Dos días antes de que se reuniera la célula de Gremiachi Lag, seis koljosianas se presentaron en casa de Nagúlnov. Era muy de mañana y les daba reparo entrar en tropel. Se sentaron con mucha parsimonia en los peldaños de la terracilla y en el banco de tierra pegado a la casa, y la mujer de Kondrat Maidánnikov, componiéndose su limpio pañuelo, con un espeso viso de azulete, preguntó:
—¿Qué, entro yo a verlo, comadres?
—Entra tú, ya que te ofreces a ello —repuso por todas la mujer de Agafón Dubtsov, sentada en el escalón más bajo.
Makar se estaba afeitando en su reducida habitación, sentado incómodamente ante un pedazuelo de espejo apoyado en una maceta. La navaja, vieja y roma, iba limpiando la negra y dura pelambre de sus atezadas mejillas, emitiendo sonidos que parecían descargas eléctricas, mientras él hacía visajes de dolor, carraspeaba y a veces producía sordos bramidos, enjugándose de vez en cuando con la manga de la camiseta las lágrimas que asomaban a sus ojos. Se las había ingeniado para darse varios cortes, y la clara espuma de jabón que cubría sus mejillas ya no era blanca, sino de un color rosa más o menos subido. El rostro de Makar, reflejado en el turbio espejillo, iba expresando sentimientos cambiantes: tan pronto ciega sumisión al destino, como un dolor reprimido o furiosa exasperación; a veces, su desesperado gesto recordaba el de un hombre dispuesto a quitarse la vida, a toda costa, con una navaja barbera.
Al entrar, la mujer de Maidánnikov saludó quedamente. Makar volvió hacia ella con rapidez su ensangrentado rostro ceñudo y crispado de dolor; la pobre mujer, asustada, lanzó un grito y retrocedió hacia el umbral:
—¡Huy, el Señor sea contigo! ¿Cómo te has puesto así? Ve al menos a lavarte, que echas sangre como un gorrino degollado.
—No te asustes, tonta del diablo, siéntate —la saludó Makar, sonriendo afable—. Es que la navaja se ha embotado, y por eso me he metido unos cortes. Debí haberla tirado hace tiempo, pero me da lástima: estoy acostumbrado a torturarme con la maldita. Ha hecho conmigo dos guerras, lleva quince años poniéndome bonito, ¿cómo voy a separarme de ella? Pero tú siéntate, en un instante me avío.
—¿Dices que se ha embotado? —preguntó la mujer, por no estar callada, y se sentó cohibida en el banco, esforzándose por no mirar a Makar.
—¡Algo de miedo! Como la punta de… —a Makar se le atragantó la palabra, tosió dos veces y concluyó atropelladamente—. Es como para vendarse los ojos y raparse a ciegas. Pero tú ¿a qué has venido tan de mañana? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Se ha quedado paralítico Kondrat?
—No, está sano. No he venido sola, somos seis mujeres las que queremos verte.
—¿Para qué?
—Pasado mañana vas a dar ingreso en el Partido a nuestros maridos, y nosotros querríamos arreglar la escuela para ese día.
—¿Se os ha ocurrido a vosotras mismas o son ellos quienes os lo han dado a entender?
—¿Es que nosotras no tenemos nuestro meollo o qué? En poco nos tienes, camarada Nagúlnov.
—Si se os ha ocurrido a vosotras, de primera.
—Queremos revocarla y enjalbegarla por dentro y por fuera.
—Muy buena idea. La apruebo plenamente, pero tened en cuenta que no os apuntaremos trudodiénspor esto. Es trabajo social.
—¿Quién habla de trudodiéns, si lo hacemos por nuestro gusto? Lo único, dile al jefe de la brigada que no nos mande a otro trabajo. Somos seis, apunta los apellidos en un papel.
—Se lo diré, pero no tengo que escribir nada; sin vosotras, sobra burocratismo y papeleo.
La mujer se puso en pie, miró de soslayo a Makar, sonriendo levemente, y dijo:
—Mi marido es tan raro o más que tú… Me han dicho que ahora cada día se afeita en el campo, y cuando viene a casa se prueba todas sus camisas. Sólo tiene tres, y no hace más que darles vueltas; se pone una, luego otra, y no sabe cuál será mejor para ingresar en el Partido el domingo… Yo le digo en broma: «Pareces una moza en vísperas de la boda». No quieras saber cómo se enfada, pero lo disimula; sólo que a veces, cuando me pongo a burlarme de él, arruga los ojos, y como ya sé que va a liarse a soltar ajos, me marcho corriendo, porque no quiero sacarle de quicio…
Makar sonrió, y su mirada se hizo más dulce.
—Para tu marido, amiga, eso es más importante que el casarse para una moza. Una boda es cosa corriente. Te echan las bendiciones y a casita, que llueve, como suele decirse. Pero el Partido, ése es otro cantar… Cómo decírtelo, un cantar… Tú no entenderías ni pizca en estas discusiones y conceptos del Partido: nadarías en ellos como una cucaracha en un plato de sopa. ¿Para qué voy a estar hablando contigo sin ton ni son, gastando saliva en balde? En resumidas cuentas, el Partido es una gran cosa, ésta es mi última palabra. ¿Está claro?
—Lo está, Makar, pero no te olvides de decir que nos traigan unas diez carretadas de arcilla.
—Lo diré.
—Y cal para blanquear las paredes.
—Lo diré.
—Y un par de caballos y unos chicos para amasar la arcilla.
—¿Y no quieres, además, que haga venir de Rostov unos diez estuquistas? —preguntó sarcástico Makar, apartando de su rostro la navaja y volviéndose hacia la mujer sin mover la cabeza, como hacen los lobos.
—Nosotras mismas enluciremos las paredes, pero danos los caballos, pues sin ellos no podremos terminar para el domingo.
Makar suspiró:
—Cómo sabéis las mujeres montaros a caballo de la buena gente… Bueno, os daremos las bestias, pondremos todo a vuestra disposición, pero márchate, por Dios te lo pido. Por culpa tuya me he dado otros dos tajos. Dos minutos más de conversación contigo, y no me quedará sitio sano. ¿Está claro?
La voz varonil de Makar sonaba con acento tan implorante, que la mujer dio rápidamente media vuelta, dijo «Adiós» y salió. Pero al instante volvió a entreabrir la puerta:
—Perdona, Makar…
—¿Qué más quieres? —la voz de Makar expresaba ya franco enojo.
—Me había olvidado de darte las gracias.
La puerta se cerró ruidosa. Makar soltó un respingo y volvió a clavarse muy hondo la navaja.
—A ti, mejor dicho, a vosotras es a quien hay que daros las gracias, tonta del diablo, ¿por qué a mí? —gritó como si ella pudiese oírle, y se estuvo riendo largo rato para sus adentros.
Este pequeño detalle alegró tanto a Makar, por lo común tan adusto, que, recordando la visita de la mujer de Kondrat y sus «gracias», dadas tan a despropósito, se estuvo sonriendo hasta la noche.
Los días eran espléndidos, soleados y calmosos. El sábado por la tarde, los muros de la escuela resplandecían, irreprochablemente enjalbegados, y en el interior, el piso, fregado y restregado luego con polvo de ladrillo, aparecía tan impecablemente limpio, que todos, al entrar, se sentían movidos a andar de puntillas.
La reunión abierta del Partido había sido fijada para las seis de la tarde, pero a las cuatro se habían ya congregado en la escuela más de ciento cincuenta personas. Aunque ventanas y puertas estaban abiertas de par en par, en seguida se expandió por todas las aulas un amargo y penetrante olor a tabacazo, a sudor varonil, fuerte como el aguardiente, y a pomadas y jabones baratos de las mozas y mujeres que, vestidas de fiesta, conversaban en apiñado grupo.
Era la primera vez que en Gremiachi Log se celebraba una reunión abierta del Partido para dar ingreso a nuevos militantes. Además, se trataba de convecinos; por eso, a las seis, todo el caserío, excepto los niños y los enfermos que guardaban cama, se hallaba en la escuela o junto a ella. En la estepa, en los campamentos, no había quedado un alma. Todos se presentaron en el caserío, y hasta el abuelo Aguéi dejó el rebaño al cuidado del zagal y acudió a la escuela, después de cambiarse de ropa, bien peinada la barba, con sus viejas y gastadas botas de combada caña. Era tan desusado su aspecto, con las botas, pulcramente vestido, sin látigo ni zurrón, que muchos de los cosacos viejos no le reconocieron a primera vista y le saludaron como a un desconocido.
A las seis en punto, Makar Nagúlnov se levantó, tras la mesa cubierta de satén rojo, y recorrió con la mirada las compactas filas de koljosianos, hacinados en los pupitres o de pie en los pasillos. Seguía oyéndose el sordo rumor de las voces y la risa chillona de una mujer sentada en la última fila. Makar levantó la mano:
—Bueno, calmaos un poco los más gritones, y sobre todo las mujeres. Ruego observar todo el silencio que se pueda y declaro abierta la reunión de la célula de Gremiachi Log del Partido Comunista Bolchevique de la Unión Soviética. Tiene la palabra el camarada Nagúlnov, es decir, yo. El orden del día comprende un solo punto: el ingreso en el Partido de nuevos militantes. Hemos recibido varias solicitudes, entre ellas las de nuestro convecino Kondrat Maidánnikov, al que todos conocéis como si lo hubierais parido. Pero el reglamento y los Estatutos del Partido exigen que cada caso sea examinado. Ruego a todos, tanto a los del Partido como a los demás camaradas y a los ciudadanos en general, que den su opinión sobre Kondrat, diciendo cada uno lo que piense, hablando en su favor o, tal vez, en contra. Las opiniones contrarias se llaman recusación. Supongamos que alguien dice: «Yo recuso al camarada Maidánnikov»; pues en el acto tiene que aportar hechos demostrando por qué no es digno de estar en el Partido. Pero hechos graves, los únicos que podemos tomar en consideración, porque no está bien hablar por hablar, chismorrear de una persona sin fundamento. No haremos ni caso de esas habladurías. Pero dejadme que os lea primero la breve solicitud de Kondrat Maidánnikov, después él os contará su biografía, es decir, hablará de su vida pasada y presente y de lo que piensa hacer en el futuro, y luego que cada cual suelte lo que le venga en gana acerca de nuestro camarada Maidánnikov. Está claro, ¿verdad? Paso, pues, a obrar en consecuencia, es decir, a leer la solicitud.
Nagúlnov la leyó, alisó la hoja de papel sobre la mesa y puso encima su larga y pesada manaza. ¡La de noches en vela y las dolorosas cavilaciones que le había costado a Kondrat aquella hoja arrancada de un cuaderno!… Y ahora, al mirar de vez en cuando con una timidez inusitada en él a los comunistas que presidían la reunión o a sus vecinos de pupitre, se emocionaba tanto, que por su frente rodaban gruesas gotas de sudor y su rostro parecía como salpicado por la lluvia.
Contó su vida en pocas palabras, halladas con dificultad, haciendo largas pausas, frunciendo el ceño, impresa en los labios una sonrisa forzada, dolorosa. Liubishkin no pudo contenerse y exclamó:
—¿Por qué has de avergonzarte de tu vida? ¿Por qué te sientes como caballo trabado? ¡Venga, Kondrat, no te apoques, tu vida es honrada!
—Lo he dicho todo —contestó en voz baja Maidánnikov sentándose y estremeciéndose como si hiciera frío.
Sentíase Kondrat como si hubiese salido, sin abrigarse, de una casa caliente a la calle en pleno invierno…
Tras breve silencio se levantó Davídov. Habló poco, pero con calor, de Maidánnikov, diciendo que con su trabajo estimulaba a los demás koljosianos, lo puso como ejemplo y acabó afirmando convencido:
—Es plenamente digno de estar en las filas de nuestro Partido, ¡eso es la pura verdad!
Otros hablaron también con afecto y simpatía de Maidánnikov. Con frecuencia les interrumpían gritos de aprobación:
—¡Bien dicho!
—¡Es muy hacendoso!
—Sabe guardar los intereses del koljós.
—Ese no tirará por la ventana ni un kopek del koljós, y si lo tira, recogerá dos.
—¡Aunque alguien mintiese, hablando mal de él, nadie lo creería!
Kondrat, pálido de emoción, escuchó muchas palabras halagüeñas, y la opinión de los reunidos parecía unánime. Pero, de pronto, se levantó de un brinco el abuelo Schukar y comenzó:
—¡Queridos ciudadanos y viejas! Yo ricurso de plano a Kondrat. Yo no soy como otros, para mí la amistad es la amistad, pero que cada cual fume su tabaco. Así soy yo. Aquí se ha pintado a Kondrat con unos colores, que más bien parece un santo varón que un hombre. Y yo os pregunto, ciudadanos: ¿Cómo puede salir de él un santo, si es tan pecador como nosotros, los demás mortales?
—Está liando las cosas, abuelo, como siempre. No es en el paraíso donde vamos a admitirle, sino en el Partido —le corrigió Nagúlnov sin perder todavía la compostura.
Pero el abuelo Schukar no era de los que se callan o conturban a la primera réplica. Se volvió hacia Nagúlnov, centelleante de rabia un ojo, pues tenía el otro tapado con un pañuelo rojo muy sucio.
—¡No eres tú nadie, Makárushka, apretando a la gente! Servirías para prensa de almazara, para estrujar girasol y sacar aceite… ¿Por qué me tapas la boca y no me dejas hablar? No estoy hablando de ti, no es a ti a quien ricurso. Más vale que te calles, porque el Partido dice que hay que cultivar con todas las fuerzas la crítica y la autocrítica. ¿Y qué es la autocrítica? Hablando en plata, es criticar según a uno se le antoja. ¿Y qué quiere decir esto? Pues que se debe pellizcar a la gente como y donde se quiera, con tal de que le duela sin falta. ¡Pellízcale al hijo de perra hasta que un sudor salado le empape de la cabeza a los pies! Así es como entiendo yo lo que significa la palabra autocrítica.
—¡Alto, abuelo! —le cortó resuelto Nagúlnov—. No trabuques las palabras a tu antojo. Autocrítica significa criticarse a sí mismo, para que te enteres. Cuando intervengas en la asamblea del koljós, entonces date los pellizcos que te parezca y donde quieras, pero ahora cálmate y estate tranquilo.
—¡Tú eres quien debe calmarse y no me metas en el buche mi crítica! —chilló el abuelo, enfurruñado, con voz de falsete—. ¡Qué listo eres, Makárushka! ¿Por qué regla de tres voy a decir nada contra mí? ¿A santo de qué voy a hablar mal de mí mismo? Los tontos han desaparecido desde que vino el Poder soviético… Bueno, han desaparecido los que había, pero han nacido tantos nuevos que resulta imposible contados. Tampoco ahora los siembran, pero crecen en todas partes, como simiente que lleva el viento, y no hay límites a esta cosecha. Tú, por ejemplo, Makárushka…
—A mí déjame en paz, aquí no se trata de mí —replicó adusto Nagúlnov—. ¡Al grano! Habla de Kondrat Maidánnikov, y si no tienes nada que decir, cállate y estate tranquilo como las personas decentes.
—¿De manera que tú eres decente, y yo no? —preguntó triste el abuelo Schukar.
Desde las últimas filas terció una voz de bajo:
—Mejor harías, viejo decente, si hablaras de ti, si contaras a quién le has hecho un hijo a tus años y por qué tienes un ojo sano y el otro a la funerala. A los demás les pones de vuelta y media, alborotando como un gallo subido a una cerca, pero de ti no dices nada, so granuja.
En la escuela retumbaron sonoras carcajadas, pero se extinguieron en cuanto se levantó Davídov. Sombrío el rostro, dijo con voz indignada:
—Esto, camaradas, no es un espectáculo de risa, sino una reunión del Partido, ¡eso es la pura verdad! El que quiera divertirse, que se vaya de tertulia. Y usted, abuelo, ¿va a hablar de lo que estamos tratando aquí o desea seguir de chanza?
Era la primera vez que Davídov le trataba con tan apabullante cortesía, y ello, por lo visto, acabó de sacar de quicio al abuelo Schukar. Dio un salto tras el pupitre, como un gallo joven antes de lanzarse al ataque, y hasta la barbita se le estremeció de furia.
—¿Quién está aquí de chanza? ¿Yo o ese idiota, de la última fila que me hace preguntas estúpidas? ¿Qué reunión abierta es ésta, si no le dejáis a uno decir palabra abiertamente? ¿Por quién me habéis tomado? ¿Es que no tengo derecho a voto? Yo os hablo del caso de Kondrat, os digo que lo ricurso.Gentes así no nos hacen falta en el Partido, eso es todo lo que quería decir.
—¿Por qué, abuelo? —preguntó Razmiótnov, ahogándose de risa.
—Porque no es ditno de estar en el Partido. ¿De qué te ríes, ojiblanco? ¿Es que has encontrado un botón en el suelo y te regocijas pensando que para algo te servirá? Si no comprendes por qué Kondrat no es ditno para el Partido, te lo aclararé categóricamente y dejarás de sonreír como un caballo a la vista de la avena… Os ponéis a dar lecciones a los demás, pero ¿y vosotros? Tú, presidente del Soviet, persona importante, de quien deben tomar ejemplo viejos y jóvenes, ¿cómo te portas? Te hinchas de reír en la reunión como un tonto, y te amoratas como un pavo. ¡Vaya un presidente! ¿A quién se le ocurre reírse cuando se está meciendo en la balanza la suerte de Kondrat? Piensa a ver quién de los dos es más serio, tú o yo. Es una pena, mozo, que Makárushka me haya prohibido mezclar en la conversación las palabras extranjeras que he aprendido de memoria en su dicionario, pues te dispararía una andanada, que ni en toda tu vida serías capaz de entender lo que te decía. Estoy contra el ingreso de Kondrat en el Partido porque es un pequeño propietario y de él no sacaréis más, aunque lo estrujéis con una prensa. Saldrá una torta de orujo, como se dice en términos científicos, pero ¿un comunista? por nada del mundo.
—¿Por qué, abuelo, no saldrá de mí un comunista? —preguntó Kondrat ofendido, con voz temblorosa.
Schukar entornó malicioso el ojo:
—¿Es que no lo sabes?
—Pues no lo sé, explícanos como es debido a mí y a los demás ciudadanos por qué no soy digno. Pero no digas más que la pura verdad, sin ninguno de tus cuentos.
—¿He mentido yo alguna vez? ¿O he inventado, por ejemplo, algún cuento? —Schukar lanzó un suspiro que se oyó en toda la escuela, y meneó la cabeza afligido—. Toda mi vida he dicho la pura verdad en la cara a la gente, y por eso, Kondrátushka, soy para algunos de este mundo un ilimento poco grato. Tu difunto padre solía decir: «Si Schukar miente, ¿quién dice la verdad entonces?» Ya ves cuánto me estimaba el difunto. Lástima que se murió, si no confirmaría ahora sus palabras, ¡que Dios le tenga en la gloria!
Schukar se santiguó y quiso soltar unas lagrimitas, pero lo pensó mejor.
—Tú habla de mí, que mi padre no tiene nada que ver con esto. ¿Qué me reprochas? —insistió Maidánnikov.
El rumor de desaprobación que, a juzgar por algunas exclamaciones, suscitaba precisamente su persona, no inmutó lo más mínimo al abuelo. Como experto apicultor, acostumbrado al zumbido de la colmena cuando se la sobresalta, conservó toda su grave serenidad. Haciendo un suave ademán para que la gente se tranquilizase, dijo:
—Ahora mismo voy a decirlo tal como es. Y vosotros, ciudadanos y queridas viejas, guardaos el ruido, porque no conseguiréis desviarme del cauce de mi pensamiento. Aquí detrás alguien ha dicho cuchicheando, silbando como una serpiente: «Cuando el diablo no tiene que hacer, con el rabo…», y otras porquerías contra mí. Pero yo sé de quién era ese silbido de culebra. Queridos ciudadanos y viejas, era Agafón Dubtsov el que me silbaba como una terrible sierpe del enfierno. Quiere aturrullarme, para que se me vaya de la cabeza lo que pienso y no diga nada de él. Pero que no lo espere, ha pinchado en hueso. Agafón también quiere colarse en el Partido, como la culebra en la fresquera, para hincharse de leche, pero ahora le voy a dar un ricurso más fuerte que a Kondrat; sé de él unas cosas que os quedaréis boquiabiertos cuando las conozcáis, y es posible que a alguno le dé un patatús.
Nagúlnov golpeó con el lápiz en un vaso vacío, y dijo malhumorado:
—¡Acaba de una vez, viejo, que ya te has enredado en tus confusos pensamientos! Tú solo ocupas todo el tiempo de la reunión, hay que tener un poco de vergüenza.
—¿Otra vez me tapas la boca, Makárushka? —chilló el abuelo Schukar con voz lloriqueante—. ¿Piensas que por ser el secletario de la célula puedes taparme la boca? ¡Narices! En los Estatutos del Partido no hay ningún punto que prohíba hablar a los viejos, lo sé de buena tinta. ¿Cómo te has atrevido a decirme que no tengo vergüenza? Más te valdría haberle enseñado una poca a tu Lushka, antes de que te dejase plantado y se fuese a otras tierras; a mí ni siquiera mi vieja me ha llamado nunca sinvergüenza. Me has ofendido, Makárushka, a más no poder.
Schukar acabó vertiendo la deseada lágrima y se secó el ojo con la manga de la camisa, pero prosiguió con el mismo arrebato:
—Yo no me callo ante nadie, y en la reunión cerrada del Partido ya te ajustaré también a ti las cuentas, Makárushka; no te escaparás, no me conoces bien todavía. Cuando me sacan de mis casillas, no temo nada; eso tú debes saberlo y comprenderlo mejor que nadie, pues somos amigos noturnos, todo el caserío lo sabe. Y viejos amigos, así que ten mucho cuidado conmigo y con mi crítica y autocrítica. No le doy cuartel a nadie, así que tenedlo en cuenta los que queréis ensuciar el Partido.
Enarcando la ceja izquierda, Nagúlnov se volvió hacia Davídov y le dijo al oído:
—¿Le echamos? Este se carga la reunión. ¿Cómo no se te ocurrió mandarlo hoy a algún sitio? Cuando al viejo le pica la mosca, no hay quien lo pare…
Pero Davídov se tapaba la cara con un periódico y con la mano derecha se enjugaba las lágrimas. La risa no le dejaba pronunciar palabra y no hacía más que denegar con la cabeza. Nagúlnov, muy contrariado, se encogió de hombros y volvió a fulminar con la mirada al abuelo Schukar, que seguía, tan campante, prodigando las palabras:
—Ya que estamos en una reunión abierta, debes decirnos también abiertamente, Kondrat, si lloraste cuando ibas a entregar tu yunta de bueyes para ingresar en el koljós.
—Eso no viene a cuento —gritó Diomka Ushakov.
—¡Sandeces! ¿Para qué traes aquí esas pijoterías? —le apoyó Ustín Rikalin.
—No, no son sandeces, no son pijoterías, lo que yo pregunto sí que viene a cuento. Y vosotros, bienhechores, a callar —chilló Schukar, colorado como un tomate, esforzándose por dominar el griterío.
Cuando se hizo el silencio, añadió con voz suave e insinuante:
—Es posible que tú no te acuerdes, Kondrátushka, pero yo recuerdo perfectamente cómo llevaste por la mañana los bueyes al patio del koljós, con unos ojos como puños, rojos como los de un conejo o los de un perro viejo adormilado. Contesta, como si estuvieras confesándote: ¿fue así o no?
Maidánnikov se puso en pie, se estiró la camisa todo confuso, miró fugazmente al abuelo Schukar con ojos turbios, pero contestó con reposada firmeza:
—Así fue. No lo oculto, lloré. Me daba lástima deshacerme de ellos. Esos bueyes no los había heredado, los conseguí con mi propio sudor, a fuerza de doblar el espinazo. No me fue fácil hacerme con ellos. Pero eso ya pasó, abuelo. ¿Qué puede haber de malo para el Partido en aquellas lágrimas mías?
—¿Cómo? ¿Qué puede haber de malo? —indignóse Schukar—. ¿A dónde ibas con tus bueyes? Alsucilismo, amigo. ¿Y después, qué vendrá? El pleno comunismo, eso es lo que vendrá, para que lo sepas. Puede decirse que no salgo de casa de Makárushka Nagúlnov; todos los que estáis aquí sentados sabéis que somos grandes amigos, que saco de él, a manos llenas, conocimientos de toda clase, por las noches suelo leer unos libraco s gordos, seriotes, sin estampas, y un dicionario, afanándome por aprender palabras sabias, pero mi vejez, ¡maldita sea!, me juega malas pasadas. Tengo una memoria como unos pantalones con los bolsillos agujereados: cualquier cosa que metes, se cae, y listo. Pero si me toca algún folleto delgado, no lo suelto. Me acuerdo de todo. Ya veis cómo soy cuando me destapo y me pongo a leer esto y lo de más allá. He leído un montón de folletos y puedo discutir con quien sea hasta que canten los gallos, pues sé exactamente que después del sucilismo vendrá el comunismo, os lo digo categóricamente. Y aquí no puedo vencer las dudas, Kondrátushka… En el sucilismo has entrado bañado en lágrimas, ¿cómo te presentarás en el comunismo? Anegado en lágrimas hasta la rodilla, como hay Dios. Así te ocurrirá, me parece estar viéndolo. Y yo os pregunto, ciudadanos y queridas viejas, ¿qué falta hace en el Partido un lloricón así?
El abuelo emitió una risita alegre y se tapó con la mano la desdentada boca.
—Me revienta insoportablemente la gente seria, y en el Partido más todavía. ¿Para qué carajo hacen falta esos nubarrones? ¿Para amurriar a las buenas gentes y trabucar y estropear con su solo aspecto los Estatutos del Partido? En ese caso yo os pregunto: ¿por qué no admitís en el Partido a Demid el Callado? El sí que traería un aburrimiento mortal a vuestras filas. En mi vida he visto hombre más serio. A mi entender, hay que admitir en el Partido a gente alegre, llena de vida, como yo, por ejemplo, pero sólo reclutan a tíos serios, estirados, ¿y qué provecho se saca de ellos? Tomemos, por ejemplo, a Makárushka. Desde el año dieciocho, en que se puso estirado como si se hubiese tragado el molinillo, sigue tan serio, tan tieso, tan encopetado, como la grulla en el pantano. No le oiréis ni una broma, ni una palabra alegre, es el aburrimiento en calzoncillos, y nada más.
—¡Abuelo, déjame en paz y no te metas conmigo, si no quieres que tome medidas! —advirtió riguroso Nagúlnov.
Pero el viejo, sonriendo beatíficamente, incapaz de sobreponerse a la comezón oratoria, continuó con ardor:
—Contigo no me meto ni pizca. Volviendo a lo de Kondrat —quien lo quiera que cargue con él—, no da un paso sin su lápiz: todo lo anota y lo cuenta, como si fuera el único para hacerlo. No sé para qué se devana los sesos, cuando en Moscú seguro que hay gente inteligente que hace tiempo ha copiado y recopiado todo en limpio. Lo suyo es cuidar de los bueyes, pero el muy tonto quiere colarse donde aspira a estar la gente muy culta en Moscú… A mi modo de ver, ciudadanos y queridas viejecitas mías, esto lo hace por su tremenda encociencia de entendederas. Nuestro Kondrat aún no tiene desarrollo político, y si no lo tienes, si no lo has alcanzado, más vale que te quedes en casa; desarróllate poco a poco, sin prisas, y no te metas aún en el Partido. Aunque Kondrat reviente de rabia, estoy categóricamente contra él y le doy un ricurso total.
En esto, Davídov oyó en el aula contigua la vocecita trémula de Varia Jarlámova. Hacía tiempo que no la veía, que no escuchaba su adorable soprano…
—¿Me permiten unas palabras?
—Sal aquí, que todos te vean —propuso Nagúlnov.
Abriéndose paso resuelta entre la densa muchedumbre, Varia se acercó a la mesa y se arregló el pelo en la nuca con un toque de sus manos morenas.
Davídov la miró con recatado asombro y sonrió, sin poder dar crédito a sus ojos. ¡Cómo había cambiado en unos meses! Ya no era una adolescente angulosa, sino una esbelta muchacha, de porte arrogante, recogido en un pañuelo azul su pesado moño. Medio vuelta hacia la mesa, aguardaba a que se hiciera silencio y, entornados sus hermosos ojos, resplandecientes de juventud, miraba como si avizorase la lejanía de la estepa por encima de las cabezas de la gente que allí se apretujaba. «¡Qué guapa se ha puesto desde la primavera!», pensó Davídov.
Los ojos de Varia brillaban excitados, y brillaba también, bañado en sudor, su sonrosado rostro, que jamás había conocido los afeites. Al notar tantas miradas fijas en ella, se sintió apocada; sus manos, grandes, estrujaban nerviosas un pañuelito de encaje; un intenso rubor encendía sus mejillas, y la emoción quebraba su vocecita cuando empezó a hablar, dirigiéndose a Schukar:
—No es verdad lo que dice, abuelo. Habla usted mal del camarada Maidánnikov, pero aquí nadie creerá que no es digno de estar en el Partido. Desde la primavera trabajé con él en el campo, y araba más y mejor que todos. Entrega todas sus fuerzas al koljós, y usted va contra él… Parece mentira que a sus años razone usted como un niño.
—¡Duro con él, Varia, que parece el cencerro de un ternero y no deja hablar a los demás! —dijo, sin levantar mucho su denso vozarrón, Pável Liubishkin.
—Varia tiene razón. Kondrat tiene más trudodiéns que nadie en el koljós. Es un cosaco muy trabajador —agregó el viejo Biesjliébnov.
Desde el zaguán gritó una gangosa voz atenorada:
—Si a la gente como Kondrat no se la admite en el Partido, dad ingreso al abuelo Schukar, y ya veréis cómo el koljós marcha en seguida viento en popa…
Pero Schukar se limitó a ocultar una indulgente sonrisa en su rala y desaliñada barbita y siguió como clavado tras el pupitre, sin volverse siquiera cuando hablaban. Al hacerse el silencio, dijo tan tranquilo:
—Varia ni siquiera debería estar aquí, porque es menor de edad. La muy urraca, en lugar de estar jugando a las muñecas en algún cobertizo, ha venido a enseñar a viejos tan sabios como yo. ¡Esta vida es una irrisión! ¡El huevo enseñando a la gallina!… Y los demás también se han lucido: uno ha hablado de los trudodiéns, diciendo que los de Kondrat no caben en una carreta… Y yo os pregunto: ¿qué tienen que ver aquí los trudodiéns? Eso también es la codicia, pues los pequeños propietarios son siempre codiciosos; si queréis os diré que Makárushka me lo ha explicado más de una vez. Aun ha salido otro bobalicón diciendo: aceptad a Schukar en el Partido, y en el koljós todo marchará en seguida… No sé de qué os reís, sólo los chiflados pueden reírse y pitórrearse de esto. ¿Acaso soy analfabeto? Leo lo que queráis y sé echar la firma. ¿Comparto los Estatutos del Partido? Ya lo creo. ¿Estoy de acuerdo con el programa? Lo estoy y no tengo nada contra él. Del sucilismo al comunismo puedo ir no sólo al paso, sino a galope, claro que con arreglo a mis posibilidades, no muy de prisa, pues soy viejo y puedo sofocarme. Hace tiempo que prosperaría en el Partido y andaría ya con mi cartera bajo el brazo, pero, queridos ciudadanos y queridas viejecitas, debo deciros, como si estuviera ante Dios Nuestro Señor, que tampoco yo soy aún ditno de nuestro Partido… ¿Por qué, os pregunto? Pues porque tengo la lerigión metida en los tuétanos, ¡maldita sea! En cuanto retumba algún trueno sobre mi cabeza, ya estoy susurrando: «¡Dios mío, perdona a este pecador!» y en seguida hago la señal de la cruz, rezo el Credo, la Salve y todas las oraciones que me vienen a la cabeza, rezo sin parar, y hasta me siento en cuclillas al oír ese desagradable estrépito…
Impresionado por su propio relato, el abuelo Schukar quiso santiguarse allí mismo e incluso se llevó la mano a la frente, pero recapacitó a tiempo, se rascó la cabeza y emitió unas risitas, lleno de turbación:
—Hombre, cómo decirlo… El miedo me nubla la cabeza, y pienso: «Quién sabe lo que puede ocurrírsele al profeta Elías. Para distraerse es capaz de sacudirme un rayo en la calva, y… ¡listo, Schukar, estira los cascos! Pero eso no me hace ninguna falta. Aún quiero llegar al comunismo, a la buena vida, y por ello, cuando me veo en esos trances, rezo y le doy unas monedas al pope, veinte kopeks a lo sumo, para que Dios se calme. A uno se le antoja que así es más seguro, pero el diablo sabe cómo saldrá la cosa, cara o cruz… Uno cree como un pánfilo que el pope reza por su salud, pero, si te fijas bien, le haces tanta falta como a un muerto una pendona, o, dicho científicamente, como una bordura, quesinifica lo mismo. El maldito pope lo que quiere es beber vodka a costa tuya, y no rezar a Dios… Y yo os digo: ¿Cómo voy a meterme en el Partido con mi maldita lerigión? ¿Cómo voy a tergiversar al Partido, a mí mismo, al programa? ¡Oh, no, libradme de semejante pecado! Eso no me hace ninguna falta, os lo digo categóricamente.
—Otra vez te has descarrilado, abuelo —gritó Razmiótnov—. Vuelve al camino, no vayas haciendo eses por las cunetas.
Como respuesta, Schukar levantó la mano en señal de advertencia:
—Ahora mismo acabo, Andriúshenka. No me hagas perder el hilo con tus gritos estúpidos, pues así no llegaré nunca al fin. Estate quieto y escucha tranquilito palabras sabias, y no las olvides, pues te serán útiles en la vida. Jamás he hablado sin ton ni son, eso a mí no me ocurre, pero tú y Makárushka no hacéis más que darme voces, uno tras otro, como diáconos desde el púlpito, y, naturalmente, sin querer me embrollo la corriente de mis pensamientos. Como os decía: aunque no sea del Partido, he de llegar al comunismo, y no como ese Kondrat, hecho un mar de lágrimas, sino bailando de contento, porque soy unprolitario puro y no un pequeño propietario, os lo digo sin rodeos. Y el prolitariado, eso lo he leído en algún sitio, no tiene nada que perder, más que sus cadenas. Claro que yo no tengo ninguna cadena, fuera de una vieja con la que solía atar al perro cuando era rico, pero tengo en cambio mujer, y eso es peor que todas las cadenas y los grilletes de los forzados… Ahora, que tampoco estoy dispuesto a quedarme sin ella, que viva pegada a mí, qué le vamos a hacer, pero si me pone obstáculos y se cruza en mi camino recto hacia el comunismo, pasaré sorteándola a tal velocidad, que no le dará tiempo ni a abrir la boca. Podéis estar seguros. Cuando me destapo soy terrible, y pobre del que me cierre el paso. O lo pisoteo, dejándolo patitieso, o cruzo a su lado como una centella, sin que tenga tiempo ni de pestañear.
—Acaba, abuelo, te retiro la palabra —declaró resuelto Nagúlnov, dando palmadas en la mesa.
—Ahora mismo acabo, Makárushka. No pegues tan fuerte, que te vas a hacer daño. ¿Qué es lo que estoy diciéndoos?.. Ya que todos estáis a favor de Kondrat, no me opongo, allá vosotros, admitidle en nuestro Partido. Es un mozo respetuoso y trabajador, siempre lo he dicho. Mirándolo bien, calando en todos los detalles, Kondrat tiene que estar sin falta en nuestro Partido, os lo digo categóricamente. En una palabra, Kondrat es plenamente ditno de ser del Partido. Eso es todo.
—¿Empezaste tocando a muerto y acabas con repiques de gloria? —preguntó Razmiótnov.
Pero la hilaridad reinante hizo que casi nadie le oyera. Schukar, satisfecho a más no poder de su intervención, se desplomó cansadamente en el banco, se enjugó con la manga la calva sudorosa y preguntó a Antip Grach, que tenía a su lado:
—¿Qué me dices de mi… crítica?
—Tú, abuelo, debías meterte a artista —le aconsejó en voz baja Antip.
Schukar le miró de reojo, incrédulo, y, sin advertir la sonrisa que el otro escondía en su barba, negra como la pez, preguntó:
—¿A santo de qué?
—Ganarás dinero a espuertas; más aún, a carretadas. Para ti será eso coser y cantar. Divierte a la gente con cuentos alegres, miente todo lo que puedas, haz el payaso a más y mejor, ése es todo el trabajo. Poco polvo y mucho dinero.
Schukar se animó visiblemente, rebulló en el banco y sonrió:
—Querido Antípushka, ten presente que Schukar no se pierde en ninguna parte. Sus palabras dan sin falta en el blanco, no es de los que marran el tiro. Y tú, ¿qué piensas? Si vienen mal dadas, cuando la vejez me agobie definitivamente, puedo meterme a artista. De joven se me daban muy bien todas esas andanzas, y ahora tanto más. Eso es para mí sencillísimo.
El viejo chasqueó con su boca desdentada y, tras breve reflexión, dijo:
—¿No has oído por un casual cuánto pagan por ahí a los artistas? ¿A destajo o cómo? En pocas palabras, ¿a cuánto tocan por barba? A espuertas no están mal ni siquiera los kopeks, pero a mí no me hacen ninguna falta, aunque para el avaro incluso un kopek es dinero.
—Según se porten ante el público, por sus salidas y desparpajo —susurró Antip, con aires de conspirador—. Cuanto más fresco y chistoso seas, más te tocará. Esa gente, amigo, no hace más que comer y beber, y andar de ciudad en ciudad. Menuda vida se pegan, viven libres como las avecicas.
—Vamos al patio a echar un cigarro, Antípushka —propuso Schukar, perdido de repente todo interés por la reunión.
Salieron del aula, abriéndose paso, a duras penas, por entre el gentío. Se sentaron junto a la cerca, en la tierra caldeada por el sol, y se pusieron a fumar.
—Dime, Antípushka, ¿has tenido ocasión alguna vez de ver a esos artistas?
—¡Anda, todas las que quieras! Cuando hice el servicio militar en Grodno, me hinché de verlos.
—¿Y cómo son?
—Pues como todo el mundo.
—¿Bien nutridos?
—Como cerdos cebados.
Schukar suspiró:
—¿Quiere decirse que les echan de comer en invierno y en verano?
—Hasta hartarse.
—¿A dónde hay que ir para juntarse con ellos?
—Lo menos a Rostov, más cerca no los hay.
—No es muy lejos… ¿Cómo no me hablaste antes de esa industria tan fácil? A lo mejor me hubiera colocado en ese cargo hace tiempo. Ya sabes que soy terriblemente capaz para el trabajo fácil, aunque sea de artista; la hernia no me permite hacer el duro trabajo del campo. Por tu culpa he perdido un bocado sabroso. Eres un leño, calamidad —gruñó Schukar, enormemente contrariado.
—Es que no se terció —justificóse Antip.
—Hace tiempo que debías habérmelo aconsejado; ya estaría entre los artistas, sin dar golpe. ¿Que venía a ver a me vieja? ¡Zas!, medio litro de vodka para ti, por tu buen consejo. Yo harto, y tú borracho, ya ves qué encanto. ¡Ay, Antip, Antip!… Hemos dejado escapar una bicoca. Hoy mismo consultaré con mi vieja, y puede que en el invierno salga por ahí a ganarme la vida. Davídov me dejará ir, y el dinero que ahorre me vendrá de perilla para la hacienda: compraré una vaca, una docena de ovejitas, un cerdito, y mis asuntos marcharán a pedir de boca —exclamó en voz alta el abuelo Schukar, dando rienda suelta a su imaginación, y, alentado por el silencio aquiescente de Antip, prosiguió—: Te confieso que estoy harto de los potros, y eso de andar con el carro en invierno no es para mí. Estoy hecho migas, me he vuelto friolero; en pocas palabras, tengo la salud arruinada. Basta que esté una hora sentado en el trineo para que del frío se me peguen las tripas. Sin darme cuenta, puedo tener un cólico miserere, si se me pegan todas las entrañas, o coger una inflamación de la rabadilla, como el difunto Jaritón. Eso no me hace maldita lo gracia. Aún he de dar mucha guerra y, aunque reviente, llegaré al comunismo.
Cansado de divertirse a costa del cándido viejo, Antip decidió poner fin a la broma:
—Piénsalo bien, abuelo, antes de meterte a artista…
—No hay nada que pensar —declaró Schukar con aire de suficiencia—. Como en ese oficio no cuesta nada ganar el dinero, allí me tienes en el invierno. Divertir a la gente y contarle cualquier cosa no es tan difícil…
—A veces no lo harías por todo el oro del mundo.
—¿Y eso, por qué?
—Pues porque a los artistas les pegan…
—¿Les pe-e-gan? ¿Quién?
—El público, el que paga por las entradas.
—¿Con qué motivo?
—Hombre, si el artista no ha acertado en alguna palabra, si no le gusta al público o si sus chistes le parecen aburridos, le sacuden.
—Oye… ¿Le zumban de verdad o sólo en broma, para asustarle?
—¿En broma? ¡Qué va! ¡A veces le sacuden tan fuerte al pobrecito, que de la función se lo llevan derecho al hospital, y a veces al cementerio. En tiempos del zar yo mismo vi que a un artista de circo le arrancaban una oreja de un mordisco y le torcían la pata trasera. Así marchó a su casa el desgraciado…
—Aguarda un momento. ¿Cómo es eso de la pata trasera? ¿Andaba a gatas, o qué?
—Como los tienen para divertir a la gente, entre ellos hay de todo. Pero me he equivocado, quise decir la pierna izquierda, la delantera; bueno, que le torcieron completamente la pierna izquierda y así echó a andar al revés, sin que pudiera saberse hacia qué lado caminaba. ¡Cómo berreaba el pobre! Se le oía en toda la ciudad. Resoplaba como una locomotora. A mí hasta se me pusieron los pelos de punta.
Schukar miró larga e inquisitivamente a Antip, serio y un tanto sombrío, tal vez por los desagradables recuerdos, y, al fin, creyéndole a pies juntillas, preguntó indignado:
—¿Y dónde estaba la policía, maldita sea? ¿Qué hacía sin meterse en el asunto?
—La policía también participó en la batalla. Yo mismo vi cómo un policía que llevaba un silbato en la mano izquierda se ponía a dar pitidos, mientras con la otra le zumbaba al artista en el cogote.
—Bueno, bajo el zar podían ocurrir esas cosas, pero, con el Poder soviético, la milicia tiene prohibido pegar a la gente.
—Claro que a los ciudadanos corrientes no los toca, pero a los artistas, sí; tiene autorización para ello. Así está establecido desde que el mundo es mundo, y no hay nada que hacer.
Schukar, incrédulo, entornó un ojo:
—¡Pero qué mentiroso eres! No te creo ni palabra de lo que dices… ¿De dónde puedes saber que ahora les zumban a los artistas? Hace treinta años que no has estado en la ciudad, no asomas la nariz más allá del caserío, ¿de dónde puedes saberlo todo?
—Tengo un sobrino en Novocherkassk, y en sus cartas me cuenta la vida de la ciudad —aseguró Antip.
—¿Un sobrino, dices?.. —el abuelo Schukar, titubeante, suspiró pesaroso, y su rostro se ensombreció—. Ya ves qué contratiempo, Antip… Resulta que eso de ser artista es arriesgado. Y la verdad, si allí el público llega al asesinato, eso no se ha hecho para mí. ¡Al cuerno esa vida alegre!
—Te lo advierto por si acaso. Antes de colocarte, consulta con tu vieja.
—¿Qué pinta aquí mi vieja? —repuso secamente Schukar—. Si pasa algo, no es a ella a quien le van a tundir las costillas. ¿A santo de qué voy a consultar con ella?
—Entonces, decídelo tú solo —Antip se levantó del suelo y pisoteó la colilla.
—No corre prisa, el invierno está aún lejos, y si quieres que te diga la verdad, me da lástima separarme de los potros; además, la vieja se aburriría sola… No, Antip, deja que los artistas se las compongan sin mí. ¡Maldito sea ese dinero fácil! Aunque no lo es tanto, pensándolo bien. Si cada día te muelen a golpes con lo que tienen a mano, y la milicia, en lugar de protegerte, también te mide las costillas, ¡muchas gracias! ¡A otro perro con ese hueso! Desde pequeño, todos se meten conmigo. Los gansos, los bueyes, los chuchos, la de cosas que me han sucedido. Hasta me han dejado en casa un crío. ¿Crees que eso puede gustarle a alguien? Que a la vejez me matasen por ser artista o me retorciesen cualquier órgano del cuerpo, ¡muchas gracias! ¡No me da la gana, ea! Mejor será que volvamos a lareunión, Antip, eso es más seguro, más alegre, y deja a los artistas que piensen en sí mismos. A lo que se ve, los muy condenados son todos jóvenes, sanotes. Los muelen a palos y les sienta estupendamente, engordan. Yo ya soy viejo. ¿De qué me sirve que allí se coma bien? Si me vapulean a conciencia dos veces, entrego mi alma a Dios. ¿Para qué diablos me harán falta entonces tan sabrosos bocados? Esos idiotas que zumban a los pobres artistas me los sacarán enteritos de la garganta. No quiero meterme a artista, y no me vuelvas a seducir, negro del diablo, no me soliviantes del todo. Ahora mismo has contado de pasada cómo un chiflado, un idiota, le arrancó a un artista una oreja de un mordisco y otros le torcieron una pierna y le zurraron, y ya me están doliendo las orejas y las piernas, ya me crujen todos los huesos, como si hubiera sido a mí a quien zurraron, mordieron la oreja y arrastraron como les dio la gana… Esos relatos tan feroces me ponen terriblemente nervioso, como si estuviera contuso. Así que vuelve solo a la reunión, por lo que más quieras, que yo me quedo a descansar una miaja, y cuando me tranquilice y calme mis nervios, iré a ricursar a Dubtsov. Ahora no puedo intervenir, Antip, noto un hormigueo en la espalda, y en las rodillas tengo un temblor, una tiritona, maldita sea, que no me deja tenerme de pie…
Schukar se puso a liar otro cigarro. Y, efectivamente, sus manos temblaban; del cucurucho hecho con un trozo de periódico se le caía el tabaco casero, de gruesa picadura, y su rostro se contrajo como si fuese a llorar. Antip le miró con fingida compasión:
—De haber sabido, abuelo, que eras tan sensible, no te hubiese contado la amarga vida de los artistas… Sí, abuelete, tú no vales para artista. Quédate tumbado en tu horno y no corras en busca de dinero fácil. Además, tampoco estaría bien que dejases sola a tu vieja mucho tiempo, hay que tener en cuenta sus años…
—Lo contenta que se va a poner cuando le diga que por ella no he querido meterme a artista. ¡Va a estar dándome las gracias hasta el juicio final!
El abuelo Schukar sonrió enternecido y meneó la cabeza, saboreando de antemano el placer que le produciría comunicarle a su vieja tan grata noticia y el contento de la buena mujer. Pero la tormenta ya se cernía sobre él…
No sabía el anciano que su fiel amigo Makar Nagúlnov había enviado media hora antes a un mozo en busca de su vieja, con la orden terminante de que se presentara en el acto en la escuela y se llevara de allí al abuelo so cualquier pretexto.
—El lobo está en la conseja —dijo Antip Grach, sonriendo ya sin rebozo, y carraspeó satisfecho.
Schukar levantó la cabeza. Pareció como si alguien hubiera borrado con una esponja mojada la sonrisa beatífica que retozaba en los labios del anciano. Hacia él avanzaba derecha su mujer, hosca, resuelta, llena de rigurosa autoridad.
—Así reviente… —balbuceó desconcertado el abuelo Schukar—. ¿De dónde sale la condenada? Estaba enferma, no podía levantar la cabeza de la almohada, y; ¡anda, ahí la tienes en persona! ¿Para qué pestes la habrá traído el diablo?
—Vamos a casa, abuelo —ordenó la mujer a su fiel esposo, con tono inapelable.
Schukar, sentado en tierra, la miraba como hechizado, de abajo arriba, igual que el conejo a la boa.
—Aún no ha terminado la reunión, queridita, y tengo que intervenir. Los jefes del caserío me han pedido encarecidamente que hable —dijo por fin, muy quedo, y le entró hipo.
—Ya se arreglarán sin ti. ¡Vamos! En casa hay mucho que hacer.
La vieja llevaba a su marido casi la cabeza y pesaba el doble que él. Imperiosa, lo cogió del brazo y lo puso en pie de un tirón. El abuelo Schukar logró recobrarse y dio una colérica patada en el suelo.
—¡No me da la gana de ir! No tienes ningún derecho a privarme de voz. ¿Te has creído que estamos en el antiguo régimen?
La vieja, sin decir palabra, giró sobre sus talones y, a grandes zancadas, se encaminó hacia su casa; arrastrado por ella, el abuelo Schukar iba a su lado a trotecillo perruno, intentando detenerse de vez en cuando. Todo su aspecto denotaba ciega sumisión al destino.
Antip le siguió con la mirada, sonriendo en silencio. Pero al subir los escalones de la terracilla, pensó: «El día que se nos muera el viejo, no lo quiera Dios, nos vamos a aburrir en el caserío.»