Capítulo XXV

Al día siguiente, mucho antes del amanecer, Davídov despertó al abuelo Schukar, que dormía en el henil, le ayudó a enganchar los potros y se encaminó a casa de los Jarlámov. Como los postigos estaban entornados, vio luz en la cocina.

La madre de Varia estaba guisando, los chicos dormían atravesados en una ancha cama de madera, y Varia, compuesta para el viaje, sentada en un banco, no parecía ya hallarse en su propia casa, sino de vIsita y por muy poco tiempo.

La muchacha acogió a Davídov con una sonrisa feliz y agradecida.

—Te esperaba, presidente mío, hace mucho que estoy lista.

Su madre, después de saludar a Semión, agregó:

—Empezó a aviarse en cuanto cantaron los gallos. La impaciencia de la juventud, es todavía una mocosuela; ¡y tonta, por añadidura, huelga decirlo!… Ahora mismo estará el desayuno. Pasa y siéntate, camarada Davídov.

Los tres comieron apresuradamente sopa de coles del día anterior y patatas fritas, rociándolo todo con leche. Al levantarse, Davídov dio las gracias a la dueña de la casa y dijo:

—Ya es hora, Varia. Despídete de tu madre, pero rápido. Y sin llantos, que no es para siempre. Cada vez que vaya a la ciudad, madre, te llevaré conmigo para que veas a tu hija… Te espero junto al carro —dijo a Varia, y, ya desde el umbral, le preguntó: —¿Llevas ropa de abrigo?

Ella contesó un tanto confusa.

—Tengo una chaquetilla guateada, pero está muy vieja…

—Vale para el caso, no vas al baile, ¡eso es la pura verdad!

Al cabo de una hora estaban ya lejos del caserío. Davídov iba sentado junto a Schukar, y Varia, al otro lado del carricoche. De vez en cuando oprimía la joven la mano de Davídov y volvía a sumirse en sus pensamientos. En su corta vida jamás había salido del caserío para mucho tiempo; sólo había ido unas cuantas veces a la stanitsa, aún no había visto el ferrocarril, y aquel primer viaje a la ciudad la llenaba de gozo y de turbación, haciendo latir con fuerza su corazoncito. En fin de cuentas, separarse de la familia y de las amigas resultaba duro, y por ello unas lagrimitas empañaban sus ojos de vez en cuando.

Atravesaron el Don en una balsadera, y cuando los potros empezaban a subir al paso el repecho ribereño, Davídov se apeó y echó a andar junto al coche, al lado de Varia, sacudiendo con sus botas el abundante rocío de las pequeñas matas de ajenjo que bordeaban el camino, aún incoloro antes de la salida del sol, sin esos destellos que adquiere ya entrada la mañana, cuando, a la luz del astro del día, refulge con todos los colores del arco iris. Miraba Davídov a Varia, le sonreía, dándole ánimos, y le decía bajito:

—Vamos, Variuja, sécate las lágrimas. Ya eres mayorcita, y las personas mayores no lloran, repórtate, alma mía.

Varia, toda llorosa, se secó dócilmente las mejillas con un pico de su pañuelo azul y le devolvió una sonrisa tímida y sumisa. La niebla se extendía sobre las gibosas y blancuzcas estribaciones de los montes del Don, y la cresta del alcor, cubierta por su tupido cendal, era todavía invisible.

En aquella hora temprana, ni el llantén de la estepa, ni las abatidas ramas del meliloto amarillo, ni el centeno que asomaba en el collado, cerca del camino, esparcían sus aromas diurnos. Hasta el ajenjo había perdido su penetrante fragancia; todos los aromas habían sido absorbidos por el rocío, que cubría hierbas y mieses tan copiosamente como si hubiera caído un aguacero estival. Por eso, en aquella tranquila hora matinal dominaban plenamente en la estepa dos sencillos olores: el del rocío y el del polvo del camino, ligeramente humedecido.

Enfundado en su viejo impermeable de lona, ceñido con una faja de tela roja todavía más vieja, el abuelo Schukar se había encogido de frío y guardaba un silencio extraño en él. El anciano sacudía de vez en cuando el látigo y, chasqueando los labios, arreaba a los potros, que, sin necesidad de todo ello, iban a buen trote.

Pero cuando salió el sol, el abuelo, más animado, preguntó:

—Por el caserío corre la voz, Siómushka, de que piensas casarte con Varia. ¿Es verdad?

—Lo es, abuelo.

—Qué le vas a hacer, por muchas vueltas que se le dé, tarde o temprano no hay quien se escape del casorio, me refiero a los hombres, claro —filosofó el viejo, y añadió al punto: —También a mí me casaron mis difuntos padres, cuando acababa de cumplir dieciocho añitos. Ya entonces sabía yo más que aceite de tienda y no ignoraba que eso del casorio es un espanto… Lo rehuía como nadie en el mundo. Sabía muy requetebién que «el que se casa, por todo pasa». ¡Qué no intenté, Siómushka, corazón mío! Me hice el loco, el enfermo, el epiléptico. Por hacerme el loco, mi padre, hombre de muy malas pulgas, me dio de latigazos dos horas largas, y no hubiese parado de no haber roto el mango en mis espaldas. Por fingirme epiléptico, me zurró con unas riendas. Y cuando me hice el enfermo y me puse a gritar con voz lastimera, diciendo que estaba podrido por dentro, salió al patio sin decir palabra y volvió con una vara del trineo. No le dio pereza al condenado salir al cobertizo, arrancar la vara y dejar arruinado el trineo. Ya ves cómo era el difunto, que Dios lo tenga en la gloria. Como te decía, vino con aquella vara y, la mar de cariñoso, me habló así: «Levántate, hijito, que te voy a curar…» Yo pensé: «¡Huy!, si se ha tomado el trabajo de desmontar la vara, tampoco vacilará en sacarme el resuello con su medicina». Se me encogió el ombligo al verle empuñando la vara. ¡La cosa no iba en broma! De pequeño había notado ya que mi padre estaba algo mal de la cabeza… Salté de la cama como si me hubieran echado agua hirviendo. Y me casé. ¿Qué podía hacer yo con un loco como él? Y desde entonces mi vida anduvo de través, de costado y patas arriba. Si ahora mi vieja pesa sus buenos ocho puds, a los diecinueve años pesaba… —el viejo se mordió pensativo los labios, alzó la vista y terminó resuelto— lo menos quince, vive Dios.

Davídov, ahogándose de risa, preguntó a duras penas:

—¿No te parecen muchos?

A lo que el abuelo Schukar objetó con muchísima razón:

—¿Y a ti qué más te da? Pud más o menos, ¿qué puede importarte? Los sufrimientos y batallas con ella no han sido para ti, sino para mí. En pocas palabras, el matrimonio me fue como para colgarse. Pero ella no sabía con quién había topado. Cuando me arranco, soy de miedo. Y en plena desesperación, pensé: cuélgate tú primero, que yo lo haré después…

El abuelo Schukar meneó la cabeza alegremente, emitió unas risitas, entregado, por lo visto, a sus recuerdos, y, al ver que le escuchaban con sostenida atención, prosiguió:

—¡Eh, queridos ciudadanos y… tú, Varia! Cuando mi vieja y yo éramos jóvenes, nuestro amor erafrenético. Pero yo os pregunto: ¿por qué frenético? Pues porque toda la vida fue iracundo y frenesí e ira es lo mismo, según he leído en un dicionario muy gordo que tiene Makárushka.

Cuando me despertaba por las noches y veía a mi mujer llorando unas veces y riendo otras, decía yo para mis adentros: «Llora, queridita, que las lágrimas de mujer son rocío divino; mi vida contigo tampoco es miel, pero yo no lloro».

Llevábamos más de cuatro años casados, cuando sucedió lo siguiente: nuestro vecino Polikarp volvió del servicio militar. Había servido en un regimiento de la Guardia, en el del Atamán. Allí le enseñaron al muy bobo a retorcerse los bigotes, y en el caserío empezó a hacerlo delante de mi mujer. Una noche los vi que estaban junto a la cerca, mi mujer a este lado, y él al otro. Entré en casa, haciendo la vista gorda. A la noche siguiente, lo mismo. Vaya bromita, me dije. Al tercer día, me marché de casa aposta. Volví anochecido, ¡Y allí estaban otra vez! Aquello pasaba ya de castaño oscuro. Tenía que hacer algo. Y veréis lo que se me ocurrió: envolví en una toalla una pesa de tres libras, me metí callandito en el corral de Polikarp, descalzo para que no me oyera, y, mientras estaba retorciéndose los bigotes, le sacudí en el colodrillo con toda mi alma. Quedó tendido al pie del seto, como un tronco.

A los pocos días me lo encontré con la cabeza vendada. Me dijo avinagrado: «Imbécil. Podías haberme matado». Y yo a él: «Está aún por ver quién de los dos es el imbécil: el que quedó tendido junto al seto, o el que se tuvo de pie»

Desde aquel momento, ¡mano de santo! Dejaron de plantarse junto a la cerca. Sólo que a mi mujer le dio por rechinar los dientes durante la noche. Me despertaba aquel ruido, y le preguntaba: «¿Es que te duelen las muelas, queridita?» Y ella me contestaba: «¡Déjame en paz, imbécil!» Yo pensaba: «Está aún por ver quién es más imbécil de los dos: el que rechina los dientes, o el que duerme callado y tranquilito, como una criaturita en su cuna.

Varia y Semión no habrían la boca, temiendo disgustarle. Varia se estremecía de risa, en silencio; Davídov se volvió de espaldas a Schukar, se tapó la cara con las manos y tosía, muy sospechosamente, con harta frecuencia. Schukar, sin advertirlo, proseguía, ya embalado:

—Ya veis cómo es a veces el amor frenético. En pocas palabras, que es raro cuando sale algo bueno de esos casamientos, así pienso yo, con mi caletre de viejo. O tomemos, por ejemplo, el siguiente caso: en tiempos del zar vivía en nuestro caserío un maestro joven. Tenía novia, la hija de un comerciante, también del lugar. Iba ese maestro tan elegante, tan bonito —me refiero al vestir—, como un gallo joven, y casi siempre andaba en bicicleta, pocas veces se le veía a pie. Entonces las bicicletas no habían hecho más que aparecer, y si a todos los del caserío aquella primera bicicleta los tenía pasmados, excuso decir lo que era para los perros. En cuanto el maestro salía a la calle, con su bicicleta de ruedas relucientes, los malditos chuchos se volvían locos. El apretaba de firme para escapar, se agachaba cuanto podía sobre la máquina y le daba a las piernas tan de prisa, que no se le veían. ¡La de gozquejos que atropelló! Pero los chuchos le jugaron una mala pasada.

Una mañana atravesaba yo la plaza para salir a la estepa, en busca de la yegua, cuando, ¡zas!, me topo con una boda perruna. Delante corría una perrita, y tras ella, como es de rigor, un ristra de perros, lo menos treinta. Entonces nuestros convecinos, malditos sean, habían criado tantos perros, que uno perdía la cuenta. En cada casa tenían dos o tres ¡Y qué perrazos! Cualquiera de ellos, peor que un tigre feroz, y grandes como chotos. Todos querían tener bien guardados sus baúles y bodegas. Pero, ¿de qué les valió? La guerra se lo llevó todo al diablo… Pues, como os decía, me topé con los perros aquellos. Yo, que no era tonto, solté las bridas y, como el gato más atrevido, me subí en un santiamén a un poste del telégrafo, lo engarfié con las piernas y me puse a esperar. Pero quiso el azar puñetero que en aquel mismo instante apareciera el maestro con su máquina, relucientes las ruedas y el manillar. Y, claro, los chuchos lo acosaron. El arrojó la bicicleta y quedó clavado en el sitio; yo le grité: «Súbete al poste, bobo, si no quieres que te hagan trizas». El pobre empezó a trepar, pero se retrasó un poco: no había hecho más que agarrarse al poste, cuando le quitaron en un abrir y cerrar de ojos sus pantalones de tela digonal,nuevecitos, la chaqueta de uniforme, con botones dorados, y toda la ropa interior. Los perros más feroces incluso le pellizcaron la carne desnuda en cierta parte del cuerpo.

Después de solazarse con él cuanto les vino en gana, siguieron su camino. El maestro se quedó subido al poste, y su único consuelo era haber conservado la gorra con su escarapela, aunque, por cierto, había roto la visera al trepar.

Bajamos de nuestro refugio, primero él, y yo detrás, pues estaba más alto, junto a las mismas jícaras por donde pasan los cables. Saltamos por orden, él, desnudo como estaba, y yo, con una simple camisa y mis pantalones de arpillera. «Buen hombre —me pidió—, cédeme por un momento tus pantalones, dentro de media hora te los devuelvo». Yo le dije: «Amigo, ¿cómo voy a cedértelos, si no llevo calzoncillos? Tú te largas en tu máquina, ¿y yo qué? ¿Quieres que me quede, sin pantalones, dando vueltas alrededor del poste, en pleno día? Te puedo dejar la camisa, pero los pantalones no, perdona». Se puso mi camisa, metiendo las piernas en las mangas, y se fue el pobre muy despacito. Tenía motivos más que sobrados para salir al trote, pero cómo iba a hacerlo si, incluso al paso, andaba como un caballo trabado. Bueno, pues su novia, la hija del comerciante, le vio con mi camisa, y ese día se acabó su amor. Tuvo que trasladarse urgientemente a otra escuela. Y a la semana de este encidente, entre la vergüenza, el miedo a los perros, el abandono de la novia y el hundimiento de su amor al puñetero cuerno, le entró al mozo una tisis galopante y se murió. Pero yo no creo que fuera de lo último, más bien sería del miedo y la vergüenza. Ahí tenéis a lo que lleva ese maldito amor, sin hablar ya de los destintos casorios y bodas. Y tú, Siómushka de mis pecados, piénsalo cien veces antes de casarte con la Varia. Todas ellas están cortadas por el mismo patrón; por algo Makárushka y yo las odiamos que no podemos verlas.

—Bueno, abuelo, aún lo pensaré —le tranquilizó Davídov, y aprovechando que Schukar estaba encendiendo un cigarro, abrazó rápidamente a Varia y la besó en la sien, en un suave rizo agitado por el viento.

Fatigado por su relato y quizá por los recuerdos, el abuelo Schukar pronto empezó a dar cabezadas, y Davídov tomó las riendas de sus débiles manos. Vencido por el sopor, el viejo balbuceó:

—Gracias, corazón, arrea los potros con el látigo, mientras yo duermo una horita. ¡Maldita vejez! En cuanto calienta el sol, el sueño te amodorra… Y en invierno, cuanto más frío hace, más quieres dormir, pero hay que tener cuidado, uno puede quedarse fiambre sin darse cuenta.

Pequeñajo y esmirriado, se tendió, tieso como un látigo, a lo largo del vehículo, entre Varia y Davídov, y un instante después emitía débiles y aflautados ronquidos.

La estepa, caldeada por el sol, emanaba ya los aromas de todas sus hierbas; a la fragancia del heno se mezclaba el insípido olor del tibio polvo caminero; hundida en la caliginosa neblina, azuleaba imprecisa la línea sinuosa del horizonte, y Varia contemplaba con ávida mirada la estepa de la margen opuesta del Don, desconocida, pero también infinitamente cercana y entrañable.

Pasaron la noche junto a un almiar, tras de haber recorrido más de cien kilómetros. Cenaron con parte de las modestas provisiones que traían de casa y estuvieron un rato sentados junto al carricoche, mirando silenciosos el cielo, tachonado de estrellas. Davídov dijo:

—Mañana hay que madrugar otra vez, así que, ¡a dormir se ha dicho! Tú, Variuja, échate en el carricoche y te tapas con mi abrigo; el abuelo y yo nos refugiaremos al pie del almiar.

—Eso está muy puesto en razón, Siómushka —aprobó encantado Schukar, muy satisfecho de que Davídov se acostase precisamente a su lado.

Hemos de confesar que al viejo le daba miedo pasar la noche solo en medio de la estepa, extraña, desierta.

Davídov, tendido de espaldas, las manos cruzadas tras la nuca, contemplaba el abismo azul pálido del firmamento. Encontró la Osa Mayor, suspiró y quedó sorprendido al notar que sonreía inconscientemente.

Hasta la medianoche no se enfrió la tierra, caldeada por el sol, ni se sintió verdadero fresco. No lejos de allí, seguramente en alguna hondonada, debía haber un estanque o un quieto remánso que olía a légamo, a juncos. A poquísima distancia dejó oír su voz una codorniz. Croaron inseguras unas ranas. «¡Duermo, duermo!», ayeaba soñoliento en la noche un mochuelo.

Davídov estaba ya durmiéndose, cuando en el heno se movió un ratón. El abuelo Schukar pegó un brinco con tremenda agilidad, sacudió a Davídov y dijo:

—¿Oyes, Sioma? ¡Vaya un sitio que hemos elegido, maldito sea! Seguro que este almiar está lleno de culebras y serpientes. ¿Oyes cómo se arrastran las condenadas? Y encima gritan las lechuzas, como en un cementerio… ¡Vámonos a otro sitio, escapemos de este lugar maldito!

—Duerme y déjate de historias —contestó, adormilado, Davídov.

Schukar volvió a tumbarse, estuvo largo rato dando vueltas, se arrebujó en el capote y rezongó:

—Ya te dije que debíamos ir en la carreta, pero tú, ni por ésas, quisiste lucirte en el carricoche. Y ahora, toma. Antes de salir hubiéramos extendido por toda la carreta heno del nuestro, natural, iríamos tan tranquilos y estaríamos durmiendo los tres arriba, pero, ahora, ¡anda, duerme al pie de este almiar ajeno, como perro vagabundo! La Varia no puede quejarse, durmiendo en lo alto, resguardada, como una señorita, pero aquí… Ruidos en la cabecera, ruidos por los costados, ruidos junto a los pies, ¡y el diablo sabrá quién los hace!… Te duermes, y se acerca una víbora, te pica en el sitio más éntimo, y ya puedes despedirte de las mujeres. Depende del sitio en que te pique la condenada, puedes hasta estirar los cascos. Entonces tu Varia llorará a mares, pero ¿de qué le valdrá? A mí no me picará ninguna víbora, pues tengo la carne vieja y correosa, y además huelo a chotuno, porque Trofim suele dormir junto a mí en el henil, y a las víboras no les gusta el olor a chotuno. No cabe duda, te morderá a ti, y no a mí… Venga, vámonos de aquí.

—¿Vas a calmarte de una vez, abuelo? —gruñó irritado Davídov—. ¿Dónde quieres que vayamos a las tantas de la noche?

El abuelo Schukar repuso lastimero:

—Me has buscado la perdición; si lo llego a saber, me hubiera despedido de mi vieja, pero me he ido como si no estuviera casado por la iglesia. ¿Conque no estás dispuesto a moverte, corazón mío?

—Te he dicho que no. Duerme, viejo.

Schukar suspiró muy hondo, se santiguó y dijo:

—Eso quisiera yo, Siómushka, pero tengo un miedo espantoso. Tan pronto el corazón me ripiquitea de miedo en el pecho, como esa maldita lechuza se despepita, ¡así reviente…!

El monótono salmodiar del anciano sumió a Davídov en profundo sueño.

Se despertó a la salida del sol. Recostada a su lado en el almiar, recogidas las piernas, Varia le desenredaba los mechones de la frente, y era tan suave, tan cuidadoso el roce de sus dedos, que Davídov, ya despierto, casi no lo sentía. En el carricoche, tapado con el abrigo de Davídov, dormía a pierna suelta el abuelo Schukar.

Lozana y sonrosada como la aurora, Varia dijo con un hilo de voz:

—Ya he estado en el estanque, lavándome. Despierta al abuelo, y en marcha —rozando con sus labios la mejilla hirsuta de Davídov, se puso en pie como movida por un resorte y añadió—: ¿Vas a lavarte, Sioma? Ven que te enseñe el camino del estanque.

El contestó, con la voz ronca de sueño:

—Me quedo sin lavarme, por dormilón, Variuja; me lavaré en el camino. ¿Hace mucho que te despertó ese viejo ratón?

—¡Si no me despertó! Abrí los ojos al amanecer y le vi sentado junto a ti, abrazadas las rodillas, fumándose un cigarro. «¿Cómo es que no duermes, abuelo?» —le pregunté. Y me contestó: «Llevo toda la noche en vela, querida; esto está plagado de serpientes. Vete a dar una vuelta por la estepa, y yo dormiré tranquilo en tu sitio siquiera una horita». Me levanté y fui a lavarme al estanque.

Aquella misma mañana llegaron a Míllerovo. En media hora Davídov arregló los asuntos en el Comité comarcal y salió a la calle, alegre, sonriendo satisfecho:

—El secretario lo ha resuelto todo, como debe hacerse en el Comité Comarcal, rápido y bien; las chicas del Comarcal del Komsomol se cuidarán de ti, Variuja de mi alma, y ahora vamos a la escuela de agronomía, a instalarte en tu nueve domicilio. Ya lo tengo apalabrado con el subdirector. Hasta los exámenes de ingreso te darán clase los profesores, y para el otoño estarás estupendamente preparada. Las muchachas del Comarcal vendrán a verte, nos hemos puesto de acuerdo por teléfono —Davídov, según su costumbre, se frotó animadamente las manos y preguntó—: ¿Sabes, Variuja, a quién nos mandan al caserío como secretario del Komsomol? ¿A quién crees? A Iván Naidiónov, el muchacho que estuvo el invierno con los agitadores. Es un chico muy inteligente y me alegra muchísimo que venga. Estoy seguro de que van a marchar bien los asuntos del Komsomol, ¡eso es la pura verdad!

En dos horas todo quedó resuelto también en la escuela. Llegó el momento de la despedida. Davídov dijo con toda serenidad:

—Hasta la próxima, querida Variuja, no te aburras y estudia bien, que en casa procuraremos salir adelante.

Por vez primera la besó en los labios. Echó a andar por el pasillo. Al llegar a la puerta, volvió la cabeza y sintió de pronto una pena tan grande, que el corazón se le oprimió dolorosamente y tuvo la impresión de que el burdo piso de madera oscilaba bajo sus pies, como la cubierta de un barco. Hundido el rostro entre las manos, Varia apoyaba la frente contra la pared, el pañuelo azul había caído sobre sus hombros, y había en su silueta tanto desmayo, un dolor tan impropio de sus años, que Davídov carraspeó y se apresuró a salir al patio.

Al terminar el tercer día estaba ya de vuelta en el caserío.

A pesar de lo avanzado de la hora, en la administración del koljós estaban esperándole Nagúlnov y Razmiótnov. Makar le saludó foscamente y le dijo huraño:

—¿Cómo es que los últimos días no apareces por casa, Semión? Te has ido a la stanitsa y luego al centro comarcal… ¿Qué diablos tenías que hacer en Míllerovo?

—De todo os informaré a su debido tiempo. ¿Qué novedades hay en el caserío?

En vez de contestarle, Razmiótnov preguntó:

—¿Has visto las mieses por el camino? ¿Han sazonado ya?

—La avena se puede segar en algunas partes, escogiéndola, y el centeno también. Creo que el centeno estaba pidiendo la hoz, pero, no sé por qué, nuestros vecinos no se dan prisa.

Razmiótnov reflexionó en voz alta:

—Entonces nosotros tampoco nos la daremos. Cuando aún está un poquitín verde se le puede segar si hace buen tiempo, pues incluso segado sazona, pero si llueve, despídete de él.

Nagúlnov asintió:

—Podemos esperar unos tres días, pero luego tendremos que emprender la siega con uñas y dientes, Semión, si no quieres que el Comité de distrito te coma vivo, y se nos zampe a Andréi y a mí para hacer boca… Yo también tengo una novedad. En el sovjós trabaja un amigo, hicimos juntos el servicio militar, y ayer fui a verle. Me había invitado hace mucho, pero nunca encontraba el momento; hasta que ayer me decidí. Me hice el siguiente cálculo: me acercaré a pasar un día, le visitaré y de paso veré cómo trabajan los tractores. Nunca había tenido ocasión y mi curiosidad era muy grande. Están arando los barbechos y me pasé en el campo todo el día. He de deciros, hermanos, que ese «Fordson» es cosa seria. Ara al trote, pero en cuanto topa con tierra virgen en alguna revuelta, le faltan fuerzas al pobre. Se encabrita como un caballo repropio ante un obstáculo, se queda parado unos momentos, y luego golpea con las ruedas en el suelo y se apresura a volver a los barbechos, pues no puede con la tierra virgen… Pero yo pensaba, y aún no paro de pensar, que no nos vendría nada mal en el koljós un par de caballejos de ésos. Bueno es tener en la hacienda un trasto así. Me entusiasmé tanto, que ni siquiera tuve tiempo de echar un trago con mi amigo. Del campo me vine derecho a casa.

—¿No habías pensado ir a la EMT de Martínovskaia? —preguntó Razmiótnov.

—Qué más da. Allí hay tractores, y en el sovjós, también. Además, la EMT queda bastante lejos, y la siega está al caer.

Razmiótnov entornó los ojos con picardía:

—Si te digo la verdad, Makar, pensé mal de ti; creí que, de camino a Martínovskaia, te pasarías por Shajti para ver a la Lushka…

—Ni se me ocurrió siquiera —dijo resuelto Nagúlnov—. Tú sí que hubieras ido; te conozco, peliblanco.

Razmiótnov suspiré:

—Si se hubiera tratado de mi ex mujer, me hubiera acercado sin falta a verla, y además me habría quedado en su casa lo menos una semana —y agregó bromeando—: No soy tan seco como tú, que pareces un cacho de madera.

—Te conozco —repitió Nagúlnov, y agregó después de pensarlo—: ¡Calaverón! Yo no ando como tú a la caza de faldas.

Razmiótnov se encogió de hombros.

—Va para trece años que estoy viudo. ¿Qué quieres de mí?

—Por eso eres tan mariposón.

Tras breve silencio, Razmiótnov dijo ya completamente en serio, en voz baja:

—A lo mejor, todo ese tiempo no he querido más que a una mujer, ¿qué sabes tú?

—¡Como que voy a creerte!

—¡A una sola!

—¿No será Marina Poiárkova?

—Eso no es cosa tuya, y no metas las narices en alma ajena. Quizás alguna vez, después de unas copas, te hubiese dicho a quién quise y sigo queriendo, pero… Eres muy frío, Makar, contigo no hay manera de sincerarse. ¿En qué mes naciste?

—En diciembre.

—Ya me parecía. Seguro que tu madre te trajo el mundo junto a un boquete abierto en el hielo del río; iría por agua, y por un azar dio a luz sobre el hielo; por eso toda tu vida despides frío. ¿Cómo va uno a abrirte el corazón?

—Pues tú debiste de nacer sobre una parrilla.

Razmiótnov asintió de buen grado:

—¡Así parece! Por eso despido calor, como el viento de la estepa. Tú eres todo lo contrario.

Nagúlnov se amostazó:

—¡Ya estoy harto de que hablemos de nosotros y de mujeres! Más vale que veamos a qué brigada debe ir cada uno para la recolección.

—No —se opuso Razmiótnov—, terminemos primero la conversación, y ya tendremos tiempo de resolver a qué brigada ir. Cálmate y reflexiona, Makar; me has llamado mariposón, pero ¡qué mariposón ni qué niño muerto, si pronto voy a invitaros a la boda!…

—¿A qué boda? —inquirió adusto Nagúlnov.

—A la mía. Mi madre está ya muy vieja y no puede con la casa, me obliga a casarme.

—¿Y le haces caso, viejo tonto? —Nagúlnov no pudo ocultar su enorme indignación.

Fingiendo mansedumbre, Razmiótnov contestó:

—¿Qué quieres que haga, amigo?

—Tonto de remate —Nagúlnov se rascó pensativo el entrecejo, y concluyó—: Vamos a tener que alquilar un cuarto, Semión, y ponemos a vivir juntos para no aburrirnos tanto. Y en la puerta escribiremos: «Sólo para solteros»

Davídov no demoró la respuesta:

—Va a ser imposible, Makar: tengo novia, y por eso he ido a Míllerovo.

Nagúlnov pasó una penetrante mirada por los rostros de sus amigos, queriendo adivinar si hablaban en broma o en serio, y luego se levantó despacio, dilatadas las aletas de la nariz, pálido de emoción.

—¿Os habéis vuelto locos, o qué? Os pregunto por última vez: ¿habláis en serio o me estáis tomando el pelo?

Antes de que pudieran responderle, Makar escupió al suelo con rabia y salió sin despedirse.