentimientos y pensamientos se estrellaban contra mí, y casi siempre tenía la impresión de estar ahogándome en ellas. Además, me está costando mucho aprender a distinguir entre pensamientos importantes y los que no lo son, es decir, entre pensamientos fugaces y aquellos que contienen alguna intención relevante. No obstante, he mejorado bastante, pero mi gracia todavía me proporciona cosas con las que no sé qué hacer.
Estas consideraciones le parecieron a Katsa ridículas y completamente absurdas. Y ella que pensaba que su gracia era ingrata, agobiante… En comparación con la de Po, resultaba bastante sencilla.
—A veces cuesta mucho manejar mi gracia —dijo él.
Katsa se giró un poco de lado, un instante nada más, y preguntó:
—¿Has dicho eso porque lo he pensado yo?
—No, no. Lo he dicho porque pienso que es así.
—Es que yo lo he pensado también. —Se volvió de nuevo hacia la ventana—. O algo parecido.
—Bueno, supongo que es una sensación que entiendes.
Ella suspiró otra vez. Había cosas en este asunto que sí comprendía, aun en contra de su voluntad.
—¿A qué distancia tienes que estar de una persona para que tu gracia la perciba?
—Depende de quien sea. Además, esa percepción va cambiando con el tiempo.
—¿A qué te refieres?
—Si es alguien a quien conozco bien, el alcance es considerable. En cambio, con desconocidos tengo que estar más cerca. Hoy sentí tu llegada cuando te aproximabas al castillo e irrumpiste impetuosamente en el patio y desmontaste de un salto. Y también noté tu ira, intensa y manifiesta, mientras corrías escaleras arriba hacia los aposentos de Raffin. El alcance de mi percepción contigo es… mayor que con casi todo el mundo.
Fuera estaba más oscuro que dentro del comedor, y Katsa vio al lenita reflejado en la ventana. Se apoyaba en la mesa, como lo había imaginado antes. Pero la postura de los hombros y de los brazos, el gesto, traslucían abatimiento; todo en él lo denotaba. Estaba apesadumbrado. Po miraba el suelo, pero de pronto alzó la vista y le sostuvo la mirada en el cristal.
Katsa sintió de nuevo el escozor de las lágrimas, repentinamente; agarrándose a un clavo ardiendo, dijo lo primero que se le ocurrió:
—¿Percibes la presencia de animales y de plantas? ¿O de piedras y de tierra?
—Me marcho mañana.
—¿Notas cuando un animal está cerca?
—¿Querrías darte la vuelta para que te mire a la cara mientras hablamos?
—¿Es que puedes leerme la mente con más facilidad cuando me tienes de frente?
—No. Es que me gustaría verte, Katsa, eso es todo.
Hablaba en voz queda, pesarosa. Él mismo estaba pesaroso por aquella situación; pesaroso por su gracia. Sí, su gracia, que no era culpa suya y que habría alejado a Katsa si él, desde el principio, le hubiera confesado que la poseía. Por fin la joven se dio la vuelta.
—Antes no percibía a los animales, ni las plantas ni el paisaje, pero eso ha empezado a cambiar hace poco —explicó el lenita—. A veces tengo una percepción poco clara de lo que no es humano. Si algo se mueve tal vez lo noto, aunque no sucede de una manera constante; va y viene. —Katsa lo observó con atención—. Mañana salgo para Meridia.
La joven se cruzó de brazos y no dijo nada.
—Cuando Murgon me interrogó después de que llevaseis a cabo el rescate, me resultó evidente que le habíais arrebatado a mi abuelo. Y me quedó igualmente claro que él lo había tenido cautivo por encargo de otra persona, aunque yo ignoraba de quién se trataba, a no ser que, para descubrirlo, le hubiera hecho algunas preguntas, que habrían puesto de manifiesto lo que yo sabía acerca del asunto.
Katsa lo escuchaba como ensimismada. Estaba cansada, agotada por los excesivos acontecimientos recientes, para centrarse en ese momento en los detalles del secuestro.
—Estoy temiendo que tiene algo que ver con Monmar —continuó explicándole Po—. Hemos descartado Terramedia, Oestia, Nordicia, Elestia, Meridia… Como recordarás, he estado en casi todas esas cortes, y sé que nadie me mintió, excepto en Meridia. Mi propio país, Lenidia, no es responsable, de eso estoy seguro.
En algún momento, durante la conversación, la ira de Katsa había desaparecido; ya no la sentía. Ojalá estuviera furiosa, porque era preferible al vacío que había dejado. La afligía que todo hubiera cambiado entre Po y ella, así como perder cuanto habían compartido.
—Katsa, necesito que me prestes atención.
La joven salió de su ensimismamiento, reconstruyó mentalmente lo que Po había dicho en los últimos minutos y argumentó:
—Pero el rey Leck de Monmar es un hombre bondadoso; no tiene motivos para haberlo hecho.
—O puede que sí, aunque no se me ocurre cuál. Algo falla, Katsa.
—Murgon me produjo determinadas sensaciones que en ese momento desestimé, pero quizá me equivoqué al desecharlas. Además, la hermana de mi padre, la reina Cinérea, no se comportaría como tú me contaste porque es tan estoica, es tal su entereza… No habría reaccionado con histerismo, ni se habría encerrado con su hija, aislándose de su esposo. Te lo juro, si la conocieras… —Se interrumpió y dio una patada en el suelo, frunciendo el ceño—. Tengo la impresión de que Monmar está implicado en este asunto. No sé si lo intuyo a causa de mi gracia o, sencillamente, por instinto. En cualquier caso, regreso a Meridia para ver qué consigo descubrir. Mi abuelo ya se encuentra mejor, pero por su propia seguridad quiero que siga escondido hasta que yo llegue al fondo del misterio.
Entonces estaba decidido. Se marchaba a Meridia para averiguar los entresijos de lo sucedido. Y estaba bien que se marchara, porque no quería tenerlo siempre metido en la cabeza, pero tampoco deseaba que se fuera. Y él debía de conocer ese pensamiento de la muchacha, pero ¿se habría enterado también de que suponía que él lo sabía, puesto que ella lo había pensado? Era absurdo, disparatado. Era imposible estar con él. A pesar de todo seguía sin desear que se marchara.
—Esperaba que vinieras conmigo —añadió Po, y ella se quedó boquiabierta—. Formaríamos un gran equipo. Ni siquiera sé con exactitud a dónde voy, pero confiaba en que consideraras la posibilidad de viajar juntos si sigues siendo mi amiga, claro.
—¿Es que tu gracia no te revela si lo soy? —preguntó, porque no supo qué contestar.
—¿Lo sabes tú?
Katsa intentó pensar, pero tenía la mente en blanco. Lo único que sabía era que estaba embotada, triste y sin rastro de claridad en cuanto a lo que sentía.
—Como comprenderás, no puedo saber lo que sientes si tú misma lo ignoras —reflexionó Po.
Entonces el lenita miró de repente hacia la entrada; en ese mismo momento llamaron a la puerta, y un mayordomo del rey irrumpió en el cuarto sin esperar la respuesta de Katsa. Al verlo con el semblante pálido y tenso, todo retornó a la mente de la joven como una avalancha. Lo más probable es que Randa quisiera verla; puede que incluso quisiera matarla. Antes de la conmoción ocasionada por el asunto de Po, había desobedecido al rey.
—Su majestad ordena que vaya de inmediato a su presencia, mi señora —informó el servidor—. Le pido disculpas, mi señora, pero dice que si no obedece, mandará a su guardia al completo a buscarla.
—Está bien, dile que iré enseguida —contestó Katsa.
—Gracias, mi señora.
El mayordomo dio media vuelta y salió a toda prisa.
—Su guardia al completo —repitió mirando la puerta, ceñuda—. ¿Qué cree que podrían hacerme sus guardias? Tendría que haberle dicho al criado que los mandara, aunque sólo fuera por no perderme la diversión. —Dio un vistazo alrededor—. No sé si debería llevarme un cuchillo…
—¿Qué has hecho? ¿A qué viene todo esto?
Po la escudriñaba.
—Lo desobedecí. Me envió a torturar a un pobre e inocente noble y decidí que no deseaba hacerlo. ¿Crees que debería llevar un cuchillo?
Recorrió el cuarto de armas de un extremo al otro, seguida por el lenita.
—¿Para hacer qué? ¿Qué crees que ocurrirá en esa reunión?
—No lo sé, no lo sé. ¡Oh, Po, me saca de mis casillas y me da miedo que me entren ganas de matarlo! ¿Y si me amenaza y no me deja otra opción?
Se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en el tablero de la mesa. ¿Cómo iba a presentarse ante Randa precisamente ahora, cuando su mente era un torbellino? Perdería el control ante el mero sonido de la voz de su tío y haría algo horrible. Po se sentó en la silla contigua, de lado, para poder mirarla a la cara.
—Katsa, escúchame. Eres la persona más fuerte que he visto en mi vida, y eres capaz de hacer lo que quieras, cualquier cosa. Nadie puede obligarte a nada y tu tío no puede tocarte. En el instante en que te halles en su presencia, la decisión estará en tus manos. Si no pretendes hacerle daño, Katsa, sólo tienes que proponerte no hacérselo.
—Pero ¿cómo me comportaré?
—Ya se te ocurrirá. Pero debes acudir sabiendo lo que no deseas hacer. No le harás daño ni permitirás que él te lo haga a ti. Lo demás ya se te ocurrirá sobre la marcha. —La joven suspiró sin alzar la cabeza de la mesa. Como plan, no le parecía gran cosa—. Es el único plan posible, Katsa. En tus manos está llevar a cabo lo que desees.
Se sentó erguida, se volvió hacia él y le espetó:
—Todo el rato repites lo mismo, pero no es verdad. No está en mi poder impedir que sigas leyéndome el pensamiento.
—Podrías matarme —sugirió él.
—No, tampoco sería posible, porque percibirías mi intención de matarte y te escaparías. Te mantendrías lejos de mí, para siempre.
—¡Oh, no, no lo haría!
—Lo harías, sí de verdad quisiera matarte.
—Te repito que no.
Ante aquella absurda discusión, Katsa alzó los brazos en un gesto exasperado y exclamó:
—Basta. Dejémoslo. —Se levantó y salió de sus aposentos para acudir a la llamada del rey.