En Gremiachi Log y sobre él la vida avanzaba al paso majestuoso y reposado de siempre: lo mismo que siempre bogaban sobre el caserío las nubes, unas veces blancas, con visos plateados, como de escarcha; otras veces su color y matices cambiaban, pasando del tono cárdeno de los nubarrones de tormenta a la transparencia más absoluta. En ocasiones, ardiendo mortecina o vivamente al ponerse el sol, presagiaban viento para el siguiente día, y en tales casos las mujeres y los niños de todo Gremiachi Log oían decir a los cabezas de familia, o a quienes se aprestaban a serlo, frases calmas y concisas, pronunciadas en tono de irrebatible convicción, también eterna, inmutable. «¿Quién va a apilar o acarrear el heno con este viento?» Alguno de los que tenían sentados a su lado —un viejo de la familia, un vecino—, respondía al cabo de unos instantes: «Ni pensado. Se lo llevaría el vendaval». En aquellas horas de furioso solano en lo alto y de forzosa inactividad de los hombres abajo, en las trescientas casas del lugar se repetía un mismo relato: un vecino de Gremiachi Log, Iván Ivánovich Degtiariov, muerto hacía mucho, había querido transportar el trigo del campo a la era cuando soplaba el solano. Al ver que el ventarrón le llevaba de los carros los haces y gavillas de cereal maduro, harto de luchar contra los elementos, levantó con la horquilla un enorme montón de espigas de trigo y, mirando hacia Oriente, gritó furioso: «¡Tómalo también, ya que eres tan fuerte! ¡Llévatelo, maldito!» Después de la cual, volcó una carreta cargada de mieses y regresó de vacío a su casa, echando sapos y culebras.
La vida avanzaba en Gremiachi Log sin apretar su lento paso, y cada día y cada noche llevaban a alguna de las trescientas casas del caserío grandes y pequeñas alegrías, disgustos, emociones, dolores que no se extinguían de repente… Un lunes, al amanecer, murió en el pastizal el abuelo Aguéi, antiquísimo pastor del lugar. Echó a correr para alcanzar a una retozona vaquilla primeriza y reintegrarla al rebaño, pero no duró mucho su trotecillo senil: se detuvo de pronto, apretando el látigo contra el corazón, se tambaleó unos instantes, flojas las piernas, y haciendo eses como un borracho, dejando caer el látigo, retrocedió con paso lento y vacilante. La nuera de Biesjliébnov, que había salido a sacar su vaca, se le acercó en un vuelo, le agarró por las manos, que se le estaban quedando frías, y, jadeante, echándole la cálida respiración a los ojos vidriosos, le preguntó:
—¿Abuelo, querido, te sientes mal?
Y rompió a llorar:
—¡Pobrecito mío! ¿Qué puedo hacer yo por ti?
El abuelo Aguéi balbuceó agonizante:
—No te asustes, golondrinita mía… Cógeme del brazo, que me caigo…
Y cayó, primero sobre la rodilla derecha y después sobre un costado. Y expiró. Eso fue todo. Y a la hora de la comida, casi a un tiempo, dieron a luz dos koljosianas jóvenes. Una de ellas tuvo un parto muy difícil. Davídov hubo de enviar sin pérdida de tiempo a Voiskovói por el practicante el primer carro que encontró. Acababa de volver de la desamparada casa del abuelo Aguéi, adonde había ido para decir su último adiós al difunto, cuando se le presentó en la administración el joven koljosiano Mijéi Kuznetsov. Pálido, emocionado, comenzó a explicarle su cuita desde el umbral:
—Querido camarada Davídov, sácame del apuro, por el amor de Dios. Mi mujer lleva dos días sufriendo y no acaba de dar a luz. Tengo, además, dos niños, y me da muchísima lástima de la pobrecilla. Préstame unos caballos, hay que llamar al practicante, nuestras comadres no saben ya qué hacer…
—¡Vamos! —dijo Davídov, y salió al patio.
El abuelo Schukar había ido por heno a la estepa. No quedaba ningún caballo en la cuadra.
—Vamos para tu casa; el primer carro que encontremos, lo enviamos a Voiskovói. Tú ve a tranquilizar a tu mujer. Yo pararé a cualquiera y lo mandaré a la stanitsa.
Davídov sabía perfectamente que un hombre no debe andar dando vueltas por donde está alumbrando una mujer, pero se puso a medir con largas zancadas la baja empalizada de la casita de Kuznetsov, mientras sus ojos recorrían de punta a punta la desierta calle. Al oír las ahogadas quejas y los alaridos de la mujer, bramaba él mismo, conmovido por el sufrimiento de la maternidad, y soltaba en voz baja los más atroces tacos marineros. De pronto vio que se acercaba lentamente por la calle el carro de Andréi Akímov, un mozalbete de dieciséis años, aguador de una de las brigadas, y corrió como un chicuelo a su encuentro. Luego tiró con esfuerzo del vehículo la cuba llena de agua, y, ahogándose, exclamó:
—Mira, muchacho, aquí hay una mujer en un mal trance. Tus caballos son buenos, arrea al galope a Voiskovói y tráeme al practicante, vivo o muerto. Si revientan los caballos, yo respondo, ¡eso es la pura verdad!
En el denso silencio del mediodía volvió a sonar, quebrándose de repente, el grito sofocado y profundo de la mujer en lucha con la muerte. Davídov miró fijamente al muchacho y le preguntó:
—¿Oyes? ¡Arreando!
El mocito se puso de pie en el carro y respondió a Davídov con una mirada de hombre que entiende a otro:
—Tío Semión, comprendo lo que pasa, no se preocupe por los animales.
Los caballos partieron a galope. El muchacho, de pie, los animaba, garboso, a silbos y latigazos, y Davídov, mirando la nube de polvo levantada por las ruedas, hizo un desesperado ademán y se fue a la administración del koljós. Por el camino oyó una vez más el espeluznante alarido de la mujer, se encogió, como acometido por un dolor súbito, y rezongó irritado, cuando había ya dejado atrás dos manzanas de casas:
—¡Vaya, se le ocurre parir y no sabe hacerlo como es debido! ¡Eso es la pura verdad!
No le había dado tiempo a examinar en la administración eso que solían denominar «asuntos del día», cuando llegó un joven, el hijo del viejo koljosiano Abrámov, y muy turbado, lleno de agitación, le anunció cohibido:
—Camarada Davídov, hoy me caso, toda la familia le invita. No estaría bien que faltase usted a la hora de sentarse a la mesa.
Davídov no pudo aguantar más. Se levantó de un salto y exclamó:
—Pero, ¿habéis perdido la chaveta en este caserío? Morirse, parir y casarse en un mismo día. ¿Os habéis puesto de acuerdo, o qué?
Calmado ya, preguntó, riéndose mentalmente de su estallido:
—¿Qué prisa te corre? Podrías casarte en otoño. Es la mejor época para las bodas.
El muchacho, como sobre ascuas, contestó:
—Las cosas no aconsejan esperar hasta el otoño.
—¿Qué cosas?
—Usted mismo debe comprenderlo, camarada Davídov…
—Ah, ya… Esas cosas, hijito, siempre hay que pensarlas antes —observó sentencioso, pero acto seguido sonrió, pensando: «Ni a mí me cuadra dar estos consejos, ni está él para escucharlos».
Tras un silencio, Davídov agregó:
—Bueno, puedes marcharte. Esta tarde nos pasaremos por allí un momento. Todos iremos. ¿Se lo has dicho a Nagúlnov y a Razmiótnov?
—Ya los he invitado.
—Pues nos pasaremos por allí los tres, estaremos un rato. No podemos beber mucho, no es el momento, así que no os ofendáis por eso. Bueno, vete, te deseo que seáis felices. Aunque eso ya te lo diremos luego… Y ella, ¿qué? ¿Está muy gorda?
—No mucho, pero ya se ve…
—Cuando las cosas están a la vista, siempre es mejor —volvió a observar Davídov con tono un tanto edificante, y otra vez sonrió al percibir alguna que otra nota falsa en sus razones.
Una hora más tarde, cuando estaba firmando Semión el informe que de la marcha del trabajo enviaban al Comité del distrito, se presentó el feliz padre Mijéi Kuznetsov, le estrujó entre sus brazos y le dijo de un tirón, muy conmovido:
—Que Dios te lo pague, presidente nuestro. Andréi vino con el practicante, y no pudieron llegar más a tiempo. Mi mujer estaba ya a punto de morir, pero con su ayuda, me ha soltado un hijo que parece un ternero: pesa tanto, que se me cae de las manos. El practicante dice que no venía al mundo como es de rigor. Por mí, que viniese como le diera la gana, el caso es que ya tenemos un mozo en la familia. ¡Tú serás el padrino, camarada Davídov!
Pasándose la mano por la frente, Davídov respondió:
—Seré el padrino, y me alegro muchísimo de que tu mujer haya dado a luz sin novedad. Si necesitas algo, pídeselo mañana a Ostrovnov, ya tendrá orden de atenderte, ¡eso es la pura verdad! Lo de que el mozo no viniese a este mundo como es debido, no tiene importancia. Ten en cuenta que los mozos, los mozos de verdad, rara vez vienen como es debido…
Esta vez ni siquiera se sonrió, no percibió en su voz aquel tonillo sentencioso del que acababa de burlarse.
Por lo visto, el marinero se había vuelto sentimental, pues al ver la alegría del otro y enterarse del dichoso desenlace de los sufrimientos de la madre, se le empañaron los ojos. Y al notárselos llenos de lágrimas, se los tapó con la ancha palma de la mano y concluyó un tanto rudo:
—Márchate, tu mujer te aguarda. Si te hace falta algo, ven, pero ahora, vete, no tengo tiempo, ¿comprendes? Hago mucho trabajo.
Aquel mismo día, hacia el atardecer, sobrevino un acontecimiento inusitado, nada pequeño para Gremiachi Log, del que muy pocos se enteraron. A eso de las siete llegó a la casa de Ostrovnov un elegante cabriolé tirado por un par de buenos caballos. Junto a la puerta del corral descendió del vehículo un hombre de estatura más bien baja, con chaqueta y pantalones de lino. Después de sacudirse con senil petulancia los bajos de los polvorientos pantalones, subió con juvenil premura a la terracilla de la casa de Ostrovnov y entró sin titubear en el zaguán, donde ya le esperaba Yákov Lukich, alarmado por aquella visita. Brillaron un instante sus dientes en negrecidos por el tabaco, su mano, pequeña y reseca, apretó con vigor el codo de Yákov Lukich, y sus labios preguntaron con amable sonrisa:
—¿Está Alexandr Anísimovich? En seguida se advierte que eres el dueño. Yákov Lukich, ¿verdad?
La marcial apostura del recién llegado y su propio olfato de soldado veterano dijeron a Yákov Lukich que el hombre aquel era un alto jefe; por ello hizo chocar dócilmente sus desgastadas abarcas y respondió aturrullado:
—¡Excelencia! ¿Es usted? ¡Dios mío, cómo le estaban esperando!
—Guíame.
Con una prontitud impropia de su manera de ser, Yákov Lukich abrió servilmente, de par en par, la puerta del cuarto en que vivían Pólovtsev y Liatievski.
—Alexandr Anísimovich, perdone que entre sin llamar. Tenemos una visita muy preciada.
El forastero entró en la habitación abriendo teatralmente los brazos.
—Le saludo, queridos enclaustrados. ¿Se puede hablar aquí en voz alta?
Pólovtsev, que estaba sentado a la mesa, y Liatievski, que, según su costumbre, se hallaba indolentemente tumbado en la cama, se levantaron de un salto, como si hubiesen oído la voz de «¡firmes!»
El recién llegado abrazó a Pólovtsev y, después de apretar contra su pecho a Liatievski con el brazo izquierdo, dijo:
—Les ruego que se sienten, señores oficiales. Soy el coronel Sedói, el que les enviaba las órdenes escritas. Ahora, por un capricho de la suerte, agrónomo de la Dirección Territorial de Agricultura. Como ven ustedes, vengo en viaje de inspección. Tengo muy poco tiempo. Debo informarles de la situación.
Una vez que hubo invitado a los oficiales a sentarse, continuó con fingida amabilidad, mostrando, sonriente todo el tiempo, sus negros dientes de fumador:
—Mal viven ustedes; al parecer, ni siquiera tienen con qué invitarme… Pero no se trata de eso, comeré en otro sitio. Les ruego que hagan pasar a mi cochero y aseguren nuestra protección, montando, por lo menos, un puesto de vigilancia.
Pólovtsev se precipitó servicialmente hacia la puerta, pero por ella entraba ya el cochero del señor coronel, un mozo apuesto y bien parecido, que dijo, tendiéndole la mano:
—A sus órdenes, capitán. No es costumbre rusa saludarse en el umbral…
Dirigiéndose al coronel, preguntó respetuoso:
—¿Me permite asistir? Ya he asegurado la vigilancia.
El primero de los forasteros seguía sonriendo a Pólovtsev y a Liatievski con sus ojos grises, muy hundidos:
—Permítanme que les presente, señores oficiales: el capitán de caballería Kazántsev. Bueno, y a los anfitriones ya los conoce usted, señor Kazántsev. Ahora, señores, al asunto. Sentémonos a su mesa de solteros.
Pólovtsev inquirió tímidamente:
—Mi coronel, ¿nos permite que les invitemos? Sin pretensiones. Lo que tenemos, se lo ofrecemos de todo corazón.
El coronel respondió con sequedad:
—Gracias, no es necesario. Vayamos en seguida al grano, tengo el tiempo tasado. Capitán, deme el plano.
El capitán Kazántsev sacó de uno de los bolsillos interiores de la chaqueta un mapa a escala 1:10.000 de la zona del Azov y del Mar Negro y lo extendió sobre la mesa. Los cuatro hombres se inclinaron sobre él.
El coronel se arregló el cuello de la guerrera de lino, que llevaba desabrochada, sacó del bolsillo un lapicero azul, dio con él unos golpecitos en la mesa, y dijo:
—Como ustedes adivinan, no me llamo Sedói… sino Nikolski. Coronel del Estado Mayor Central del ejército imperial. El mapa es de uso corriente, pero ustedes no necesitan un plano más detallado para las operaciones militares. Su misión es la siguiente: después de exterminar a los comunistas de la localidad, pero sin enzarzarse, por nada del mundo, en escaramuzas pequeñas ni prolongadas, marcharán, en columna, con las doscientas bayonetas o sables de que disponen, sobre el sovjós «Aurora Roja», cortando por el camino las comunicaciones. Allí harán ustedes lo oportuno y obtendrán unos cuarenta fusiles con las municiones correspondientes. Lo principal es progresar sobre Míllerovo a marchas forzadas, conservando intactos los fusiles ametralladores y las ametralladoras pesadas de que disponen, y apoderándose en el sovjós de unos treinta camiones. Y otra cosa principal… Ya ven ustedes cuántas misiones principales les encomiendo… Es indispensable, se lo ordeno, señor capitán, sorprender, sin dejarle que despliegue, al regimiento estacionado en Míllerovo, derrotarlo sobre la marcha, desarmarlo, tomar su armamento y a los soldados rojos de ese mismo regimiento que se unan a usted, y, juntos, en camiones, avanzar hacia Rostov. Sólo le indico la misión en líneas generales, pero de ella dependen muchas cosas. Si, contrariamente a lo que esperamos, su avance sobre Míllerovo encuentra resistencia, flanquee la ciudad y diríjase a Kámensk por esta ruta.
El coronel trazó con cansino ademán una recta azul en el mapa y añadió:
—En Kámensk le esperaré yo con mi destacamento, señor capitán.
Hizo una pausa y agregó:
—Por el Norte, probablemente le apoye a usted el teniente coronel Savatéiev. Pero no confíe mucho en eso y actúe con iniciativa. Del éxito de su operación dependen muchas cosas, compréndalo bien. Me refiero a lo de desarmar al regimiento de Míllerovo y utilizar su armamento. Quiérase o no, tienen una batería que nos vendría de perlas. Luego, desde Kámensk entablaremos el combate por Rostov, esperando que vengan a auxiliarnos nuestras fuerzas del Kubán y del Térek. Después, la ayuda de los aliados, y hétenos dueños del Sur. Les ruego tengan en cuenta, señores oficiales, que la operación que hemos concebido es arriesgada, pero no hay otra salida. Si no aprovechamos las posibilidades que nos brinda la historia en 1930, despídanse del imperio y dedíquense a pequeños actos de terrorismo… Esto es todo lo que tengo que decirles. Capitán Pólovtsev, diga en pocas palabras su opinión. Tenga presente que todavía he de pasarme por el Soviet, registrar mi hoja de comisión de servicios y volver al distrito. Soy, por decirlo así, un funcionario, el agrónomo de la Dirección de Agricultura. Por eso, exponga sus consideraciones con la máxima brevedad.
Pólovtsev, sin mirarle, dijo con voz sorda:
—Mi coronel, me plantea usted una misión general, sin concretarla en absoluto. El sovjós lo tomaré, pero yo pensaba que después iríamos a sublevar a los cosacos, y usted me envía a entablar combate con un regimiento regular del Ejército Rojo. ¿No le parece que esto es una misión irrealizable con mis posibilidades y fuerzas, y que si tan sólo un batallón me sale al paso… me condena usted a un desastre seguro?
El coronel Nikolski tamborileó en la mesa con los nudillos y sonrió sarcástico:
—Creo que hicieron mal en concederle el grado de capitán. Si en un momento difícil vacila y no tiene fe en el éxito de nuestra empresa, no vale usted nada como oficial del ejército ruso. No se le ocurra fantasear y hacer planes por su cuenta. ¿Cómo hay que interpretar sus palabras? ¿Actuará o habrá que prescindir de usted?
Pólovtsev se irguió e, inclinando su abombada frente, respondió en voz baja:
—Actuaré, mi coronel. Sólo que…, sólo que por el fracaso de la operación responderá usted, y no yo.
—¡Oh, por eso no se preocupe, señor capitán! —sonrió sombríamente el coronel Nikolski, y se levantó.
Inmediatamente se levantó también el capitán Kazántsev.
Abrazando a Pólovtsev, Nikolski dijo:
—¡Valor, y siempre valor! ¡Eso es lo que le falta al cuerpo de oficiales del bueno y viejo ejército imperial! Se han apoltronado ustedes trabajando de maestros de escuela y de agrónomos. ¿Y las tradiciones? ¿Han olvidado ustedes las gloriosas tradiciones del ejército ruso? En fin, no importa. Limítense a comenzar por orden de quienes piensan por ustedes, y después… después, el apetito se abre comiendo. Capitán, espero verle aún con las insignias de general mayor, en Novorossiisk, o, digamos, en Moscú. A juzgar por su aspecto, tan huraño, no es usted de los que se paran en barras. Hasta la vista en Kámensk. Una última cosa: la orden de comenzar, simultáneamente en todas partes donde tenemos puntos de resistencia, será dada en su momento, como ustedes comprenderán. Adiós, hasta la vista en Kámensk.
Pólovtsev abrazó fríamente a los forasteros, abrió la puerta para que salieran y su mirada tropezó con la de Yákov Lukich, que aguardaba tembloroso en el zaguán. Luego no se sentó, sino que se desplomó en el catre. Al cabo de un rato preguntó a Liatievski, que se hallaba de espaldas a la ventana:
—¿Qué le ha parecido ese fulano?
El otro hizo un gesto despectivo y respondió:
—¡Jesús, María y José! ¿Qué esperaba usted de la oficialidad rusa? Más vale que me pregunte a mí, señor Pólovtsev, para qué diablos me habré juntado con ustedes.
Aquel día acaeció otro suceso trágico: Trofim, el macho cabrío, se ahogó en un pozo. Como era de un carácter muy inconstante y se pasaba las noches correteando por el caserío, seguramente tropezó con alguna jauría de perros vagabundos y, al verse perseguido, trató de saltar por encima del pozo que había junto a la administración del koljós. La tapadera, por senil descuido del abuelo Schukar, se había quedado sin poner aquella tarde, y el viejo barbón, asustado por los canes, por su ensañado acoso, quiso saltar el brocal, mas, por los visto, sus desgastadas pezuñas resbalaron, y cayó al fondo, ahogándose.
Cuando al anochecer regresó el abuelo Schukar con un carro de heno y quiso abrevar a sus potros, notó que el cubo chocaba con una cosa blanda. Fue inútil que tratase de sacar agua moviendo a un lado y a otro la cuerda. El anciano, alarmado por una terrible conjetura, recorrió con ojos desconsolados el patio, esperando ver a su eterno enemigo en la techumbre del pajar, pero fue inútil: Trofim no aparecía por ningún sitio. Schukar se encaminó con premura al henil y se dio un trotecillo hasta la calle. Trofim no estaba allí tampoco… Entonces, lloroso y lastimero, agobiado por la pena, entró en el despacho de Davídov y se dejó caer en un banco:
—Sioma, corazón mío, ha ocurrido otra desgracia. Seguro que nuestro Trofim se ha ahogado en el pozo. Vamos, hay que buscar una rebañadera para sacarlo.
—¿Y te da pena? —le preguntó Davídov sonriendo—. Pero si siempre estabas pidiendo que lo matásemos.
—¡Qué importa lo que yo pidiera! —gritó iracundo el abuelo Schukar—. No lo matasteis, y estuvo muy bien. Y ahora, ¿cómo voy a vivir sin él? Me tenía en vilo todo el santo día, no podía separarme del látigo desde la mañana a la noche, para defenderme, y ahora, ¿qué vida va a ser la mía? ¡Una aburrición! Como para coger y tirarme yo también de cabeza al pozo… ¿Qué amistad teníamos él y yo? ¡Ninguna! Sólo nos juntábamos para librar batallas. Muchas veces lo atrapaba, lo cogía por los cuernos y le decía: «Trofim, hijo de tu madre, ya no eres un cabrito joven, ¿de dónde sacas tanta maldad? ¿De dónde te viene tanta farruquería, que no me dejas tranquilo ni un segundo? Te pasas la vida al acecho para toparme por atrás o por algún costado. Comprende que soy un hombre enfermo y debes tenerme compasión…» El me miraba de hito en hito, pero en sus ojos no se notaba nada de humano. En ellos no se veía ni la menor compasión. Entonces le sacudía un latigazo en el lomo y le insultaba: «¡Corre, requeté maldito, viejo malvado! ¡Contigo no hay forma de entenderse!» El muy hijo de Satanás reculaba, se alejaba de mí unos diez pasos y se ponía a mordisquear la hierba para pasar el rato, como si estuviese hambriento, el condenado. Pero me miraba con sus ojos fijos, seguramente pensando en embestirme otra vez. Aquella vida nuestra era un pitorreo. Porque no había manera de ponerse de acuerdo con un idiota tan imbécil, o si quieres que te lo diga más sencillo, con un tonto como él. Pero mira por dónde, ahora se ha ahogado, y me da lástima del pobre, y toda mi vida se ha arruinado…
El abuelo Schukar rompió a gimotear desconsoladamente, limpiándose las lágrimas con la manga de su sucia camisa de percal.
En el corral contiguo les dieron una rebañadera y, entre los dos, sacaron a Trofim, que ya estaba un poco hinchado. Davídov, volviendo la vista a otro lado para no ver la cara que ponía Schukar, le preguntó:
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?
Sin dejar de gimotear, limpiándose el ojo lacrimoso, el abuelo Schukar respondió:
—Tú, Siómushka, vete a tus asuntos de Estado, que yo mismo le daré sepultura. Esto no es para jóvenes como tú, es cosa de viejos. Lo enterraré al muy bandido con todos los honores, me sentaré un poco junto a la tumba para llorarlo… Dios te bendiga por haberme ayudado a sacarlo, yo solo no habría podido: este potro con cuernos debe pesar no menos de tres puds. Se puso como un cerdo, de tantocomer gratis, por eso se ha ahogado el muy imbécil. Si hubiera pesado menos, habría saltado el pozo con toda facilidad. No me cabe duda que los perros lo acosaron de tal modo, que ya no estaba en su sano juicio cuando quiso saltado. Pero, ¿qué juicio podía pedírsele al viejo tonto? Ahora que tú, Siómushka, corazón mío, dame para un cuartillo de vodka y me lo beberé esta tarde en el henil por su descanso eterno. No tengo por qué ir a casa, a ver a la vieja. ¿Qué sacaría con ello? Solamente estropear todos mis sistemas nerviosos. ¿Tener otra batalla? A mis años no me conviene lo más mínimo. De modo que me beberé el cuartillo poquito a poco, en memoria del difunto, abrevaré los potros, y a dormir, ¡eso es la pura verdad!
Reprimiendo con gran esfuerzo una sonrisa, Davídov le dio diez rublos y le abrazó los escuálidos hombros.
—No te aflijas mucho, abuelo. En último extremo, te compraremos otro macho cabrío.
Moviendo apenado la cabeza, Schukar contestó:
—Como él no lo encontraréis, por más dinero que os gastéis. No ha habido ni hay cabrones semejantes en el mundo. Además, mi pena no hay quien me la quite.
El anciano se fue en busca de una pala, encorvado, lastimero, conmovedoramente ridículo en su sincero dolor.
Así acabó en Gremiachi Lag un día colmado de acontecimientos grandes y pequeños.