Capítulo XVII

Después de haber puesto tan difícilmente en camino al abuelo Schukar, Davídov decidió ir a la escuela con el fin de ver allí mismo qué podía hacerse para que el local estuviese bonito y acogedor el domingo. Además, quería acordar con el director qué materiales se necesitaban para arreglar la escuela y en qué fecha podrían iniciarse las obras, para darles fin, sin prisas y a conciencia, antes del comienzo del año escolar.

Sólo en los últimos días se había dado perfecta cuenta de que se acercaba el período de mayor trabajo desde que llegara a Gremiachi Log. Aún no habían acabado de segar la hierba y ya se echaba encima la recolección de los cereales: el centeno otoñal sazonaba a ojos vistas, y otro tanto sucedía con la cebada. Los campos koljosianos de girasoles y de maíz, inmensos en comparación con las parcelas individuales, se cubrían de maleza y pedían a gritos una escarda. Ya estaba al caer la siega del trigo.

Antes de recoger la cosecha quedaba mucho por hacer: llevar al caserío la mayor cantidad de heno posible, preparar las eras para la trilla, juntar en un mismo sitio los graneros que habían pertenecido a los kulaks y reparar la única trilladora de vapor que tenía el koljós. Además, pesaba sobre Davídov un sinnúmero de preocupaciones, grandes y pequeñas, cada una de las cuales exigía una atención permanente e insomne.

Haciendo crujir los viejos peldaños de madera, Davídov subió a la ancha terracilla de la escuela. Una niña de unos diez años, descalza, llenita como un rollo de manteca, se apartó de la puerta para dejarle paso.

—¿Estudias aquí, querida? —le preguntó cariñoso Davídov.

—Sí —contestó ella bajito, mirándole de pies a cabeza sin azorarse.

—¿Dónde vive el director?

—No está en casa. Ha ido con su mujer a la otra parte del río, a regar las coles de su huerto.

—¡Qué mala suerte!… Y en la escuela, ¿hay alguien?

—Nuestra maestra, Liudmila Serguéievna.

—¿Qué hace aquí a estas horas?

La niña sonrió:

—Está con los chicos atrasados. Todos los días se ocupa con ellos después de comer.

—Vaya, que les echa una mano.

La niña asintió con la cabeza.

—Eso está bien —aprobó Davídov y entró en el vestíbulo en penumbra.

Desde el fondo del largo pasillo llegaban voces infantiles. Sin apresurarse, fue inspeccionando las aulas vacías. En la última, por la puerta entreabierta, vio a una decena de chicos sentados con holgura en la primera fila de pupitres, y junto a ellos, a la joven maestra, que, bajita, menuda y delgada, con el pelo rubio, rizado y muy corto, más bien parecía una niña muy espigadita.

Llevaba Davídov mucho tiempo sin cruzar el umbral de una escuela, y, ahora, junto a la puerta del aula, estrujando en la mano izquierda la gorra descolorida por el sol, experimentó una sensación extraña. El instantáneo recuerdo de los lejanos años de infancia despertó en su alma el antiguo respeto por la escuela, una imprecisa y dulce emoción…

Empujó la puerta con timidez, carraspeó, no porque le picase la garganta, y se dirigió en voz baja a la maestra:

—¿Se puede?

—Adelante —le respondió una vocecita fina, juvenil.

La maestra se volvió hacia él, enarcó las cejas con asombro, pero, al reconocerle, dijo confusa:

—Pase, por favor.

Davídov hizo una torpe inclinación.

—Buenas tardes. Perdone que la moleste, sólo es un momento… Quería ver también el aula, se trata de la reparación de la escuela. Puedo esperar.

Los niños se pusieron en pie y contestaron embarulladamente al saludo de Davídov, que, mirando a la muchacha, pensó: «Parezco uno de aquellos ricachones del patronato escolar que tan estirados se ponían cuando iban de inspección… He asustado a la maestra, se ruboriza. ¿Para qué me habré dejado caer por aquí a esta hora?»

La muchacha se aproximó:

Pase, camarada Davídov, tenga la bondad. Dentro de unos minutos termino la clase. Siéntese. ¿O prefiere que llame a Iván Nikoláievich?

—¿Quién es Iván Nikoláievich?

—Nuestro director, Iván Nikoláievich Shpin. ¿No le conoce usted?

—Sí, le conozco. No se preocupe, esperaré. ¿Puedo estar aquí mientras les toma la lección?

—Por supuesto. Siéntese, camarada Davídov.

La joven lo miraba, hablaba con él, pero no lograba sobreponerse a su turbación. Estaba tan violenta, que el rubor le cubría incluso todo el cuello y le ponía como la grana las orejas.

¡Aquello no podía soportarlo Davídov! Y no lo podía soportar por la simple razón de que en cuanto una mujer enrojecía en su presencia, le salían también los colores, y ello le hacía sentirse todavía más turbado y molesto.

Tomó asiento en la silla que le ofrecieron, junto a una mesita, y la muchacha retrocedió hacia la ventana y se puso a dictar, silabeando:

—Ma-má gui-sa… ¿Habéis terminado, niños? Gui-sa la co-mi-da. Después de «comida», punto. Repito…

Cuando hubieron escrito la frase por segunda vez, los chiquillos, curiosos, pusieron la vista en Davídov. Este se pasó con fingido empaque la mano por el labio superior, atusándose unos imaginarios bigotes, e hizo un guiño amistoso a los chicos. Ellos sonrieron. Empezaban a entablarse buenas relaciones, pero la maestra dictó otra frase, silabeando como de costumbre, y los niños se inclinaron sobre sus cuadernos.

En el aula olía a sol y a polvo, a ese aire viciado de los locales que se ventilan poco. Las lilas y las acacias que se apretujaban junto a las ventanas no daban frescor. El viento movía las hojas. Unas manchas de sol se deslizaban por las tablas del piso, que estaban sin pintar.

Davídov, fruncido el entrecejo, echaba cuentas: «Se necesitan, como mínimo, dos metros cúbicos de tablas de pino para arreglar el piso. Los marcos de las ventanas son buenos. Hay que ver en qué estado se encuentran las contravidrieras, si es que las hay. Comprar un cajón de cristales. Seguro que no tienen ni una hoja de reserva, y es imposible que los chicos no rompan cristales, ¡la pura verdad! Estaría bien conseguir albayalde: ¿cuánto hará falta para pintar techos, jambas, ventanas y puertas? Concretar con los carpinteros. La terracilla hay que entarimarla de nuevo. Podemos hacerlo con madera nuestra, se sierran dos sauces, y listo. Las obras nos costarán un pico… La leñera, techarla otra vez con paja. Mucho es lo que hay que hacer, ¡eso es la pura verdad! En cuanto terminemos con los graneros, enviaré aquí a toda la brigada de carpinteros. No estaría de más repintar el tejado… Pero, ¿de dónde sacar el dinero? Para la escuela lo conseguiré, aunque me cueste la cabeza. ¡La pura verdad! Pero no habrá necesidad de eso: vendemos una pareja de bueyes defectuosos, y dinero al canto. Lo que ocurre es que tendré que librar una batalla por esos bueyes con el Soviet del distrito, de lo contrario, no hay nada que hacer… Y no lo pasaré muy bien si los vendo por debajo de cuerda. De todas maneras, me arriesgaré. ¿Será posible que Nesterenko no me apoye?»

Sacó el cuaderno de notas y escribió: «Escuela. Tablas, clavos, un cajón de cristales, pintura verde para el tejado. Albayalde. Aceite de linaza…»

Estaba acabando de escribir la última palabra, fruncido el ceño, cuando una bolita de papel mascado, disparada a través de un canuto, se le pegó a la frente con suave chasquido. Davídov dio un respingo. En aquel instante, uno de los niños sofocó una risotada, tapándose la boca con el puño. Una risita retozó por los bancos.

—¿Qué pasa? —inquirió severa la maestra.

Un silencio compacto fue la contestación.

Después de despegarse la bolita, Davídov, sonriendo, lanzó una fugaz ojeada a los niños: cabecitas rubias, castañas, morenas, se inclinaban sobre los pupitres, pero ninguna manita atezada se movía para trazar una letra…

—¿Habéis terminado? Vamos con la frase siguiente…

Davídov aguardaba con impaciencia, sin apartar de las agachadas cabecitas los ojos reidores. Uno de los chicos levantó despacito, furtivamente, la cabeza, y Davídov vio que tenía frente a sí a un viejo conocido: era Fedotka Ushakov, al que había encontrado una vez en el campo, en primavera. El chico le miraba con sus estrechos ojuelos, curvando los labios en amplia e irrefrenable sonrisa. Al ver la pícara expresión de su rostro, Davídov estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se contuvo, arrancó presuroso una hoja limpia de su cuaderno de notas, se la metió en la boca y se puso a mascarla, sin perder de vista a la maestra y haciéndole un travieso guiño a Fedotka. Este le devoraba con la vista, mas, para ocultar su sonrisa, se tapaba la boca con la mano.

Recreándose con la ansiedad del chico, Davídov amasó con meticulosidad y lentitud una bolita de papel, se la puso sobre la uña del pulgar de la siniestra y cerró el ojo izquierdo para tomar puntería. Fedotka abultó los carrillos y escondió medroso la cabeza entre los hombros: la bolita aquella era de respetables dimensiones… Cuando Davídov, aprovechando un momento propicio, se la tiró, con ligera pulgarada, Fedotka se agachó tan impetuoso que dio un ruidoso testarazo en el pupitre. Acto seguido se irguió, clavó en la maestra los ojillos, muy abiertos, asustados, y se frotó la frente, enrojecida. Davídov, estremeciéndose de silenciosa risa, apartó la mirada y, como era su costumbre, se tapó la cara con las manos.

Por supuesto, era aquello una chiquillada imperdonable. Debía tener presente dónde se encontraba. Cuando recobró la serenidad, miró de reojo, con sonrisa culpable, a la maestra, pero vio que también ella, vuelta hacia la ventana, intentaba disimular la risa: sus hombros delgaditos temblaban, y la mano con que apretaba el pañuelo acudía en auxilio de los ojos, para enjugar las lágrimas.

«Vaya un grave inspector que estoy hecho… —pensó Davídov—. He estropeado toda la clase. Hay que largarse de aquí».

Puso una cara muy seria y miró a Fedotka. El niño, inquieto como el azogue, rebullía impaciente, le mostró con un dedo la boca y separó los labios. Donde había tenido una mella asomaban dos paletas blanquísimas, nacaradas, todavía en crecimiento, con unas sierrecitas tan simpáticas en los bordes, que Davídov sonrió sin querer.

Era un descanso para él contemplar los rostros infantiles y las cabecitas inclinadas sobre los pupitres. Inconscientemente, recordó que hacía mucho, muchísimo tiempo, lo mismo que el vecino de banco de Fedotka, tenía la costumbre de agachar mucho la cabeza cuando escribía o dibujaba y de sacar la lengua como si quisiera ayudarse con ello en el arduo trabajo. Y de nuevo, igual que le había sucedido en la primavera, cuando entabló conocimiento con Fedotka, pensó suspirando: «Vosotros viviréis mejor, pajarillos, ya ahora vivís mejor. ¿Para qué he luchado yo, si no para eso? Para que no paséis las calamidades que tuve que pasar yo de pequeño».

El propio Fedotka le sacó de su ensueño. Moviéndose en el banco como si tuviera charnelas, llamó la atención de Davídov y, por medio de insistentes gestos, le preguntó por su propio diente. Davídov esperó a que la maestra estuviese de espaldas y, abriendo los brazos con abatimiento, le mostró la encía. Al ver la misma mella de siempre, Fedotka sofocó una risotada con la mano y luego sonrió jactancioso. Todo su porte de triunfador decía con más elocuencia que cualquier discurso: «¿Ves cómo te he ganado? A mí me han salido los dientes, y a ti, no».

Pero al cabo de unos instantes sucedió algo que Davídov, incluso mucho después, no podía recordar sin estremecerse. Fedotka, embalado en las travesuras, quiso hacer que Davídov se fijase otra vez en él y dio un golpecito en el pupitre. Cuando Davídov le miró distraídamente, el niño se echó hacia atrás con aires de importancia, metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó, para volver a esconderla en seguida, una granada de mano. Todo fue tan rápido, que, en el primer momento, Davídov no hizo sino parpadear atónito: lívido se puso después…

«¿Dónde la habrá encontrado? ¿Y si tiene puesto el detonador? Un simple golpe contra el asiento, y entonces… ¡Oh, diablo!, ¿qué hacer?» —pensó horrorizado, cerrando los ojos y sin darse cuenta de que un sudor frío le perlaba la frente, la barbilla y el cuello.

Había que hacer algo inmediatamente, pero, ¿qué? ¿Levantarse y tratar de quitarle por la fuerza la granada? ¿Y si el niño se asustaba, intentaba zafarse y se le ocurría lanzarla, sin saber que aquello sería su muerte y la muerte de otros?… No, no debía proceder así. Davídov desechó sin vacilar esta variante. Con los ojos todavía cerrados se torturaba buscando una salida, espoleaba su pensamiento, pero la imaginación, siempre despierta, le pintaba, a despecho de su voluntad, el llamarazo amarillo de la explosión, un alarido espeluznante, los cuerpos infantiles destrozados…

Sólo entonces notó que las gotas de sudor se deslizaban con lentitud por su frente, le bordeaban los párpados y le producían cosquillas en los ojos. Al ir a sacar el pañuelo del bolsillo, su mano tropezó con un cortaplumas que le regalara, muchos años antes, un viejo amigo suyo. Davídov vio el cielo abierto: con la mano derecha sacó el cortaplumas, con la izquierda se enjugó el copioso sudor que bañaba su frente, y luego se puso a dar vueltas a la navajita y a contemplada como si no la hubiese visto nunca. Al propio tiempo, miraba a Fedotka con el rabillo del ojo.

La navajita era vieja y estaba gastada; en cambio, sus cachas de nácar brillaban opacas al sol y, además de dos hojas, destornillador y sacacorchos, tenía unas tijeritas magníficas. Davídov exhibió uno tras otro todos aquellos tesoros, al tiempo que lanzaba breves miradas a Fedotka. Este se había quedado embelesado. Aquello no era un cortaplumas, sino una verdadera maravilla. Y cuando Davídov arrancó una hojita de su cuaderno de notas y recortó en un momento con las tijeras una cabeza de caballo, el entusiasmo del niño no tuvo límites.

La clase no tardó en terminar. Davídov se acercó a Fedotka y le preguntó con un susurro:

—¿Has visto la navajita?

Fedotka tragó saliva y asintió con la cabeza. Davídov se agachó y dijo en voz baja:

—¿Quieres que cambiemos?

—¿Qué vamos a cambiar? —bisbiseó Fedotka.

—La navaja por el cacho de hierro que tienes en el bolsillo.

El chico aceptó con tan rotundos movimientos de cabeza, que Davídov hubo de sujetarle por la barbilla. Le puso en la mano el cortaplumas y tomó con suma precaución la granada. Esta no tenía detonador, y Davídov, jadeante de emoción, se irguió.

—¿Qué secretos se traen ustedes? —sonrió, al pasar junto a ellos, la maestra.

—Somos viejos amigos y llevábamos mucho sin vernos. Excúsenos, Liudmila Serguéievna —dijo con respeto Davídov.

—Me ha gustado que asistiera a una de mis clases —pronunció ruborosa la joven.

Sin notar su turbación, Davídov le rogó:

—Dígale al camarada Shpin que esta tarde venga a verme a la administración y que antes calcule qué obras necesita la escuela y piense en el presupuesto. ¿De acuerdo?

—Está bien, se lo diré. ¿No volverá usted por aquí?

—Cuando tenga un momento libre, me acercaré sin falta, ¡eso es la pura verdad! —prometió Davídov, y, sin aparente nexo con lo que hablaban, le preguntó: —¿Dónde se aloja usted?

—En casa de la abuela Agafia Gavrílovna. ¿Sabe quién es?

—Sí. ¿Qué familia tiene usted?

—Mi madre y dos hermanitos. Viven en Novocherkassk. Pero, ¿por qué me pregunta todo esto?

—Debo conocer algo de su vida, ¿no es cierto? Pero no tema, no le preguntaré por sus secretillos —bromeó Davídov para eludir una respuesta.

Junto a la terracilla, los chicos se agolpaban alrededor de Fedotka para ver la navaja. Davídov llamó aparte al feliz propietario e inquirió:

—¿Dónde encontraste tu juguete, Fedot Demídovich, en qué sitio?

—¿Quieres que te lo enseñe, tío?

—¡Pues claro!

—Vamos. Pero ahora mismo, porque después no tendré tiempo —propuso muy serio Fedotka.

Cogió por un dedo a Davídov y, muy orgulloso de servir de guía no a un tío cualquiera, sino al mismísimo presidente del koljós, echó a andar con aires de persona mayor calle adelante, volviendo de vez en cuando la cabeza hacia sus amiguitos.

Iban los dos sin mucha prisa, cruzando cortas frases.

—¿No te volverás atrás? —preguntó Fedotka, adelantándose un poco y mirándole a los ojos con inquietud.

—¡Qué va! Lo hecho, hecho está —le tranquilizó Davídov.

Durante unos cinco minutos anduvieron muy serios y callados, como cuadra a los hombres, pero Fedotka no pudo aguantar el silencio, y, sin soltar el dedo, volvió a adelantarse y dijo comprensivo, al tiempo que miraba a Davídov de abajo arriba:

—¿No te da lástima quedarte sin la navaja? ¿No te duele el cambio?

—¡Ni chispa! —respondió categórico Davídov.

Prosiguieron su camino silenciosos. Mas, al parecer, algún gusanillo roía el pequeño corazón de Fedotka. Por lo visto, el chico consideraba que el trueque era muy desventajoso para Davídov, pues, tras una larga pausa, le dijo:

—¿Quieres que te dé de propina mi honda? ¿La quieres?

Con un desinterés absurdo y sorprendente para Fedotka, Davídov rehusó:

—No, ¿para qué? Quédatela tú. Hemos cambiado pelo a pelo, ¡la pura verdad!

—¿Cómo «pelo a pelo»?

—Bueno, pieza por pieza, ¿entendido?

No, Fedotka no entendía bien del todo. Una ligereza como la que aquel tío mayor había evidenciado en el trueque le asombraba muchísimo, hasta le daba que pensar… Un cortaplumas hermoso, que brillaba al sol, por un hierro redondo que no valía para nada… ¡Allí había gato encerrado!

Pasaron unos instantes, y Fedotka, movido por su espíritu práctico, hizo, sin detenerse, una nueva oferta:

—¿No quieres la honda? Está bien. ¿Y si te doy, además, las tabas, qué? ¿Sabes qué tabas tengo? Casi nuevas, míralas.

—Tampoco me hacen falta tus tabas —rehusó Davídov entre un suspiro y una sonrisa—. Si me quitasen veinte años y pico de las costillas, no les diría que no, amiguito. Yo mismo te las hubiera sacado lindamente, pero ahora no te preocupes, Fedot Demídovich. ¿Qué te desazona? La navaja es tuya por los siglos de los siglos, ¡la pura verdad!

Otro silencio. Y a la vuelta de unos minutos, otra pregunta:

—Tío, y esa bola de hierro que te he dado, ¿de qué es? ¿De una aventadora?

—¿Dónde la encontraste?

—En el pajar adónde vamos, debajo de una aventadora. Hay allí una aventadora vieja, volcada, toda rota, y el hierro ese estaba debajo. Jugábamos al escondite, y me metí allí, vi la bola y la cogí.

—Entonces es una pieza de la aventadora. ¿No viste un palito de hierro por allí cerca?

—No, no había nada más.

«Gracias a Dios —pensó Davídov—, porque habrías armado tal revoltijo, que ni en el otro mundo lo desenredaban»

—Esa pieza de la aventadora, ¿te hace mucha falta? —se interesó Fedotka.

—Muchísima.

—¿Para la hacienda, para otra aventadora?

—Pues claro.

Tras breve pausa, Fedotka sentenció con voz grave:

—Si hace falta en la hacienda, no te duela, has hecho un buen cambio. Ya te comprarás otra navaja.

Al llegar a esta conclusión, Fedotka, tan sensato para sus pocos años, sonrió tranquilo. La conciencia, por lo visto, había dejado de remorderle.

Ese fue, en suma, todo el diálogo que sostuvieron por el camino. Pero con él culminó la operación del canje de valores…

Davídov se había percatado ya, con certeza absoluta, de adónde le llevaba Fedotka, y cuando a la izquierda de una calleja se vislumbraron las dependencias que habían pertenecido al padre de Timoféi el Desgarrado, preguntó señalando un cobertizo con techo de cañas.

—¿Allí lo encontraste?

—¡Qué bien lo has adivinado, tío! —exclamó admirado Fedotka, y le soltó el dedo—. Ahora sabrás llegar tú solo. Yo me voy corriendo. Tengo mucha prisa.

Davídov le estrechó la manita al despedirse, como si fuera una persona mayor, y le dijo:

—Gracias, Fedot Demídovich, por haberme traído hasta aquí. Ven a casa, déjate ver, si no, te echaré de menos. Vivo solo, ¿sabes?…

—Está bien. Ya me acercaré algún rato —prometió condescendiente Fedotka.

Girando sobre un pie, el chico se metió dos dedos en la boca emitió un silbido estridente, por lo visto para llamar a sus amigos, y echó a correr con tal velocidad, que sus negros talones apenas si se entreveían en la nube de polvo del camino.

Sin entrar en casa de los Damáskov, Davídov se fue a la administración del koljós. En la habitación donde solía reunirse la Directiva, Yákov Lukich y el almacenero jugaban, medio a oscuras, a las damas. Davídov se sentó en la mesa y escribió en una hojita de su cuaderno de notas: «A Ostrovnov Ya. L., intendente del koljós: Despache a la maestra L. Egórova, a cuenta de mis trudodiéns, 32 kg de harina de trigo, 8 kg de mijo y 5 kg de tocino». Después de firmar, apoyó en el puño la barbilla, de recio contorno, y se quedó pensativo. Luego preguntó a Ostrovnov:

—¿Qué tal vive la joven esa, la maestra Liudmila Egórova?

—. Bastante mal —dijo escueto Ostrovnov, y avanzó una pieza.

—Acabo de estar en la escuela para lo de las obras. He visto también a la maestrita… Está delgada, se transparenta como las hojas de otoño. Come mal, de seguro. Que hoy mismo se le envíe a su patrona todo lo que he apuntado. ¡Sin falta! Mañana lo comprobaré, ¿oyes?

Dejando la nota sobre la mesa, se fue todo derecho a casa de Shali.

En cuanto hubo salido, Yákov Lukich revolvió las piezas en el tablero y, sin volver la cabeza, señaló con el dedo hacia la puerta, por encima del hombro:

—¿Habráse visto qué garañón? Empezó con Lushka Nagúlnova, después se lió con Varia Jarlámova, y ahora ya anda con la maestra. Y a todas sus zorras las mantiene a costa del koljós… Acabará arruinándonos, todo se lo llevarán las mujeres…

—A la Jarlámova no le ha dado ningún vale, y lo de la maestra es de su bolsillo —objetó el almacenero.

Pero Yákov Lukich sonrió displicente:

—A la Varia puede que le dé dinero, pero lo que reciba la maestra, eso tendrá que pagarlo el koljós. ¿Cuánta comida no he tenido que llevarle yo de tapadillo a la Lushka por orden suya? ¡Sí, amigo, así!

Hasta el mismo día en que muriera Timoféi el Desgarrado, Yákov Lukich estuvo aprovisionándoles en abundancia a Lushka y a él de los almacenes del koljós. Para ello había dicho al almacenero:

—Davídov me ha ordenado a rajatabla que despachemos a Lushka todos los víveres que se le antojen, y me ha dicho: «Si a ti o al encargado del almacén se os escapa una palabra siquiera, no hay quien os salve de ir a Siberia». Así que tú, querido, punto en boca y ya estás dándome tocino, miel y harina sin molestarte en pesarlo. No es cosa nuestra juzgar lo que hacen los jefes.

Desde entonces, el almacenero había proporcionado cuanto exigía Ostrovnov y, por consejo de éste, engañaba en el peso a los jefes de las brigadas, para ocultar los hurtos.

¿Por qué ahora iba a desaprovechar Yákov Lukich ocasión tan propicia para difamar a Davídov una vez más?

Cansados de no hacer nada, Ostrovnov y el almacenero estuvieron largo rato despellejando a Davídov, Nagúlnov y Razmiótnov.

Entretanto, Davídov y Shali habían puesto ya manos a la obra en el pajar de Frol el Desgarrado. Para que hubiese más luz, Davídov se subió al tejado y quitó, con un bieldo, la paja de dos carreras.

—¿Qué, viejo —preguntó—, se ve mejor ahora?

—No estropees más el tejado —contestó desde dentro Shali—. Ahora hay tanta luz como en la calle.

Davídov dio algunos pasos por una de las vigas y saltó ágilmente al suelo de tierra, blando y mantilloso.

—¿Por dónde empezamos, Sídorovich?

—Los buenos bailarines siempre salen al corro desde el horno[18] pero tú y yo vamos a empezar las pesquisas desde la pared —repuso con su vozarrón el viejo herrero.

Provistos de unas gruesas barras de hierro con la punta aguzada, amañadas de prisa y corriendo en la herrería, comenzaron a buscar los dos a lo largo de un muro, hundiendo con fuerza las barras aquellas en el suelo y avanzando despacio hacia la aventadora, que yacía junto a la pared de enfrente. Unos pasos antes de llegar a la aventadora, la barra de Davídov se hundió blandamente casi hasta la empuñadura y tropezó, con sonido apagado, contra algo metálico.

—Hemos encontrado el tesoro que decías —sonrió irónico Shali, agarrando una pala.

Davídov se la quitó, diciendo:

—Deja que empiece, Sídorovich, para eso soy más joven.

A un metro de profundidad quitó la tierra en torno a un voluminoso paquete. Era una ametralladora «Maxim» cuidadosamente envuelta en una lona engrasada. La sacaron del hoyo entre los dos, desenvolvieron la lona en silencio, se miraron en silencio, y en silencio liaron sendos cigarros.

Después de dar dos chupadas, Shali dijo:

—Los Desgarrados querían dar un buen metido al Poder soviético…

—Y fíjate con qué esmero habían guardado la «Maxim»: ni pizca de herrumbre, ni una manchita, como para ponerle una cinta y empezar a disparar ahora mismo. Bueno, voy a seguir buscando en el hoyo, a lo mejor damos con algo más…

Media hora después, Davídov depositaba con cuidado al borde del hoyo cuatro cajas de zinc con cintas de ametralladora, un fusil, un cajón empezado de cartuchos de fusil y ocho granadas de mano, con los detonadores, envueltas en un trozo de hule corroído por la humedad. En la cavidad, que continuaba bajo el muro de mampostería, encontraron también una funda vacía, de confección casera. A juzgar por su longitud, había servido para guardar un fusil.

Antes del ocaso, Davídov y Shali desarmaron en la herrería la ametralladora y la limpiaron y engrasaron con todo esmero. Y cuando sobrevino el crepúsculo, en la dulce quietud de la tarde, la ametralladora tableteó sobre Gremiachi Lag, belicosa y terrible. Una ráfaga larga, dos cortas, otra larga, y la tranquilidad volvió a señorear en el caserío, en la estepa, que descansaba del calor diurno, emanando la dulzona fragancia de la hierba marchita y la tierra negra recalentada.

Davídov se levantó y dijo en voz baja:

—La maquinita es buena, estupenda.

El vozarrón de Shali le respondió iracundo:

—Ahora mismo vamos a casa de Ostrovnov, cogemos las barras y rebuscamos en el corral y en todas las dependencias. En su casa también haremos un registro a fondo. ¡Basta ya de contemplaciones con él!

—Te has vuelto loco, viejo —replicó fríamente Davídov—. ¿Quién nos ha autorizado para hacer registros por nuestra cuenta y para soliviantar a todo el caserío? Sí, sencillamente te has vuelto loco, ¡eso es la pura verdad!

—¡Sí en casa del Desgarrado hemos encontrado una ametralladora, en la de Ostrovnov debe haber un cañón enterrado en el pajar! ¡No soy yo quien se ha vuelto loco, sino tú, tonto de puro listo, te lo digo con toda franqueza! Espera y ya verás como un buen día Lukich desentierra su cañón y lo dispara a cero contra tu casa. Entonces me dirás: «¡Eso es la pura verdad!»,

Davídov se echó a reír a carcajadas y quiso abrazarle, pero el viejo dio media vuelta, escupió muy indignado y, sin despedirse, echando sapos y culebras, se marchó al caserío.