Cuando hubo vaciado la segunda escudilla de líquidas gachas de mijo con unas chispas de tocino, el abuelo Schukar se sintió en un estado de absoluta beatitud y leve somnolencia. Miró agradecido a la generosa cocinera y dijo:
—Muchas gracias a todos por la cena y por la vodka, y a ti, Kupriánovna, mi más profunda reverencia. Si quieres que te lo diga, no eres una mujer, sino un baúl de oro, ¡eso es la pura verdad! Con tu talento para hacer las gachas, debías guisar para Mijaíl Ivánovich Kalinin y no para unos zoquetes como nosotros. Me juego la cabeza a que al cabo de un año lucirías en los pechos alguna medalla por tu excelente aplicación, o a lo mejor te ponía una sardineta en la bocamanga, y no creas que te miento, ¡eso es la pura verdad! Yo sé al dedillo qué es lo más importante en la vida…
—¿Sí? —preguntó con viveza Dubtsov, que estaba sentado junto a él—. ¿Y qué es, abuelo, lo más importante, según tu parecer?
—¡El condumio! Te digo efectivamente que el condumio, ¡no hay nada más importante!
—Te equivocas, abuelo —dijo con tristeza Dubtsov, mirando de soslayo con sus ojos de gitano a los demás y sin perder ni un ápice de su seriedad—. Te equivocas de medio a medio, y todo porque a la vejez la mollera se te ha puesto lo mismo que estas gachas que has comido. Se te han aguado los sesos. Por eso te equivocas…
El abuelo Schukar sonrió indulgente:
—Por ahora no se sabe quién tiene el caletre más espeso, tú o yo. ¿Qué es para ti lo principal en la vida?
—El amor —suspiró, más bien que dijo, Dubtsov, y puso los ojos en blanco con expresión tan soñadora, que la Kupriánovna, al mirar su cara morena y virolenta, no pudo contenerse. Dio un resoplido, como el caballo al ventear la lluvia, y, estremeciéndose de risa, se tapó la cara, toda congestionada, con una manga de la blusa.
—¡Puah! ¡El amor! —sonrió despectivo Schukar—. ¿Para qué te vale el amor sin una buena pitanza? ¡Para nada! Una semanita que estuvieras sin comer, y no ya la Kupriánovna, hasta tu propia mujer te mandaría a paseo.
—Eso habría que verlo —se obstinó Dubtsov.
—Bien visto está. Yo lo sé todo con anticipación —dijo categórico el abuelo, y alzó con grave empaque el dedo índice—. Os voy a contar un sucedido, y todo quedará en claro, sin necesidad de más discusiones.
Pocas veces había encontrado el abuelo Schukar oyentes tan atentos. Una treintena de personas congregadas al amor de la lumbre le escuchaban boquiabiertas. Así, al menos, se lo parecía. Y, ¿quién tendría valor para censurárselo? En las reuniones nunca le concedían la palabra. Davídov, cuando viajaba con él, no hablaba, engolfado en sus propios pensamientos. Su mujer jamás se había distinguido, ni de joven, por su locuacidad. ¿Con quién podía desahogarse el pobre viejo? Por eso, al verse rodeado de un auditorio benévolo y hallándose él mismo, después de la cena, en óptima disposición de ánimo, decidió hablar cuanto le viniera en gana. Sentóse cómodo, plegó las piernas, se atusó la barbita, y estaba a punto de empezar con toda parsimonia su relato cuando, sin dejarle abrir la boca, Dubtsov le dijo con fingida severidad:
—Cuenta, abuelo, pero no sueltes mentiras. En nuestra brigada tenemos la costumbre de azotar con las riendas a los mentirosos.
El abuelo Schukar exhaló un hondo suspiro y se pasó la palma de la mano por el pie izquierdo.
—No me asustes, Agafón, que hoy ya me llevé un susto de muerte… Bueno, a lo que íbamos. Esta primavera me llama Davídov y me dice: «Abuelo, vete al almacén y allí te darán dos sacos de avena y algo de comida para ti. Luego, te vas derechito, con los potros, a la Barranca Seca. Allí, al final, tenemos pastando a nuestras yeguas, de modo que serás bien recibido con tus pretendientes. La yeguada la cuida Vasili Babkin, el Sordo. Hacéis dos reatas, él se encarga de una, y tú de la otra. Pero de los produtoreste pediré cuentas a ti y serás tú quien les eche la avena». Os lo confieso, no sabía lo que era produtor, no había oído nunca esa palabra. Ahí tenéis un problema planteado. Potro sé lo que es, yegua, lo mismo, y capón, ni que decir tiene. Por eso le pregunté: «¿Qué es produtor?» El va y me contesta: «Produtor es quien produce descendencia». Yo, vuelta a preguntar: «Y a un toro, ¿se le puede llamar produtor?» El hizo una mueca: «Por supuesto». Seguí preguntando: «Y tú y yo ¿somos también produtores?» El se echó a reír y me contestó: «En lo tocante a eso, abuelo, cada uno de nosotros que responda de su persona». Total, que seas un gorrión, un animalucho cualquiera o una persona, con que seas macho ya eres unprodutor de cabo a rabo, sin trampa ni cartón. «Bueno es saberlo», pensé. Pero se me ocurrió una duda. «¿Y el que produce trigo qué? ¿Es produtor o no?» El dio un suspiro: «Eres un atrasado, abuelo». Entonces le planté: «Tú sí que eres un atrasado, Semión, porque yo nací cuarenta años antes que tú, de modo que ya ves la delantera que te llevo». Y en eso quedamos.
La Kupriánovna, queda y silbante la voz, le preguntó:
—¿Resulta, abuelo, que tú también eres un produtor?
—Pues, ¿qué te habías creído? —replicó muy digno el abuelo Schukar..
—¡Oh, Dios mío! —gimió la cocinera. Y ya no pudo seguir, porque hundió la cara en el delantal y sólo se oyeron, en medio del silencio, sus ahogados resoplidos.
—Abuelo, no le hagas caso y sigue con lo tuyo —dijo cariñosamente Kondrat Maidánnikov, y se volvió de espaldas a la hoguera.
—No he hecho caso en mi vida a las mujeres. Si no fuera por eso, ¡qué carajo iba a haber vivido hasta mi antigüedad! —contestó muy convencido Schukar, y continuó: —Así que llegué a la yeguada, miré a mi alrededor y no quiero deciros qué alegría me entró. Había tal agiotaje que me dieron ganas de quedarme allí para siempre: las florecitas azules de la estepa, la hierbecita tierna, las yegüecitas paciendo, el sol con sus rayitos. Lo que os digo, un agiotaje completo.
—¿Qué palabra has dicho? —inquirió Biesjliébnov.
—¿Agiotaje? Sí, hombre, cuando todo lo que te rodea es una hermosura. Agi significa agítate, goza del mundo sin penas ni lamentaciones. Es una palabra científica —repuso imperturbable Schukar.
—¿Dónde has aprendido tú esas palabras? —siguió indagando Biesjliébnov.
—En casa de Nagúlnov. Somos grandísimos amigos. El estudia por la noche la lengua inglés y yo le hago compañía. Me ha dejado un libro tan gordo como la Kupriánovna, dicionario se llama. No un abecedario de esos que aprenden los niños, sino un dicionario para gente de edad. «Estudia, abuelo —me dijo al dármelo—, te será útil a la vejez». Y voy estudiando poquito a poco. Sólo que no me interrumpas, Akim, porque pierdo el hilo en seguida. Luego os hablaré de ese dicionario. Os estaba diciendo que llegué al punto de destino con mis produtores, pero no sacamos nada en limpio ni de ellos ni del agiotaje… Fijaos bien lo que os digo, buenas gentes: el que no conozca de cerca a Vasili el Sordo, alargará su vida diez años.
Es un tarugo tan grande, que Demid el Callado, si se le compara con él, resulta el hombre más parlanchín de Gremiachi Log. No podéis imaginaros lo que me hizo sufrir en la estepa con su silencio. ¿Con quién iba yo a hablar, con las yeguas? Vasili se pasaba días enteros sin decir esta boca es mía, sólo hacía ruido al comer, y el resto del tiempo dormía en silencio o se tumbaba como un tronco podrido, sin soltar palabra. Parpadeaba alguna que otra vez, y vuelta a callar. ¡Ahí tenéis el problema que se planteó, imposible de solucionar! Total, que estuve allí tres días como en un cementerio entre los difuntos, hasta que me daba ya por hablar solo. «No —pensé—, esto no va conmigo. Es como para hacer perder el juicio a un hombre tan sociable como yo».
Cuidado con lo que me joroba mi amigo Nagúlnov cuando en las fiestas grandes del año, es decir, el 1º de Mayo y el 7 de Noviembre, nos echa sus largos discursos sobre la revolución mundial y empieza a soltar palabras incomprensibles. Pues bien, en aquel momento me habría pasado días enteros escuchándole como si fuese un ruiseñor en un jardín o el canto de los gallos a medianoche. Por cierto, ¿qué os parece, ciudadanos, el canto de los gallos? Es, hermanos, tan hermoso como en la iglesia, cuando entonan un réquiem o cualquier otra puñeta conmovedora…
—Háblanos del amor sin condumio, y no del canto de los gallos —le interrumpió, impaciente, el listero de la brigada.
—No os alborotéis, ciudadanos, ya llegaremos a todos los amoríos y etcéteras que queráis, eso no es problema. Como os iba diciendo de Vasili el Sordo, si fuese cazurro únicamente, mal que bien le habría soportado, pero resultó, además, un tragantón tan exagerado que no había manera de vivir con él. Hacíamos gachas o bolitas de harina cocidas, y ¿qué diréis que sucedía? Mientras yo metía una vez la cuchara en la cazuela, él la sacaba cinco. Manejaba su enorme cucharón como una locomotora sus varas: de allá para acá, de allá para acá, de la cazuela a la boca, de la boca a la cazuela. Y en cuanto uno quería darse cuenta, las gachas ya estaban diciendo adiós. Yo me levantaba hambriento, él se hinchaba como una vejiga de buey, se acostaba panza arriba y largaba unos erutos que se oían en toda la estepa. Dos horas se tiraba erutando el hijo de Satanás, y luego se ponía a roncar. Y roncaba el muy maldito de tal manera que hasta las yeguas que andaban junto a la cabaña se asustaban y huían como alma que lleva el diablo. Dormía Vasili, sin parar, hasta la noche, dormía como las marmotas en invierno.
Así de amarga era allí mi vida. Hambriento como perro sin amo, aburrido, con ganas de hablar y sin tener con quién… Al segundo día me senté al lado de Vasili, hice bocina con las manos y le grité al oído con toda la fuerza de mis pulmones: «¿De qué estás sordo, de la guerra, o es que tuviste la tiricia de pequeño?» El me gritó más fuerte todavía: «¡De la guerra! El año 19 un tren blindado de los rojos dejó caer una bala de cañón a mi lado. Me mataron el caballo. Desde entonces me quedé contuso y sordo como una tapia». «¿Y por qué comes, Vasili, como si, vive Dios, quisieras reventar? ¿También eso es de la contusión?», seguí preguntándole. Pero me respondió: «Por allí parece que se nubla. Eso está bien. Mucha falta hace que llueva». Prueba a conversar con un semejante baldaquín…
—¿Cuándo empiezas a contamos lo del amor? —se impacientó Dubtsov.
Schukar arrugó enojado la nariz:
—¡Vaya murga que estáis dándome con el amor, maldito sea mil veces! Toda mi vida estuve huyendo de él. Si mi difunto padre no me llega a obligar, no me hubiera casado nunca, y ahora, ¡anda, habla del amor! Pues sí que es un tema de conversación… Pero, en fin, si queréis saberlo, ahí va lo que resultó entonces del amor sin condumio…
Llegué a mi destino, dividimos la yeguada en dos reatas, pero los pretendientes que yo había llevado conmigo ni tan siquiera miraban a las yeguas, no hacían más que ejercitar los dientes en la hierba sin tomarse un respiro… Y a las novias ni pizca de atención. Estamos apañados, pensé. Mis produtores me han puesto en evidencia. Yo atiborrándoles de avena y ellos, ni por esas, no quieren saber nada de las yeguas.
Eso fue el primer día. El segundo, lo mismo. Me daba ya no sé qué acercarme a las pobres yeguas. Cuando pasaba por su lado, volvía la cara de vergüenza, no tenía valor para mirarlas a los ojos, y sanseacabó. Nunca me había puesto colorado, y allí aprendí a ponerme. En cuanto me arrimaba a la recua para llevarla a abrevar en el estanque, no lo querréis creer, me sonrojaba como una mozuela…
¡Dios mío de mi vida, la vergüenza que hube de pasar aquellos tres días con mis produtores es incontable! El problema no tenía solución. Al tercer día vi con mis propios ojos este cuadro: una yegua joven estaba haciéndole la rosca a uno de mis produtores —«Tsvietok»[20] le llamo—, ese alazán con una estrella en la frente y calzado del pie izquierdo. La potranca, venga a dar vueltas a su alrededor como una peonza, por aquí, por allí, pellizcándole cariñosa con los dientes, demostrándole su amor de mil maneras. Él le puso la cabeza en la grupa, cerró los ojos y empezó a suspirar lastimero… Y eso es todo lo que dio de sí «Tsvietok»: peor no pudo quedar. Yo temblaba de rabia y me decía: ¿Qué pensarán de mí nuestras yegüecitas? Estarán diciendo, de seguro: «Este viejo del diablo nos ha traído a unos pánfilos que no hay quien los mueva», o quizá algo peor…
A la pobre yegua se le agotó la paciencia. Le volvió el trasero y le atizó un par de coces en un ijar con tanta fuerza, que sonó como si le hubiese roto algo por dentro. Eché a correr hacia él llorando de indignación, me puse a acariciarle el lomo a latigazos y le grité: «¡Si te las das de produtor, no tienes por qué cubrirte de vergüenza y abochornarme a mí, con los años que tengo!»
El pobrecito mártir se apartó a la carrera a unos veinte metros, se paró y dio un relincho tan lastimero que me llegó al alma, y me puse a llorar, esta vez de compasión. Tiré el látigo, le pasé la mano por la grupa, y él, con la cabeza apoyada en mi hombro, se puso a suspirar…
Lo agarré por las crines y lo llevé a la cabaña, diciéndole: «Vámonos a casa, “Tsvietok” mío, ¿qué necesidad tenemos de estar aquí haciendo el vago y de avergonzarnos?…» Y sin más, enganché mis potros y me fui al caserío. Al despedirnos, Vasili el Sordo rilinchaba como un caballo: «Ven dentro de un año, abuelo, viviremos en la estepa, comeremos gachas. Para entonces, si no la diñan antes, tus potros se habrán despabilado».
Llegué al caserío, le informé de todo a Davídov. El se llevó las manos a la cabeza y me gritó: «¡Los has cuidado mal!» Pero yo le canté: «Yo los he cuidado mal, pero vosotros los habéis cansado demasiado bien. Unas veces tú, señor mío, otras Makar, otras Andréi Razmiótnov. No se les ha quitado la collera ni un momento y, en cambio, ni aun poniéndose de rodillas le saca uno avena para ellos a tu Yákov Lukich. Además, ¿qué es eso de usar los potros para tirar de un carro? Puesto que son produtores, lo suyo es comer y no trabajar, porque de otra forma el problema no tendrá solución». Y menos mal que de lastanitsa nos enviaron un par de produtores, como recordaréis, y el problema de las yeguas se arregló de modo natural. Ahí tenéis a lo que conduce el amor sin el pienso correspondiente. ¿Habéis comprendido, bobalicones? Y no sé a qué viene el reírse, siendo tan seria la conversación.
Después de pasear una mirada triunfal por el auditorio, el abuelo Schukar continuó:
—¿Qué entendéis de la vida, si os la pasáis hurgando la tierra, como escarabajos en el estiércol? Yo, al menos, voy una vez por semana, e incluso más a menudo, a la stanitsa. Dime tú, Kupriánovna, ¿has oído alguna vez cómo habla la radio?
—¿De dónde voy a oírla, si no he estado en la stanitsa desde hace diez años?
—¿Lo veis? Pues yo, siempre que voy, la escucho cuanto me viene en gana. Y es una cosa mala, os lo aseguro —Schukar movió la cabeza y rió silenciosamente—. Cabalito enfrente del Comité del Partido hay una trompa negra colgada de un poste. ¡Cómo grita, Dios mío! Pone los pelos de punta y, aunque haga calor, uno siente escalofríos en la espalda. Desengancho a mis luceros junto a la trompa, escucho con mucho agrado lo que dice de los koljóses, de la clase obrera y otras cosas por el estilo, y luego se arma tal ruido, que dan ganas de meter la cabeza en el morral. Desde Moscú sale un tío rilinchandocomo un potro: «Echa más vino, por Dios, que tengo una sed atroz». Y no me creeréis, buenas gentes, pero me entran tales ganas de trincar, que no puedo resistirlas. Yo, pecador de mí, en cuanto me mandan a la stanitsa, le birlo a mi vieja una docenita de huevos o los que se tercien y, nada más llego, ¡al mercado! Los vendo, y derechito al comedor. Allí, bebiendo vodka y oyendo las canciones de la trompa, puedo esperar a mi camarada Davídov un día entero, si es preciso. Y si no consigo birlar unos huevecitos en casa, porque mi vieja ha tomado la costumbre de vigilarme cuando me disponga a salir de viaje, me voy al Comité del Partido y le pido por lo bajo a mi camarada Davídov: «Semión, tesoro mío, dame para un cuartillo, que me aburro de esperarte sin hacer nada». El, como es muy cariñoso, nunca me dice que no. Yo, entonces, al comedor en el acto a echar un traguillo, y luego me duermo al sol como un bendito o pido a alguien que eche un vistazo a mis produtores y me doy una vuelta por la stanitsa, para arreglar mis asuntos insolucionables.
—¿Qué asuntos puedes tener tú en la stanitsa? —preguntó Akim Biesjliébnov.
El abuelo Schukar suspiró:
—No son asuntos lo que le falta a un cabeza de familia. Que si comprar una botella de kerosén, que si dos o tres cajas de fósforos… O esto, por ejemplo. Me habéis preguntado por mis palabras científicas, por el dicionario. Veréis cómo está escrito. Cada palabra científica, con letras gordas, que puedo leer sin gafas, y enfrente, con letras menuditas, la esclaración, es decir, lo que significan. No comprendo el sentido de muchas palabras sin leer las esclaraciones. Por ejemplo, ¿qué significa «monopolio»? Está claro, taberna[21]. «Adaptador» quiere decir mastuerzo, miserable, ni más ni menos. «Acuarela» imagino yo que es una buena moza, y «festón» todo lo contrario, no es otra cosa que pendón. Tener revueltos los «entresuelos» es, precisamente amor, eso que a ti, Agafón, te tiene un poco chiflado, y así sucesivamente. En fin, que me hacían falta unas gafas. Llegamos a la stanitsa en cierta ocasión Davídov y yo, y se me metió en la cabeza el comprarlas. La vieja, por tratarse de asunto tan importante, me había dado el dinero necesario.
Entré en la clínica, pero resultó que no era una clínica, sino una casa de maternidad; en una habitación, las mujeres hacían fuerza y gritaban, a cual mejor, y en otra, las criaturitas maullaban como gatitos. Aquí, pensé, no encontraré yo gafas, me he equivocado de puerta. Me fui a otra clínica. En el porche había dos endeviduos jugando a las damas. «¿Aquí venden gafas?», pregunté después de saludarles. Ellos se pusieron a rilinchar a coro. Luego uno me dijo: «Aquí, abuelo, te ponen unas gafas que ves las estrellas en pleno día. Esto es un dispensario venéreo, y ya te estás largando más que a paso si no quieres que te curen por la fuerza».
Naturalmente, me llevé un susto de muerte y salí de aquella clínica al galope, ¡pies para que os quiero! Pero ellos, aquellos idiotas malditos, salieron detrás de mí y, mientras uno silbaba con todas sus fuerzas, el otro gritaba a voz en cuello: «¡Corre, viejo pendón, que te pillan!» Yo, al oírlo, volé como un caballo de carreras. ¿Quién sabe, me dije, qué bromas gasta el diablo cuando Dios duerme, pueden darme alcance sin pararse a pensar, y luego, ¡anda y convence a esos dotores!
Llegué a la farmacia con la lengua fuera. Tampoco tenía gafas. «Vete a Míllerovo o a Rostov, abuelo —me dijeron— y que un oculista te haga una receta». No, pensé, ¿qué diantre se me ha perdido allí?… Y aquí me tenéis adivinando lo que pone el dicionario, porque el problema de las gafas también ha resultado insolucionable del todo. Y es que en la stanitsa me han sucedido tantas peripecias, que sería cosa de nunca acabar…
—Tú, abuelo, cuéntanoslo todo por orden, pues brincas de rama en rama como un gorrión y no hay forma de saber cuál es el principio y cuál el fin —le pidió Dubtsov.
—Yo os lo cuento por orden. Lo principal es que no me interrumpas. Si me interrumpes otra vez, pierdo el hilo definitivamente y me armaré tal lío que entre todos no lograréis entender lo que os cuente. Bueno. Iba yo una vez por la stanitsa cuando veo que viene hacia mí una moza joven y guapa, como una cabritilla, vestida a la moda de la ciudad, con un bolso en la mano. Llevaba tacones altos, que al andar sonaban «toc-toc, toc-toc», como las pezuñas de una cabritilla. Yo a la vejez me he vuelto tan aficionado a todo género de novedades, que es algo terrible. Con deciros, hermanos, que hasta he probado a montar en bicicleta. Iba un mozalbete en uno de esos cacharros y le dije: «Nietecito, querido, déjame dar una vueltecita». El aceptó tan contento, me ayudó a encaramarme en el armatoste y me sostuvo mientras yo pataleaba con todas mis fuerzas echando el bofe. Luego le dije: «No me sujetes, por el amor de Dios, quiero ir solo». Pero apenas me soltó, el manillar se me escapó de las manos y di con los huesos en el suelo al pie de una acacia. ¡La de pinchos que me clavé en todos los sitios propios e impropios! ¡No hubierais podido contarlos! Tantos, que tardé una semana en quitármelos y, además, los pantalones se me rasgaron contra un tocón.
—Tú, abuelo, cuenta lo de la moza, y no nos hables de tus pantalones —le cortó muy serio Dubtsov—. Piensa tú mismo, ¿qué interés puede tener para nosotros?
—Ya estás interrumpiéndome otra vez —replicó, apesadumbrado el abuelo Schukar, pero decidió proseguir—. Como os iba diciendo, al ver a aquella cabritilla tan requeté preciosa moviendo el bracete con garbo, como un soldadito, yo, pecador de mí, pensé: «¿Cómo arreglármelas para llevarla un ratito agarrada del brazo?» En mis días, jamás he ido del brazo con una moza, pero en la stanitsa he visto muchas veces que la gente joven tiene esa costumbre: él la lleva del brazo a ella, o al revés. Y os pregunto, ciudadanos, ¿dónde podía darme yo ese placer? En nuestro caserío eso no se acostumbra, la gente se burlaría de mi. ¿Dónde hacerlo, pues?
Y ya tenéis el problema planteado: ¿cómo darme un paseíto con aquella preciosidad? Discurrí una treta. Me encorvé hasta casi tocar el suelo con la frente, y di unos alaridos que se oían en toda la calle. Ella corrió hacia mí: «¿Qué le pasa, abuelito?» Le contesté: «Me he puesto malo, querida, no tengo fuerzas ni para llegar al hospital, siento unas punzadas terribles en la espalda…» Ella me dijo: «Yo le llevaré, apóyese en mí». La agarré del brazo con todo atrevimiento y echamos a andar. Aquello era la mar de agradable. Según íbamos llegando a la abacería, me enderezaba poco a poco y, antes de que pudiera darse cuenta, la planté un beso en un carrillo y troté hacia la tienda, aunque no tenía nada que hacer allí. La moza echaba chispas por los ojos. «¡Abuelo, es usted un sinvergüenza y un farsante!», me gritó conforme yo corría. Entonces me paré: «Encanto mío, la necesidad lo empuja a uno a cosas aún peores. Ten presente que nunca había llevado del brazo a una preciosidad como tú, y que me voy a morir cualquier día». Y me fui hacia la tienda, por si se le ocurría llamar al miliciano. Pero no, soltó una carcajada y siguió su camino, taconeando que era un primor. Entré en la tienda todo sofocado, sin aliento. «¿Vienes de algún incendio, abuelo?» —me preguntó el dependiente—. Ahogándome como estaba, le contesté: «Peor aún. Dame una cajita de cerillas».
Por su gusto, el abuelo Schukar habría prolongado su interminable narración, pero los oyentes, cansados después del trabajo, empezaron a marcharse. En vano el abuelo les rogó que escuchasen unos cuantos relatos más: pronto junto a la hoguera apagada ya no quedaba nadie.
Profundamente ofendido y amargado, Schukar se fue a los pesebres, se tumbó en ellos y se tapó friolento con el abriguillo. Hacia la medianoche cayó el rocío, y el viejo se despertó aterido, dando diente con diente. «Me meteré en la caseta con los cosacos —resolvió—. Aquí pasaría más frío que un perrillo chiquitín».
La cadena de sus tribulaciones seguía desarrollándose lenta, pero inexorablemente… El viejo recordaba que en primavera, durante la labranza, los hombres dormían dentro y las mujeres fuera. Como estaba adormilado, no se le ocurrió que en dos meses podían haber cambiado las cosas. Entró despacito, a gatas, en la caseta, se quitó las abarcas y se acostó junto al umbral. Confortado por el tibio calor de los cuerpos humanos se durmió en el acto, mas al cabo de un rato se despertó porque se asfixiaba. Palpándose, notó que alguien le había pasado una pierna sobre el pecho, y pensó enfadadísimo: «¡Qué manera más desvergonzada de dormir tiene el asqueroso! Echa la pierna como si estuviese montando a caballo».
Pero cuál no sería su espanto cuando, al tratar de quitarse aquel peso de encima, descubrió de pronto que no era la pierna de un hombre, sino un brazo desnudo de la Kupriánovna, y percibió en la mejilla la poderosa respiración de la cocinera. En la caseta sólo dormían las mujeres…
Anonadado, el abuelo Schukar permaneció sin moverse unos instantes, sudando del susto. Después cogió las abarcas, salió arrastrándose con sigilo de la caseta, como un gato ladrón, y se dirigió hacia el carricoche a toda prisa, cojeando. Nunca había enganchado los potros con tan inaudita celeridad. Arreándolos sin compasión con el látigo, los hizo lanzarse al trote largo, volviéndose a cada instante para mirar la caseta, siniestro manchón oscuro en el rosicler del cielo.
«Menos mal que me desperté a tiempo. Pero, ¿y si llego a tardar y las mujeres hubiesen visto que dormía junto a la Kupriánovna y que la condenada de ella me abrazaba con uno de sus jamones?… ¡Virgen santa, ampárame! Se habrían estado riendo de mí hasta que me muriese, e incluso después».
Era un impetuoso amanecer de verano. Schukar ya no veía la caseta. Pero al otro lado de la cresta le acechaba un nuevo sobresalto. Mirándose los pies por puro azar, descubrió que en el derecho llevaba una abarca de mujer casi nueva, con vistosos pespuntes y un coquetón lacito de piel. A juzgar por el tamaño, sólo podía ser de la Kupriánovna…
Despavorido, Schukar elevó una plegaria al Altísimo: «Señor misericordioso, ¿por qué me castigas así? Quiere decirse que en la oscuridad me he confundido de abarcas. Pero, ¿cómo me presento a la vieja con una mía y otra de mujer? ¡Ya tenemos otro problema insolucionable!»
Sin embargo, el problema tuvo solución. Schukar hizo que los potros giraran en redondo hacia el caserío, pensando con razón que no podía aparecer en la stanitsa ni descalzo ni con calzado dispar. «¡Anda y que se lleve el diablo al agrimensor, se pasarán sin él! En todas partes hay Poder soviético, en todas partes hay koljóses. ¿Qué más da que un koljós le pellizque a otro un cacho de prado?», meditaba tristemente, al regresar a Gremiachi Log.
A unos dos kilómetros del caserío, en el lugar donde una abrupta hondonada desembocaba en la carretera, tomó otra decisión no menos intrépida. Quitóse las abarcas, miró furtivamente a los lados, y las tiró al barranco, rezongando a modo de despedida:
—¡No voy a perecer por culpa vuestra, malditas!
Ya más alegre, satisfecho de lo estupendamente que se había desembarazado del cuerpo del delito, el abuelo se sonrió pensando en el asombro de la Kupriánovna cuando notase por la mañana la enigmática desaparición de su abarca.
Sin embargo, su regocijo era prematuro: en casa le esperaban los dos últimos golpes, más terribles y aplastantes…
Se hallaba ya cerca de su morada cuando vio a la puerta una multitud de mujeres que parecían muy alteradas. «¿No se habrá muerto mi vieja?», pensó inquieto. Pero cuando, apartando sin decir palabra a las mujeres, que se sonreían maliciosas, entró en la cocina y miró presuroso a su alrededor, sintió que le flaqueaban las piernas y, haciendo la señal de la cruz, murmuró a duras penas: «¿Qué es esto?».
Su anciana mujer, toda llorosa, mecía en los brazos a una criatura envuelta en trapajos, que berreaba hasta desgañitarse.
—¿Qué ocurre aquí? —barbotó un poco más fuerte, sobrecogido de horror.
La vieja, colérica, llameantes los ojos, hinchados de tanto llorar, le gritó:
—¡Un hijo tuyo que han dejado a nuestra puerta, eso es! ¡Sabiondo maldito! ¡Lee ese papel que hay en la mesa!
A Schukar se le nublaba la vista por momentos. Sin embargo, consiguió deletrear estas palabras, garrapateadas en un trozo de papel de estraza:
«Abuelo: Como usted es el padre de este niño, se lo dejo para que lo críe y lo eduque».
….
Al anochecer, Schukar, ronco de tantas emociones y de tantos gritos, casi había convencido a su mujer de que no tenía nada que ver con el nacimiento de la criatura aquella. Pero en aquel preciso instante apareció en el umbral de la cocina un zagalillo de unos ocho años, el hijo de Lubishkin, y, sorbiéndose los mocos, dijo:
—Abuelo, estaba yo con las ovejas y vi cómo se le caían al barranco las abarcas. Las he encontrado y se las he traído. Tenga usted —y le entregó las malhadadas abarcas…
Lo que ocurriera después quedó «cubierto de tinieblas desconocidas», como solía decir en otros tiempos el zapatero Lokatéiev, gran amigo de Schukar. Sólo se sabe que el abuelo anduvo una semana con la cara vendada y con un ojo hinchado. Cuando, sonriendo zumbonamente, le preguntaban por qué se había vendado un carrillo, él, volviéndose para otro lado, contestaba que le dolía mucho la única muela que conservaba en toda la boca. Tanto, que no podía hablar siquiera…