Capítulo XXIX

Después de cenar, Davídov se metió en su cuarto, pero no había hecho más que sentarse a la mesa para hojear los periódicos que le habían traído hacía poco de la estafeta de correos, cuando oyó unos golpecitos en el marco de la ventana y la entreabrió. Nagúlnov, con un pie apoyado en el banco de tierra pegado al muro, le dijo en voz baja:

—¡Prepárate, que va a haber jaleo! Hazte a un lado, déjame pasar y te contaré…

Su rostro cetrino estaba pálido y reconcentrado. Saltó con agilidad por la ventana, se sentó en un taburete y se dio un puñetazo en la rodilla:

—En fin, lo que te decía, Semión, ha salido como pensábamos. He logrado echar el ojo a uno, pese a todo. Llevaba ya dos horas largas tumbado junto a la casa de Ostrovnov, cuando veo que se acerca un fulano no muy alto, con cautela, aguzando el oído. Por consiguiente, uno de ellos, uno de esos mismísimos sujetos. Y eso que hoy me aposté tarde en mi escondrijo, ya había oscurecido. Me retrasé, estuve en el campo. Puede que antes haya entrado algún otro. Resumiendo: vamos, recogeremos por el camino a Razmiótnov. No hay que esperar más. Les echaremos el guante, vivitos y coleando, allí mismo, en casa de Lukich. Y si no, por lo menos atraparemos a ese que yo he visto.

Davídov metió la mano debajo de la almohada y sacó de allí la pistola.

—¿Cómo los vamos a coger? Puntualicemos bien la cosa…

Nagúlnov, que estaba encendiendo un cigarrillo, esbozó una leve sonrisa.

—Tengo experiencia, no es la primera vez. Escúchame: ese fulano bajito no llamó a la puerta, sino, como acabo de llamarte yo a ti, a la ventana. Yákov Lukich tiene un cuarto con un ventanuco que da al patio. Pues bien; este bandido, que llevaba un capotón o un impermeable —estaba muy oscuro y no pude distinguir—, llamó a la ventana. Alguien, no sé si fue Lukich o su hijito Semión, entreabrió la puerta, y él entró en la casa. Cuando subía los escalones miró a todos los lados, y cuando cruzó la puerta, volvió a mirar otra vez. Yo estaba tendido junto a la empalizada y lo veía todo. Ten en cuenta, Semión, que la gente de bien no anda así, con ese recelo de lobo. Te propongo el siguiente plan de acción: tú y yo llamamos, y Andréi se tumba en el patio junto a la ventana. Veremos quién nos abre, pero yo recuerdo que la puerta de ese cuarto es la primera a mano derecha según entras en el zaguán. Mira, si está cerrada, tendremos que echarla abajo sobre la marcha. Nos metemos los dos, y si alguno salta por la ventana, Andréi le zumbará. Atraparemos vivos a esos visitantes nocturnos con toda la facilidad del mundo. Yo saltaré la puerta, tú vienes detrás, a mi lado, y si la cosa se pone difícil, disparas a bulto contra quienes haya en el cuarto, sin más explicaciones.

Makar entornó ligeramente los ojos y no miró a Davídov. Una sonrisa casi imperceptible volvió a asomar a sus labios, de trazo duro, enérgico…

—No haces más que dar vueltas en las manos a ese juguete, y lo que tienes que hacer es comprobar el cargador y meter una bala en la recámara ahora mismo. Saldremos de aquí por la ventana, entornaremos el postigo.

Nagúlnov se ajustó el cinto de la guerrera, tiró al suelo la colilla, se miró las punteras y las cañas de las botas, cubiertas de polvo, y volvió a sonreír.

—Por culpa de unos miserables canallas me he revolcado en el polvo lo mismo que un cachorro, tuve que tumbarme boca abajo y qué sé yo de cuántas maneras, esperando a los queridos huéspedes… Por fin asomó uno… Pero creo que debe haber dos o tres, no más. Porque no serán una sección, ¿verdad?

Davídov montó la pistola, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y dijo:

—¿Qué te pasa hoy, Makar, que estás tan alegre? Llevas aquí cinco minutos y te has sonreído ya tres veces…

—Vamos a un asunto divertido, Sioma, por eso me sonrío.

Salieron por la ventana, entornaron las maderas y permanecieron inmóviles junto a la casa unos instantes. La noche era tibia. De abajo llegaba la humedad del río. El caserío dormía. Habían terminado los tranquilos afanes del día. Berreó un ternero. Ladraron los perros en la otra punta del lugar. Por allí cerca, perdida la cuenta de las horas, cantó a destiempo un gallo, atontado de sueño. Makar y Davídov se acercaron, sin cruzar palabra, a la casa de Razmiótnov. Makar golpeó levemente con el nudillo del índice en el marco de la ventana, y cuando tras corta espera vio en la penumbra el rostro de Andréi, le hizo señas de que saliera y le mostró el revólver.

Davídov oyó la voz de Andréi, diciendo desde la casa, con tono mesurado y serio:

—Comprendido. Ahora mismo salgo.

Casi inmediatamente apareció en la terracilla. Al entornar la puerta, dijo disgustado:

—Todo lo quieres saber, Niura. Me llaman al Soviet para un asunto. ¡No es para ir de jarana, caramba! Duérmete y no suspires. En seguida vuelvo.

Los tres amigos se juntaron. Razmiótnov preguntó alborozado:

—¿Será posible que hayáis dado con ellos?

Nagúlnov le cuchicheó lo sucedido.

…Entraron en silencio en el patio de Yákov Lukich. Razmiótnov se agazapó, apretando la espalda contra los tibios cimientos de la casa, y apoyó cautelosamente sobre una rodilla el cañón de su revólver. No quería sobrecargar sin necesidad la mano derecha.

Nagúlnov fue el primero en subir los peldaños de la terracilla, se acercó a la puerta, y movió sonoramente el picaporte.

Un silencio profundo reinaba en el patio y en la casa de Ostrovnov. Pero aquella siniestra quietud no duró mucho tiempo. En el zaguán resonó —inesperadamente fuerte— la voz de Yákov Lukich:

—¿Quién diablos anda por aquí a estas horas?

Nagúlnov contestó:

—Lukich, perdona que te despierte tan tarde, verás lo que sucede; tú y yo tenemos que ir ahora mismo al sovjós. Con toda urgencia.

Sobrevino un instante de embarazoso silencio.

Impacientado ya, Nagúlnov exigió:

—¿En qué estás pensando? ¡Abre la puerta!

—Querido camarada Nagóluov, vaya unas horitas, estoy a oscuras, no doy con los cerrojos, pase…

Oyóse dentro el metálico ruido del grueso pasador. La maciza puerta se entreabrió…

Aprestando toda su fuerza, Nagúlnov la empujó con el hombro izquierdo, echó a Yákov Lukich contra la pared y entró de una zancada en el zaguán, volviendo un instante la cabeza, para gritar a Davídov:

—¡Si se mueve, le zumbas!

Un tibio olor a recinto habitado y a lúpulo fresco le dio a Makar en la nariz, pero no tenía tiempo para analizar olores ni sensaciones. Presto el revólver en la mano derecha, palpó rápidamente con la izquierda la puerta del cuarto, y la derribó de un puntapié, haciendo saltar el ligero cerrojo.

—¿Quién hay ahí? ¡Alto o disparo!

Pero no llegó a disparar. Apagando su grito, tronó en el umbral la explosión restallante de una granada de mano y —terrible en el silencio nocturno— tableteó bronco un fusil ametrallador. Luego, ruido de cristales rotos, un disparo en el patio, un gemido…

Fulminado, destrozado por los cascos de la granada, Nagúlnov murió en el acto. Davídov, que había penetrado de un salto en la habitación y pudo hacer fuego dos veces en la oscuridad, recibió de lleno la ráfaga del fusil ametrallador.

Desvaneciéndose, cayó de espaldas, con la cabeza echada hacia atrás, apretando en la mano izquierda una astilla arrancada del dintel de la puerta por una bala.

¡Oh, con qué dificultad abandonaba la vida el ancho pecho de Davídov, atravesado, oblicuamente, por cuatro balazos!… No había recobrado ni por un instante el conocimiento desde que, por la noche, en silencio, dando traspiés en medio de las tinieblas, pero procurando no zarandear al herido, sus amigos lo habían llevado en brazos a casa, y ya duraba más de quince horas su penosa lucha con la muerte…

Al amanecer llegó en un carricoche tirado por caballos cubiertos de espuma el cirujano del distrito, un joven de una seriedad impropia de sus años. Estuvo cosa de diez minutos en el cuarto donde yacía Davídov, y en ese tiempo, los comunistas de la célula de Gremiachi Log y los numerosos koljosianos sin partido que querían a su presidente y aguardaban silenciosos en la cocina sólo una vez oyeron en la habitación un gemido sordo y apagado, como proferido en sueños. El médico salió a la cocina, secándose las manos con una toalla, las mangas subidas, pálido, pero exteriormente tranquilo. A la tácita pregunta de los amigos de Davídov, respondió:

—No hay esperanza alguna. Mi presencia es innecesaria. Pero ¡qué asombrosa vitalidad! No se les ocurra cambiarle de sitio; en general, no hay que moverle. Si en el caserío se encontrase hielo… aunque, no hace falta. Sólo pido que siempre haya alguien con el herido.

Tras el médico aparecieron en la cocina Razmiótnov y Maidánnikov. A Razmiótnov le temblaban los labios, su mirada, ausente, vagaba por la cocina, sin ver a los campesinos, que se agolpaban en desorden. Maidánnikov había salido de la habitación cabizbajo, con las venas de las sienes terriblemente abultadas; sobre el puente de su nariz se marcaban las profundas arrugas transversales, rojeando como cicatrices. Todos, a excepción de Maidánnikov, salieron en tropel a la terracilla y se dispersaron por el patio. Razmiótnov, gacha la cabeza, se apoyó en la puerta del corral y quedó inmóvil; sólo sus omoplatos se estremecían, de llanto ahogado; el viejo Shali se acercó a la empalizada y, presa de ciega e insensata furia, se puso a zarandear un puntal de roble, clavado en la tierra; Diomka Ushakov, arrimado a la pared del granero con el aire de un colegial castigado, hurgaba con la uña la arcilla del estuco, reblandecida por las lluvias, y dejaba correr las lágrimas por sus mejillas. Cada uno sentía a su manera la pérdida del amigo, pero era uno mismo el inmenso dolor que se había abatido sobre todos aquellos hombres.

Davídov murió por la noche. Antes de expirar recobró el conocimiento. Lanzó una mirada fugaz al abuelo Schukar, que velaba junto a la cabecera de la cama, y, ahogándose, le dijo:

—¿Por qué lloras, viejo?

Una espuma sanguinolenta emanó, burbujeante, de su boca, y sólo después de hacer convulsivos esfuerzos para despejar la garganta, hundiendo en la almohada la mejilla, que parecía de cera, terminó a duras penas la frase:

—No llores…

Intentó sonreír, pero se estiró penosamente, con un gemido prolongado, y quedó inmóvil.

…Los ruiseñores del Don dejaran de cantar a Davídov y a Nagúlnov, tan caros a mi corazón; dejó de susurrarles el trigo a punto de sazonar; dejó de rumorearles, resbalando por las piedras, el riachuelo sin nombre que baja de lo alto de la barranca de Gremiachi Lag… ¡Y eso es todo!

Pasaron dos meses. Por el alto cielo de Gremiachi Lag, desteñido por el caliente sol estival, seguían bogando blancas nubes, esponjadas como siempre en otoño, pero una tenue capa de oro rojizo había ya cubierto las hojas de los álamos que bordeaban el riachuelo del lugar, cuyas aguas se habían tornado más transparentes y frías, y en las tumbas de Davídov y Nagúlnov, enterrados en la plaza del caserío, cerca de la escuela, había brotado una hierbecilla paliducha y enclenque, acariciada por el parco sol otoñal. Una florecilla esteparia sin nombre, apretándose contra los listones de la valla, intentaba tardíamente afianzar su precaria vida. En cambio, tres tallos de girasol, que después de las lluvias de agosto habían crecido no lejos de las tumbas, se las ingeniaron para crecer dos cuartas, y ya se bamboleaban suavemente cuando en la plaza soplaba el viento.

Mucha agua pasó por el riachuelo de Gremiachi Lag durante aquellos dos meses. Muchas cosas cambiaron en el caserío. Después de enterrar a sus amigos, desmejoró a ojos vistas y cambió extraordinariamente el abuelo Schukar: hízose huraño, taciturno, más lagrimoso aún… Cuatro días estuvo sin levantarse de la cama después del entierro, y, cuando se levantó, la vieja se dio cuenta, sin ocultar su espanto, que tenía ligeramente torcida la boca y como ladeada toda la parte izquierda del rostro.

—¿Qué te pasa? —exclamó asustada, echándose las manos a la cabeza.

Muy tranquilo, aunque con la lengua un poco trabada, el abuelo Schukar respondió, enjugándose con la palma de la mano la saliva que le rezumaba por la comisura izquierda de los labios:

—Nada de particular. Ya ves qué galanes reposan en la tierra. Y yo hace ya mucho tiempo que debía descansar allí. ¿Está claro el problema?

Pero cuando se fue acercando lentamente a la mesa, resultó que arrastraba la pierna izquierda. Se puso a liar un cigarro y apenas si pudo levantar el brazo izquierdo…

—Por todas las trazas, vieja, me ha dado una parálisis, ¡mal rayo la parta! No me noto yo el mismo de hace poco —dijo Schukar, contemplándose con asombro la mano, que no le obedecía.

Al cabo de una semana se repuso un tanto, era ya más seguro su andar, podía mover el brazo izquierdo sin grandes esfuerzos. Pero se negó rotundamente a seguir de cochero. Fue a la administración del koljós y le dijo sin rodeos a Kondrat Maidánnikov, el nuevo presidente.

—Para mí se acabaron los viajes, querido Kondrátushka, no me siento con fuerzas para cuidar de los potros.

—Razmiótnov y yo hemos pensado ya qué hacer contigo, abuelito —le contestó Maidánnikov—. ¿Y si vigilases la tienda por las noches? Para el invierno te haremos una garita bien abrigada, pondremos allí una estufa y un catre, te daremos una zamarra, un buen capote de piel, unas botas de fieltro. ¿Acaso estarás mal? Cobrarás tu sueldo, tendrás un trabajo descansado y, lo que es más importante, harás algo de provecho. ¿Qué, estás conforme?

—Dios te lo pague, eso me conviene. Os agradezco mucho que no os olvidéis de este viejo. De todas maneras, por las noches apenas duermo, a veces no pego ojo. Echo mucho de menos a nuestros amigos, Kondrátushka, y el sueño me rehúye… Bueno, me marcho. Voy a despedirme de los potros, y a casita. ¿A quién se los vais a encargar?

—Al viejo Biesjliébnov.

—El es un viejo fuerte, y yo estoy ya muy gastado, me han tronchado Makárushka y Davídov, me han quitado la vida… Con ellos, aún habría podido tirar, a lo mejor, uno o dos años, pero sin ellos me da no se qué seguir estorbando en este mundo… —murmuró tristemente el abuelo Schukar, secándose los ojos con su vieja gorra cosaco.

Aquella misma noche se puso a hacer de vigilante.

Las tumbas de Davídov y Nagúlnov, rodeadas por una pequeña valla, quedaban cerca, enfrente de la tiendecita de la cooperativa, y, al día siguiente, el abuelo Schukar, provisto de un hacha y una sierra, se hizo un banquito junto a la valla. Allí se pasaba las noches.

—Lo que más me tira es estar junto a mis queridos amigos… —decía a Razmiótnov—. Ellos se sentirán alegres y yo acorto las noches más a gusto estando a su lado. Nunca he tenido hijos, Andriúshenka, y ahora es como si me hubiese quedado sin dos, de repente… El corazón, maldito, me duele día y noche y no me deja descansar.

Razmiótnov, que era ahora el secretario de la célula, hacía a Maidánnikov partícipe de sus temores:

—¿Te fijas, Kondrat, que de un tiempo a esta parte nuestro abuelo Schukar ha envejecido terriblemente? Se consume de pena por los muchachos, no parece el mismo. Se ve que pronto le llegará su hora al viejo… Ya le tiembla la cabeza y se le han empezado a poner negras las manos. ¡Nos va a dar un disgusto, te lo juro! Estamos muy acostumbrados a él y a sus ocurrencias, y, como se nos muera,dejará un hueco en el caserío.

Los días hacíanse más cortos, y el aire, más diáfano. No era ya el amargo aroma del ajenjo estepario lo que el viento llevaba a las tumbas, sino la fragancia de la mies recién trillada en las eras, detrás del caserío.

Mientras duró la trilla, el abuelo Schukar se sintió más alegre: hasta muy tarde, las aventadoras bordoneaban en las eras, los rodillos retumbaban sordamente en la tierra apisonada, oíanse las voces de los campesinos, arreando a las bestias, y los relinchos de las caballerías. Después, todo se aquietó. Las noches eran más largas y más oscuras, y ya eran otras las voces que rompían el silencio nocturno: los gemidos de las grullas en el firmamento, negro como una pizarra, el melancólico reclamo de los carracos, los apagados graznidos de los gansos y el silbante aleteo de los ánades.

—Se marchan los pájaros a tierras calientes —suspiraba en su soledad el abuelo Schukar al escuchar la algarabía de las aves, que descendía, como invitando a seguirles, de lo alto del cielo.

Una noche se acercó quedamente al viejo una mujer tocada con un pañuelo negro y se detuvo en silencio ante él.

—¿A quién trae Dios por aquí? —preguntó el anciano, haciendo vanos esfuerzos por ver quién era.

—Soy yo, abuelito, soy Varia…

El abuelo Schukar se levantó del banco con toda la agilidad de que aún era capaz.

—¡Golondrinita mía, has venido, por fin! Yo pensaba que te habías olvidado de nosotros… ¡Ay, Variuja, qué solos nos ha dejado a los dos! Pasa, querida, aquí está la puerta, su sepultura es aquella de allí… Quédate un rato con él, yo voy a darme una vuelta por la tienda, a comprobar los candados… Tengo muchas ocupaciones, hago de vigilante, no me faltan quehaceres a la vejez… No me faltan, alma de Dios.

El anciano cruzó renqueando la plaza y no volvió hasta pasada una hora. Varia estaba arrodillada junto a la cabecera de la tumba de Davídov, pero al oír la delicada tosecilla con que el abuelo Schukar anunció su presencia, se levantó, salió por la puertecilla, se tambaleó y, asustada, apoyó una mano en la valla. Permaneció allí en silencio. El viejo también callaba. Luego, Varia musitó:

—Gracias, abuelito, por haberme dejado a solas con él…

—No hay de qué. ¿Qué piensas hacer ahora, queridita?

—He venido para quedarme en el pueblo. Llegué esta mañana y si me he acercado tan tarde es porque no quería que me viese la gente…

—¿Y los estudios?

—Los he dejado. Sin mi ayuda, nuestra casa no sale adelante.

—Nuestro Sioma se habría llevado un disgusto, me parece a mí.

—¿Y qué quieres que haga, abuelito, querido? —tembló la voz de Varia.

—No soy nadie para darte consejos, queridita mía, tú verás. Pero no le disgustes, ya sabes que te quería, ¡eso es la pura verdad!

Varia dio la vuelta rápidamente y cruzó corriendo la plaza, ahogada en llanto, sin ánimos siquiera para despedirse del viejo.

Hasta el amanecer resonaron en la impenetrable oscuridad del cielo las quejumbrosas llamadas de las grullas. Y hasta el amanecer estuvo acurrucado en su banco, sin pegar ojo, el abuelo Schukar: suspiraba, se santiguaba, lloraba…

Gradualmente, día tras día, se fue deshaciendo el ovillo de la conjura contrarrevolucionaria y del alzamiento que se preparaba en el Don.

Los agentes de la Dirección Territorial de la GPU llegados de Rostov a Gremiachi Lag dos días después de la muerte de Davídov identificaron sin dificultad al individuo a quien Razmiótnov había matado en el patio de Ostrovnov: era un criminal a quien buscaban hacía mucho tiempo, el ex teniente Liatievski, del Ejército Voluntario.

Tres semanas más tarde, en un sovjós próximo a Tashkent, un hombre insignificante, vestido de paisano, se acercó al contable, un tal Kaláshnikov, que llevaba poco tiempo trabajando allí, se inclinó sobre la mesa y le dijo con voz mesurada:

—Se ha instalado usted con todo confort, señor Pólovtsev… ¡Quieto! Salgamos de aquí por un momento, usted delante.

En la terracilla les esperaba otro agente de paisano, de patillas grises. Este no fue tan impecablemente cortés y circunspecto como su joven camarada: al ver a Pólovtsev, se adelantó, parpadeando nervioso, y, pálido de odio, exclamó:

—¡Víbora! Lejos te has arrastrado. ¿Creías que no daríamos contigo en esta madriguera? Espera, que ya hablaremos en Rostov. Vas a bailar lo tuyo antes de morir…

—¡Huy, qué espanto! ¡Huy, qué miedo me ha entrado! ¡Estoy temblando todo, de pavor, como hoja de árbol! —exclamó sarcástico Pólovtsev, parándose a encender un cigarrillo de los baratos, mientras miraba al chequista de soslayo, con expresión de burla y de odio en los ojos.

Allí mismo lo cachearon, y él, dando la vuelta dócilmente, les dijo:

—¡Hacedme caso, no os molestéis en balde! No llevo armas encima: ¿para qué? En mi cuarto tengo escondida una máuser. ¡Vamos!

Mientras iban a su domicilio, les habló tranquilo y sentencioso, dirigiéndose al chequista de patillas grises:

—¿Con qué piensas intimidarme, alma de cántaro? ¿Con torturas? No lo conseguirás, estoy dispuesto a todo y aguantaré lo que sea, pero, además, torturarme no tiene sentido, porque, sin ocultar nada ni andarme con astucias, diré todo, absolutamente todo lo que sé. ¡Palabra de oficial! Dos veces no me matarás, y hace mucho que estoy dispuesto a morir. Hemos perdido, y para mí la vida no tiene ya sentido. No lo digo por hacer frases, no soy un comediante ni un petimetre. Eso es una amarga verdad para todos nosotros. Ante todo, la deuda de honor: el que pierde, paga. Y yo estoy dispuesto a pagar con mi vida. No me da miedo, lo juro.

—Deja de calzar el coturno y calla, que por pagar no quedará la cosa —le aconsejó el destinatario de aquella afectada palabrería.

En su cuarto no encontraron nada comprometedor, aparte de la máuser. La maleta de madera no ocultaba ningún papel. Pero sobre la mesa vieron, cuidadosamente ordenados, los veinticinco tomos de las obras completas de Lenin.

—¿Son suyos? —le preguntaron a Pólovtsev.

—Sí.

—¿Para qué quería usted estos libros?

Pólovtsev sonrió con descaro:

—Para batir al enemigo, hace falta conocer sus armas…

Mantuvo su palabra: al ser interrogado en Rostov, delató al coronel Sedói-Nikolski y al capitán Kazántsev, y enumeró de memoria a todos los que integraban su organización en Gremiachi Log y en los caseríos del contorno. Nikolski delató a los demás.

Una vasta ola de detenciones se extendió por la zona del Mar de Azov y del Mar Negro. Más de seiscientos cosacos, simples participantes del complot, entre ellos Ostrovnov y su hijo, fueron condenados por un tribunal especial a distintas penas de cárcel. Sólo se fusiló a los que habían tenido participación directa en actos terroristas. Pólovtsev, Nikolski, Kazántsev, el teniente coronel Savatéiev, de la región de Stalingrado, y sus dos ayudantes, así como otros nueve oficiales y generales blancos que vivían en Moscú bajo nombre supuesto, fueron condenados a muerte y fusilados. Entre los nueve detenidos en Moscú y sus alrededores había un teniente general de cosacos bastante conocido en los medios del ejército de Denikin. Era él quien dirigía el complot y mantenía contacto con las organizaciones militares de la emigración. Tan sólo cuatro individuos del centro dirigente de la conjura lograron escapar a la detención en Moscú y cruzar la frontera por distintos medios.