Capítulo XX

Aquella mañana, Andréi Razmiótnov llegó temprano al Soviet para firmar y enviar al Comité Ejecutivo del distrito un parte acerca de la siega del heno y los preparativos de la recolección. Pero, antes de que hubiera podido leer los partes de las brigadas, alguien llamó enérgicamente a la puerta.

¡Adelante! —gritó Razmiótnov sin levantar la vista de los papeles. Entraron en la habitación dos desconocidos, y pareció como si de pronto la hubieran llenado por completo. Uno de ellos, achaparrado, grueso y de vulgar cara redonda, recién afeitada, vestía un flamante impermeable. Se acercó sonriendo a la mesa y le alargó a Razmiótnov una mano dura como la piedra:

—Soy Polikarp Petróvich Boiko, agente de compras de la Sección de Abastecimiento Obrero de Shajti —dijo, y señalando con el dedo pulgar, sin volverse, hacia su compañero, que se había quedado junto a la puerta, continuó—: Este es mi ayudante, Jizhniak.

Por el aspecto, el aludido podía ser un manadero o un tratante en ganado. Toda su indumentaria delataba su profesión: el mugriento impermeable de lona, con capucha; las botazas de cuero de becerro, anchas de caña; la gorra gris, chafada; el historiado látigo con dos flecos de cuero. Sin embargo, la cara de Jizhniak desentonaba extrañamente de su atuendo. La expresión de los ojos, escrutadora, inteligente, el irónico gesto que vagaba en la comisura de sus finos labios, la manera de enarcar la ceja izquierda como si algo llamase su atención, el aire intelectual que emanaba de su figura: todo ello denotaba claramente para un buen observador que aquel hombre distaba mucho de traficar en ganado o de estar dedicado a la agricultura. De pasada, Razmiótnov tomó nota de esta circunstancia. Por cierto que no se detuvo mucho en el rostro de Jizhniak, pues inmediatamente fijó la vista en sus hombros, desmesuradamente anchos, y, sin poder evitar una sonrisa, pensó: «Vaya tratantes los de ahora, ni que los buscasen a propósito con esas trazas de bandido… Mejor que traficando, me los imagino apostados de noche debajo de un puente y atracando a los comerciantes soviéticos, planchándoles con estacas el cuello de la camisa…» Esforzándose por mantener la seriedad, preguntó:

—¿Qué les trae por aquí?

—Compramos a los koljosianos reses de su propiedad personal: ganado de cuerna, mayor y menor, y cerdos también. Las aves, de momento, no nos interesan. En invierno, quizá. Entonces es otra cosa. Por ahora, no. Precios, los cooperativos, con una bonificación según la calidad de los animales. Ya comprenderá usted, camarada presidente, que el trabajo en la mina es duro y que debemos alimentar a nuestros mineros como corresponde, y no de cualquier manera.

—Documentación —requirió Razmiótnov, dando una leve palmada en la mesa.

Ambos tratantes depositaron sobre ella sus credenciales. Todo —el membrete, las firmas y los sellos— estaba en regla, pero Razmiótnov examinó detenida y meticulosamente los papeles y no percibió el guiño que Boiko hacía a su ayudante ni que ambos sonrieron fugazmente.

—¿Cree que son falsos? —sonriendo ya francamente preguntó Boiko y, sin esperar a que lo invitaran, tomó asiento en la silla que había junto a la ventana.

—No, no creo que sus papeles sean falsos… Pero, ¿por qué han venido precisamente a nuestro koljós? —dijo Razmiótnov muy serio, desechando el tono jovial del otro.

—¿Por qué precisamente al vuestro? Pensamos visitar también otros koljóses. Hemos estado ya en los seis vecinos y comprado medio centenar de reses, entre ellas tres pares de bueyes viejos y defectuosos, terneros, vacas poco lecheras, ovejas y unos treinta cerdos…

—Treinta y siete —rectificó a su jefe, desde la puerta, el tratante membrudo.

—Eso es, hemos adquirido treinta y siete cerdos a precio bastante módico. Cuando acabemos aquí, iremos a otros caseríos.

—¿Pago al contado? —se interesó Razmiótnov.

—¡En el acto! No llevamos mucho dinero encima, es verdad: los tiempos, camarada Razmiótnov, ya sabe usted, andan revueltos, puede verse uno en un mal paso cuando menos se lo piensa… De modo que, previniéndolo, llevamos también una carta de crédito.

Razmiótnov, echándose hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, lanzó una carcajada:

—¿Tenéis miedo, acaso, de que os desvalijen? ¡Pero si vosotros mismos podéis vaciar los bolsillos al más pintado y desnudarlo por añadidura!

Boiko sonrió discretamente. En sus mofletes sonrosados, como en los de una mujer, aparecieron unos hoyuelos. Jizhniak conservaba toda su indiferencia y miró distraído por la ventana. Sólo entonces, cuando se volvió de cara a la ventana, vio Razmiótnov que una cicatriz larga y profunda le cruzaba la mejilla izquierda desde el mentón hasta el lóbulo de la oreja.

—¿Es un recuerdo de la guerra eso que llevas en la mejilla? —preguntó.

Jizhniak se volvió vivamente hacia él con escueta sonrisa:

—¡Qué va a ser de la guerra! Me lo gané después…

—Ya me parecía a mí que no era un sablazo. ¿Te arañó tu mujer?

—No, es muy tranquila. Es un navajazo que me dio un amigo. Bebimos unas copas de más…

—Eres mozo bien plantado, por eso creí que había sido tu mujer, pero si no fue ella, de todos modos habrá sido por asuntos de faldas, por alguna galana —continuó Razmiótnov sus simples razones, conteniendo la risa y atusándose los bigotes.

—Eres un lince, presidente —replicó Jizhniak con ironía.

—El cargo obliga… Y te diré que tu cicatriz es de un sablazo, yo entiendo de eso, y no de un navajazo, y que tú eres tan agente de compras como yo obispo… Tu jeta no es de hombre sencillo, y tus manos también te delatan, son muy finas: se ve que jamás han agarrado a un toro por los cuernos… Grandes sí son, no lo niego, pero las tienes muy blancas. Si al menos las hubieses puesto al sol para que se tostasen y las hubieras ensuciado de estiércol, me habrías hecho creer que eres un tratante. El que lleves un látigo no te salva, ¡con eso no me engañas!

—Eres un lince, presidente —repitió Jizhniak, pero esta vez sin reírse—. Pero sólo para algunas cosas. Mi cicatriz, en efecto, es de un sablazo, no quería confesarlo. Serví con los blancos y fue entonces cuando me hicieron esta señal. ¿A quién le agrada recordar tales asuntos? En cuanto a las manos, ten en cuenta que no soy un arriero, sino un tratante en ganado. Mi misión es contar el dinero y no retorcer el rabo a los terneros. ¿Te extraña mi aspecto, camarada Razmiótnov? ¿Sabes?, hace poco que soy agente comercial. Antes era agrónomo, pero me echaron del trabajo por una borrachera y he tenido que mudar de profesión… ¿Comprendes ahora, camarada presidente? Me has obligado a sincerarme, a confesarme contigo…

—Maldita la falta que me hacen tus confesiones. Que te confiesen y te den la comunión en la GPU, eso no es cosa mía —respondió Razmiótnov y, sin cambiar de postura, gritó—: ¡María, ven aquí!

La muchacha que estaba de servicio en el Soviet salió tímidamente de la habitación contigua.

—Corre en busca de Nagúlnov. Dile que venga volando para un asunto urgente —ordenó Razmiótnov, mirando con fijeza primero a Jizhniak y después a Boiko.

Jizhniak, perplejo y como ofendido, encogió sus enormes hombros, se sentó en un banco y miró a un lado. Boiko, todo estremecido por la risa que a duras penas ahogaba, gritó con voz de falsete:

—¡Eso es vigilancia! ¡Así me gusta! ¿Has caído, camarada Jizhniak? ¡Te han cazado como a un conejo!

Se daba palmadas en sus gruesas rodillas y se reía, doblado en dos, con tan natural sinceridad, que Razmiótnov le miró sin ocultar su asombro.

—Y tú, gordo, ¿de qué te ríes? A ver si os toca llorar a los dos en la stanitsa. Os incomode o no, voy a enviaros a la cabeza del distrito para que os identifiquen. Me parecéis sospechosos, camaradas tratantes.

Enjugándose las lágrimas provocadas por la hilaridad, torcidos todavía por la risa los carnosos labios, Boiko preguntó:

—¿Y los documentos? ¿No los has comprobado, dándolos por buenos?

—Los documentos son una cosa, y la pinta, otra —repuso huraño Razmiótnov, y se puso a liar con toda cachaza un pitillo.

Makar Nagúlnov llegó unos instantes después. Entró sin saludar y, señalando a los tratantes con la cabeza, preguntó a Razmiótnov:

—¿Qué gente es ésta?

—Pregúntaselo.

Nagúlnov cambió unas frases con los agentes de compras, examinó sus carnets de identidad y demandó a Razmiótnov:

—¿Qué pasa, pues? ¿Para qué me has llamado? Han venido a comprar reses, que las compren.

Razmiótnov se sulfuró, pero dijo con bastante calma:

—No, no comprarán nada mientras yo no haya comprobado quiénes son. Estos individuos no me gustan, ¿sabes? Ahora mismo los mando a la stanitsa. Que allí aclaren quiénes son, y, luego, si quieren, que compren ganado.

Boiko dijo entonces, sin alzar la voz:

—Camarada Razmiótnov, di a tu recadera que salga de la casa. Tenemos que hablar.

—¿Qué secretos puede haber entre nosotros?

—Haz lo que te han dicho —insistió Boiko con la misma calma, pero ya con el tono de quien da una orden.

Y Razmiótnov obedeció. Cuando se hubieron quedado solos en toda la casa, Boiko sacó del bolsillo un carné rojo y se lo tendió, sonriendo:

—¡Lee, diablo zahorí! Ya que nuestro carnaval ha fallado, pondremos las cartas boca arriba. Se trata de lo siguiente, camaradas. Somos de la Dirección Territorial de la GPU y venimos en busca de un enemigo político peligroso, de un conspirador, rabioso contrarrevolucionario. Para no llamar la atención, nos hemos transformado en agentes de compras. Así nos es más fácil trabajar. Entramos en las casas, hablamos con la gente y esperamos dar, tarde o temprano, con la pista de ese «contra».

—Pero ¿por qué no me han dicho ustedes en seguida quiénes eran, camarada Glújov? Así no habría habido ninguna confusión —exclamó Razmiótnov.

—¡Las reglas de conspiración, querido! Te lo decimos a ti, se lo decimos a Davídov y a Nagúlnov, y al cabo de una semana todo Gremiachi Log sabe quiénes somos. No os ofendáis, por Dios, no es que no nos fiemos de vosotros, pero, por desgracia, a veces ocurre eso, y no tenemos derecho a poner en peligro una operación que encierra para nosotros muchísima importancia —explicó indulgente Boiko-Glújov, guardándose en el bolsillo el carné rojo, después de enseñárselo también a Nagúlnov.

—¿Se puede saber a quién buscáis? —preguntó Makar.

Boiko-Glújov abrió en silencio su voluminosa cartera y colocó con cuidado sobre la palma de su mano regordeta una fotografía tamaño pasaporte.

Razmiótnov y Nagúlnov se inclinaron sobre la mesa. Desde aquel rectángulo de cartulina les miraba un hombre ya maduro, de sonrisa bonachona, hombros cuadrados y cuello de toro. Pero su sonrisa, afectadamente bondadosa, discordaba tanto con el corte lobuno de la frente, la hosca expresión de los ojos, muy hundidos, y la pesadez del cuadrado mentón, que Nagúlnov sonrió torcidamente y Razmiótnov, meneando la cabeza, murmuró:

—Sí-i-i-i-i, se ve que el fulano es de armas tomar…

—Pues este «fulano» es el que estamos buscando —murmuró pensativo Boiko-Glújov, envolviendo con el mismo esmero la fotografía en una hoja de papel blanco, con los bordes rozados, y metiéndola en la cartera—. Se llama Pólovtsev, Alexandr Anísimovich. Ex capitán de cosacos del ejército blanco, mandaba un escuadrón punitivo, participó en la ejecución del destacamento de Podtiólkov y Krivoshlíkov[22]. Últimamente trabajó de maestro bajo nombre supuesto. Después vivió cierto tiempo en su stanitsa. Ahora ha pasado a la clandestinidad. Es un elemento activo de la sublevación que se prepara contra el Poder soviético. Según informes de nuestros agentes, se oculta en algún lugar de vuestro distrito. Eso es todo cuanto se puede decir de este pájaro. Podéis informar de nuestra conversación a Davídov, y ni una palabra a nadie más… Confío en vosotros, camaradas. Y ahora, nos despedimos. No debemos vemos más que, naturalmente, en caso de necesidad. Si tenéis algo de interés, llamadme al Soviet de día, únicamente de día, para evitar toda sospecha de los habitantes del caserío. Por último, tened cuidado. De noche, es mejor que no andéis de un lado para otro. Pólovtsev no se lanzará a un acto terrorista, pues eso podría descubrirle, pero la precaución no está de más. En general, lo mejor es que no os mováis de noche y, si os es indispensable, no salgáis uno solo. Id siempre armados, aunque, seguramente, no os separáis de los revólveres. Al menos, tú, camarada Razmiótnov, mientras hablabas con Jizhniak hiciste girar dos puntos el tambor del revólver que llevas en el bolsillo del pantalón, ¿a que sí?

Razmiótnov entornó los ojos y desvió la mirada, como si no hubiese oído la pregunta. Nagúlnov le sacó del apuro:

—Desde que dispararon contra mí, nos hemos preparado para la defensa.

Sonriendo levemente, Boiko-Glújov dijo:

—Para la defensa y, por lo visto, para el ataque… A propósito, Timoféi Damáskov, alias El Desgarrado, el individuo a quien tú mataste, camarada Nagúlnov, estuvo algún tiempo en la organización de Pólovtsev. Y en vuestro caserío hay miembros de esa organización —dejó caer como de pasada el omnisciente «tratante»—. Después, por causas desconocidas, Timoféi se desligó. No te disparó por orden de Pólovtsev. Mas bien lo hizo por móviles de índole personal…

Nagúlnov asintió con la cabeza. Boiko-Glújov, pausado y tranquilo, como si estuviese leyendo una conferencia, prosiguió:

—La prueba de que Timoféi Damáskov rompió por algún motivo con el grupo de Pólovtsev, convirtiéndose en un simple bandido solitario, es que no entregó a los secuaces de Pólovtsev la ametralladora que tenía enterrada en su pajar desde la guerra civil, y que luego encontró Davídov. Pero no se trata de eso. Os diré unas palabras sobre nuestra misión: consiste en capturar a Pólovtsev, a él solo, y capturarlo vivo. Inexcusablemente vivo. Muerto, por ahora no nos hace falta. A los de filas los neutralizaremos después. He de añadir que Pólovtsev no es más que un eslabón de una larga cadena, pero no un eslabón cualquiera. Por eso se nos ha confiado a nosotros, y no a los agentes de la sección distrital, su busca y captura.

Para que no quedéis enfadados con nosotros, camaradas, os advierto que sólo el jefe de la GPU de vuestro distrito sabe que nos hallamos aquí. Ni siquiera Nesterenko lo sabe. El es el secretario del Comité de distrito del Partido y, en fin de cuentas, ¿qué le importan unos insignificantes agentes de compras de ganado? Que dirija el trabajo del Partido en su distrito, y nosotros nos ocuparemos de lo nuestro… Hay que decir que en los koljóses en que hemos estado hasta ahora nos han tomado, sin la menos sospecha, por quienes decimos ser. Únicamente tú, Razmiótnov, has recelado que ni Jizhniak ni yo éramos tratantes de verdad. Eso hace honor a tu sagacidad. Aunque, de todos modos, dentro de un par de días hubiésemos tenido que descubriros quiénes somos en realidad, y os diré por qué. Mi olfato profesional me hace intuir que Pólovtsev anda por el caserío… Procuraremos localizar a quienes sirvieron con él en la guerra contra Alemania y en la guerra civil. Sabemos en qué unidades estuvo el señor Pólovtsev, y lo más probable es que se haya pegado a un compañero de regimiento. Eso es todo, en pocas palabras. Antes de que nos marchemos, volveremos a vernos. Entretanto, ¡hasta otra!

Ya en el umbral, Boiko-Glújov se quedó mirando a Nagúlnov:

—¿No te interesas por la suerte de tu esposa?

A Makar se le encendieron los pómulos y oscurecieron los ojos. Aclarándose la garganta, preguntó a media voz:

—¿Sabéis dónde está?

—Sí.

—¿Dónde?

—En la ciudad de Shajti.

—¿Qué hace allí? En Shajti no tiene a nadie, ni familiares ni conocidos.

—Tu esposa trabaja.

—¿Qué cargo tiene? —sonrió con amargura Makar.

—Está de vagonera en una mina. Agentes nuestros le ayudaron a colocarse, pero ella no lo sabe, por supuesto… Y hay que decir que trabaja muy bien, yo hasta diría que magníficamente. Se comporta con mucha modestia, no hace nuevas amistades y, por ahora, no la visita nadie de sus antiguos conocidos.

—¿Quién la podría visitar? —murmuró Nagúlnov.

Makar parecía muy tranquilo; sólo le temblaba levemente el párpado del ojo izquierdo.

—Hombre, cualquiera sabe… Algún amigo de Timoféi. ¿O es que lo excluyes en absoluto? Sin embargo, me parece que la mujer ha cambiado de vida, ha reflexionado; de modo, camarada Nagúlnov, que no te inquietes por ella.

—¿De dónde sacas tú que me inquieto por ella? —preguntó en voz más baja todavía Nagúlnov, y se levantó, inclinándose un poco hacia adelante y apoyando las palmas de sus largas manos en el borde de la mesa. Se había puesto pálido como un muerto. Un tic nervioso le crispaba las mandíbulas. Eligiendo las palabras, dijo con más lentitud de lo que solía:

—Tú, camarada sacamuelas, ¿has venido a trabajar? ¡Pues lárgate y dedícate a lo tuyo, y no me vengas con consuelos, no me hacen ninguna falta! Tampoco necesitamos de tus advertencias: si debemos salir de día o de noche, eso es cosa nuestra. Ya nos apañaremos sin consejos necios y sin nodrizas forasteras, ¿entiendes? Y ahora, lárgate. ¿Sabes?, hablas demasiado, muestras hasta las entrañas. ¡Valiente chequista! No sé ya si eres realmente un funcionario responsable de la Dirección Territorial de la GPU o un tratante en ganado, un chalán dado a soltar la tarabilla.

El taciturno Jizhniak miró con sarcasmo a su jefe, que se había quedado un tanto cortado. Nagúlnov se arregló el cinturón que le ceñía la guerrera y salió, recto, erguido como siempre, presumiendo quizás un poco de su marcial apostura.

En la estancia reinó durante casi un minuto un tirante silencio.

—Tal vez haya hecho mal en hablarle de su mujer —dijo Boiko-Glújov, rascándose el entrecejo con el dedo meñique—. Por lo visto, aún le duele que ella se marchara…

—Sí, no hubieras debido hacerlo —asintió Razmiótnov—. Nuestro Makar es arisco, y no le gusta que nadie se meta con las botas sucias en su limpio corazón…

—Bueno, qué se le va a hacer, ya le pasará —terció, conciliatorio, Jizhniak, agarrando el tirador de la puerta.

Para disipar aquella embarazosa tirantez, Razmiótnov preguntó:

—Camarada Glújov, explícame: ¿Cómo hacéis con el ganado? ¿.Lo compráis de verdad, o sólo andáis de casa en casa, regateando?

La ingenua pregunta devolvió el buen humor a Boiko Glújov, y los hoyuelos reaparecieron en sus prietos mofletes.

—¡Qué pronto se conoce al buen administrador! Sí, hombre, compramos reses y pagamos hasta el último kopek. Y no te preocupes por nuestras compras: el ganado lo enviaremos a Shajti y los mineros se lo comerán encantados. Se lo comerán y no nos darán las gracias, porque no sabrán qué importante institución les ha suministrado reses bien cebadas. ¡Así son las cosas, hermanete!

Una vez que los visitantes se hubieron marchado, Razmiótnov caviló largo rato, los codos, muy separados, sobre la mesa y los pómulos descansando en los puños. Un pensamiento no le daba punto de reposo: «¿Quién de nuestro caserío se habrá podido juntar a ese maldito oficialejo?» Fue recordando, uno por uno, a todos los cosacos adultos de Gremiachi Log, pero nadie le infundía verdaderos recelos…

Andréi se levantó para desentumecer las piernas, dio tres paseos de la puerta a la ventana y, de pronto, se detuvo en medio de la habitación, como si hubiese chocado con un obstáculo invisible, y pensó lleno de inquietud: «El gordinflón ese le ha puesto a Makar el dedo en la llaga. ¿Quién diablos le mandó mentar a la Lushka? ¿Y si a Makar le entran pesares y se marcha a Shajti para verla? Anda muy sombrío este tiempo atrás, disimula, pero se me da que por las noches bebe, solo, a la chita callando…»

Varios días vivió Razmiótnov en una angustiosa espera. ¿Qué haría Makar? Y cuando el sábado por la noche Nagúlnov dijo en presencia de Davídov que, con el permiso del Comité de distrito del Partido, pensaba ir a la stanitsa de Martínovskaia para ver cómo funcionaba una de las primeras estaciones de máquinas y tractores organizadas en la región del Don, Razmiótnov suspiró para sus adentros: «¡Makar está perdido! Lo que quiere es ver a la Lushka. ¿Dónde ha ido a parar su orgullo de hombre macho?»