Salieron de la escuela mucho después de la medianoche. La gente se iba dispersando calmosa por todas las calles y callejas, en animada conversación; chirriaban las puertecillas de los corrales, y en el silencio de la noche se oía el seco chasquido de los cerrojos; aquí y allá resonaban risas, y los perros, soliviantados por la inusitada tremolina a hora tan avanzada, prorrumpieron en frenéticos ladridos en todo Gremiachi Log.
Davídov fue de los últimos en salir de la escuela. Después de la atmósfera viciada y sofocante que se espesaba en todo el edificio, el aire de la calle se le antojó frío, de embriagante frescor. Lo aspiraba con avidez y hasta le pareció percibir en el ligero vientecillo el olor del vino casero.
Dos personas caminaban delante de él. Al oír sus voces, sonrió maquinalmente.
El abuelo Schukar iba diciendo muy acalorado:
—…Y yo, como un tonto, me lo creí cuando ese trapalón del diablo me dijo que Kondrat quería matarme en serio, por mi crítica y autocrítica. Me llevé un susto de muerte y me dije para mi capote: «Un hacha en manos de Kondrat no es cosa de broma. Aunque parezca un mozo tranquilo, cualquiera se fía… ¡Me larga un hachazo en un pronto y me raja la cabeza en dos como una sandía!» ¿Cómo he podido dar crédito a ese barrabás de Agafoshka? ¡Pero si no da un paso sin hacerme alguna trastada! ¡Pero si toda la vida su lengua se mueve como el badajo de una campana! Es él, ese maldito, quien ha enseñado a Trofim a embestirme y a soltarme cornadas en cualquier parte, sin reparar en que tengo una hernia. ¡Lo sé de buena tinta! Yo mismo he visto cómo le enseñaba esa ciencia feroz, sólo que entonces ni se me ocurrió que lo estuviera azuzando contra mí para acortarme la vida.
—Tú no le hagas caso. No te creas nada de lo que te diga, ponlo siempre en la mayor duda. Agafón es muy aficionado a las bromas, se burla de todos, es cuestión de carácter —sonó tranquilizadora la voz de barítono de Nagúlnov, ligeramente ronca.
Los dos entraron por la puertecilla del corral de Nagúlnov, prosiguiendo aquella conversación iniciada, seguramente, en la escuela. Davídov iba a seguirlos, pero cambió de parecer. Torció por la primera calleja y, a los pocos pasos, vio a Varia Jarlámova apoyada en un seto. Ella salió a su encuentro.
La luna menguante apenas alumbraba, pero Davídov notó en los labios de la joven una sonrisa turbada y triste.
—Le esperaba… Sé que va siempre a casa por aquí. Hace mucho que no le veo, camarada Davídov…
—Sí, hace mucho que no nos veíamos, Variuja —dijo contento Davídov—. Estás hecha toda una mujer, y muy guapa, ¡eso es la pura verdad! ¿Dónde andabas metida?
—Unas veces que si la escarda, otras que si la siega, otras que si la casa… Usted no ha sido para venir a verme ni una sola vez, ni siquiera se habrá acordado de mí…
—¡Qué quisquillosa eres, bonita mía! No me regañes. Todo es por el trajín, no me queda tiempo para nada. Nos afeitamos una vez por semana, hacemos una sola comida al día, ya ves cómo andamos de atareados en vísperas de la recolección. Bueno, ¿para qué me aguardabas? ¿Tienes algo que decirme? No entiendo, te noto así como triste. ¿O estoy equivocado?
Davídov oprimió suavemente el prieto brazo de la muchacha y la miró cariñoso a los ojos:
—¿No tendrás alguna pena? ¡Cuéntame!
—¿Va usted a casa?
—¿A dónde más puedo ir a tan altas horas?
—Pues sí que le faltan sitios; usted tiene abiertas todas las puertas del caserío… Si va a casa, llevamos el mismo camino. ¿Me acompaña?
—¡No faltaría más! ¡Tienes cada cosa! ¿Dónde se ha visto que un marino, aunque ya no navegue, se niegue a acompañar a una chica guapa? —dijo Davídov, cómico y teatral, y la agarró del brazo: —Vamos, al compás. ¡Un-dos, un-dos! Anda, dime, ¿qué pesar es el tuyo? Dímelo todo, con sinceridad. El presidente debe saberlo todo, ¡eso es la pura verdad! Hasta lo más íntimo.
De pronto notó Davídov que el brazo de Varia temblaba entre sus dedos, el paso de la joven perdió firmeza, como si hubiera dado un traspiés, y oyó un breve sollozo.
—¡Pero si estás llorando, Variuja! ¿Qué te sucede? —preguntó en voz baja, asustado, dejando el tono jocoso, y se detuvo, tratando de mirarla a los ojos.
Varia, el rostro bañado en lágrimas, se apretó contra su ancho pecho. El no se movía, y ya arrugaba el ceño, ya enarcaba, asombrado, sus requemadas cejas. Y apenas si oyó, entre ahogados sollozos:
—Me quieren casar… Con Vanka Obnízov… Mi madre me repite a todas horas: «¡Cásate con él! ¡Su familia vive bien!»
De repente, todo el amargo dolor que durante muchos días había ido acumulándose en el corazón de la moza estalló en un grito de angustia:
—¿Qué debo hacer, Dios mío?
Durante un segundo, su mano se apoyó en el hombro de Davídov, e inmediatamente se deslizó, pendiendo sin fuerzas.
Davídov jamás se había imaginado que aquella noticia pudiera sumirle en la más absoluta confusión. Desconcertado, atónito por la sorpresa, transido de dolor, apretó en silencio los brazos de Varia. Retrocedió un poco y sin saber qué decir, miró su cara, inclinada, llorosa. Sólo entonces advirtió, por fin, que, sin atreverse a confesárselo a sí mismo, la quería, quizás desde hacía mucho, con un amor puro, incomprensible, nuevo para él, hombre fogueado, y que ya tenía enfrente, amenazándole a bocajarro, a las dos tristes amigas y compañeras de casi todos los amores verdaderos: la separación y la pérdida…
Serenándose a duras penas, preguntó con voz enronquecida:
—¿Y tú? ¿Qué dices tú, gacela mía?
—¡No quiero casarme con él! ¿Entiendes? ¡No quiero!
Varia levantó hacia Davídov los ojos, arrasados en lágrimas. Sus labios, hinchados, temblequeaban lastimera, conmovedoramente. Y al unísono temblaba, en respuesta, el corazón de él. Seca la boca, tragando con dificultad la saliva, que parecía tener pinchos. Davídov exclamó:
—¡Pues no te cases! Nadie te va a obligar, ¡eso es la pura verdad!
—Pero comprende que somos seis hermanos, yo soy la mayor, y mi madre está enferma. No puedo mantener a toda esa caterva aunque reviente a trabajar. ¿Cómo no lo comprendes, queridito mío?
—Y si te casas, ¿qué? ¿Te ayudará el marido?
—¡Hasta la camisa empeñará con tal de ayudar a los míos! Trabajará sin respiro. ¿Sabes cómo me quiere? ¡con locura! Pero no necesito ni su ayuda ni su cariño. ¡No le quiero ni pizca! ¡Le tengo un asco de muerte! Cuando me coge las manos con las suyas, pringosas del sudor, siento náuseas. Más me valdría… Pero, ¿para qué hablar? Si mi padre viviese, ni pensaría en eso, tal vez estaría terminando ya los estudios en la escuela media…
Davídov seguía contemplando fijamente la cara llorosa de la muchacha, pálida a la luz de la luna. Un rictus de amargura marcaba las comisuras de los hinchados labios de Variuja, y sus ojos, puestos en el suelo, casi los cerraban los párpados, oscuros, azulosos. Estrujando su pañuelito, la joven callaba también.
—¿Y si se ayudase a tu familia? —preguntó indeciso Davídov tras breve reflexión.
Pero antes de que acabara la frase, en los ojos de Varia, que parecieron secarse repentinamente, dejaron de brillar las lágrimas y se encendieron unos llamarazos de cólera. Dilatadas las aletas de la nariz, exclamó con viril rudeza, enronquecida, restallante la voz:
—¡Podéis iros al diablo, tú y tu ayuda! ¿Entiendes?
Nuevamente sobrevino un silencio. Después, Davídov, un tanto desconcertado por la sorpresa, inquirió:
—Eso, ¿por qué?
—¡Porque sí!
—Pero vamos a ver…
—¡No necesito tu ayuda!
—Pero si no se trata de mi ayuda. Será el koljós el que ayude a tu madre, por ser una viuda con muchos hijos. ¿Comprendes? Hablaré en la administración del koljós y lo acordaremos. ¿Te percatas, Variuja?
—¡No me hace falta la ayuda del koljós!
Davídov se encogió de hombros, enfadado.
—Eres una personita muy rara, ¡eso es la pura verdad! Que si necesita ayuda y está dispuesta a casarse con el primer mozo que encuentre; que si no necesita ayuda de nadie… ¡No te entiendo! Una de dos, o yo estoy mal de la sesera o lo estás tú, ¡eso es la pura verdad! ¿Qué es lo que quieres? ¡Dilo de una vez!
El tono impasible y frío de Davídov —a ella le pareció así— desesperó por completo a Varia. La joven rompió a llorar a lágrima viva, se llevó las manos a la cara y, volviéndose de espaldas, se alejó lentamente unos pasos, y luego echó a correr por la callejuela, inclinándose hacia adelante, sin apartar del rostro las manos, mojadas de llanto.
Davídov le dio alcance en la esquina, la sujetó por los hombros y profirió iracundo:
—¡Eh, Variuja, sin tonterías! Te lo pregunto en serio: ¿qué te pasa?
Fue entonces cuando la pobre Varia dio rienda suelta a su vehemente desesperación, a su honda amargura:
—¡Ciego tonto! ¡Ciego maldito! ¡No ves nada! ¡Te quiero, te quiero desde la primavera, y tú… tú, como si llevases los ojos vendados! Todas las amigas se ríen de mí, toda la gente quizá. ¿Vas a decirme que no estás ciego? La de lloreras que me tengo dadas por ti, maldito…, la de noches que no he pegado ojo, y tú, sin ver nada. ¿Acaso, queriéndote, puedo aceptar tu ayuda o una limosna del koljós? ¿Cómo has tenido el valor de ofrecérmelo, maldito? Antes reviento de hambre que acepto nada de vosotros. Bueno, ya te lo he dicho todo. ¿Te has salido con la tuya? ¿Estás contento? Y ahora, vete con tus Lushkas, a mí no me haces falta, ¡ni regalado quiero un pedazo de piedra fría y sin ojos como tú, alma ciega!
Luego intentó soltarse de un tirón, pero Davídov la tenía bien sujeta. Sí, la sujetaba con fuerza, firmemente, mas sin decir nada. Y permanecieron en silencio unos instantes, hasta que Varia se frotó los ojos con un pico de la pañoleta y dijo con voz sorda, inexpresiva, cansada:
—Suelta. Me voy.
—Habla más bajo, no te vayan a oír —le rogó Davídov.
—Bajo estoy hablando.
—Eres imprudente…
—¡Basta! He tenido prudencia medio año y ya no puedo más. Anda, suéltame. Pronto amanecerá, y yo tengo que ordeñar la vaca, ¿oyes?
Davídov callaba cabizbajo. Con el brazo derecho continuaba oprimiendo los suaves hombros de Varia; notaba el calor de su cuerpo joven y aspiraba la fragancia de su pelo. Extrañas eran, sin embargo, las sensaciones que experimentaba en aquel momento: no sentía emoción, ni hervor en la sangre, ni deseo. Una leve tristeza envolvía, como neblina, su corazón, y, sin que supiera por qué le costaba trabajo respirar…
Sobreponiéndose, acarició con la mano izquierda la redonda barbilla de la joven, le levantó dulcemente la cabeza y sonrió.
—Gracias, querida, mi querida Variuja.
—¿Por qué? —musitó ella.
—Por la felicidad que me ofreces, por haberme imprecado, por haberme dicho que estoy ciego. Pero no creas que mi ceguera es sin remedio. ¿Sabes? A veces he pensado, solía ocurrírseme, que la felicidad, mi felicidad personal, se había quedado a popa, que era cosa pasada, quiero decir… Aunque mi felicidad pasada fue bien exigua…
—Pues la mía aún lo ha sido más —murmuró Varia, y ya con voz más clara le pidió—: Bésame, presidente mío, por primera y última vez, y vámonos cada cual a su casa, que está amaneciendo. No estaría bien que nos viesen juntos, me daría vergüenza.
Se puso de puntillas como una niña y, echando la cabeza hacia atrás, le brindó los labios. Pero Davídov la besó con frialdad en la frente, como a una criatura, y dijo con firmeza:
—No te aflijas, Varia, todo se arreglará. No te acompaño más allá, no hace falta, ¡la pura verdad!, pero mañana nos veremos. ¡Menudo rompecabezas me has planteado!… Pero, antes de que amanezca, habré dado con la solución, ¡de verdad que daré con ella! Y a tu madre dile a la mañana que por la tarde no salga de casa, iré a veros a la puesta del sol, tenemos que hablar, así que tú quédate también en casa. ¡Hasta luego, gacela mía! No te ofendas de que me vaya así… Necesito pensar en tu destino y en el mío. ¿No es cierto lo que digo?
No esperó respuesta. Dio media vuelta en silencio y se alejó a su paso habitual, acompasado y lento.
Y se habrían separado así, sin ser novios y sin haber regañado. Pero Varia le llamó con un hilito de voz. Davídov se detuvo con desgana y preguntó a media voz:
—¿Qué quieres?
Al verla acercarse rápidamente sintió cierta inquietud: «¿Qué otra decisión habrá tomado, si acabamos de despedirnos? La pena puede empujarla a cualquier cosa, ¡eso es la pura verdad!»
Varia llegó corriendo, se le abrazó y, confundiendo su aliento con el de Semión, balbuceó con febril arrebato:
—¡Queridito mío, no vengas a vemos, no hables con mi madre! ¿Quieres que viva contigo como… como… bueno, como Lushka? Pasaremos un año juntos, y luego me dejas. Me casaré con Vanka. El me aceptará de todos modos, aun después de haber sido tuya. Anteayer me lo dijo: «Te querré, hagas lo que hagas». ¿Quieres?
Davídov la rechazó bruscamente y le dijo con desprecio:
—¡Estúpida! ¡Mocosa! ¡Necia! ¿Te das cuenta de lo que dices? ¡Te has vuelto loca! ¡Eso es la pura verdad! Serénate y márchate a casa, a dormir. ¿Me oyes? Por la tarde iré a veros, y no se te ocurra esconderte. ¡Te encontraré donde sea!
Si Varia se hubiera marchado ofendida, en silencio, así se habrían separado, pero ella le preguntó muy quedo, con voz desfallecida:
—¿Qué he de hacer entonces, Semión, queridito mío?
Y por segunda vez aquella noche, a Davídov le dio un vuelco el corazón, pero ya no era de lástima. Abrazó a Varia, acarició su cabeza inclinada y le rogó:
—Perdona, me he acalorado… ¡Pero tú también eres buena! ¡Mira qué sacrificios se le ocurren!… Vete, de verdad, querida Variuja, duerme un poco, y a la tarde nos veremos. ¿De acuerdo?
De acuerdo —respondió sumisa, y, apartándose bruscamente de Davídov, exclamó asustada: —¡Dios Santo! Si ya es de día. ¡Pobre de mí!…
El alba se les había echado encima imperceptiblemente, y Davídov, como si despertara de un sueño, vio, nítidas, las siluetas de las casas, de los cobertizos y las techumbres, el manchón azul oscuro que formaban las copas de los árboles en los huertos silenciosos y, por Oriente, la turbia y estrecha franja escarlata de la aurora.
Por algo se le había escapado a Davídov, cuando hablaba con Varia, lo de que su felicidad «había quedado a popa». Pero, ¿había conocido la felicidad en su azarosa vida? Seguramente, no.
Hasta muy entrada la mañana estuvo sentado junto a la abierta ventana de su cuarto, fumando un cigarrillo tras otro y rememorando sus amoríos, pero no encontró nada que pudiera ser recordado con gratitud, con tristeza o, por último, con remordimiento… Todas sus relaciones con las mujeres habían sido breves, ocasionales, de esas que no obligan a nada. Se entendían con facilidad, se separaban sin pesar, sin dolor ni lamentos, y al cabo de una semana volvían a encontrarse como extraños, y sólo para guardar las formas cruzaban frías sonrisas y unas cuantas palabras intrascendentes. ¡Amores de conejo! Al pobre Davídov le daba vergüenza recordarlos y, al viajar con la imaginación por su pasado amoroso y tropezar con esos episodios, hacía una mueca de asco y trataba de olvidarlos, pues embellecían su vida pasada lo mismo que, por ejemplo, embellece un chafarrinón de mazut el limpio uniforme de un marinero. Para olvidar aquellos desagradables lances, encendía atropelladamente, lleno de turbación, otro cigarrillo. «Para qué se me ocurre hacer el balance —pensaba—. ¡Sólo me salen tonterías y basura! ¡La pura verdad! Un cero como una casa: éste es tu resultado, marinero. ¡Vaya, hombre, has vivido con las mujeres como lo hubiera hecho cualquier perro!»
A eso de las ocho de la mañana, resolvió: «Nada, me caso con la Varia. Ya es hora de poner fin a la soltería, marinero. Creo que será lo mejor. Haré que ingrese en una escuela agrícola, dentro de dos años, el koljós tendrá su propio agrónomo y arrimaremos el hombro juntos. Y después, ya se verá».
Cuando adoptaba una decisión, Davídov no tenía por costumbre dar largas al asunto, aplazar su cumplimiento. Por ello se lavó y se fue a ver a los Jarlámov.
Encontró en el corral a la madre de Varia y la saludó con respeto:
—Buenos días, madre, ¿qué tal vives?
—Buenos los tengas, presidente. Vamos tirando. ¿Qué deseas, qué te trae por aquí tan temprano?
—¿Está la Varia en casa?
—Está durmiendo. ¿No ves que esas reuniones vuestras duran hasta el amanecer?
—Vamos adentro. Y despiértala. Tenemos que hablar.
—Pasa; me alegra verte en mi casa.
Entraron en la cocina. La mujer, mirándole recelosa dijo:
—Siéntate. Ahora mismo llamo a la Varia.
Varia salió en seguida de su habitación. Seguramente tampoco había podido conciliar el sueño. Tenía los ojos hinchandos de tanto llorar, pero su cara, con esa lozanía que da la juventud, resplandecía como si reflejase una suave luz interior. Al entrar miró con el rabillo del ojo a Semión, inquisitiva y expectante, y le dijo:
—Buenos días, camarada Davídov. ¿Nos viene a visitar de buena mañana?
Davídov se sentó en un banco, echó una ojeada a los niños, que dormían amontonados en un pobre camastro, y respondió:
—No vengo de visita, sino a tratar un asunto muy serio. Escucha, madre…
Enmudeció Semión un instante, buscando las palabras y mirando con ojos fatigados a la mujer, ya entrada en años.
La madre de Varia, plantada junto al horno, alisaba nerviosa los pliegues de su ajada bata sobre el pecho hundido.
—Escucha, madre —repitió Davídov—. Varia me quiere, y yo la quiero a ella. Hemos decidido que me la llevo al centro comarcal para que estudie agronomía, allí hay una escuela de ésas. Dentro de dos años será agrónomo y vendrá a trabajar aquí, a Gremiachi Log, y este otoño, en cuanto terminemos las faenas del campo, celebraremos la boda. Sé que han estado a pedírtela de parte de Obnízov; no fuerces a la moza, ella misma elegirá su suerte, ¡eso es la pura verdad!
Adoptando una expresión muy adusta, la mujer se volvió hacia su hija:
—¡Varia!
—Madrecita… —balbuceó la joven, y, acercándose rápida a la madre, llorando de alegría, le cubrió de besos las manos cuajadas de arrugas y endurecidas por largos años de incesante trabajo.
Davídov, que se había vuelto hacia la ventana, la oyó susurrar entre sollozos:
—¡Madrecita, querida, si es preciso iré con él hasta el fin del mundo! Haré lo que él diga. Estudiaré, trabajaré, haré lo que sea. Pero no me obligues a casarme con Vanka Obnízov, eso sería mi perdición…
Hubo un breve silencio. Luego Davídov oyó la voz temblorosa de la madre de Varia:
—Por lo que veo, os habéis puesto de acuerdo sin contar conmigo, con la madre. En fin, que Dios os juzgue. No quiero que Varia sea desgraciada, pero tú, marinero, no hagas burla de la moza. Tengo puestas en ella todas mis esperanzas. Ya ves que es la mayor de casa, ella la sostiene, pues yo, con las penas, los críos, las privaciones… ¿ves cómo estoy? Me he vuelto vieja antes de tiempo. Durante la guerra, pude ver cómo sois los marineros… ¡No desgracies nuestra familia!
Davídov se volvió bruscamente y la miró a la cara:
—Tú, madrecita, no te metas con los marinos. Algún día se escribirá con qué coraje combatimos y les pegamos a vuestros cosaquejos, ¡eso es la pura verdad! En lo tocante al honor y al querer, hemos sabido y sabemos ser honrados y fieles, mucho más que algunos canallas que nunca han ido de uniforme. Por Varia no te preocupes, yo nunca la ofenderé. En cuanto a lo que vamos a hacer, quiero rogarte una cosa: si estás de acuerdo en que ella y yo nos unamos, mañana la llevaré a Míllerovo, la dejaré colocada en la escuela de agronomía, y yo, hasta que nos casemos, me vendré a vivir con vosotros. Estaré más a gusto que en casa ajena, y, además, ¿no debo ahora mantener vuestra familia, ayudaros? Tú, con los chicos y sin Varia, te derrengarías. Así que yo tomaré sobre mis espaldas el cuidado de todos vosotros. Las tengo bien anchas, no te preocupes, lo soportarán, ¡eso es la pura verdad! Marcharemos de primera. ¿Qué, estamos de acuerdo?
De una zancada se plantó junto a ella y abrazó sus hombros, angostos, enjutos, y cuando notó en la mejilla el contacto de los labios de su futura suegra, húmedos de llanto, dijo con disgusto:
—¡La de lágrimas que lloráis las mujeres! Podéis ablandar al tío más duro. ¡Ea, tranquilízate, vieja! ¿Qué, saldremos adelante? Yo te digo que sí, ¡eso es la pura verdad!
Davídov sacó apresuradamente del bolsillo un arrugado fajo de billetes, lo metió debajo del humilde tapete que cubría la mesa y, sonriendo cohibido, barbotó:
—Esto es de mis viejos ahorros, de cuando era obrero. Gasto sólo en tabaco… Bebo muy rara vez, y, en cambio, a vosotras el dinero os hará falta: habrá que comprar algo a Varia para el camino, o para los chicos… Bueno, eso es todo. Me marcho, todavía tengo que ir hoy al distrito. Volveré por la tarde y traeré mi maleta. Tú, Varia, prepárate. Mañana, al salir el sol, nos iremos al centro comarcal. Bueno, hasta luego, queridas mías.
Dicho esto, juntó en un mismo abrazo a Varia, que se había arrimado a él, y a su madre, giró resueltamente sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.
Su paso era firme y mesurado, con el leve bandeo marinero de siempre, pero si alguien que le conociera bien le hubiese visto, habría notado en su andar algo nuevo…
Al día siguiente, Davídov fue al Comité de distrito del Partido y volvió con la autorización de Nesterenko para dirigirse al Comité comarcal.
—Sólo que no te entretengas allí —le previno Nesterenko.
—Ni una hora más de lo preciso, con tal de que telefonees al secretario del Comarcal para que me reciba y me ayude a matricular a Jarlámova en la escuela de agricultura.
Nesterenko entornó los ojos con malicia:
—¿No me estarás embaucando, marinero? Mira, allá te las compongas si me dejas mal y no te casas con la chica esa. Por segunda vez no te perdonaremos tu donjuanismo. Lo de Lushka Nagúlnova no tenía tal importancia, en fin de cuentas se trataba de una mujer separada del marido, pero esto es muy distinto…
Davídov le miró colérico y, sin escucharle hasta el final, le interrumpió:
—¿Cómo diablos puedes, secretario, pensar tan mal de mí?, ¡eso es la pura verdad! He hablado con su madre, le he pedido en toda regla la hija en matrimonio. ¿Qué quieres? ¿Por qué no me crees?
Nesterenko dijo quedamente:
—Una última pregunta, Semión: ¿No has hecho vida con la chica? Y si la has hecho, ¿por qué no quieres formalizar el casamiento antes de que se marche a estudiar? ¿No esperas a nadie de Leningrado? ¿Otra mujer que hayas tenido, por ejemplo? Comprende, ceporro del demonio, que me preocupo por tu bien, vaya, como un hermano, y que para mí sería muy amargo llevarme un desengaño, dejar de considerarte un hombre decente… No buceo en tu alma por simple curiosidad… No te ofendas, ¿oyes? Bueno, y para terminar: ¿no querrás poner a estudiar a la Jarlámova para quedarte con las manos sueltas, para librarte de su presencia?… ¡Ten cuidado, hermano!
Davídov, doblando con fatiga las piernas, entumecidas por la rápida cabalgada, se dejó caer pesadamente en una vieja silla, puso una inexpresiva mirada en los maltrechos brazos de mimbre del barato sillón del secretario, escuchó la incesante algarabía de los gorriones en las acacias y, después de lanzar una ojeada al rostro amarillo de Nesterenko y a su vieja guerrera, con las mangas pulcramente remendadas, dijo:
—Hice mal en jurarte amistad cuando esta primavera nos conocimos en el campo… Mal, porque tú, como veo, tienes la costumbre de no fiarte de nadie… ¡Así te lleve el diablo, secretario! Por lo visto, sólo confías en ti, y eso, los días de fiesta. A todos los demás, incluso a los que haces protestas de amistad, los miras siempre con un recelo estúpido. ¿Cómo puedes dirigir la organización distrital del Partido teniendo ese carácter? ¡Comienza por confiar en ti mismo como es debido, y luego sospecha, si quieres, de los demás!
Nesterenko sonrió con penoso esfuerzo:
—¿De modo que te has molestado, aunque te rogué que no te ofendieras?
—¡Sí!
—¡Pues no vales un comino!
Davídov, más fatigado aún, se levantó:
—Me voy, porque vamos a regañar.
—Yo no querría —contestó Nesterenko.
—Ni yo tampoco.
—Entonces quédate otros cinco o diez minutos y zanjaremos la discusión.
—Bueno.
Davídov volvía a sentarse y dijo:
—No he hecho nada malo a la muchacha, ¡eso es la pura verdad! Necesita estudiar. Tiene una familia muy grande, ella es la mayor, lleva toda la casa… ¿Comprendes?
—Comprendo —respondió Nesterenko, pero seguía mirándole con severidad y retraimiento.
—Pienso casarme con ella cuando quede arreglado definitivamente lo de sus estudios y yo dé fin a las labores de otoño. Resumiendo, será una boda campesina, después de la recolección —sonrió tristemente Davídov, y viendo que Nesterenko suavizaba el gesto y escuchaba con más atención, prosiguió de mejor gana, sin el enojo ni el retraimiento de antes: —No he estado casado ni en Leningrado ni en ninguna otra parte. Con Variuja corro por primera vez ese riesgo. Y ya es hora. Pronto cumpliré los cuarenta.
—¿Desde los treinta cuentas cada año por diez? —sonrió Nesterenko.
—¿Y la guerra civil? Yo contaría por diez cada año pasado en ella.
—Mucho me parece.
—Pues mírate al espejo y me darás la razón.
Nesterenko se levantó, dio una vuelta por el despacho, frotándose, friolento, las manos, y contestó inseguro:
—Eso, según… Por lo demás, ahora no hablamos de eso, Semión. Me alegro de haber aclarado que esta vez no darás un mal paso, como entonces con Lushka Nagúlnova; esta vez parece que lo has tomado en serio. En fin, apoyo tu buena iniciativa y te deseo que seas feliz.
—¿Vendrás en otoño a la boda? —le preguntó, ya cordial, Davídov.
—¡El primer invitado! —replicó Nesterenko, y su sonrisa, como en otras ocasiones, expresó una alegría infingida, que encendió en sus turbios ojos las conocidas chispitas de niño travieso—. El primero, no en importancia, sino porque seré el primero en presentarme en cuanto oiga de la boda.
—Bueno, salud. Telefonea al secretario del Comarcal.
—Hoy mismo. Vete, y no te entretengas allí.
—¡Volveré en un dos por tres!
Cambiaron un fuerte apretón de manos.
Al salir a la calle, polvorienta, caldeada por el sol, Davídov pensó: «Algo debe de ocurrirle para que haya cambiado tanto. Está muy enfermo: ese color amarillo, las mejillas hundidas, como un cadáver, los ojos turbios… ¿No me hablaría así por eso?…»
Se hallaba ya Davídov a un paso del caballo, cuando Nesterenko, asomándose a la ventana, le llamó sin levantar la voz:
—Vuelve un momento, Semión.
Davídov subió de mala gana los peldaños de la terracilla del Comité.
Nesterenko, más encorvado aún, con todo el cuerpo desmadejado, le miró y le dijo:
—Quizá he sido demasiado duro contigo, pero excúsame, hermano, tengo un disgusto muy grande. Además del paludismo, he cogido, no sé dónde, la tuberculosis, y ahora me está consumiendo el organismo, se trata de un proceso abierto, y bien abierto. Tengo cavernas en los dos pulmones. Mañana me voy a un sanatorio, me envía el Comité Comarcal. No quisiera ausentarme del distrito antes de la recolección, pero no hay más remedio, no voy por mi gusto. Procuraré regresar a tiempo para tu boda. No vayas a creer que te he llamado para llorar mis penas. Sencillamente, he querido que, como amigo mío, conozcas la desgracia que me ha caído encima tan de sopetón…
Davídov dio la vuelta a la mesa, le abrazó vigorosamente, en silencio, le besó en la mejilla, caliente y húmeda, y luego dijo:
—¡Vete, amigo, cúrate! De eso únicamente se muere la gente joven. A ti y a mí no hay enfermedad que nos tumbe.
—Gracias —musitó muy bajo Nesterenko.
Davídov salió presuroso a la calle, montó el caballo y, por vez primera, le sacudió un latigazo y salió al galope por la calle de la stanitsa, murmurando rabioso entre dientes.
—¡Te pasarías la vida durmiendo, hijo de tu madre!
Regresó Davídov al caserío después del mediodía y se fue derecho a casa de los Jarlámov. Se apeó junto a la puertecilla del corral y entró sin precipitarse. Seguramente le habían visto llegar, pues cuando se acercaba a la terracilla, muy espatarrado y haciendo muecas de dolor, por las rozaduras que le había producido tan larga cabalgada, su futura suegra le recibió en el umbral muy amablemente, como si en medio día se hubiese habituado a él.
—¿Te has lastimado, hijito querido? Qué pronto has vuelto. ¡Con la tira que hay de aquí a la stanitsa!—salmodió con afectada conmiseración al ver el inseguro y renqueante andar con que Davídov se aproximaba al umbral y, sin duda, burlándose bonachona de su futuro yerno, que agitaba bizarro la fusta, cuando apenas si podía con su alma… Como vieja cosaca, sabía muy bien qué clase de jinetes eran los «rusos»…
Maldiciendo para sus adentros aquella compasión, Davídov dijo con aspereza:
—No es para tanto, madre. ¿Dónde está Varia?
—Ha ido en busca de una costurera. Tiene que recoser algún trapillo viejo, ¿no? ¡Ay, mozo, vaya novia que te has echado! Aunque reventaras de tanto buscar, en la casa no encontrarías más que una falda vieja. ¿Dónde tenías los ojos?
—Esta mañana vine a pedirte tu hija, y no una falda —respondió Davídov pasándose la lengua por los labios resecos—. ¿No tendrás un poco de agua fresca? Las faldas ya las compraremos, podemos esperar. ¿Cuándo vendrá Varia?
—Sabe Dios. Pasa adentro. ¿Qué?, ¿has arreglado con tus jefes lo de los estudios de Varia?
—Claro que sí. Mañana nos vamos al centro comarcal, prepara a tu hija para un viaje largo. ¿Qué, piensas ponerte a llorar? Ya es tarde.
La madre, en efecto, rompió a llorar amarga, desconsoladamente, pero no tardó en sobreponerse a su debilidad, se enjugó los ojos con el delantal, no muy limpio, y dijo disgustada, entre espaciados sollozos:
—¡Pero entra en la casa, hombre de Dios! ¿O es que vamos a tratar de cosas tan serias en medio del corral?
Davídov entró, se sentó en un banco y tiró debajo la fusta.
—¿De qué quieres que hablemos, madre? Todo está claro y resuelto. Hagamos así; me he cansado mucho estos días, dame agua, después dormiré una horita, aquí mismo, y cuando me despierte, hablaremos. El caballo que lo lleve uno de los chicos a las cuadras del koljós.
La mujer, ya de mejor talante, le dijo:
—Del caballo no te preocupes, los chicos lo llevarán. Y tú, espera un poco, te daré leche fría. Ahora mismo te la traigo de la fresquera.
El cansancio y las noches de vigilia habían rendido a Davídov, que no tuvo fuerzas para esperar la leche; cuando la dueña de la casa volvió, sosteniendo con ambas manos una jarra de leche, toda empañada, dormía ya en el banco, con el brazo derecho colgando y la boca entreabierta. La mujer no quiso despertarlo; le levantó cuidadosamente la cabeza y le puso debajo una pequeña almohada, de funda azul.
Narcotizado por el calor de la casa y el cansancio, Davídov durmió dos horas de un tirón. Le despertaron un rumor de voces infantiles y las caricias de unas tibias manos de mujer. Abrió los ojos y vio a Varia, sentada a su lado, sonriendo cariñosa, y a cinco rapazuelos que se apiñaban junto a él. Eran todos los vástagos de la cepa de los Jarlámov.
El más pequeño, y, por lo visto, también el más valiente, tomó confiado entre sus deditos la manaza de Davídov, se abrazó a él y le preguntó tímidamente:
—Tío Semión, ¿es verdad que vas a vivir con nosotros?
Davídov bajó las piernas del banco y sonrió soñoliento al pequeño:
—Verdad es, hijito. Claro que sí. Varia se va a estudiar, ¿quién os va a dar de comer, a vestir y calzar? Ahora tendré que hacerlo yo, ¡la pura verdad!
Semión descansó paternalmente su mano sobre la tibia y alborotada pelambrera del niño.