Capítulo XXIII

En cuanto el abuelo Schukar hubo salido de la escuela, el carácter de la reunión cambió por completo. Los koljosianos intervenían sin verse interrumpidos por súbitos estallidos de hilaridad, discutiendo seriamente la candidatura de Dubtsov, y cuando, inesperadamente para todos, habló Ippolit Shali, el herrero, en la reunión se instauró por vez primera, prolongándose unos minutos, esa calma que precede a las tempestades…

Ya se habían examinado a fondo todas las peticiones de ingreso en el Partido, ya habían sido admitidos por unanimidad como candidatos a miembros del Partido, con un período de prueba de seis meses, los tres solicitantes, cuando el viejo Shali pidió la palabra. Se levantó de un pupitre junto a la ventana, arrimó su ancha espalda al marco y preguntó:

—¿Puedo hacer una preguntita a nuestro intendente Yákov Lukich?

—Y dos también —autorizó Makai— Nagúlnov, barruntando que iba a pasar un buen rato.

Yákov Lukich se volvió hacia Shali de mala gana, cuajada en el rostro una expresión tensa, expectante.

—La gente ingresa en el Partido, no se conforma con vivir junto a él, quiere estar en él, compartir con él las penas y las alegrías —dijo Shali amortiguando su vozarrón y sin apartar de Yákov Lukich sus saltones ojos negros—. ¿Y tú, Lukich, por qué no pides entrar en el Partido? Quiero preguntártelo con todas las de la ley: ¿Por qué te mantienes a un lado? ¿Es que te importa un comino que el Partido entregue todas sus fuerzas para llevarnos a una vida mejor? Y tú, ¿qué? Te buscas un sitio a la fresca, lejos de la brega, esperas a que otros te consigan el bocado y te lo metan en la boca bien masticadito, ¿verdad? ¿Cómo te las compones? Es interesante y hasta muy instructivo para la gente… ¡Para todo el caserío, si lo quieres saber!

—Yo mismo me gano el bocado y todavía no te he pedido que me mantengas —replicó vivamente Yákov Lukich.

Pero Shali hizo un ademán imperioso, como rechazando aquel argumento inservible, y dijo:

—El pan puede uno ganárselo de muchas maneras: échate un zurrón a la espalda, dedícate a pordiosear y no te morirás de hambre. Yo no hablo de eso, y no trates de escurrirte como una anguila, Lukich, que ya sabes a lo que voy. Antes, cuando cada cual vivía para sí, eras una fiera para el trabajo, te agarrabas como un lobo a cualquier cosa, con tal de sacar un kopek de más; ahora trabajas de mala manera, como para cubrir las apariencias… Bueno, dejemos eso, no te ha llegado aún el momento de dar cuenta al pueblo de tu liviano trabajo y de tu tuerta vida. Cuando llegue, la darás. Ahora, di: ¿Por qué no pides ingresar?

—No soy tan docto como para estar en el Partido —respondió Ostrovnov en voz baja, tan baja que, menos sus vecinos de asiento, nadie en la escuela oyó lo que había dicho.

De lo hondo del aula, una voz gritó exigente:

—¡Habla más fuerte! No se oye lo que estás mascullando ahí. ¡Repítelo!

Yákov Lukich permaneció callado largo rato, como si no oyese lo que le pedían. En medio de un expectante silencio se percibió el discorde, pero animado croar de las ranas en el riacho oscuro y dormido; a lo lejos, seguramente en el viejo molino de viento, más allá del caserío, ayeaba tristemente un búho, y entre la verde fronda de las acacias se desgañitaban en la noche los jilgueros.

Seguir callado era violento, y Ostrovnov repitió más alto:

—No soy lo bastante docto para el Partido.

—¿Para intendente lo eres y para el Partido no? —volvió a la carga Shali.

—Una cosa es la hacienda y otra la política. Si tú no ves la diferencia, yo sí —dijo clara y sonoramente Yákov Lukich, repuesto ya de la sorpresa.

Pero Shali no cejaba, y dijo con torcida sonrisa:

—Nuestros comunistas se ocupan de la hacienda y de la política y, fíjate qué cosa más rara, lo hacen bien. Parece que lo uno no estorba a lo otro. Estás mintiendo, Lukich, no dices lo que sientes… Quieres rehuir la verdad, por eso das vueltas.

—No tengo por qué mentir —contestó Ostrovnov con voz sorda.

—Sí, mientes. Tienes pensamientos ocultos y por eso no quieres ingresar en el Partido… ¡Y si estoy equivocado, desmiente lo que digo, desmiénteme!

La reunión duraba ya más de cuatro horas. En la escuela, pese al frescor de la noche, hacía un calor insoportable. En el pasillo y en las aulas lucían, mortecinos, varios quinqués, pero su luz aumentaba la sensación de ahogo. Sin embargo, los campesinos, empapados de sudor, no se movían, escuchaban en tenso silencio aquel inesperado duelo verbal entre el viejo herrero y Ostrovnov, dándose cuenta de que tras todo aquello se ocultaba algo, penoso y oscuro…

—¿Qué pensamientos ocultos puedo yo tener? Puesto que todo lo ves, dilo —propuso Ostrovnov, pasando de la defensa al ataque, recobrada ya la serenidad.

—Dilo tú mismo, Lukich, hazte el ánimo y háblanos de ti. ¿Por qué y para qué voy a hablar en tu nombre?

—¡No tengo nada que hablar contigo!

—Si no conmigo, habla con la gente… ¡Con la gente!

—Aparte de ti, nadie me hace preguntas.

—Basta con que yo te las haga. ¿De modo que no quieres hablar? No importa, esperaremos; si no hoy, ¡mañana hablarás!

—¿Por qué la has tomado conmigo, Ippolit? ¿Y tú, por qué no entras en el Partido? Habla por ti y no quieras confesarme, que no eres pope.

—¿Quién te ha dicho que yo no entro en el Partido? —preguntó Shali sin cambiar de postura, lentamente, recalcando las palabras.

—No eres del Partido: quiere decirse que no has entrado en él.

A estas palabras, Shali carraspeó, se apartó del marco de la ventana y, por entre los aldeanos, que le abrían paso sin apresuramiento, avanzó bamboleante hacia la mesa, al tiempo que decía:

—Antes no entré, es cierto, pero ahora voy a entrar. Si tú no entras, Yákov Lukich, debo entrar yo. Pero si tú ahora hubieses entregado una solicitud, yo me habría abstenido de presentar la mía. ¡Tú y yo no cabemos en un mismo partido! Somos de partidos distintos…

Ostrovnov guardó silencio y esbozó una sonrisa indefinible. Shali se llegó a la mesa, captó la mirada —resplandeciente y agradecida— de Davídov y, alargando a éste la petición de ingreso, garrapateada en un trozo de papel viejo y amarillento, dijo:

—Lo que no tengo es quién me avale. A ver cómo salimos de este apuro… ¿Quién de vosotros, muchachos, responde por mí? ¡Vamos, escribid!

Pero Davídov ya estaba escribiéndole el aval, con letra grande y apresurada. Luego le cogió la pluma Nagúlnov.

Ippolit Shali fue admitido también, por unanimidad, como candidato a miembro del Partido. Después de la votación, los comunistas de la célula de Gremiachi Log se levantaron y aplaudieron al viejo herrero; siguiendo su ejemplo, se pusieron en pie todos los presentes, y resonaron espaciadas y torpes, las palmadas de sus manos callosas, endurecidas por el trabajo.

Shali seguía de pie, parpadeando conmovido. Era como si viese por primera vez, con ojos húmedos, los rostros, tan familiares para él, de los habitantes del caserío. Mas cuando Razmiótnov le susurró al oído: «Tío Ippolit, di algo a la gente, algo que le llegue al corazón…», el viejo denegó con la cabeza:

—¡Nada de palabras al viento! Además, no tengo yo palabras de ésas en la buhardilla… ¿Ves cómo aplauden? Quiere decir que lo comprenden todo sin que yo les diga nada.

No era, sin embargo, el semblante de ninguno de los admitidos aquel día en el Partido, sino el de Nagúlnov, el del mismísimo secretario de la célula, el que había experimentado en aquellos instantes un cambio pasmoso. Davídov jamás le había visto así: Makar sonreía franca, abiertamente. De pie tras la mesa, se ajustaba con dedos nerviosos la guerrera, tocaba la hebilla de su cinto de soldado, rebullía inquieto y sonreía, sonreía dejando ver los menudos y juntos dientes. Sus labios, siempre prietos, le habían temblequeado en las comisuras para dilatarse de pronto en una sonrisa conmovedora como la de un niño. y era tan extraordinaria aquella sonrisa en el ascético rostro de Makar, que Ustín Rikalin no pudo contenerse y exclamó, con el mayor asombro:

—¡Mirad, buenas gentes! Parece que nuestro Makar se sonríe. ¡Es la primera vez en mi vida que veo tal cosa!

Nagúlnov, sin ocultar la sonrisa, replicó:

—¡Qué hombre más listo! ¡Se ha dado cuenta! ¿Y por qué no voy a sonreír? Estoy contento y sonrío. La sonrisa es libre. ¿Quién me lo va a prohibir? Queridos ciudadanos, convecinos, la reunión abierta del Partido queda clausurada. Hemos agotado el orden del día.

Luego, irguiéndose aún más, ensanchando sus recios hombros, se adelantó y dijo con voz sonora:

—Como secretario de la célula, ruego que se acerquen los queridos camaradas admitidos en nuestro gran Partido Comunista. Quiero felicitaros por este gran honor. —Y apretados ya los labios, recobrada su habitual compostura, lanzó, sin elevar mucho la voz, pero con imperioso tono de mando:

—¡Venid!

El primero que se acercó fue Kondrat Maidánnikov. Los que estaban detrás vieron que la camisa, empapada en sudor, se le había pegado a la espalda. «Pobrecito mío, igual que si hubiera segado una desiatina» —farfulló compasiva una vieja. Y alguien rió quedamente: «Menudo sofocón que le han hecho pasar».

Inclinando la cabeza, Nagúlnov tomó la mano de Kondrat entre las suyas, largas, húmedas de emoción, la apretó con toda su fuerza y dijo solemne, con un ligero temblor en la voz:

—¡Camarada! ¡Hermano! Te felicito. Todos nosotros, los comunistas, esperamos que seas un bolchevique ejemplar. Pero, ¿qué digo? ¡Tú no puedes ser de otra manera!

Cuando se acercó, con sus andares de oso, Ippolit Shali, el último, y, riendo ahogadamente, azorado por la atención general, le alargó desde lejos su manaza negra, machacada por el trabajo, Nagúlnov le salió al encuentro y abrazó con vigor los anchos y encorvados hombros del viejo herrero.

—Ya ves, tío Ippolit, qué bien ha resultado. Te felicito de todo corazón. Te felicitan también los muchachos del Partido. Consérvate sano y fuerte, maneja tu martillo otros cien años para bien del Poder soviético y de nuestro koljós. ¡Qué vivas mucho, viejo, eso es lo que te digo! Porque tu larga vida sólo puede proporcionar a la gente satisfacción, te lo digo de veras.

Agolpándose, los cuatro nuevos militantes cambiaban apretones de manos con los demás comunistas, y la gente se apiñaba ya junto a la puerta de salida, conversando animadamente, cuando Davídov gritó:

—¡Ciudadanos, un momento! Permitidme decir unas palabras.

—¡Habla, presidente, pero sé breve, que nos asamos! Hace aquí un calorazo y un sofoco que ni en un buen baño —previno alguien, riéndose.

Los koljosianos volvieron a sentarse, cada cual en su sitio. Durante unos instantes se oyó en la escuela un rumor de voces contenidas y luego todos enmudecieron.

—¡Ciudadanos koljosianos y, en particular, las koljosianas! Hoy, como nunca, están reunidos todos los miembros de nuestro koljós, sin faltar uno… —empezó Davídov, pero inmediatamente le interrumpió Dimka Ushakov, gritando desde el pasillo:

—Tú, Davídov, empiezas como el abuelo Schukar. El dice «queridos ciudadanos y viejas». Y tú, por el estilo. Arrancas a bailar desde el mismo sitio.

—Schukar y Davídov aprenden el uno del otro —añadió el viejo Obnízov—. Schukar te endilga a cada paso «¡la pura verdad!», imitándole. Y Davídov no tardará en decir: «¡Queridos ciudadanos y estimadas viejas!»

En la escuela estalló una carcajada benévola, pero tan estentórea, que las llamas de los quinqués se agitaron, y una de ellas se apagó. También reía Davídov, tapándose como de costumbre, con la ancha palma de la mano, la boca mellada. Nagúlnov fue el único en gritar, indignado:

—¿Pero qué es esto? No hay la menor seriedad en esta reunión. ¿Dónde la habéis olvidado? ¿O es que se os ha evaporado con el calor?

Mas lo que hizo con su reproche fue echar leña al fuego, y las risotadas estallaron y se extendieron por todas las aulas y por el pasillo con más fuerza. Makar se encogió de hombros, dejando la cosa por imposible, y se volvió hacia la ventana con cara de aburrido.

Pero, a juzgar por la contracción de sus pronunciados músculos faciales y los temblores de su ceja izquierda, le costaba un gran esfuerzo mantener aquella fingida indiferencia.

Un momento después, renacida ya la calma, saltaba de la silla como si le hubiera picado una avispa, pues desde los últimos bancos llegó de nuevo la cascada y chillona vocecilla del abuelo Schukar:

—Pues yo os pregunto, queridos ciudadanos y viejas: ¿por qué os llamo así?

Sin darle tiempo a terminar la frase, retumbó, como un cañonazo, un estallido de risas, apagando otros dos quinqués. En la semioscuridad, alguien rompió sin querer el tubo de uno de ellos y soltó un rotundo taco. Una mujer le amonestó:

—¡Eh, tú, refrénate! ¿Crees que si estamos a oscuras y no se te ve puedes despacharte a tu gusto, zopenco?

Las risas fueron amainando y en la penumbra volvió a oírse la voz, temblona e irritada, del abuelo Schukar.

—Un tonto suelta tacos a oscuras y otros se ríen sin saber por qué… Esto no es vida, sino un pitorreo. ¡Como para no venir a las reuniones! Os voy a explicar por qué causa suelo decir «queridos ciudadanos y viejas». Y la causa está en que las viejas son cosa comprobada y segura. Tomad a cualquiera de ellas: vive sin trampa ni cartón, lo mismo que el Banco del Estado. De ellas no espero ninguna trastada en mi vida de vejestorio. En cambio, a las mujeres jóvenes y a las mozas no las puedo ver ni en pintura. ¿Por qué?, os pregunto. Pues porque no fue una respetable vieja quien dejó en mi puerta al recién nacido; eso no lo hacen las viejas. Ninguna, ni la más arriscada, tiene jijas para traer una criatura al mundo. Alguna moza lagartona es quien me hizo ese favor y me alistó por su cuenta en la cofradía de los padres. Por eso no puedo ni ver a ésas ni a semejantes picaronas con faldas y no quiero ni mirarlas a la cara después de semejante encidente. Me dan arcadas, como después de una borrachera, si me fijo, sin querer, en alguna guapetona. ¡Ya veis lo que han hecho conmigo las malditas!… ¿Cómo voy a decirles, después delencidente de la criatura, «queridas mujercitas mías y vírgenes sin mancha» u ofrecerles otras ternuras semejantes en bandeja? ¡Por nada del mundo!

Nagúlnov, amostazado, enarcó las cejas y preguntó con asombro:

—¿De dónde sales, abuelo? ¡Si tu vieja te llevó a casa! ¿Cómo apareces otra vez por aquí?

—Me llevó ¿y qué? —replicó engallado Schukar—. ¿A ti qué te importa? Es asunto nuestro, de familia, no de Partido. ¿Está claro?

—Ni pizca. Si te llevó, por algo sería, y deberías estar en casa.

—Estuve y me largué, Makárushka. Y no debo nada a nadie, ni a ti ni a mi propia vieja, el antecristoos confunda. ¡Dejadme en paz, por Dios!

—¿Cómo te has apañado para escaparte de casa, abuelo? —inquirió Davídov, esforzándose por contener la risa.

En el último tiempo no podía, de ningún modo, mantener la seriedad debida en presencia de Schukar. Era incapaz de mirarle sin sonreírse y ahora esperaba la respuesta entornando los ojos y tapándose previsoramente la boca con la mano. Por cierto, Nagúlnov, cuando se quedaban solos, le decía con manifiesto disgusto: «¿Qué te pasa, Semión? Siempre te estás riendo como una moza cuando le hacen cosquillas, no pareces un hombre».

Animado por la pregunta de Davídov, Schukar se adelantó impetuoso y, apartando a codazos y empujones a los campesinos que se agolpaban entre los bancos, pugnó por abrirse paso hacia la mesa.

—¡Abuelo! —le gritó Nagúlnov—. ¿Por qué atropellas a la gente? Habla desde ahí, te autorizamos, pero sé breve.

El abuelo Schukar se detuvo a mitad de camino y respondió a gritos, encolerizado:

—¡Enséñale a tu abuela desde dónde debe hablar, yo sé cuál es mi puesto! Tú, Makárushka, siempre te subes a la tribuna o razonas desde la prisidencia, diciendo desde ella mil tonterías. ¿Por qué, pues, yo debo hablar con la gente desde atrás, en la oscuridad? Desde allí no veo ni una cara, solamente cogotes, espaldas y eso otro que las buenas gentes usan para sentarse en los bancos. ¿Con quién he de hablar, según tú, a quién dirigirme? ¿A los cogotes, espaldas y demás? Ven tú mismo aquí atrás y discursea, queyo quiero ver la cara a la gente cuando hablo. ¿Está claro el problema? Bueno, y cállate un poco, no me hagas perder el hilo. Tienes la mala costumbre de cortarme en cuanto quiero hablar. Aún no he abierto el pico y ya estás disparándome ojeciones, como si las tirases con honda. ¡No, hermanete, así no marcharemos bien!

Una vez ya junto a la mesa, fijando un ojo en Makar, Schukar le preguntó:

—¿Has visto alguna vez en tu vida, Makárushka, que una mujer aparte a un hombre de un asunto importante por verdadera necesidad? Contéstame en conciencia…

—Pocas, pero sí algunas: en caso de incendio, digamos, o de cualquier otra desgracia. Sólo que no alargues la reunión, viejo, deja hablar a Davídov y, cuando terminemos, te vienes a casa y estaremos de conversación hasta que amanezca, si quieres.

Nagúlnov, el inflexible Nagúlnov, hacía evidentemente, concesiones para engatusar al anciano e impedirle que entretuviese neciamente a los reunidos, pero obtuvo un efecto inesperado, porque el abuelo Schukar estalló en sollozos, se pasó la manga por el ojo y farfulló entre lágrimas no fingidas:

—Lo mismo me da pasar la noche en tu compañía que en la cuadra con los potros; lo que no puedo es asomarme hoy por casa, porque mi vieja me va a armar tal batalla turca, que puedo estirar la pata nada más entrar y largarme al carajo en un dos por tres.

Volvió hacia Davídov su carilla, llena de arrugas como una manzana asada, y continuó con voz repentinamente firme:

—Preguntas tú, Siómushka de mis pecados, cómo es que estuve en casa y me largué. ¿Crees que es cosa sencilla? Debo aclarar a la reunión, en un enstante, sin alargar la cosa, lo de mi dañina vieja, porque necesito la simpatía de la gente, y si no me la dais, entonces ¡tiéndete, Schukar, en la tierra fría, y que Dios Nuestro Señor se te lleve al carajo! Ya veis lo fea que se pone mi perra vida. Hace una hora o así, se presentó aquí mi parienta. Estaba yo con Antípushka Grach en el patio, echando un traguillo de humo y hablando de los artistas y de los tiempos que corren. En esto llega la maldita, me agarra del brazo y me arrastra con la misma facilidad con que un caballo bien cebado tira de un rastrillo vuelto del revés. Me llevaba en volandas, sin jadear ni tomar aliento, aunque yo me resistía con todas mis fuerzas.

Si lo queréis saber, mi vieja puede tirar de un arado o de un carro con su carga, de modo que llevarme a rastras a cualquier sitio es para ella coser y cantar, ¡si será fuerte la condenada! Algo terrible, como una bestia de tiro. ¡Dios por testigo de que no miento! Otros no sé, pero yo conozco muy bien la fuerza que tiene, mis pobres lomos lo pueden decir…

De modo que me llevaba a rastrones, como os iba diciendo. ¿Qué iba a hacer yo? El viento dobla la hierba. Trotando en pos suyo, le pregunté: «¿Para qué me arrancas de la reunión, lo mismo que a un recién nacido de los pechos de su madre? ¿No sabes que allí tengo que hacer?» Ella va y me dice: «Vamos, viejo, en una de las ventanas de casa se ha soltado un postigo, sujétalo como es debido, que si no, Dios no lo quiera, el viento puede soplar esta noche y rompernos los cristales». ¿Qué os parece el truco? ¡Primer número! —pensé—. «¿Acaso mañana no habrá tiempo para arreglarlo? ¡Tú estás mal de la cabeza, troncho de col!» Y ella: «Estoy enferma, me pongo triste sola con mis achaques, no te pasará nada si me haces compañía». Esto fue el segundo número. «Llama a alguna vieja —respondí— y que se esté contigo mientras yo vuelvo a la reunión y le doy el ricurso a Agafón Dubtsov». Pero ella, ni hablar: «Sólo quiero compartir la tristeza contigo y no necesito viejas». Y éste fue el tercer número, o sea, la tercera marranada que me soltó.

¿Qué os parece? ¿Era cosa de aguantar por gusto semejante escarnicio o de evacuarse en el acto ante tan rematada tontería? Y eso hice, es decir, me evacué voluntariamente. Entramos en casa, y yo, sin pensarlo mucho, ¡zas!, me escapé al zaguán, luego a la terracilla, eché el cerrojo a la puerta y me vine trotando a la escuela. Los ventanucos de la casa son pequeños y estrechos, y mi vieja, ya lo sabéis, es enorme, como una vaca. No pasa por una ventana ni a tres tirones, se atascaría como un gorrino cebado en el agujero de un seto, está comprobado, le ha ocurrido más de una vez. Y allí la tenéis a la pobrecilla encerrada y sin poder salir de la casa, lo mismo que aquel diablo de antes de la revolución, que se cayó en un aguamanil. El que quiera, que vaya y la libre del cautiverio, yo no puedo asomar la nariz por allí de ninguna manera, me iré a vivir con alguien un par de días, hasta que se apacigüe una miaja y se le apague la furia contra mí. No soy tan tonto como para jugarme la vida, y maldita la falta que me hacen sus distintas batallas y demás combates. Me quita la vida en un pronto, y luego, ¿qué? Luego el fiscal escribirá «Sin novedad en el Shipka»[24] y asunto concluido. No, muchísimas gracias, a otro perro con ese hueso. El que sea listo comprenderá todo sin explicaciones, y los tontos, lo mismo si se les explica que si no, seguirán tontos hasta la sepultura.

—¿Has terminado, abuelo? —preguntó tranquilamente Razmiótnov.

—Con vosotros tiene uno que terminar aunque no quiera. He hecho tarde para ricursar a Agafón, de todos modos le habéis admitido en nuestro Partido y quizá más valga así, quizá esté yo de acuerdo con vosotros. Lo de la vieja os lo he explicado como ha sido, y por vuestros ojos veo que todos estáis muy conmigo. No necesito más. He hablado a placer, no me voy a pasar la vida charlando con los potros, ¿verdad? Aunque de caletre no andáis muy sobrados, tenéis más que mis potros de todas maneras…

—Siéntate, viejo, que ya empiezas a desbarrar otra vez —ordenó Nagúlnov.

Defraudando a los reunidos, Schukar se fue en silencio a su sitio, sin discutir como tenía por costumbre. Al contrario, sonreía tan contento de sí mismo, el ojo le brillaba tan triunfante, que cualquiera debía ver a la legua que no había salido derrotado, sino vencedor. Sonrisas de simpatía le acompañaron. En el fondo, todos en Gremiachi Lag querían mucho al viejo.

Sólo Agafón Dubtsov se las ingenió para aguarle la fiesta. Cuando Schukar pasó por su lado con grave empaque, Agafón, crispado el rostro virolento, le deslizó al oído, con siniestra entonación:

—¡Te la has buscado, viejo!… Deja que me despida de ti.

Schukar se quedó de una pieza, estuvo unos segundos sin pronunciar palabra, chasqueando los labios, y luego, haciendo un esfuerzo, preguntó con voz trémula:

—¿A santo… a santo de qué tengo que despedirme de ti?

—Porque te queda muy poco de vivir en este mundo: lo suficiente para echar dos ojeadas y cuatro suspiros. En lo que se hace las trenzas una pelona, te habrán clavado la tapa del ataúd…

—Pero… ¿Por qué, Agafón?

—Muy sencillo. Te van a matar.

—¿Quién? —musitó a duras penas el abuelo Schukar.

—¿Quién va a ser? Kondrat Maidánnikov y su mujer. Ya ha mandado a casa por el hacha.

A Schukar se le aflojaron las piernas y se desplomó junto a Dubtsov, que se había apartado, muy atento, para dejarle sitio.

—¿Por qué me quiere quitar la vida?

—¿No lo adivinas?

—¿Por el ricurso?

—¡Has dado en el clavo! A los que critican se les mata siempre: unas veces con hacha y otras con escopeta. ¿A ti qué te gusta más, morir de un tiro o de un hachazo?

—«¡Me gusta!» ¡Qué cosas dices! ¿A quién puede gustarle semejante acontecimiento? —se exasperó el abuelo—. Más vale que me digas lo que debo hacer. ¿Cómo defenderme de un tonto tan imbécil?

—Díselo a los jefes mientras estás con vida. Eso es todo.

—No hay otra salida —asintió Schukar después de pensarlo un poco—. Ahora mismo voy a quejarme a Makárushka. Pero ¿cómo no le da miedo a ese condenado de Kondrashka ir a presidio por mí?

—El dice así: «Por cargarme a Schukar no me echarán más de un año, dos a lo sumo. Y un año o dos ni los notaré, se me pasarán volando… Por liquidar a vejestorios como él no condenan a mucho. Por cascajos así las penas son insignificantes».

—¡Qué se lo ha creído el hijo de perra! ¡Le echarán diez años como diez soles, lo sé de buena tinta! —chilló furioso Schukar.

En el acto fue severamente amonestado por Nagúlnov:

—¡Viejo! En cuanto vuelvas a gritar como un chivo a medio degollar, te expulsamos inmediatamente de la reunión.

—No armes jaleo, abuelo, yo te acompañaré cuando salgamos, no dejaré que te despachen —le prometió Dubtsov, hablándole al oído.

Pero Schukar no le contestó. Había apoyado los codos sobre las rodillas, muy abatida la cabeza. Pensaba y pensaba con tenacidad, muy reconcentrado, la frente arrugada como por un fuerte dolor, hasta que saltó de pronto de su asiento y, apartando a la gente a codazos, corrió con su trotecillo perruno a la mesa. Dubtsov vio cómo se agachaba junto a Nagúlnov y le hablaba al oído, señalando hacia él y hacia Kondrat Maidánnikov.

Era difícil, casi imposible hacer reír a Nagúlnov, pero esta vez no resistió. Sonrió con las comisuras de los labios, miró a Dubtsov, movió reprobatorio la cabeza, hizo sentarse a Schukar a su lado y le dijo muy quedo: «Estate aquí y no te muevas, que te va a dar un patatús con tanto ajetreo».

Al poco rato, Shukar, tranquilizado y triunfante, captó la mirada de Maidánnikov y le hizo la higa con maligna alegría, tapándola con el codo izquierdo. Kondrat, estupefacto, enarcó las cejas, pero el abuelo, sintiéndose en plena seguridad junto a Makar, le enseñaba ya dos higas a un tiempo.

—¿Por qué te hace higas el viejo? —preguntó a Maidánnikov Antip Grach, que estaba a su lado.

—El diablo sabrá qué ventolera le ha dado —respondió molesto Kondrat—. Tengo para mí que empieza a perder el juicio. Y es natural, con los muchos años y con lo que le ha tocado sufrir al pobre. Siempre nos hemos llevado bien, pero ahora, por lo que se ve, me tiene tirria. Tendré que preguntarle por qué está enfadado conmigo.

Por pura casualidad, Kondrat se fijó en donde había estado sentado el abuelo Schukar, y, riéndose muy bajo, dio un codazo a Antip:

—Ha estado al lado de Agafón, ahora está todo claro. El demonio ese de Agafón le habrá dicho algo de mí, se habrá inventado cualquier majadería. Y ahí le tienes al viejo bufando, y yo sin saber qué mosca le ha picado. Es ya como una criatura, se cree todo lo que le dicen.

Davídov, de pie junto a la mesa, aguardaba pacientemente a que los campesinos, siempre tan cachazudos, se acomodasen y a que cesase el ruido.

—¡Venga, Davídov! ¡Suéltalo ya! —gritó Diomka Ushakov, que tenía poca paciencia para esperar.

Después de cambiar unas palabras con Razmiótnov en voz baja, Davídov comenzó a toda prisa:

—No os entretendré mucho, ¡eso es la pura verdad! Me dirijo en particular a las koljosianas, porque el problema que os voy a plantear se refiere más a las mujeres. Hoy todo el koljós asiste a nuestra reunión del Partido, y los comunistas, después de cambiar impresiones, queremos proponeros lo siguiente: en las fábricas hace ya mucho que se han organizado guarderías y casas-cuna, donde los críos pequeños son atendidos de la mañana a la noche por niñeras y educadoras con experiencia; allí comen y juegan. ¡Eso es la pura verdad, camaradas! Mientras tanto, sus madres trabajan, sin tener que estar pendientes de sus hijos. Tienen las manos libres, están descargadas de preocupaciones. ¿Por qué no organizamos una guardería de ésas en nuestro koljós? Tenemos vacías dos casas que fueron de los kulaks. El koljós dispone de leche, cereales, carne, mijo y otras cosas más, ¡la pura verdad! Nuestros pequeños ciudadanos tendrán plenamente asegurada la comida, los cuidados también. ¿Qué nos lo impide entonces, demonio? La recolección está al caer, y la salida de las mujeres del koljós al trabajo no marcha muy bien que digamos; hablando con franqueza, marcha mal, ya lo sabéis. Así, pues, queridas koljosianas, ¿aceptáis nuestra proposición? Vamos a votar, y si la mayoría está de acuerdo, lo decidiremos ahora mismo para no tener que hacer otra reunión. Los que estén conformes, que levanten la mano.

—¿Quién va a estar en contra de tan buena cosa? —gritó la mujer de Turilin, que tenía un montón de hijos, y, mirando a las vecinas, alzó la primera su mano, de angosta muñeca.

Un tupido valladar de brazos surgió sobre las cabezas de los koljosianos y las koljosianas que llenaban el aula y se agolpaban en los pasillos. Nadie votó en contra. Davídov, frotándose las manos, sonrió satisfecho.

—¡La propuesta de organizar una guardería ha sido aprobada por unanimidad! Esta unanimidad, queridos camaradas y ciudadanos, es muy agradable, ¡la pura verdad! Significa que hemos dado en el blanco. Mañana pondremos manos a la obra. Las madres podéis venir a la administración del koljós, para apuntar a los críos, de buena mañana, a partir de las seis, en cuanto hayáis terminado de preparar el condumio. Aconsejaos entre vosotras, camaradas mujeres, y elegid una cocinera que sea limpia y sepa guisar bien, y otras dos o tres koljosianas pulcras, aseadas y que les gusten los chiquillos, para hacer de niñeras. Pediremos en el distrito una directora instruida, que pueda llevar las cuentas. Hemos hecho cálculos y acordado que a las niñeras y a la cocinera les apuntaremos un trudodién por día. A la directora tendremos que ponerle un sueldo según las tarifas del Estado. No nos arruinaremos, ¡eso es la pura verdad! Y en esto no hay que roñosear; los gastos los resarcirá la salida de las mujeres al trabajo, eso os lo demostraré después prácticamente. Admitiremos niños de dos a siete años de edad. ¿No hay preguntas?

—¿No será demasiado un trudodién al día? Ocuparse de los críos no es tan pesado como eso, no es lo mismo que manejar el bieldo en el campo —reflexionó dubitativo, en voz alta, Efim Krivoshéiev, uno de los últimos campesinos que habían ingresado en el koljós.

Pero inmediatamente se desencadenó a su alrededor tal tempestad de indignadas voces femeninas, que Efim, ensordecido, al principio torció el gesto y se puso a manotear, sacudiéndose de encima a las mujeres que lo acosaban, como si fuesen avispas, pero luego, viendo que el asunto tomaba mal cariz, saltó a un pupitre y vociferó, chancero:

—¡Aplacaos, muñequitas mías, aplacaos por los clavos de Cristo! Lo he dicho por equivocación, se me ha escapado sin querer, por tonto. Dejadme salir y no me pongáis vuestros preciosos puños en la jeta. ¡Camarada Davídov! ¡Auxilia a este nuevo koljosiano! ¡No lo dejes morir como un héroe! ¡Ya conoces a nuestras aldeanitas!

Las mujeres gritaban a porfía:

—Tú, hijo de perra, ¿has cuidado niños alguna vez?

—¡Que haga de cocinera el verraco ese!

—¡De niñera!

—¡Ni con dos trudodiéns se paga el guerrear con ellos todo el santo día, y este tiñoso de mierda quiere regatear!

—¡Démosle una lección, comadres, para que aprenda a no pasarse de raya!

Tal vez todo habría terminado en paz y buena armonía, pero la chanza de Efim fue como una señal para abrir la espita de la tirantez, y las cosas tomaron un giro totalmente inesperado para él: entre risotadas y chillidos, las mujeres lo bajaron a tirones del pupitre, una mano morena se asió a su castaña barba, y su camisa de satén, nuevecita, crujió sonoramente, rajándose por todas las costuras y por otras partes. De nada sirvió que Nagúlnov se desgañitase llamando al orden a las mujeres. El alboroto continuó y, poco después, Efim, congestionado de risa y de turbación, salía despedido al pasillo por la fuerza unida de las mujeres. Pero las mangas de su camisa, arrancadas de cuajo, quedaron en el suelo del aula, y la camisa misma, sin un botón, aparecía rasgada en muchos sitios, desde el cuello hasta los faldones.

Sofocándose de risa, entre las carcajadas de los cosacos que le rodeaban, Efim decía:

—¡Qué fuerza tienen hoy nuestras malditas mujeres! ¡Es una calamidad! La primera vez que les llevo la contraria, y ya veis con qué mala pata…

Tapándose pudoroso el negruzco vientre con los jirones de la camisa, Efim rezongó:

—¿Cómo me presento ahora a mi mujer con estos encajes? ¡Me echará de casa cuando vea el estropicio! Tendré que buscarme, con el abuelo Schukar, alguna viuda que nos aloje por el momento. ¡No tenemos otra salida!