Capítulo XXVI

Pólovtsev y Liatievski seguían días y noches en la pequeña habitación de Yákov Lukich, atontados de tedio, cada día más embrutecidos por la inactividad forzosa.

Últimamente, los mensajeros los visitaban con menor frecuencia, y las alentadoras promesas del centro territorial de la sublevación, que solían llegarles en sobres sencillos, pero bien cerrados, habían perdido, hacía ya mucho tiempo, todo valor para ellos…

Pólovtsev soportaba mejor la prolongada reclusión y hasta parecía más equilibrado, pero Liatievski perdía alguna que otra vez los estribos: tan pronto se estaba días enteros callado, mirando a la pared con su ojo sin brillo, como empezaba a hablar por los codos y no había quien lo parase; entonces Pólovtsev, a pesar del calor, se tapaba la cabeza con el capote caucasiano y, en ocasiones, sentía deseos casi irresistibles de levantarse, desenvainar el sable y descargarlo sobre la bien peinada cabeza del polaco. Una tarde, al oscurecer, Liatievski desapareció sin que Pólovtsev lo advirtiera y regresó a la amanecida, con una brazada de flores húmedas.

Inquieto por su ausencia, Pólovtsev no había pegado ojo en toda la noche y, muy alarmado, aguzaba el oído al menor rumor de la calle. Liatievski, oliendo al frescor de la noche, excitado por el paseo, alegre, trajo del zaguán un cubo de agua y, amorosamente, puso en él las flores. En el aire viciado de la habitación se expandió de súbito el aroma embriagador de las petunias, el tabaco, las violetas y otras flores que Pólovtsev no conocía. De pronto ocurrió algo inesperado: al aspirar a pleno pulmón aquellas fragancias casi olvidadas, Pólovtsev, el capitán con nervios de hierro, se echó a llorar… Tendido en su hediondo camastro, a la luz incierta del amanecer, apretaba la cara a sus manos sudorosas, y cuando los sollozos le cortaron la respiración, se volvió de golpe hacia la pared y mordió con fuerza una punta de la almohada.

Liatievski, pisando silenciosamente con sus pies descalzos, iba y venía por el tibio piso entarimado. Se había despertado en él una gran delicadeza y silboteaba muy bajito arias de opereta, aparentando no oír ni advertir nada…

A eso de las once de la mañana, Pólovtsev despertó de su corto, pero angustioso sueño y quiso censurar duramente a Liatievski por haberse ausentado sin permiso, pero se limitó a decir:

—Habría que cambiar el agua del cubo…, no vayan a marchitarse.

Liatievski contestó risueño:

—Será cumplido en el acto.

Trajo un jarro de agua fría, del pozo, y vertió en el suelo la del cubo, ya tibia.

—¿De dónde ha sacado las flores? —preguntó Pólovtsev.

Se sentía violento por su flaqueza, avergonzado de las lágrimas vertidas la noche anterior, y esquivó la mirada.

Liatievski se encogió de hombros.

—Eso de «sacado» es excesivamente suave, señor Pólovtsev. «Robado» será más crudo, pero más exacto. Paseando junto a la escuela, mi olfato percibió un aroma divino, salté al jardincillo del maestro Shpin y dejé medio pelados dos arriates para embellecer esta repugnante vida nuestra. Le prometo seguir abasteciéndole de flores frescas.

—Perdone, pero mejor será que no lo haga.

—Veo que usted no ha perdido del todo algunos sentimientos humanos —insinuó Liatievski, mirándole con fijeza.

Pólovtsev no dijo nada, aparentando no haberlo oído…

Cada cual mataba el tiempo a su manera: Pólovtsev se pasaba horas enteras sentado a la mesa, haciendo solitarios, barajando con repugnancia las gruesas y mugrientas cartas, mientras Liatievski, sin levantarse de la cama, leía por vigésima vez, saboreando cada palabra, Quo vadis, de Sienkiewicz, el único libro de que disponía.

A veces, Pólovtsev dejaba los naipes, se acuclillaba en el suelo, extendía una lona y se ponía a desmontar y a limpiar el fusil ametrallador, aunque estaba idealmente limpio; frotaba cada pieza, la engrasaba con aceite de armero, tibio del olor de la habitación, volvía a montar despacito el arma, y la contemplaba arrobado, ladeando su cabeza, de abultada frente. Luego, exhalaba un hondo suspiro, envolvía el fusil ametrallador en la misma lona, lo metía con cuidado debajo de la cama, engrasaba los discos, los cargaba y, sentándose a la mesa, sacaba de debajo del jergón su sable de oficial, probaba el filo en la uña del dedo gordo y pasaba por la hoja, que brillaba apagadamente, la seca piedra de afilar.

«¡Como una navaja barbera!» mascullaba satisfecho.

En esos momentos, Liatievski solía dejar el libro, en tornaba su único ojo y sonreía sarcástico:

—Me asombra, me asombra infinito su necio sentimentalismo. En cuanto toma en sus manos ese abrelatas, se pone como un tonto en vísperas. No olvide que estamos en el año treinta, y el siglo del sable, la pica, la alabarda y demás chatarra hace tiempo que pasó. Fue la artillería, señor mío, y no los soldaditos de a caballo o de a pie, lo que resolvió todo en la guerra pasada; ella decidirá también las batallas y guerras futuras. Como viejo artillero, se lo aseguro terminantemente.

Según su costumbre, Pólovtsev le miró de soslayo y dijo entre dientes:

—¿Piensa usted empezar la sublevación apoyándose inmediatamente en el fuego de baterías de abuses o en los soldaditos con sables? Deme, para comenzar, siquiera una batería del siete y medio, y dejaré muy a gusto el sable al cuidado de la mujer de Ostrovnov, pero, entretanto, cállese, excelentísimo señor sacamuelas. Su faramalla me produce náuseas. Eso del papel de la artillería en la guerra pasada se lo cuenta usted a las señoritas polacas, pero a mí no. Y, además, quiero decirle que hace mal al hablarme siempre en tono despectivo, representante de la Gran Polonia. Su tono y sus necedades apestan. Por cierto, de su país, de esa potencia, se decía en los años veinte: «Polonia aún no ha muerto, pero ya huele mal»…

Liatievski exclamó patético:

—¡Dios mío, qué indigencia de espíritu! Naipes y el sable, el sable y naipes… En medio año no ha leído ni una palabra impresa. ¡Cómo se ha embrutecido! ¡Y pensar que ha sido maestro de escuela!

—Por necesidad, señor mío, por amarga necesidad.

—Me parece que pertenece a su Chéjov el siguiente cuento de cosacos: en un caserío vivía un terrateniente cosaco inculto y obtuso; sus dos hijos mayores eran unos zopencos cuya única ocupación consistía en que uno lanzaba al aire los gallitos del corral, y el otro disparaba contra ellos. Así un día y otro, sin libros, sin inquietudes espirituales, sin el menor interés intelectual… A veces me parece que usted es uno de aquellos hijos… ¿Me equivoco, quizá?

Sin responder, Pólovtsev echó el vaho del aliento al frío acero del sable, contempló cómo se extendía y luego se disipaba lentamente la sombra azulada, limpió la hoja con el faldón de su camisa gris y, con sumo cuidado, amorosamente, la enfundó sin el menor ruido en la despellejada vaina.

Pero no siempre acababan tan apaciblemente sus repentinas conversaciones y sus breves duelos verbales. En la habitación, rara vez aireada, se respiraba mal. El comienzo de los calores hizo todavía más penosa su triste existencia en la casa de los Ostrovnov. Y era cada vez más frecuente que Pólovtsev, saltando de la cama, húmeda y hedionda de sudor, rugiera con voz sorda: «¡Esto es una cárcel! ¡Me voy a volver loco en esta cárcel!» Incluso por las noches, en sueños, solía repetir esta hiriente palabra, hasta que Liatievki, sacado de quicio, no le dijo:

—Señor Pólovtsev, estoy por pensar que en su léxico, siempre tan pobre, sólo le queda un vocablo: «cárcel». Si tanto añora ese pío establecimiento, puedo darle un buen consejo: preséntese hoy a la GPU del distrito y pida que le encarcelen por unos veinte añitos. ¡Le aseguro que su petición será atendida!

—¿Cómo se llama eso? ¿Gracia a la polaca? —preguntó Pólovtsev con aviesa sonrisa.

Liatievski se encogió de hombros:

—¿Encuentra usted insulsas mis ocurrencias?

—Es usted una bestia, y nada más —replicó indiferente Pólovtsev.

Liatievski volvió a encogerse de hombros y sonrió sarcástico:

—Tal vez. Vivo hace tanto con usted, que no tendría nada de extraño haber perdido la semejanza humana.

Después de esta agarrada permanecieron tres días sin cruzar palabra. Pero al cuarto no tuvieron más remedio que hacerlo…

Muy temprano, antes de que Yákov Lukich se hubiese marchado al trabajo, entraron en el patio dos desconocidos. Uno vestía un flamante abrigo impermeable, y el otro, un embarrado chubasquero con capuchón. El primero sostenía debajo del brazo una abultada cartera; el otro llevaba colgado del hombro un látigo con vistosos flecos de cuero. En cuanto vio por la ventana a los intrusos, Yákov Lukich, conforme lo tenían convenido, salió rápidamente al zaguán, dio dos espaciados golpes en la puerta de la habitación que ocupaban Pólovtsev y Liatievski y salió parsimonioso a la terracilla, atusándose los bigotes:

—¿Vienen en busca mía, buenas gentes? ¿Necesitan algo de los graneros del koljós? ¿Quiénes son ustedes? ¿Forasteros?

El de la cartera, fornido y achaparrado, sonrió afable, mostrando los femeninos hoyuelos de sus gruesas mejillas, y se llevó la mano a la visera de su vieja gorra.

—¿Es usted el amo de la casa? —dijo—. Buenos días, Yákov Lukich. Nos han mostrado la casa sus vecinos. Somos tratantes, trabajamos para los mineros, compramos reses para su cotidiano sustento, como suele decirse. Pagamos bien, más que el Estado. Y pagamos más porque a los mineros hay que alimentarlos con cosas sólidas cada día. Usted, como intendente del koljós, debe comprender nuestro apuro… Pero no necesitamos nada de los graneros del koljós. Compramos ganado de propiedad personal de los koljosianos, y también a los campesinos individuales. Nos han dicho que usted tiene una ternera. ¿Nos la vendería? Por el precio no vamos a discutir, con tal de que esté lustrosa.

Yákov Lukich se rascó pensativo una ceja, calculando que a unos tratantes tan rumbosos podría sacarles un pico sin necesidad de andar por los mercados. Y respondió como responden la mayoría de los campesinos que saben regatear:

—No tengo ninguna ternera para vender.

—¿Y si la vemos y nos arreglamos? Le repito que estamos dispuestos a pagar de más.

Después de unos instantes de silencio, Yákov Lukich, acariciándose el bigote, respondió sin prisa, para darse importancia, como si hablara consigo mismo:

—Bueno, una ternera sí tengo, y bien cebada, reluciente de puro gorda. Pero la necesito: la vaca está vieja, tengo que cambiarla, y la ternera es de una raza muy buena, que da una leche muy grasa. No, camaradas compradores, no la vendo.

El tratante de la cartera suspiró defraudado:

—Usted verá… Discúlpenos, ya buscaremos qué comprar en otra parte.

Y llevándose desmañadamente la mano a la visera, como al entrar, salió del patio.

Le siguió el membrudo mayoral, de anchísimas espaldas, jugueteando con el látigo, mientras pasaba una mirada distraída por el patio, las dependencias, las ventanas de la casa, la portezuela de la buhardilla, herméticamente cerrada…

El corazón del hacendoso Yákov Lukich no pudo resistir más. Cuando los forasteros llegaban a la puertecilla, gritó al achaparrado:

—¡Eh, tú, camarada tratante, espera un momento! ¿A cómo pagáis el kilo en vivo?

—A como cerremos el trato. Ya te he dicho que no hacemos cuestión del precio, y disponemos del dinero nosotros mismos. Lo tenemos contado, pero no medido —se ufanó el achaparrado, que esperaba junto a la puerta, dando palmaditas con su mano regordeta a la abultada cartera, a ver en qué terminaba el chalaneo.

Yákov Lukich descendió de la terracilla sin pensarlo más:

—Vamos a ver la ternera, antes de que se la lleven a la vacada, pero no creáis que os la voy a dar barata; sólo os la vendo porque os estimo, porque se ve que sois unos mozos simpáticos y, además, no muy agarrados. ¡Comerciantes avaros no los quiero ver ni a diez leguas de mi casa!

Ambos compradores examinaron y palparon la ternera meticulosa, escrupulosamente; luego el achaparrado empezó un interminable tira y afloja, mientras el del látigo, silbando aburrido, recorría las dependencias y el corral, escudriñando en el gallinero, en la cuadra vacía, en todas partes donde no tenía por qué… Y de repente a Yákov Lukich le pasó por la cabeza: «¡Huy, estos compradores me dan muy mala espina!»

Rebajó de golpe el precio en setenta y cinco rublos, ni más ni menos, y dijo:

—Bueno, la doy perdiendo dinero, por ser para los camaradas mineros, pero perdonadme, tengo que ir a la administración, no puedo seguir aquí con vosotros. ¿Os la vais a llevar ahora? ¡Pues dinero al canto!

A la entrada del pajar, el achaparrado se humedeció los dedos con saliva y contó largo rato los billetes, agregó otros quince rublos sobre el precio convenido, estrechó la mano a Yákov Lukich, que se había amohinado, y le hizo un guiño:

—¿Lo mojamos con una botellita, Yákov Lukich? Con este oficio nuestro, siempre tiene uno que ir preparado.

El hombre sacó sin prisa del bolsillo una botella de vodka, que brilló turbiamente a la luz del sol matinal.

Con fingida alegría, Yákov Lukich contestó:

—A la noche, queridos compadres, a la noche. Tendré mucho gusto en recibiros y beber con vosotros. En la casa encontraremos un poquillo de sol embotellado como el que tú me enseñas, pues aún no somos tan pobres; pero ahora excusadme: mi salud no me permite beber vodka por la mañana y, además, tengo que ir a mi trabajo en el koljós. Venid a verme a la puesta del sol y mojaremos la venta de mi ternerilla.

—Haznos pasar al menos, invítanos a leche de la madre de la ternera —dijo el achaparrado con la sonrisa más bonachona, muy marcados los hoyuelos en su carrilludo semblante, y le tomó del codo persuasivamente.

Pero el inflexible Yákov Lukich ya había concentrado su voluntad en un haz, tensándola al máximo, y replicó sonriendo, un tanto despectivo:

—Entre los cosacos, muy señores míos, se va de convite no cuando a uno se le antoja, sino cuando llama el dueño de la casa. ¿Puede que entre ustedes se estile otra cosa? No importa, aquí nos atendremos a las costumbres del caserío: ¿hemos quedado en vernos a la noche? Pues no hablemos en balde por la mañana. ¡Hasta luego!

Volviendo la espalda a los compradores, sin mirar siquiera a la ternera, a la que el fornido mayoral ceñía pausadamente una cuerda, Yákov Lukich llegó hasta la terracilla con indolente contoneo. Carraspeando y simulando unos ares, la mano izquierda puesta en la cintura, subió el último escalón, y una vez en el zaguán, abandonando todo disimulo, se apretó el pecho con la mano, estuvo parado unos momentos, cerrados los ojos, y masculló, pálidos los labios: «¡Malditos seáis todos!» Pronto se le pasaron el punzante dolor en el corazón y el leve mareo que sentía. Esperó un poco más y luego llamó, respetuoso, pero con insistencia, a la puerta de Pólovtsev.

Al trasponer el umbral, apenas tuvo tiempo para decir: «Usías, una desgracia…» De repente, como en una noche de tormenta, a la luz de un relámpago, vio el cañón del revólver que lo apuntaba, el prominente mentón de Pólovtsev, su mirada tensa, clavada en él, y a Liatievski, sentado indolente en la cama, de espaldas contra la pared, con el fusil ametrallador en las rodillas, ligeramente alzadas, apuntando también a la puerta, exactamente a la altura del pecho… En aquel instante de cegadora visión percibió Yákov Lukich todo aquello, incluso la sonrisa de Liatievski y el brillo febril de su único ojo, y oyó, como de lejos, que le preguntaban:

—¿A quiénes has traído al patio, querido patrón?

Yákov Lukich estaba tan trastornado, que no reconoció la voz, pareciéndole que otra persona, a la que no veía, le había hecho la pregunta aquella con un susurro silbante y entrecortado. Pero una fuerza irresistible obligó al viejo a transfigurarse por poco tiempo: los brazos, pegados al cuerpo, se le aflojaron, y todo él quedó encorvado y como fofo. Y aunque habló sin ilación y con pausas, su tono no era el de antes:

—Yo no he traído a nadie, se presentaron ellos mismos. ¿Hasta cuándo, señores míos, van a darme voces y a tratarme a cada instante como si fuera un chiquillo? Esto me ofende. Les doy gratis de comer y beber, y hago todo lo posible por complacerles. Nuestras mujeres les lavan la ropa y les guisan de todo, sin cobrarles nada… Aunque me maten ahora mismo, he de decirles que su presencia en la casa ha hecho de mi vida una carga agobiante. Y si he malvendido la ternera, es porque con algo hay que mantenerles. Sus señorías no se conforman con cualquier sopicaldo, tiene que ser con carnecita. Continuamente me están pidiendo vodka… Ya les advertí, cuando esos visitantes importunos se presentaron en el patio, y sólo después caí en la cuenta de que no eran lo que aparentaban y di marcha atrás: «¡Por Dios, llevaos la ternerilla aunque sea gratis, pero largaos cuanto antes!» Y ustedes, señores míos… ¡Bah!, ¿para qué darles más explicaciones? —Yákov Lukich se encogió de hombros, apoyó el pecho en la jamba de la puerta y ocultó el rostro entre las manos.

Con la extraña indiferencia que se había apoderado de él hacía ya mucho tiempo, Pólovtsev dijo, la voz asombrosamente apagada:

—El viejo tiene razón, señor Liatievski. Huele a chamusquina y tenemos que largarnos de aquí, antes de que sea tarde. ¿Qué opina?

—Hay que irse hoy mismo —opinó resuelto Liatievski, depositando cuidadosamente el fusil ametrallador en la cama revuelta.

—¿Y el enlace?

—Eso más tarde — Liatievski indicó con la cabeza a Yákov Lukich y dijo con rudeza: —¡Basta ya, Lukich, de gimotear como una mujer! Díganos de qué habló con los compradores. ¿Le pagaron todo el importe? ¿No vendrán por aquí otra vez?

Yákov Lukich dio unos sorbetones como un niño, se sonó con los faldones de la camisa, se secó con la palma de la mano los ojos, el bigote y la barba, y, brevemente, sin alzar la vista, contó su conversación con los tratantes y describió la sospechosa conducta del mayoral, sin olvidarse de recordar que al anochecer volverían a beber con él unas botellas para festejar el trato.

Al oír esto, Pólovtsev y Liatievski cambiaron una mirada.

—Una delicia —sonrió nervioso Liatievski—. ¿No se te ha ocurrido nada mejor que invitarlos a tu casa? ¡Tonto del diablo, idiota rematado!

—Yo no los invité, ellos mismos se invitaron y se empeñaron en entrar en casa; a duras penas les convencí de que esperasen hasta la noche. Y su señoría, o como le titulen, hace mal en faltarme, en creerme tonto… ¿Para qué diablos, Dios me perdone, iba a llamarles a mi casa, estando ustedes aquí? ¿Para qué nos rebanen la cabeza a todos?

Los húmedos ojos de Yákov Lukich brillaron aviesos, y terminó ya con manifiesta rabia:

—Ustedes, señores oficiales, hasta el año diecisiete creían que eran los únicos inteligentes, y que todos los soldados y los simples cosacos éramos unos zotes. Los rojos les dieron una lección, pero, por lo que veo, no han aprendido nada… No les han servido ni la ciencia ni el palizón que recibieron.

Pólovtsev hizo un guiño a Liatievski. Este, mordiéndose los labios, se volvió en silencio hacia la ventana, tapada por la cortina, mientras Pólovtsev se acercaba a Ostrovnov; le ponía la mano en el hombro y sonreía conciliador:

—¡Cómo te pones por nada, Lukich! Pues anda, ¿qué no puede decir una persona cuando se acalora? No todo hay que tomarlo a mal. En una cosa llevas razón: los compradores de tu ternera tienen de tratantes lo que yo de obispo. Los dos son chequistas. A uno de ellos lo reconoció Liatievski. ¿Entendido? Nos andan buscando, pero todavía a ciegas, tanteando; por eso se fingen tratantes. Y ahora, escucha: antes de la hora de comer, tenemos que irnos de aquí, por separado. Vete donde tus compradores y entretenles, como quieras y puedas, dos o tres horas. Llévales a casa de algún conocido, de los nuestros, bebéis con ellos vodka y charláis, pero Dios os libre al dueño de la casa y a ti de emborracharos e iros de la lengua. Como me entere, os mato a los dos. Recuérdalo bien. Y mientras los entretienes bebiendo, nosotros saldremos a la estepa sin ser vistos, por la barranca que da a tu patio trasero, y una vez allí, que nos echen un galgo. Encarga a tu hijo que ahora mismo esconda bien en la pila de estiércol seco mi sable, el fusil ametrallador, los discos y nuestros dos fusiles.

—Esconda si quiere su fusil, que yo me llevo el mío —terció Liatievski.

Pólovtsev le miró en silencio, y continuó:

—Que lo envuelva todo en una tela y lo lleve al pajar con todo sigilo, cerciorándose antes de que nadie lo ve. No se te ocurra esconder nada en casa. Otro ruego, mejor dicho, una orden: hazte cargo de los sobres que lleguen a mi nombre, y en cuanto los recibas, ponlos debajo de la muela que hay junto al granero. Por las noches nos dejaremos caer por aquí alguna vez. ¿Lo has entendido todo?

Yákov Lukich susurró:

—Todo.

—Pues anda, y no quites el ojo a esos endemoniados tratantes. Llévatelos lo más lejos posible, y dentro de dos horas ya no estaremos aquí. Al anochecer puedes invitarlos a tu casa. Esconde las camas en el desván y ventila la habitación. Para disimular mejor, mete aquí unos trastos viejos, y si te lo piden, enséñales toda la casa… Seguro que con cualquier pretexto querrán escudriñarla de arriba abajo… Estaremos fuera una semana y luego volveremos. Y no nos eches en cara el habernos dado de comer. En cuanto triunfe nuestra causa, se te pagará con creces todo lo que has gastado con nosotros. Pero tenemos que volver, porque pienso comenzar la sublevación en mi sector desde aquí, desde Gremiachi Lag. ¡La hora está ya próxima! —terminó solemne Pólovtsev, y dio un breve abrazo a Yákov Lukich—. ¡Anda, viejo, vete con Dios!

Apenas si se hubo cerrado la puerta al salir Ostrovnov, Pólovtsev se sentó a la mesa y preguntó:

—¿Dónde se encontró usted con ese chequista? ¿Está seguro de no haberse equivocado?

Liatievski arrimó el taburete, se inclinó hacia Pólovtsev, y quizá por primera vez desde que se conocían, dijo sin ironía ni bufonadas:

—¡Jesús, María y José! ¿Cómo voy a equivocarme? A ese hombre lo recordaré hasta el fin de mis días. ¿Ha visto la cicatriz que tiene en la mejilla? Se la hice con un puñal, cuando me detuvieron. Y mi ojo izquierdo me lo saltó él durante un interrogatorio. ¿Ha reparado usted qué puños tiene? Fue hace cuatro años, en Krasnodar. Me delató una mujer, que ya no está entre los vivos, a Dios gracias. Yo me encontraba aún en la cárcel cuando se logró establecer su culpabilidad. Al segundo día de mi fuga, dejó de existir. Era una zorrona muy joven y guapa, una cosaca del Kubán, mejor dicho, una perra del Kubán. Verá lo que pasó… ¿Sabe cómo me fugué de la cárcel? —Liatievski sonrió satisfecho y se frotó las manos, pequeñas y flacas—. De todas maneras me hubieran fusilado. No tenía nada que perder y me decidí a correr un riesgo desesperado e incluso a cometer cierta vileza… Mientras mareaba al juez de instrucción y simulaba ser un simple peón en el juego, me tuvieron rigurosamente incomunicado. Entonces resolví emplear un recurso extremo para salvarme: entregué en el interrogatorio a un pobre cosaco de la stanitsa Korienóvskaia. Pertenecía a nuestra organización y en él terminaba un eslabón de la cadena: sólo podía delatar a otros tres convecinos, no conocía a ninguno de los nuestros. Yo pensé: «Que fusilen o deporten a esos cuatro idiotas, pero yo me salvaré. Mi vida es incomparablemente más preciosa para la organización que la de esos cuatro cabestros». Debo decirle que yo desempeñaba un papel importante en la organización del Kubán. Puede usted juzgar de lo que yo representaba para la causa, si le digo que desde el año veintidós había cruzado la frontera cinco veces, y otras tantas me había entrevistado en París con Kutiépov. Así que entregué a esos cuatro comparsas, pero con ello ablandé al juez: me autorizó a pasear por el patio interior, junto con los demás presos. No tenía tiempo que perder, ¿comprende? Y una tarde, paseando entre aquella chusma del Kubán, condenada a morir, ya en la primera vuelta por el patio advertí una escalera de mano que conducía al henil; debían haberla colocado allí recientemente. Era la época de la siega, y durante el día los de la GPU acarreaban heno para sus caballos. Di otra vuelta, las manos a la espalda, como corresponde, y al desfilar por tercera vez, me acerqué tan campante a la escalera y, sin mirar a los lados, empecé a subir por ella como si estuviera en la pista de un circo. Seguía con las manos a la espalda… ¡No me equivoqué, señor Pólovtsev! Contaba con el efecto psicológico. Los vigilantes, pasmados por mi increíble audacia, me dejaron subir unos ocho peldaños, y sólo entonces uno de ellos gritó a voz en cuello: «¡Alto!», pero yo, subiendo los peldaños de dos en dos, agachándome, llegué hasta arriba y, como una cabra, salté al tejado. Tiroteo desordenado, gritos, improperios. En dos saltos estaba ya en el borde del tejado, otro salto más, y me vi en una callejuela. Eso es todo. Por la mañana me encontraba ya en Maikop, en una casa de confianza… Ese gigantón que me desgració se llama Jizhniak. Acaba de tener usted ocasión de ver a esa esfinge escítica con pantalones. ¿Y qué quiere ahora, que le deje escapar vivo? ¡Qué va!, por mi ojo saltado, le cerraré los dos. ¡Por un ojo, dos!

—Se ha vuelto usted loco —exclamó Pólovtsev indignado—. ¿Por una venganza personal quiere echado todo a perder?

—No se preocupe. A Jizhniak y a su amigo no los mataré aquí; los acecharé fuera del caserío, lejos de Gremiachi Log. Simularé un atraco a esos tratantes, y nadie se enterará. Me apoderaré de su dinero. Les ha salido mal el negocio, son malos comerciantes. Guarde su fusil; yo llevaré el mío bajo el impermeable. No se le ocurra disuadirme. ¿Me oye? Mi decisión es irrevocable. Yo saldré ahora, y usted más tarde. Nos veremos el sábado, al ponerse el sol, en el bosque de Tubianskói, junto al manantial, donde la última vez. Hasta la vista, y por Dios, no se enfade conmigo, señor Pólovtsev. Aquí habíamos llegado ya al límite, me refiero a los nervios, y he de reconocer que no siempre me he portado dignamente.

—Basta, ya… Podemos prescindir de ternezas en nuestra situación —masculló turbado Pólovtsev, mas, no obstante, abrazó a Liatievski y besó paternalmente su pálida y abombada frente.

Conmovido por aquella inesperada manifestación de camaradería, pero no queriendo delatar su emoción, Liatievski, vuelto de espaldas a Pólovtsev y ya con la mano en el picaporte, dijo:

—Llevaré conmigo a Maxim Jaritónov, de Tubianskói. Tiene fusil y es de esos hombres con los que se puede contar en los trances difíciles. ¿No está en contra?

Sin apresurarse, Pólovtsev contestó:

—Jaritónov fue sargento de mi centuria. Su elección es acertada. Llévelo. Es un tirador excelente, o al menos lo fue. Comprendo sus sentimientos. Actúe, pero de ninguna manera cerca de Gremiachi Log ni en el caserío, sino en la estepa…

—¡A sus órdenes! ¡Hasta más ver!

—Buena suerte.

Liatievski salió al zaguán, se echó sobre los hombros el abrigo viejo de Ostrovnov y, por la rendija de la puerta, escrutó la calleja, que estaba desierta. Un minuto más tarde cruzaba calmoso el corral, apretando la carabina contra el costado izquierdo, y con la misma parsimonia desapareció tras la esquina del cobertizo. Pero en cuanto saltó a la barranca, se transfiguró: se puso el abrigo, empuñó la carabina, le quitó el seguro, y furtivo, sigiloso, con pisadas de felino, tomó por la hondonada hacia el monte, mirando vigilante a los lados, atento a cada ruido, volviendo de vez en cuando la cabeza para mirar al caserío, sumergido, allá abajo, en la neblina lilácea de la mañana naciente.

A los dos días, el viernes por la mañana, entre los caseríos de Tubianskói y Voiskovói, en un camino que pasaba a unos sesenta metros del Barranco de los Arces, fueron asesinados dos tratantes y muerto uno de los caballos de su coche. En el segundo, cortándole los tirantes, pudo llegar hasta Voiskovói el cosaco de Tubianskói que los conducía. El informó en el Soviet de lo ocurrido.

Personados en el lugar del suceso, el miliciano de la zona, el presidente del Soviet rural, el cochero y dos testigos establecieron lo siguiente: los bandidos, apostados en el bosque, hicieron unos diez disparos de fusil. El primero dio muerte al membrudo mayoral, que cayó del carricoche y quedó de bruces en el camino. La bala le había atravesado el corazón. El tratante achaparrado gritó al cochero con voz descompuesta: «¡Arrea!», y arrebatándole el látigo de las manos lo alzó para golpear al caballo de la derecha, pero no llegó a hacerlo: el segundo disparo lo dejó tendido. La bala le había dado en la cabeza, encima del oído izquierdo. Los caballos se desbocaron. El muerto cayó del carricoche a unos veinte metros del mayoral. Siguieron varios disparos. Tiraban dos fusiles a un tiempo. En plena marcha, dando una voltereta, cayó segado por una bala el caballo izquierdo, rompiendo la lanza y volcando el carricoche. El cochero cortó los tirantes del caballo sobreviviente y escapó a galope tendido. Dispararon varias veces contra él, más bien para asustarle que para matarlo, pues las balas, según el hombre, silbaban altas.

A los dos muertos les habían vuelto los bolsillos. No se les halló documento alguno. En la hierba del borde del camino estaba tirada, vacía, la cartera del tratante. Al mayoral, después de registrarle, los bandidos le habían puesto boca arriba, machacándole el ojo izquierdo de un taconazo, a juzgar por la marca dejada en la piel.

—Fíjate, Luká Nazárich, algún miserable se ensañó con él, ya muerto. ¿Alguna enemistad personal o qué? ¿O se disputaban una mujer? Los bandidos corrientes no hacen tales salvajadas… —le dijo al miliciano el presidente del Soviet, un cosaco fogueado, que había hecho dos guerras, y esforzándose por no mirar la cárdena órbita vacía del cadáver ni los cuajarones de sangre que cubrían su mejilla, le tapó el rostro con su pañuelo, se enderezó y suspiró: —¡Qué bestias! Por lo visto, esos malos bichos seguían el rastro a los comerciantes y les quitaron todo el dinero, seguramente varios miles… ¡Malditos! Mira que matar por el dinero a unos mozarrones como éstos…

El mismo día, cuando llegó a Gremiachi Log la noticia del asesinato de Jizhniak y Boiko-Glújov, Nagúlnov, al quedarse a solas con Davídov en la administración del koljós, le preguntó:

—¿Te das cuenta, Semión, del sesgo que toman las cosas?

—Tan bien como tú. Se ve la mano de Pólovtsev o de sus secuaces, ¡eso es la pura verdad!

—No hay duda. Lo único que no comprendo es cómo pudieron averiguar quiénes eran, ésta es la cuestión. ¿Quién pudo hacerlo?

—No lo vamos a descifrar nosotros. Es una ecuación con dos incógnitas, y no estamos fuertes en aritmética ni en álgebra. ¿No te parece?

Nagúlnov permaneció largo rato en silencio, cruzadas las piernas, la mirada, ausente, puesta en la puntera de la bota, polvorienta. Luego dijo:

—Yo conozco una de esas incógnitas.

—¿Cuál?

—El lobo no mata ovejas cerca de su cubil.

—¿Y qué?

—Que ha sido gente venida de lejos, estoy seguro de que no era de Tubianskói ni de Voiskovói.

—¿Crees que venía de Shajti o Rostov?

—No es obligado. Quizá sea de nuestro caserío, vete a saber.

—No está excluido —dijo Davídov, después de pensarlo—. ¿Qué propones, Makar?

—Que los comunistas andemos con ojo. Que durmamos menos por las noches y recorramos el caserío sin que nos vean, a escondidas, aguzando la mirada. A lo mejor tenemos la suerte de encontrar en el caserío o fuera de él al mismísimo Pólovtsev o a algún desconocido sospechoso. Los lobos merodean por la noche.

—¿Es que nos comparas con lobos? —sonrió Davídov casi imperceptiblemente.

Pero Nagúlnov no le devolvió la sonrisa, sino qué frunció sus pobladas cejas y dijo:

—Los lobos son ellos, y nosotros, los cazadores. ¡Hay que entender las cosas!

—No te enfades. Estoy conforme contigo, ¡eso es la pura verdad! Vamos a reunir ahora mismo a todos los comunistas.

Ahora no, más tarde, cuando la gente se acueste.

—También es justo —asintió Davídov—. Pero no debemos patrullar por el caserío, pues pondríamos en guardia en seguida a los cosacos; hay que montar varias emboscadas.

—¿En dónde? ¿Donde se tercie? Eso no tiene ni pies ni cabeza. A Timoféi me fue fácil acecharlo: ¿a dónde iba a ir? No tenía otro camino que buscar a Lushka. Pero, ¿en dónde esperar a ésos? El mundo es grande, y en el caserío hay muchas casas. No vamos a apostamos junto a cada una.

—Ni falta que hace.

—¿Cómo elegir?

—Hay que saber a quiénes compraron ganado los tratantes y vigilar esos corrales precisamente. Nuestros camaradas asesinados rondaban casi todo el tiempo alrededor de los sospechosos y les compraban ganado… Los bandidos deben de ocultarse donde alguno de ellos… ¿Entendido?

—Eres hombre de luces —dijo convencido Nagúlnov—. A veces se te ocurren muy buenas ideas.