Capítulo XVIII

Hacía algún tiempo que al abuelo Schukar —por cierto, así había sucedido durante toda su vida—, nada le salía bien, pero aquel día había sido el colmo, con sus innumerables disgustos, grandes y pequeños, y sus infortunios. Por ello cuando la jornada tocaba ya a su fin, el anciano, abrumado por las desdichas que sobre él se abatían tan abundantemente, se hallaba, como nunca, dominado por las supersticiones… Sí, desde luego había hecho muy mal en aceptar irreflexivamente la orden de Davídov y en atreverse a ir a la stanitsa, teniendo desde por la mañana todos los augurios en contra…

Al salir de la cuadra, Schukar llevó los potros al paso como cosa de dos manzanas. Luego detuvo el carricoche en mitad del camino y, sin apearse, acurrucado, lleno de abatimiento, se sumió en profundas reflexiones… La cosa no era para menos. «Antes de amanecer soñé que un lobo con pintas me perseguía. ¿Por qué con pintas? ¿Y por qué le dio por perseguirme a mí precisamente? Como si aparte de un servidor hubiera poca gente en el mundo. Que hubiese perseguido a otro cualquiera, a un mozo joven y de buenas piernas. Yo lo habría visto desde sitio seguro, pero no, ¡hasta en sueños tengo que pagar el pato por los demás! Esas bromas no se han hecho para mí. Cuando me desperté, el corazón me daba tales golpes que estuvo a punto de salírseme del pecho; menudo placer son estos sueños agradables, mal rayo los parta. Bueno, y si me paro a pensar, ¿por qué era un lobo definitivamente con pintas, y no gris como Dios manda? ¿Es un buen augurio? Pues ahí está la cosa, que no lo es. Es mala señal, y el viaje me va a salir torcido, algún mal paso no hay quien me lo quite. Pues, ¿y una vez despierto? No encontraba la gorra, ni la bolsa del tabaco, ni el abrigo… Tampoco estas señales son muy buenas, que digamos… No debí obedecer a Davídov ni moverme del sitio» —se compungía el abuelo Schukar mientras contemplaba distraído la calle desierta, los terneros que sesteaban al fresco, a la sombra de las empalizadas, y los gorriones que rebullían en el polvo.

Estaba ya a punto de volver atrás, pero se acordó de un reciente choque con Davídov y cambió de propósito. En aquella ocasión, lo mismo que ahora, abrumado por los malos presentimientos, se negó de plano a ir a la primera brigada, alegando que había tenido una pesadilla escalofriante, pero, de pronto, los ojos risueños e incluso cariñosos de Davídov se oscurecieron, mirándole fríos y punzantes. Schukar se asustó y, parpadeando implorante, le dijo: «¡Semión, corazón mío! Déjate de echar chispas por los ojos. Se te han vuelto furiosos y afilados como los de un perro de presa. Y a sabes lo poco que me gustan esos insectos malditos que, atados a sus cadenas, gruñen y ladran a la buena gente. ¿A santo de qué vamos a indisponernos tú y yo? Iremos, diablo, ya que eres tan indino y tan cargante. Pero te advierto que si nos ocurre alguna desgracia en el camino, no respondo».

Davídov se echó a reír, y su mirada recobró en el acto su expresión bondadosa y alegre. Dio con su manaza al abuelo Schukar una sonora palmada en la enjuta espalda y contestó: «Eso es hablar, ¡eso es la pura verdad! En marcha, viejo. Yo respondo ante tu mujer por tu plena integridad, y de mí no te preocupes».

Al recordar todo esto, el abuelo Schukar sonrió y, ya sin vacilaciones, arreó con las riendas a los potros. «Me voy a la stanitsa. ¡Me cisco en los agüeros esos! Si sucede algo, que Davídov responda, yo no pienso responder por las puercas desdichas que puedan ocurrirme en el camino. Además, Davídov es un mozo que se porta bien conmigo y no debo enfadarle».

Sobre el caserío, después de los guisos matinales, todavía flotaba una leve humareda con acre tufo a boñigas quemadas; un suave vientecillo esparcía sobre la carretera la parca fragancia del armuelle en flor, y al pasar junto a los establos, el viejo Schukar percibía el olor familiar del estiércol de vaca y de la leche recién ordeñada. Entornados los ojos miopes, atusándose con maquinal gesto su apelmazada y rala barbita, contemplaba con deleite el cuadro de la sencilla vida del lugarejo. Sacudiéndose la pereza, llegó incluso a espantar con el látigo a unos gorriones que habían entablado reñida pelea bajo las ruedas del carricoche, pero, al pasar frente al patio de Antip Grach, aspiró el perfume del pan caliente y los incitantes efluvios de las hojas de col en que las mujeres de Gremiachi Log solían meterlo en el horno, y, al recordar que llevaba casi un día sin probar bocado, sintió tal hambre, que su boca desdentada se le hizo agua y el estómago le pidió pitanza con angustioso y molesto hormigueo.

El abuelo Schukar hizo torcer a los potros por una calleja y tiró hacia su casa, con el propósito de comer algo antes de ir a la stanitsa. Ya desde lejos vio que la chimenea no echaba humo y sonrió, contento y satisfecho: «Mi vieja ya tiene preparada la comida, estará descansando. Vive conmigo como una gran duquesa, sin duelos ni demás quebrantos por el estilo…»

Necesitaba muy poco el abuelo Schukar para, de golpe y porrazo, pasar del descontento y las reflexiones melancólicas a un estado de bonachona complacencia. ¡Tal era la ingenua puerilidad de su carácter! Mientras tiraba perezoso de las riendas, iba meditando: «¿Y por qué vive sin preocupaciones, como una avecica de los cielos? La cosa está clara: gracias a mí. No hice mal en matar la ternera este invierno, bien la sabe Dios. Sin la ternera, mi vieja vive que es un primor. Apenas ha hecho el guiso, ¡a dormir se ha dicho! Si no llego a matarla, la ternera sería ya vaca: levántate entre dos luces, ordeña a la maldita y llévala al rebaño, para que a mediodía se desmande, le dé por huir de los tábanos y se presente en casa como dos y dos son cuatro. Vuelve a llevada a la vacada, prepárale forraje para el invierno, límpiale el establo, cúbrelo de cañas o de paja… ¡Una aburrición! Y lo de quitar de en medio todas las ovejas estuvo aún mejor. Llévalas a pastar y ten el corazón en un puño por lo que les pueda ocurrir a las condenadas: si se descarriarán, si se las comerá el lobo. No me da la gana de pasar malos ratos por semejante inmundicia. Ya he sufrido bastante en mi larga vida: debo tener el corazón lleno de agujeros, como un peal viejo. ¿Que no tenemos un lechón?, pues muy bien. ¿Para qué diablos lo quiero? En primer lugar, cuando como demasiado tocino me da ardor y, además, ¿con qué lo iba a mantener ahora si no me quedan ni dos puñados de harina? Estaría muriéndose de hambre y sacándome de quicio con sus chillidos… Además, el cerdo es un animal muy enclenque: o te lo tumba la peste o se le pega cualquier otro sarpullido. El que cría un cochino ya sabe que se le morirá en cuanto se descuide. Y no hablemos de lo que hieden, no hay quien pare en casa, no se puede ni respirar. Ahora, como despaché al lechón, todo es aire puro a mí alrededor, huele a hierbecita, a hortalizas, a cáñamo silvestre y otras plantas por el estilo. Me gusta, pecador de mí, el aire puro. ¡Maldito sea mil veces el lechón ese o cualquier cerdo! ¡Qué necesidad tengo de atormentarme como un mártir por culpa suya! En nuestro corral se pasean dos gallinitas limpitas y un gallo muy cuidadoso. Mi vieja y yo, para lo que nos queda de vivir, tenemos de sobra con esos animales. Que la gente joven se enriquezca, a nosotros la riqueza no nos hace falta. Y Makar aprueba mi conducta: «Abuelo —me dijo—, ahora eres un prolitariado puro, has hecho muy bien renunciando a la pequeña propiedad». A lo que yo le contesté con un suspiro que me salió del alma: «Quizá sea muy agradable figurar como prolitariado, pero no estoy conforme con pasarme la vida a pan y cebolla. Vaya con Dios el prolitariado, pero si por los trudodiéns no dan carne o, por ejemplo, tocino, para alegrar la olla, puede ocurrirme muy sencillamente que estire la pata este invierno. ¿De qué me servirá entonces el título de prolitario? Aguardaré al otoño para ver lo que reporta el trudodién, y si no me convence, me volveré pequeño propietario en menos que canta un gallo».

El abuelo Schukar entornó los ojos, pensativo, y prosiguió en voz alta:

—¿Por qué pecados mortales nos ha tocado una vida tan aperreada? Todo marcha de modo nuevo, dando botes incomprensibles, haciendo piruetas como un buen bailarín…

Ató los potros a la empalizada, abrió la vetusta puertecilla y avanzó hacia la casa por el sendero cubierto de maleza, con paso lento y parsimonioso, como un verdadero hacendado.

La cocina se hallaba en penumbra, y la puerta del dormitorio estaba cerrada. El abuelo Schukar dejó sobre un banco su grasienta gorra, aplastada como una oblea, y el látigo, del que por culpa de Trofim no se separaba ni un instante, miró en derredor y, por si acaso, gritó:

—¡Vieja! ¿Estás viva?

Una voz desmayada le contestó desde el dormitorio:

—Apenas… Estoy en cama desde ayer sin levantar cabeza. Me duele todo, no tengo fuerzas, y no hago más que tiritar, no entro en calor ni con la pelliza encima… Seguro que me han dado unas fiebres… y tú, ¿a qué vienes, viejo?

Schukar abrió la puerta de par en par y se detuvo en el umbral.

—Me marcho ahora mismo a la stanitsa, he venido a tomar antes un bocado.

—¿Qué vas a hacer allí?

Schukar, dándose importancia, se ordeñó la barbita y, como quien no quiere la cosa, respondió:

—Me espera una comisión muy seria, voy por el agrimensor. El camarada Davídov me ha dicho: «Si no lo traes tú, abuelo, no lo trae nadie». Es el único agrimensor en todo el distrito, Shportnói se llama. Nos conocemos y, tratándose de mí, vendrá sin falta.

Después de estas explicaciones, el abuelo adoptó un tono de lo más prosaico para decir:

—Dame algo de comer, que el tiempo apremia.

La vieja arreció en sus lamentos:

—¡Pobrecito mío! ¿Qué te voy a dar? Hoy no he hecho comida, ni encendido el horno. Anda, cógete unos pepinitos en el huerto, y en el sótano tienes leche agria. Ayer me la trajo la vecina.

El abuelo Schukar escuchó a su fiel esposa con manifiesto desdén y acabó por soltar un bufido de indignación:

—¿Pepinos frescos y encima leche agria? ¡Tú estás mal de la cabeza, vieja astrolabia! ¿Quieres que pierda toda mi autoridad? Ya sabes que ando muy mal del vientre, y con esa comida, en el camino me darán definitivamente retortijones. ¿Qué voy a hacer entonces en la stanitsa? ¿Llevar los pantalones bajo el brazo? Y como no me puedo separar ni un paso de los caballos, ¿qué salida tengo? ¿Perder los restos de mi autoridad en medio de la calle? ¡Muy agradecido! Cómete tus pepinos y rocíalos con leche agria, que yo no me arriesgo. Mi cargo no admite bromas, soy el cochero del mismísimo camarada Davídov y no debo rebajarme a arriesgar con tus pepinillos. ¿Comprendes, vieja potecaria?

La vetusta cama de madera en que yacía la anciana crujió sospechosamente, y el abuelo Schukar se puso en guardia por instinto. Antes de que él terminara su filípica, se operó en la mujer una transformación asombrosa. Saltó de la cama, se puso en jarras, llena de indignación y energía, y su voz, tan desmayada poco antes, adquirió un sonido casi metálico cuando, ladeándose con garbo el arrugado pañuelo que le cubría la cabeza, pasó a la ofensiva:

—¿Y qué querías tú, viejo tarugo? ¿Qué te sirviese unas sopas con carne? ¿O se te han antojado unos pastelitos de hojaldre? ¿De dónde voy a sacarlo, si en la despensa no hay más que ratones y aun ellos se mueren de hambre? Y, ¿hasta cuándo me vas a estar insultando con palabrotas raras? ¿Quién te ha dicho que soy una astrolabia y una potecaria? Makar Nagúlnov te ha enseñado a leer librejos indecentes, y tú, imbécil, tan contento. Soy una mujer honesta, me he portado honradamente contigo toda mi vida, moco verde, y ahora, a la vejez, ¿no sabes cómo llamarme?

Como las cosas tomaban un sesgo inesperado y peligroso para él, Schukar optó por replegarse hacia la cocina y, mientras reculaba velozmente, dijo conciliador:

—Bueno, bueno, no te enfades, vieja. No son insultos, son palabras cariñosas a lo científico. Lo mismo da «vidita mía» que astrolabia. En el habla corriente se dice: «querida mía», y a lo libresco resultapotecaria. Vive Dios que no miento, así lo pone en un libraco que me ha endilgado Makar, lo he leído con mis propios ojos. Y tú no sé qué diablos has pensado. ¡Ahí tienes la liquidación completa del analfabetismo! Te hace falta estudiar como yo lo hago, y entonces podrás también soltar de tu cuerpo cualquier palabra, ¡la pura verdad!

Había tanta fuerza de convicción en su voz, que a la vieja se le pasó el berrinche, pero, mirando todavía con recelo a su marido, suspiró:

—Ya no estoy en edad de estudiar, y no tiene sentido. Y tú, viejo hurón, a ver si hablas en tu lengua, que la gente te toma por tonto y se te ríe en las barbas.

—La risa va por barrios —replicó amostazado el abuelo Schukar, pero dejó la discusión.

Desmenuzó con lentitud y meticulosidad un cacho de pan duro en un tazón de leche agria y se puso a comer despacio, con buen apetito, mirando al mismo tiempo por la ventana. «¿Para qué diantre voy a ir corriendo a la stanitsa? Las prisas hay que dejarlas para cuando se está muriendo alguien y es menester administrarle el santo óleo. Shportnói es agrimensor y no pope, y Davídov no piensa en morirse ni por lo más remoto, ¿para qué, pues, voy a darme la gran prisa? Al otro mundo todos llegaremos a tiempo, nadie ha tenido que hacer cola para diñarla… Así que ahora salgo del caserío, me meto por alguna quebrada para que no me vea ni un alma, me hincho de dormir, y que los potros se distraigan mordisqueando la hierba. Al caer la tarde me presento en la brigada de Dubtsov, la Kupriánovna me dará de cenar sin falta, y, luego, con la fresca, anochecido, me planto en la stanitsa. Si Davídov se entera —no lo quiera Dios—, le soltaré cuatro verdades bien dichas: «Exterminad a ese maldito chivo vuestro, a Trofim, y entonces no me dormiré en el camino. Se pasa toda la noche haciendo cabriolas en el heno, a mi lado mismo. ¿Cómo voy a descansar? Lo único que hago es ponerme malo».

Alegre ante la grata perspectiva de visitar la brigada de Dubtsov, el abuelo Schukar se sonrió, pero la vieja se las ingenió para ponerle de mal humor.

—¿Qué haces ahí rumiando como un paralítico? Si te han dicho que vayas, vete cuanto antes y no remolonees, que pareces un escarabajo pelotero escarbando en el estiércol. ¡Y olvida esas necias palabras de los libros y no me las vuelvas a decir, porque te voy a medir las costillas con una vara, viejo chocho!

—El palo es un arma de dos filos —murmuró nebuloso el abuelo Schukar.

Pero, al observar las arrugas que la cólera ponía en el rostro de su ama y señora, apuró la leche de golpe y dijo a guisa de despedida:

—Acuéstate, amor mío, no te levantes sin necesidad y que te hagan buen provecho las calenturas. Bueno, yo me voy.

—Anda con Dios —le dijo bastante desabrida la vieja, y le volvió la espalda.

Desde el caserío hasta el comienzo de la Barranca Bermeja —unos seis kilómetros—, el abuelo Schukar llevó los potros al paso. Dormitaba plácidamente, dando alguna cabezada que otra, y, rendido por el calor del mediodía, una vez estuvo a punto de caerse del carricoche. «Eh, amigo, te vas a partir el bautismo», pensó asustado, y torció hacia la barranca.

Poblaba la barranca una hierba de intensa fragancia, que llegaba hasta la cintura. De la parte alta serpenteaba por el lecho arcilloso el agua de un manantial. Era tan transparente y estaba tan fría, que incluso los potros la bebieron a pequeños y espaciados sorbos, dejándola pasar con cautela por entre los dientes. Junto al arroyuelo, la vegetación, umbrosa, esparcía su hálito fresco, y el sol, muy alto, no lograba caldear el agradable paraje. «¡Qué bendición!», murmuró Schukar, y desenganchó los caballos. Luego los trabó, los puso a pastar, extendió sobre el suelo, a la sombra de un endrino, su vetusto abriguillo, se tumbó de espaldas y, fijando en el pálido cielo azul, desteñido por el calor, sus ojuelos, igualmente azules y descoloridos por la vejez, se entregó a estos prosaicos pensamientos:

«Hasta la tarde no me sacan a mí de este hermoso sitio ni con una lezna. Dormiré a placer, calentaré al sol mis pobres huesecitos y, luego, iré a ver a Dubtsov y a probar sus gachas. Diré que no pude desayunar en casa y me darán de cenar, ¡como si lo estuviera viendo! Y, ya puestos, ¿por qué han de tener hoy en la brigada gachas sin carne o a lo sumo con alguna piltrafilla indecente y perseguida a cucharazos por todo el caldero? Sí, Dubtsov es un mozo de los que no ayunan en la siega. De fijo que ese zorro picado de viruelas no pasa ni un día sin carne. Aunque tenga que robar una oveja de cualquier rebaño ajeno, lo hará, con tal de poner bien de comer a sus segadores… Y, vamos, que no estaría mal zamparse unas cuatro libras de carne de cordero. Sobre todo, frita, con mucha grasa, o, en el peor de los casos, huevos con tocino hasta hincharse… Los varéniki[19] con crema de leche son también comida santa, mejor que cualquier comunión, sobre todo cuando te ponen muchos en el plato y luego te vuelven a echar hasta que parece aquello una montaña y menean tiernamente el plato para que la crema llegue hasta el fondo y cada varénik se empape de pies a cabeza. Y mejor aún, si en vez de un plato te los sirven en un cacharro hondo, para que la cuchara tenga dónde moverse»…

El abuelo Schukar nunca había sido glotón; sencillamente, tenía hambre. Rara vez había conseguido saciarla en su vida, larga y sin alegrías, y sólo en sueños se recreaba con los manjares que le parecían más suculentos. Unas veces soñaba con una buena ración de callos, otras se zampaba una enorme y esponjosa torta de harina, previamente enrollada y empapada en nata; o bien, quemándose los labios con la prisa, engullía, sin cansarse, una espesa sopa de fideos con menudillos de ganso… ¡Con qué no soñaría el pobre en esas noches interminables de los hambrientos! Por cierto, cada vez se despertaba triste, y en ocasiones incluso furioso. Solía decirse: «¿Por qué tendrá uno sueños tan disparatados, carne y más carne? Esta vida es burla. Dormido —ríete si quieres—, me atiborro de fideos hasta más no poder y el plato nunca se acaba. Despierto, la vieja me mete en los hocicos unas sopas de pan, mal rayo las parta a las malditas».

Después de estas razones se relamía los labios resecos hasta la hora del desayuno. Y durante éste, frugalísimo, suspiraba mustio y, manejando con desgana la cuchara mellada, sacaba distraídamente a flote los trocitos de patata que nadaban en la escudilla.

Tumbado bajo el endrino, aún estuvo cavilando largo rato qué le pondrían de comer en la brigada. Luego rememoró, intempestivamente, el atracón que se había dado cuando el entierro de la madre de Yákov Lukich, y desazonado del todo por el recuerdo de aquella comilona, volvió a sentir tales cornadas de hambre, que la somnolencia se le esfumó como por encanto, escupió de rabia, se limpió la barba, se acarició el vientre vacío y dijo:

—Un cachejo de pan y un jarrillo de leche agria. ¿Es eso alimento para un verdadero produtor como yo? Eso es aire, y no comida. Hace una hora tenía la barriga tirante como pandero de gitano. ¿Y ahora? Ahora se me ha pegado al espinazo. ¡Ay, Dios mío! Siempre pensando en el pan nuestro de cada día, en la forma de llenar la andorga; así se le escapa a uno la vida como el agua por entre los dedos y, cuando quieres darte cuenta, se te echa el fin encima… Parece que fue ayer la última vez que pasé por esta barranca. Los endrinos florecían a más y mejor, todo lo cubrían con sus matitas, blancas como la espuma. Cuando soplaba el viento, las florecitas, blancas y perfumadas, revoloteaban por la barranca como los copos de nieve en los días de ventisca. Abajo, el camino también se ponía blanco y olía mejor que esos untos que gastan las mujeres. Ahora, aquel color de la primavera ha desaparecido, ha muerto sin remedio. Así me ocurre a mí: a la vejez, de puro aperreada, mi vida se ha vuelto negra, y el pobre Schukar no tardará en estirar sus desgastados cascos. ¡No hay mas cáscaras, amigo…

Aquí terminaron las meditaciones lírico-filosóficas del abuelo. Apiadado de sí mismo, gimoteó un poco, se sonó las narices, se restregó con la manga de la camisa los ojos llorosos y se quedó transpuesto. Los pensamientos tristes siempre le daban sueño.

Fiel a su carácter, al dormirse sonrió de placer y entornó beatíficamente los ojos, pensando entre sueños: «Me da el corazón que en la brigada de Dubtsov habrá cordero fresco para la comida. Bueno, cuatro libras de una sentada no me comeré, se me calentó la boca al hacer el cálculo. Pero tres y hasta un poco más, ¡vaya si las despacho, sin respirar siquiera! ¡Saquen ustedes cordero a la mesa, que, seguramente, Schukar sabrá llevárselo a la boca sin fallar ni una sola vez, pierdan cuidado!»

A eso de las tres de la tarde, el calor llegó al colmo. Traído de Levante por un viento seco y abrasador, el bochorno invadió la Barranca Bermeja, y pronto no quedó ni rastro de su reciente frescor. Por añadidura, el sol, al desplazarse hacia Poniente, parecía perseguir al abuelo Schukar. Este dormía boca abajo, con la cabeza hundida en el abriguillo que, doblado, le servía de almohada. En cuanto los rayos solares comenzaron a cosquillear y luego ya a quemarle de firme la huesuda espalda, a través de su camisa llena de agujeros, se hizo a un lado, entre sueños, buscando la sombra. Al cabo de unos minutos, el enfadoso astro volvió a achicharrarlo sin piedad, y nuevamente tuvo que mudarse de sitio, arrastrándose sobre el vientre. En tres horas, sin llegar a despertarse, casi dio la vuelta, reptando como los soldados en la guerra, al arbusto aquel. Al fin, muerto de calor, con la cara hinchada y sudando a mares, se despertó, se sentó, miró al sol, protegiéndose los ojos con la mano, y pensó mohíno: «¡Vaya con el Ojo de Dios! ¡El me perdone, ni entre los matorrales te deja tranquilo! Me ha tenido mediodía dando vueltas alrededor de este arbusto, lo mismo que una liebre. Esto no ha sido sueño, sino puro suplicio. Debí acostarme debajo del carricoche, pero allí también me habría hallado el Ojo de Dios. ¡Ni el diablo se esconde de El en plena estepa!»

Entre carraspeos y suspiros, se quitó con mucha calma las abarcas, usadas hasta más no poder, se arremangó los pantalones y contempló sus flacas piernas, sonriendo sardónicamente y meneando compungido la cabeza. Luego se fue al arroyo para lavarse, para refrescarse la cara. Y desde aquel instante, amargas tribulaciones se abatieron en cadena sobre él…

No había hecho más que dar dos pasos, levantando mucho los pies, por el esparganio de la orilla, para llegar al centro del arroyo, donde el agua era más limpia, cuando notó que pisaba con el pie izquierdo algo escurridizo y frío. En el acto sintió un ligero pinchazo encima del tobillo. El abuelo sacó rápido del agua la pierna izquierda, sosteniéndose sobre la derecha, como una grulla en medio de un pantano. Pero al ver que a su lado se movían las hierbas y que en ellas se marcaba veloz un rastro zigzagueante, el rostro se le puso tan verde como las matas del esparganio, y los ojos casi se le salieron de las órbitas…

¿De dónde sacaría el viejo aquella agilidad? Fue como si de golpe recobrase su juventud, hacía tanto ida: en dos brincos se plantó en la orilla y, sentándose en una prominencia de tierra arcillosa, se puso a mirarse dos minúsculas motitas rojas que tenía en la pierna, ojeando medroso, de vez en cuando, el infausto arroyuelo.

Cuando se le pasó el primer susto, fue recobrando gradualmente el raciocinio, y entonces murmuró:

—Ya está, Dios mío, ya empieza esto… Todo es por los malditos signos de mal agüero. Ya le dije a ese cabezota de Davídov que no debía arriesgarme a ir hoy a la stanitsa. Pues que si quieres, se empeñó el hombre en que fuera en seguida. Y aquí estoy hecho la santísima. «Soy de la clase obrera», suele decir. Pero, ¿por qué será la clase obrera tan testaruda? ¡Cuando se le mete algo en la mollera, no te deja vivir hasta salirse con la suya! Te has salido con la tuya, hijo de perra, pero ¿qué hago yo ahora?

En aquel mismo instante tuvo el abuelo Schukar una idea salvadora: «Debo chuparme sin pérdida de tiempo la sangre de la herida. Lo que me ha picado es una víbora, no hay más que ver cómo se escurrió por la hierba. Un bicho decente, digamos una culebra, se arrastra despacito, sin apresurarse. La víbora, en cambio, lo mismo que un relámpago: ¡ris-ras! ¡Claro, se asustó al verme! Aunque, si bien se mira, ¿quién se ha asustado más, ella o yo?»

No era cuestión de ponerse a dilucidar el peliagudo asunto, la cosa urgía, y el abuelo, sin más dilación, se dobló, sentado como estaba, para aplicar los labios a la herida. En vista de que no llegaba, se agarró el pie con ambas manos y dio tal tirón, que el tobillo le crujió. Fue tan tremendo el dolor, que el viejo se desplomó de espaldas. Permaneció inerte unos cinco minutos. Luego se sobrepuso y probó con muchísimo cuidado a mover los dedos del pie izquierdo, «La picadura —se dijo desconcertado por completo— ha sido el comienzo, y esto es la continuación… En mi vida he visto que nadie se tuerza un pie por su voluntad. Si le cuento a alguien esta ocurrencia, no se lo creerá. «Trolas del abuelo Schukar», dirá. Ahora se ve a qué conduce despreciar los augurios… ¡Mal rayo le parta a Davídov! Se lo dije por las buenas, y nada. ¿Qué hago ahora? ¿Cómo engancho los potros?»

No había tiempo que perder. Schukar se incorporó poco a poco y probó a descansar sobre el pie izquierdo. Grande fue su alegría al comprobar que el dolor no era muy fuerte y que podía moverse, si bien con cierta dificultad. Cogió una pella de barro, la deshizo en la palma de la mano, la mezcló con saliva, se embadurnó esmeradamente la heridita y, renqueando, evitando descargar todo su peso en el pie mordido, se encaminó hacia donde pacían los animales. Pero de súbito, en la otra orilla del arroyuelo, a unos cuatro metros de donde él estaba, vio algo que hizo llamear sus ojos y temblar de furor sus labios: una pequeña culebra dormía plácidamente, enroscada, sobre un montoncillo de barro. Una culebra, no cabía duda. En su cabeza brillaban con pacífico fulgor las «gafas» color anaranjado…

El abuelo montó en cólera. Jamás fue su lenguaje tan patético y vehemente como en esta ocasión. Adelantó la pierna dolorida, extendió solemne una mano y salmodió con voz temblona:

—¡Gusano maldito! ¡Canalla de sangre de hielo! ¡Peste con gafas amarillas! ¿De modo que tú, insectadañina, te has atrevido a dar un susto de muerte a un productor de mis méritos? Yo, imbécil de mí, pensé que había sido una víbora decente. ¿Quién eres tú, vamos a ver? ¡Una porquería que se arrastra por el suelo, y nada más! Si te piso otra vez, te pulverizo, no dejo ni rastro. Y eso es lo que haría, monstrua, tenlo por seguro, si no me hubiese desconcertado el pie por tu culpa.

El abuelo Schukar hizo un alto para tomar aliento y tragó saliva. La culebra, erguida su marmórea cabeza negra, parecía escuchar atentamente el discurso que por primera vez se le dirigía. Tras breve pausa, el viejo prosiguió:

—¿Qué haces ahí mirándome sin pestañear, con los ojos como dos platos, espíritu maligno? ¿Crees que esto va a quedar así? No, querida, ahora mismo voy a pagarte, hasta el último kopek, lo que te corresponde por tu trudodién de hoy. Vamos con la adaptación que nos ha salido. Te voy a dar tal trastazo que no van a quedar de ti más que las colunatas, ¡eso es la pura verdad!

El abuelo Schukar dirigió al suelo su mirada iracunda y, entre las piedrecillas arrastradas por las aguas vernales desde la cresta de la Barranca Bermeja, vio un pedrusco liso y redondo. Sin acordarse de lo de la pierna, dio audazmente un paso. Un intenso dolor en el tobillo le hizo caer de costado, vomitando maldiciones, pero no soltó el pedrusco.

Cuando se levantó entre gemidos y jadeos, la culebra había desaparecido. Como si no hubiese existido jamás. Como si se la hubiese tragado la tierra. Schukar soltó la piedra y se encogió de hombros estupefacto:

—¡Qué brujería! Es para volverse tarumba. ¿Dónde se habrá metido esa anticrista? Para mí que se ha vuelto al agua. La mala suerte viene por rachas. Y me parece que la cosa no terminará aquí. No debí, tonto de mí, ponerme a platicar con ella; debí agarrar el pedrusco y chafarle la cabeza al primer golpe. Precisamente la cabeza, porque no hay otra forma de matar a este bicho; además, el segundo golpe podía fallarlo, ¡eso es la pura verdad! Pero, ¿a quién voy a zumbar ahora, si esa creatura del infierno se ha desvanecido? Esa es la cuestión…

El abuelo permaneció todavía un rato junto al arroyo, rascándose el cogote, y, luego, se encogió desesperado de hombros y fue cojeando a enganchar los potros. Hasta que no estuvo a bastante distancia, volvió la cabeza varias veces, como el que no quiere la cosa…

…Soplaba el viento, y la estepa respiraba poderosa y acompasadamente, con toda la fuerza de sus anchos pulmones, el aroma embriagador y siempre tristón de la hierba segada. Los robledales que bordeaban el camino respiraban frescor y la fragancia sin vida, pero enervante, de la hojarasca. En cambio, las hojas viejas de los fresnos olían a juventud, a primavera y quizá un poco a violetas. Esta combinación de olores hace siempre que el hombre corriente sienta cierta tristeza y hasta miedo, sobre todo cuando se encuentra a solas con sus pensamientos… Pero el abuelo Schukar no era de ésos. Con la pierna enferma, bien acomodada en el abrigo, doblado especialmente para el caso, y la otra colgando fuera del carricoche, sonreía de oreja a oreja con su boca sin dientes, entornaba satisfecho sus ojuelos, descoloridos por la edad, y su naricilla, despellejada y roja, se dilataba sin cesar, aspirando con avidez los aromas entrañables de la estepa madre.

¿Por qué no iba a estar contento de la vida? El dolor de la pierna se le estaba pasando, una nube traída del remoto Levante por el viento había tapado para rato el sol, y por la llanura, los oteros, los túmulos y las barrancas se extendía una densa sombra lilácea, se respiraba mejor, y en perspectiva tenía el anciano una opípara cena… Podréis decir lo que queráis, mas, por el momento, el abuelo Schukar no vivía tan mal…

En la cresta de la colina, apenas se divisaron a lo lejos la caseta y el campamento de la segunda brigada, Schukar detuvo a los potros, que trotaban cansinos, y se apeó del carricoche. Seguía notando en el tobillo un dolor sordo y persistente, pero podía mantenerse más o menos bien sobre ambos pies, y resolvió: «Voy a hacerles ver que no es un aguador quien llega, sino nada menos que el cochero de la administración del koljós. Ya que llevo en mi coche al camarada Davídov, a Makar y a otros jefes importantes, debo guiar de manera que aun a distancia se mueran de envidia».

Entre palabrotas y lamentos, paró los potros, que barruntaban próximo el descanso nocturno, se puso de pie en el vehículo, sacando el pecho, las piernas muy abiertas, tiró de las riendas y arreó con bizarros gritos a las bestias. Los potros arrancaron al trote largo. Al bajar la cuesta redoblaron su brío, y pronto el viento infló como una vela la camisa del abuelo, pero éste continuaba pidiéndoles velocidad y, con el rostro crispado por el dolor que sentía en la pierna, blandía el látigo gallardamente y gritaba con aguda vocecilla: «¡Hala, valientes, no perdáis el tipo!»

El primero en verle fue Agafón Dubtsov, que se encontraba junto al campamento.

—No sé quién diablos viene ahí guiando de pie, como los de Táurida. Mira tú, Priánishnikov, quién viene a vernos.

Priánishnikov, desde lo alto del almiar que estaban formando, gritó alegre:

—La brigada de agitación y propaganda: el abuelo Schukar.

—Nos llega muy a punto —sonrió contento Dubtsov—. Ya nos estábamos consumiendo de aburrimiento. El viejo cenará con nosotros, y quedamos en esto, hermanos: hasta que amanezca, no sale de aquí…

Con estas palabras sacó su zurrón de debajo de la caseta, lo abrió y se guardó en el bolsillo un cuartillo de vodka ya empezado.