Al llegar la primavera, cuando incluso en la parte norte de la empalizada la última nieve comenzó a derretirse, con llanto de cristal, una pareja de palomas torcaces eligió, para hacer su nido, el corral de Razmiótnov. Estuvieron mucho tiempo dando vueltas, cada vez más bajas, sobre la casa. Luego descendieron a ras de tierra junto a la cueva e, ingrávidas, volvieron a tomar altura para posarse en el tejado. Allí permanecieron un buen rato, volviendo recelosas sus cabecitas en todas direcciones, mirando a su alrededor, habituándose a su nuevo hogar. Después, el palomo, levantando mucho, con aire jactancioso, sus moradas patas se paseó por el yeso sucio derramado en torno a la chimenea, encogió el cuello, levantó un poco la cabeza, y emitió unos inseguros zureos, el abultado buche reluciendo con irisado brillo mate. La paloma se deslizó abajo, batió sonoramente las alas dos veces en pleno vuelo y, tras describir un semicírculo, se posó en el saliente de la ventana de Razmiótnov. ¿Qué podía significar aquel doble batir de alas sino una invitación a su amiguito para que la siguiese?
Al mediodía, Razmiótnov fue a comer y desde la cancilla vio a las palomas junto al umbral de la casa. La hembra, moviendo diligente sus vistosas patitas, bordeaba un charco de aguanieve y picoteaba el suelo sin detenerse. El macho la perseguía a saltitos, se paraba un poco, hacía la rueda, se inclinaba hasta casi rozar la tierra con el pico y, con el buche muy bajo, zureaba frenético. Luego reanudaba la persecución, la cola desplegada en abanico, rasando, bamboleante, la tierra, húmeda, fría, invernalmente inhóspita; manteníase, tenaz, a la izquierda, procurando apartar del charco a su compañera.
Razmiótnov pasó, de puntillas, muy cerca de las palomas, que se apartaron un poco, sin levantar el vuelo. Ya en la puerta, a punto de entrar, Andréi se dijo con exaltada alegría infantil: «No vienen de paso, vienen a quedarse». Y murmuró o pensó con amarga sonrisa: «Seguro que me han de traer una felicidad tardía…»
Andréi tomó en la despensa un puñado de trigo y lo esparció frente a la ventana.
Desde la mañana estaba enfurruñado y hosco: los preparativos de la siembra y el sorteo de la simiente no marchaban bien; aquel día habían avisado a Davídov para que se presentara en la stanitsa; Nagúlnov se había ido a caballo al campo para comprobar qué terrenos se podían sembrar, y antes del mediodía había tenido broncas mayúsculas, con dos jefes de brigada y con el encargado del almacén. Pero cuando, en casa, Andréi se sentó a la mesa y se abstrajo en la contemplación de las palomas, olvidándose de que en la escudilla se le quedaba fría la sopa de coles, su rostro curtido por los vientos vernales se iluminó, pero el corazón se le encogió dolorosamente…
Empañados los ojos, tristona la sonrisa, vio con qué avidez picoteaba el trigo la linda palomita, mientras el arrogante palomo le hacía la rueda con incansable tenacidad, sin pararse a picar ni un solo grano.
Veinte años atrás, también él, joven y arrogante como un palomo, había hecho la rueda a su novia. Luego la boda, el servicio militar, la guerra… ¡Con qué terrible, con qué injusta premura había pasado la vida! Al acordarse de su esposa y de su hijo, Razmiótnov se dijo con tristeza: «Raramente nos veíamos cuando vivíais, queridos míos; raramente os visito ahora…»
El palomo no estaba para comer en aquel día de abril, deslumbrante de sol. Tampoco Andréi Razmiótnov pensaba en la comida. No ya nublados, sino arrasados de lágrimas los ojos, miraba por la ventana sin ver ni las palomas ni el tierno azul de la primavera, y su memoria evocaba la imagen dolorosa de la única mujer que amara en su existencia, más que a la propia vida, y de la cual le había separado la tenebrosa muerte[23], quizás en un día de tan radiante primavera…
Muy agachado sobre la escudilla, Razmiótnov masticaba un pedazo de pan. No quería que su madre viera las lágrimas que le surcaban, lentas, las mejillas, acentuando el exceso de sal de las sopas. Dos veces levantó la cuchara y las dos se le escapó de la mano, extrañamente débil y temblona.
Ocurre en la vida que no sólo la felicidad humana, sino también la efímera dicha de las aves despierta en algunas almas heridas, no envidias ni sonrisas burlonas, sino penosos recuerdos colmados de una amargura y una angustia inconsolables… Razmiótnov se levantó resueltamente de la mesa, se puso el chaquetón guateado, volviéndose de espaldas a su madre, y estrujó con ambas manos el alto gorro de piel.
—Dios nos ampare, madre, no sé por qué, hoy no tengo muchas ganas de comer.
—Si no te apetece la sopa de coles, ¿quieres que te ponga unas gachas con leche agria?
—No, no quiero, déjalo.
—¿Estás apenado por algo? —preguntó cautelosa la madre.
—¿Qué pena voy a tener? Ninguna. Las que tuve, pasaron.
—Eres muy callado desde chico, Andriushka… Nunca dices nada a tu madre, nunca le cuentas tus penas… Debes de tener un hueso dentro del corazón…
—Tú me trajiste al mundo, madre, no culpes a nadie.
Como me hiciste, soy, y así hay que tomarme.
—Dios te tenga de su mano —contestó la madre, apretando, dolida, sus labios marchitos.
Al salir del corral, Razmiótnov no torció a mano derecha, hacia el Soviet, sino a mano izquierda, hacia la estepa. A paso largo, pero mesurado, tiró a campo traviesa, al otro Gremiachi Lag, donde, de antiguo, moraban los muertos, en pacífica estrechez. Nada cercaba el cementerio. En aquellos años difíciles, los vivos no se ocupaban mucho de los difuntos… Las cruces, viejas, ennegrecidas por el tiempo, aparecían torcidas, y algunas yacían en tierra, de bruces o de espaldas. Ninguna sepultura estaba cuidada, y el viento agitaba tristemente los hierbajos del año anterior sobre los montoncillos de tierra arcillosa y peinaba con ternura, como finos dedos de mujer, las guedejas descoloridas y lacias del ajenjo. Un olor promiscuo a materia corrupta, a hierba podrida y a tierra negra deshelada flotaba, penetrante, sobre las tumbas.
En el cementerio el vivo se siente pesaroso en cualquier estación del año, pero al comienzo de la primavera y al final del otoño reina allí una tristeza singular, lacerante, aguda.
Siguiendo una trocha abierta por los terneros, Razmiótnov salió del cementerio hacia el Norte y llegó al lugar donde antes se enterraba a los suicidas. Allí se detuvo junto a la conocida tumba de bordes desprendidos y, descubriéndose, inclinó profundamente su cabeza gris. Sólo las alondras turbaban la absorta quietud de aquel rincón olvidado de los hombres.
¿Por qué fue Andréi al cementerio aquel día de primavera, inundado de sol y rebosante del despertar de la vida? ¿Para contemplar, entrelazados los dedos vigorosos y cortos, prietos los dientes y entornados los ojos, el festón nebuloso del horizonte, como si quisiera divisar entre la vaporosa neblina su inolvidable juventud, su efímera ventura? Tal vez fuera así. Porque el pasado, porque lo que ya murió, pero que el corazón sigue amando, siempre se ve bien desde el cementerio o desde las tinieblas mudas de las noches de insomnio…
Desde entonces tomó bajo su tutela insomne a la pareja de palomas que se había instalado en su casa. Dos veces al día echaba al pie de la ventana un puñado de trigo y montaba la guardia, ahuyentando a las desfachatadas gallinas, hasta que las palomas quedaban ahítas. Por las mañanas, desde muy temprano, solía permanecer sentado largo rato en el peldaño del granero y, fumando, observaba en silencio cómo los nuevos inquilinos llevaban a las molduras de la ventana pajas, ramitas y, de la empalizada, vellones de una descolorida piel de buey. El nido, de tosca factura, no tardó en estar listo, y Razmiótnov exhaló un suspiro de alivio: «Ya tienen su casita. Ya no se irán.»
Pasadas dos semanas, la paloma no acudió al pienso. «Se ha puesto a incubar —sonrió Razmiótnov—. La cosa marcha».
Desde que habían llegado las palomas, tenía más preocupaciones: había que echarles a tiempo la comida y cambiarles el agua, ya que el charco ante el umbral no tardó en secarse. Además, una extrema necesidad le obligaba a estar ojo avizor para proteger a las pobres aves indefensas.
En cierta ocasión, al ir a entrar en casa, de vuelta del campo, vio que la vieja gata, a la que tanto cariño tenía su madre, se arrastraba por la techumbre de paja y, luego, saltaba ligera al postigo, entreabierto, y se ponía a mover el rabo, aprestándose al ataque. La paloma estaba inmóvil en el nido, de espaldas a la gata y, al parecer, no se daba cuenta del peligro. Sólo unos cuarenta centímetros la separaban de la muerte.
Razmiótnov echó a correr de puntillas y sacó el revólver de un tirón, conteniendo el aliento y sin apartar la vista de la gata, los ojos casi cerrados por la emoción. Y cuando el animal recoló unas pulgadas, moviendo convulsivamente las patas delanteras, restalló una detonación y el postigo osciló levemente. La paloma alzó el vuelo, y la gata, atravesada por una bala, se desplomó de cabeza, como un saco, al banco de tierra.
La madre de Andréi salió presurosa al oír el disparo.
—¿Dónde tenemos la pala, madre? —inquirió diligente Razmiótnov, como si no hubiera ocurrido nada, aunque, haciendo muecas de asco, sostenía por el rabo la gata muerta.
La anciana palmoteó indignada y se puso a llorar, gritando:
—¡Asesino maldito! No tienes compasión de nada vivo. A Makar y a ti lo mismo os da matar a una persona que a un gato. El caso es matar. Le habéis tomado el gusto, verdugos condenados, y la vida sin muertes es para vosotros tan insoportable como sin tabaco.
—Bueno, basta ya —la interrumpió adusto Andréi—. Ahora despídase de los gatos para siempre. Y no se meta con Makar ni conmigo. Tomamos muy a pecho que se nos pongan motes. Precisamente por compasión es por lo que atizamos sin marrar golpe a los bichos de dos o de cuatro patas que no dejan vivir a los demás. ¿Comprende usted, madre? Pues váyase dentro. Alborote en casa, pero, como presidente del Soviet, le prohíbo categóricamente alborotar e insultarme en el corral.
Ella estuvo una semana sin hablarle, y su silencio le vino al hijo de perlas: en aquella semana mató a tiros a todos los gatos y gatas de la vecindad y aseguró un largo respiro a sus palomas. Un día entró Davídov en el Soviet y le preguntó:
—¿Qué tiroteo es ese que armas en los alrededores? No hago más que oír disparos de revólver. ¿Para qué soliviantas a la gente? Si necesitas ejercitarte, vete a la estepa y dispara allí, pero lo que haces no está bien, Andréi, ¡eso es la pura verdad!
—Estoy despachando los gatos poquito a poco —respondió Razmiótnov sombrío—. No dejan vivir a nadie los malditos, ¿entiendes?
El otro enarcó atónito las cejas, descoloridas por el sol.
—¿Qué gatos?
—Todos. Jaspeados, negros o alistados. Lo mismo da. El que se me pone por delante, es mío.
A Davídov empezó a temblequearle el labio superior, primer síntoma de que luchaba a brazo partido con un irrefrenable acceso de hilaridad. Razmiótnov, que ya lo sabía, frunció el ceño y levantó la mano, previsor y asustado.
—No tengas prisa en reírte, marinerito. Entérate antes del motivo.
—¿Qué motivo? —preguntó Davídov haciendo visajes para contenerse, a punto de llorar de risa—. ¿No ha cumplido el plan la Dirección General de Peletería? ¿Va despacio el acopio de pieles y… has querido echarles una mano? ¿Sí? ¡Oh, Andréi, no puedo más!… Explícate en seguida o me voy a morir ahora mismo en tu despacho…
Davídov abatió la cabeza sobre los brazos, y sus anchos omoplatos se movieron estremecidos por la risa. Al verlo, Razmiótnov saltó como si le hubiese picado una avispa, y gritó:
—¡Tonto! ¡Campesino de pega! Mis palomas están empollando, pronto saldrán los pichones, y tú me vienes con que si «Dirección de Peletería» y «echarles una mano». ¡Puñetera la falta que me hace a mí esa oficina de pieles y pezuñas! Unas palomas han anidado en mi casa, y las protejo como es de ley. Y ahora, si quieres, puedes reírte hasta reventar.
Dispuesto a afrontar nuevas chuflas, Razmiótnov no esperaba la impresión que sus palabras causaron a Davídov, que, enjugándose los ojos, llenos de lágrimas, inquirió con viveza:
—¿Qué palomas? ¿De dónde las has sacado?
—Qué palomas, qué gatos, de dónde… ¿Qué diablos te pasa, Semión? —indignóse Razmiótnov—, ¿a qué vienes hoy con preguntas tan bobas? Pues palomas corrientes y molientes, con dos patas, dos alas, una cabeza y, en la otra punta, una cola cada una; las dos llevan traje de plumas, no tienen zapatos, y son tan pobres que hasta en invierno van descalzas. ¿Estás satisfecho?
—No es eso, pregunto si son de raza o no. Cuando era chico, también yo crié palomas, ¡eso es la pura verdad! Por eso me interesa saber de qué raza son: zoritas o buchonas, monjiles o torcaces. ¿Dónde las has conseguido?
Ahora el que sonreía era Razmiótnov, atusándose el bigote.
—Vinieron de un corral ajeno, de modo que son «corralizas». Y como se presentaron sin invitación, puede llamárseles también, por ejemplo, «arrimadas» o «intrusas», porque viven a costa mía y no se buscan el sustento… En una palabra, puede afiliarlas a cualquier raza, a la que más te agrade.
—¿De qué color son? —insistió, ya en serio, Davídov.
—Corriente, color de paloma.
—¿Es decir?
—Como una ciruela madura cuando aún no la ha tocado nadie, entre azules y grises.
—¡Aah, torcaces! —exclamó decepcionado Davídov. Pero en seguida se frotó jovialmente las manos—. Aunque hay algunas torcaces, hermanete, que son un portento. Debo verlas. Me interesa mucho, ¡la pura verdad!
—Ven cuando quieras, serás bien recibido.
Varios días después de esta conversación, un enjambre de chiquillos paró a Razmiótnov en la calle. El más atrevido, manteniéndose a prudente distancia, le preguntó con chillona vocecita:
—Tío Andréi, ¿es verdad que hace acopio de gatos?
—¿Quéee?
Andréi se fue hacia ellos amenazador.
Los chicuelos se esparcieron como una bandada de gorriones, pero al instante volvieron a juntarse.
—¿Quién os ha dicho lo de los gatos? —les apremió Razmiótnov, con mal reprimida indignación.
Los chicos, silenciosos y cabizbajos, mirábanse a hurtadillas y trazaban con los pies descalzos líneas caprichosas en el frío polvo, que, por primera vez, tras el invierno, cubría el camino.
Por fin, el chico que había roto el fuego se hizo el ánimo. Escondiendo la cabeza entre sus finos hombros, gorjeó:
—Mi madre dice que los mata usted a tiros.
—Los mato, sí, pero no hago acopio; son dos cosas diferentes, querido.
—Pues ella lo dijo: «Nuestro presidente los mata como si estuviese haciendo acopio. Ya podía matar al nuestro también, que nos está dejando sin palomas».
—Hijito, eso es completamente distinto —exclamó Razmiótnov con visible animación—. ¿De modo que vuestro gato se zampa las palomas? ¿De quién eres tú, mozo? ¿Cómo te llamas?
—Mi padre es Eroféi Vasílich Chebakov, y yo me llamo Timoshka.
—Anda, Timoshka, llévame a tu casa. Ahora mismo vamos a zumbarle a tu morrongo, máxime cuando es tu madre misma quien lo desea.
El noble propósito de salvar a las palomas de los Chebakov no reportó a Razmiótnov ni éxito ni nuevos lauros. Antes al contrario… En compañía de un tropel de chiquillos que parloteaban a más y mejor, se encaminó sin apresurarse a casa de Eroféi Chebakov. No tenía ni la más remota noción de que allí le aguardaba una gran contrariedad. Apenas hubo doblado la esquina de la calleja, arrastrando las suelas con cuidado, pues temía pisar el piececillo desnudo de alguno de su tropel de acompañantes, una vieja salió a la terracilla de la casa de Chebakov. Era la madre de Eroféi.
Alta, gruesa, majestuosa, se plantó, con cara de pocos amigos, frente a la comitiva, apretando contra su pecho un gatazo rojizo, hinchado de tanto comer.
—Salud, abuela —dijo amable Razmiótnov por respeto a su edad, dándose un toquecito en el alto gorro gris.
—Dios nos la conserve. ¿Qué te trae por aquí, atamán del caserío? Habla —contestóle la vieja, con hombruno vozarron.
—Pues vengo por lo del gato. Los chicos dicen que mata los pichones. Dámelo y ahora mismo le organizo el proceso a ese criminal. Así lo haremos constar: «La sentencia es definitiva e inapelable».
—¿Con qué derecho? ¿Ha salido alguna ley del Poder soviético para matar a los gatos?
Razmiótnov sonrió:
—¿Para qué diablos te hace falta una ley? Puesto que el gato hace tales desaguisados, puesto que es un bandido y un exterminador de aves, hay que condenarle a la última pena, y sanseacabó. Para los bandidos sólo tenemos una ley: «guiándose por la conciencia jurídica revolucionaria», y ¡basta! Nada, no hay que darle muchas vueltas al asunto, trae aquí el gato, abuela, que le diré unas palabritas…
—¿Quién nos va a cazar los ratones en el granero? ¿A lo mejor te contratamos a ti para ese cargo?
—Ya tengo un cargo, pero tú, para entretenerte, podías dedicarte a cazar ratones, en vez de perder el tiempo rezándole a Dios y doblando el espinazo ante los iconos.
—Eres joven para enseñarme qué debo hacer —alborotó la vieja—. ¿Cómo habrán elegido nuestros cosacos para presidente a un tiñoso como tú? ¿No sabes que en los viejos tiempos no hubo en el caserío ningún atamán que pudiese taparme la boca ni meterme en cintura? Y a ti te voy a echar de mi corral tan deprisa, que sólo te darás cuenta cuando ya estés en la calleja.
A la tonante voz de la vieja salió de debajo del granero un perrillo barcino y prorrumpió en ladridos ensordecedores. Razmiótnov, plantado ante la terracilla, liaba con toda pachorra un cigarrillo, cuyas dimensiones —una buena cuarta de largo y grueso como el dedo índice— no denotaba premura por despejar el campo. Lo destinaba a una prolija conversación. Pero las cosas no tomaron ese derrotero…
Circunspecto y calmoso, Razmiótnov manifestó:
—Llevas razón, abuela. Los cosacos me eligieron presidente porque son tontos. Por algo se dice: «La mollera la tiene el cosaco en la trasera». Tampoco yo tuve mucho seso cuando acepté semejante engorro… Pero no te aflijas. Pronto dimitiré.
—Ya era hora.
—Eso mismo digo yo, pero, de momento, abuela, despídete del gato y ponlo en mis presidenciales manos.
—Ya has fusilado a todos los del caserío. Dentro de nada habrá tantos ratones, que nos roerán las uñas por la noche. Y a ti, el primero.
—Ni hablar —replicó enérgico Razmiótnov—. Las tengo tan duras, que incluso tu gozquecillo se rompería los dientes. Bueno, y venga el gato, que no tengo tiempo para estarme aquí regateando contigo. Bendícelo y dámelo por las buenas, de mano a mano.
Con los dedos sarmentosos y azafranados de la mano derecha, la vieja formó una higa imponente, y con la izquierda oprimió al gato contra su pecho con tal vehemencia, que el animal maulló como si lo degollaran y se puso a arañar a su ama y a bufar rabiosamente. Los chicuelos, que se mantenían apiñados detrás de Razmiótnov, dejaron escapar unas risitas malignas. Sus simpatías, sin duda alguna, estaban con Andréi. Pero se callaron como por encanto cuando la vieja, después de tranquilizar al enfurecido felino, vociferó:
—¡Largo de aquí ahora mismo, espíritu del mal, hereje maldito! ¡Márchate por las buenas, si no quieres cobrar!
Razmiótnov pasó lenta y concienzudamente la punta de la lengua por el borde del áspero papel de periódico, para pegar su cigarro, al tiempo que, malicioso, miraba de reojo a la belicosa vieja y sonreía con desenfado. Hemos de confesar que le proporcionaban gran satisfacción e incluso le deleitaban las trifulcas verbales con todas las viejas del caserío, excepto con su madre. A pesar de su edad, todavía fermentaba en él la travesura propia de los jóvenes cosacos, una chispa jovial un tanto bastota que conservaba, por extraño que pudiera parecer, contra viento y marea. También esta vez fue fiel a su mala costumbre. Después de encender el cigarro y de dar dos chupadas seguidas, dijo afable y como contento:
—¡Qué vocecita más preciosa tienes, abuela Ignátievna! No me cansaría jamás de escuchada. Sería capaz de no comer ni beber con tal de lograr que gritases de la mañana a la noche… ¡No hay quien le ponga un pero, es una voz estupenda! Gruesa, retumbante, vamos, como la del antiguo diácono de lastanitsa o como la de «Tsvietok», un potro que tenemos en el koljós. Desde hoy, no te llamo más «abuela Ignátievna», sino «abuela Tsvietok». Y vamos a convenir lo siguiente: Cuando haga falta convocar una asamblea, sales a la plaza y sueltas dos berridos a voz en cuello. Por ese servicio, el koljós te pagará dostrudodiéns…
No le dio tiempo a terminar la frase. Llena de furor, la vieja agarró al gato por el pescuezo y lo lanzó con fuerza y mañas de hombre. Razmiótnov se apartó, asustado, de un salto. El gato, muy extendidas las cuatro zarpas, dándole vueltas los ojos verdosos, pasó volando junto a él con un desgarrador aullido, aterrizó elástico y, recto el enorme rabo, como si fuese una zorra, escapó velozmente al huerto. El perrillo, chillando histérico y sacudiendo las orejas, se lanzó tras él. Los chicos le siguieron entre desaforados alaridos… El gato saltó la empalizada como impulsado por el viento; el perrillo, incapaz de remontar tan tremendo obstáculo, dio un rodeo a toda velocidad, en busca de la brecha que usaba para tales casos, pero la chiquillería se encaramó toda a una a la vetusta cerca y la derrumbó en el acto, con un crujir de maderas.
El gato fulguraba como un rayo rojizo por entre las ringeleras de pepinos, tomates y coles. Razmiótnov, exultante, se agachaba, se palmoteaba las rodillas, gritaba:
—¡Agarradlo! ¡Que se escapa! ¡Sujetadlo bien, que conozco sus tretas!
Cuál no sería su asombro cuando, al volverse casualmente hacia la terracilla, vio que la abuela Ignátievna, sujetándose con ambas manos el opulento y alborotado pecho, reía a carcajadas, sin poder detenerse. La vieja estuvo largo rato frotándose los ojos con los picos del pañuelo que llevaba a la cabeza y luego, estremeciéndose aún de risa, dijo con voz sorda:
—¡Andréi Razmiótnov! Los daños me los pagareis, tú o el Soviet, lo mismo da. Esta tarde haré la cuenta de todo lo que han pisoteado los bandoleros que venían contigo y tendrás que aflojar la bolsa.
Andréi se acercó a la terracilla y, con ojos implorantes, miró desde abajo a la anciana.
—Abuela, te pagaré hasta el último kopek, de mi sueldo de presidente o de lo que en otoño recojamos en nuestro huerto. Pero tú dame los pichones a los que dejó huérfanos el gato. Los míos van a tener prole, y con la pareja que tú me des, tendré ya un palomar de verdad.
—Llévatelos, por el amor de Dios, todos si quieres. Lo único que saco de ellos es que roban a mis gallinas y las dejan sin comer.
Volviéndose hacia el huerto, Razmiótnov gritó:
—¡Muchachos! ¡En retirada!
Diez minutos más tarde regresaba a su casa, pero no por las callejas del pueblo, sino por abajo, por la senda del río, para no llamar la atención de las fisgonas comadres de Gremiachi Lag… Soplaba un Norte fresco, incluso frío. Razmiótnov metió en el gorro de piel la pareja de pichones, tibios, de pesado buche, los tapó con los bajos del chaquetón guateado y, lanzando furtivas miradas en derredor, sonrió azorado. El viento, el frío viento del Norte, agitaba su entrecano mechón.