De regreso para Gremiachi Lag, Davídov decidió no plantear en el juzgado del distrito la usurpación de tierras y el hurto del heno por los de Tubianskói. Tampoco quería apelar al Comité del Partido. Ante todo había que establecer con toda exactitud a quién pertenecía antes la tierra en litigio, y luego, cuando las cosas estuviesen claras, obrar en consecuencia.
Recordando con un resquemor amargo la conversación con Polianitsa, Davídov pensaba: «Vaya un tipo ese aficionado a las plantas y al confort casero. No puede decirse, de ningún modo, que tenga mucho seso, es un pillo, con esa picardía simplota de la mayoría de los imbéciles. Pero a la gente así no le mete uno el dedo en la boca… Está claro que el heno se lo llevaron con su consentimiento, pero lo principal no es eso, sino lo de los postes. No puede ser que los corrieran por orden suya. No se atrevería a eso, es arriesgado. Pero, ¿y si lo sabía y se hizo el ciego? Esto sería algo que no tiene nombre. El koljós sólo existe medio año, y si empiezan apoderándose de tierras ajenas y robando, esto acabará de corromper a los koljosianos. Sería empujarlos a la vida de antaño, a sus viejos hábitos: no desdeñar ningún procedimiento, con tal de echar la zarpa a la mayor tajada. No, eso sí que no. Si pongo en claro que la tierra es nuestra verdaderamente, iré al Comité de distrito, y que allí nos den un rapapolvo: a mí, por las viejas, y a Polianitsa, por educar nocivamente a los koljosianos».
El acompasado trote del caballo dio sueño a Davídov, y, de pronto, en la confusa bruma de su duermevela acudió netamente a su imaginación la gordinflona que viera en Tubianskói en la terracilla y torció los labios con gesto desdeñoso, pensando soñoliento:
«¡La de grasa y carne superfluas que lleva colgando!… Con este calorazo, seguro que chorrea sudor por todas partes, ¡eso es la pura verdad!» Y al instante, su memoria, servicial en exceso, le dibujó claramente, como para que comparase, la esbelta y juvenil figura de Lushka, su paso ingrávido y los movimientos —llenos de inenarrable encanto— de sus finas manos cuando se arreglaba el pelo, mirando de soslayo con sus ojos acariciadores, burlones, enterados de todo… Davídov se estremeció, como si le hubieran dado un empujón inesperadamente: se enderezó en la silla y, enfoscándose, como si sintiera un dolor atroz, fustigó airado el caballo y lo puso al galope…
Todos aquellos días le gastaba pesadas bromas su perversa memoria, resucitando siempre inoportunamente —durante una conversación en el trabajo, en un momento de meditación, o en sueños— la imagen de Lushka, a quien se esforzaba en vano por olvidar…
Llegó a Gremiachi Lag al mediodía. Ostrovnov y el contable estaban hablando animadamente de algo, pero, en cuanto Davídov abrió la puerta, en la habitación, como obedeciendo a una señal convenida, se hizo el silencio.
Cansado del calor y del camino, Davídov se sentó a la mesa y preguntó:
—¿Qué discutíais? ¿No ha estado por aquí Nagúlnov?
—No, no ha estado —contestó Ostovnov tras una pausa, y echó una mirada fugaz al contable—. No discutíamos, camarada Davídov, eso le ha parecido a usted; hablábamos de esto y de lo de más allá, principalmente de cosas del koljós. ¿Qué, nos dan el heno los de Tubianskói?
— Piden que les preparemos más… ¿Qué opinas, Lukich, de quién es esa tierra?
Ostrovnov se encogió de hombros:
—Quién sabe, camarada Davídov, es un asunto oscuro. Al principio, esta tierra se la recortaron al caserío de Tubianskói, esto fue antes de la Revolución; luego, con el Poder soviético, la parte alta del Rincón del Sauquillo pasó a nosotros. Al hacerse el nuevo reparto de tierras, en el año veintiséis, a los de Tubianskói los estrecharon más aún, y yo no sé por dónde pasaba la línea divisoria, porque mi parcela estaba en otro lado. Hace dos años allí segaba la hierba Titok. No puedo decir si la segaba sin derecho o si había comprado a la chita callando esa punta de tierra a algún campesino pobre, no lo sé. Lo más sencillo es invitar al agrimensor del distrito, el camarada Shportnói. Con los antiguos planos aclarará en seguida por dónde pasaba la divisoria. En el año veintiséis, él hizo aquí el catastro, ¿quién va a saber esas cosas mejor?
Davídov se frotó las manos de contento, y dijo, ya de buen humor:
—¡Estupendo! Claro que Shportnói debe saber a quién pertenece esa tierra. Yo creía que el catastro lo había hecho algún grupo de agrimensores venido de fuera. Busca ahora mismo a Schukar y le dices que enganche en seguida los potros al carricoche y vaya a la stanitsa a recoger a Shportnói. Voy a escribirle una nota.
Ostrovnov salió, pero regresó a los cinco minutos, sonriendo bajo los bigotes, y llamó con el dedo a Davídov:
—Vamos al henil, verá un prodigio…
En el patio de la administración, como en todo el caserío, reinaba esa quietud muerta que reina al mediodía en las jornadas más calurosas del verano. Olía a hierba mustia por el sol, de la cuadra llegaba el tufo del estiércol seco, y cuando Davídov se acercó al henil, percibió un aroma tan penetrante a hierba segada, en flor, ligeramente seca, que por un momento creyó hallarse en plena estepa, junto a un fragante almiar de heno recién apilado.
Yákov Lukich abrió despacito una hoja de la puerta, se apartó, dejó pasar a Davídov y dijo a media voz:
—Contemple a esos palomos. Nadie diría que hace una hora estaban peleándose a vida o muerte. Por lo visto, hacen una tregua cuando duermen…
En los primeros momentos, hasta que los ojos se acostumbraron a la oscuridad, Davídov no vio más que un rayo de sol que penetraba por un agujero del techo y se clavaba en la cúspide del heno, negligentemente apilado en medio del cobertizo; luego distinguió la figura del abuelo Schukar, que dormía en el heno, y, junto a él, a Trofim, hecho un ovillo.
—El abuelo se ha pasado toda la mañana corriendo con el látigo detrás del macho cabrío, y ahora, ya lo ve, duermen juntos —dijo, en voz alta, Yákov Lukich.
El abuelo Schukar se despertó. Mas apenas se hubo incorporado sobre un codo, cuando Trofim saltó a tierra como impelido por un resorte, agachó la cabeza y sacudió belicoso la barba, prometiendo pelea.
—¿Han visto, buenas gentes, al diablo con cuernos? —preguntó Schukar con voz débil y desvaída, señalando a Trofim, que se aprestaba al combate—. Toda la noche, sin pausa, ha estado triscando por el heno, escarbando, estornudando y rechinando los dientes. No me ha dejado dormir ni un segundo, el condenado. De madrugada, qué sé yo las veces que me habré batido con él, y luego, toma, el demonio lo trajo a mi costado y se acomodó a dormir junto a mí; pero en cuanto lo han despertado al maldito, ya se prepara para la pelea. ¿Cómo puedo vivir con semejante persecución? Esto huele a asesinato: o yo lo mato alguna vez, o él me quita el resuello de un testarazo, y ¡adiós el abuelo Schukar! En una palabra, esto no va a acabar bien, con este diablo cornudo, en este patio ha de haber algún muerto…
En la mano de Schukar apareció inesperadamente un látigo, pero antes de que lo blandiera, Trofim, en dos saltos, se plantó en el rincón oscuro y, golpeando retador con sus pezuñas, dirigió desde allí a Schukar su mirada fosforescente y penetrante. El viejo dejó a un lado el látigo y meneó apenado la cabeza.
—¿Han visto qué insecto tan asqueroso? Sólo me libro de él a latigazos, y eso no siempre, porque el maldito de Dios me acecha donde menos te lo esperas. Así me estoy el día entero sin soltar el látigo de las manos. Este animal no me deja moverme. Por impropio que sea el sitio donde vaya, allí se presenta. Por ejemplo, lo que hizo ayer: necesitaba yo ir a un rincón alejado, tras el cobertizo, por una necesidad grande e inaplazable; miré alrededor y no le vi. «Menos mal, pensé, que el diablo de Trofim descansa a la fresca en algún sitio o está paciendo fuera del corral, mordisqueando la hierba». Me fui tan campante tras el cobertizo, y no había hecho más que acomodarme como es debido, cuando el maldito apareció en ese preciso momento, avanzó hacia mí a pasos menudos, ladeó la cabeza y ya estaba queriendo toparme en un costado. Quieras que no, tuve que levantarme… Lo ahuyenté con el látigo, pero en cuanto volví a colocarme, asomó de detrás de la esquina… ¡La de veces que intentó embestirme! Y me quitó las ganas. ¿Qué vida es ésta? Tengo réuma en las piernas y no soy un jovencito para andar agachándome y levantándome tantas veces, como si fuera un soldado haciendo la instrucción. Me entra tembleque en las piernas y me dan punzadas en la cintura. Por culpa de este Trofim, puede decirse que estoy perdiendo lo que me queda de salud, y es muy posible que me muera en algún lugar retirado. Cuando era mozo, podía estarme acuclillado tranquilamente mediodía, pero ahora poco me falta para que pida a alguien que me sostenga por los sobacos… A qué extremos de vergüenza me ha llevado ese endemoniado de Trofim. ¡Puah!
Schukar escupió furioso y, tanteando el heno, estuvo largo rato refunfuñando y mentando al diablo.
—Abuelo, hay que vivir como la gente culta, usar el retrete, y no andar rodando por detrás de los cobertizos —aconsejó Davídov, riendo.
Schukar lo miró triste y sacudió la mano, con gesto desesperanzado.
—No puedo. No me lo admite el alma. Yo no soy hombre de ciudad. Estoy acostumbrado toda la vida a hacer mis necesidades al aire libre, para que el airecillo me ventile por todas partes. En invierno, aunque haga un frío atroz, no hay quien me meta en la garita, y en cuanto entro en vuestro retrete, me mareo del mal olor y, si me descuido, me caigo.
—En eso no te sabré ayudar. Compóntelas como puedas. Y ahora, engancha los potros al carricoche y vete a la stanitsa por el agrimensor. Nos hace muchísima falta. Lukich, ¿sabes dónde vive Shportnói?
Al no recibir respuesta, Davídov miró en derredor, pero Ostrovnov había desaparecido: sabedor por experiencia de lo largos que eran los preparativos de Schukar, se había ido a la cuadra a enganchar los potros.
—Me planto en la stanitsa en un segundo, para mí eso es coser y cantar —aseguró el abuelo Schukar—. Pero tú explícame una cosa, camarada Davídov: ¿por qué todos los animales que pertenecieron a los kulaks, todos ellos, tienen el mismo carácter de sus amos, es decir, son tremendamente dañinos y taimados a más no poder? Ahí tienes a ese renegado de Trofim: ¿por qué no le ha embestido nunca por debajo de la rabadilla, por ejemplo, a Yákov Lukich, y se ejercita sobre todo conmigo? Pues, porque ha olido que es de la familia de los kulaks, por eso a él no le toca y descarga en mí toda su rabia.
O tomemos cualquier vaca de los kulaks: jamás dará tanta leche a una ordeñadora koljosiana como le daba a su querida dueña deskulakizada. Hay que decir que esto es justo: la dueña la regalaba con remolacha, sobras y otras frutas, mientras la ordeñadora le echa una brazada de heno seco, del año pasado, y espera sentada, dormitando bajo las ubres, que dé leche.
O toma cualquier perro de los kulaks: ¿por qué sólo se lanza contra los campesinos pobres, que van andrajosos? Contra mí, por ejemplo. La cosa es seria. Se lo pregunté a Makar, y me dijo: «Es la lucha de clases». Pero no me explicó qué es la lucha de clases, se sonrió y se fue a sus quehaceres. ¿Para qué diablos me sirve esa lucha de clases, si cuando voy por el caserío he de mirar con temor a todos los chuchos? No llevan escrito en la frente si son perros honestos o si pertenecen al estamento deskulakizado. Y si el perro de un kulak, según explica Makar, es mi enemigo de clase, ¿qué debo hacer? ¡Deskulakizado! Y dime, ¿cómo lo harías tú? ¿Despellejándolo vivo? No es posible. Antes te despelleja él a ti en un santiamén. De manera que la cosa está clara: primero hay que empalar al enemigo de clase, y luego despellejado. Hace unos días se lo propuse a Makar, y me dijo: «Tú, viejo tonto, eres capaz de colgar a la mitad de los perros del caserío». Lo que aún está por saber es quién es más tonto. A mí parecer, es Makar quien está un poco chiflado, y no yo… ¿Admiten los centros de acopio las pieles de perro para tundirlas? Ya lo creo que las admiten. ¿Y cuántos perros deskulakizados vagan sin dueño y abandonados por todo el país? ¡Millones! Pues si los desollamos a todos, curtimos la piel y con el pelo tejemos medias, ¿qué resultará? Pues que media Rusia podrá andar con botas de piel estupenda, y el que calce medias de pelo de perro se curará para siempre del reuma. De este remedio le oí hablar a mi abuela; si quieres que te diga, no hay nada mejor en el mundo. Pero para qué hablar, si yo mismo sufro del reuma, y sólo me curan esas medias. Sin ellas, hace tiempo que andaría a rastras.
—Abuelo, ¿piensas ir hoya la stanitsa? —se interesó Davídov.
—Claro que sí, pero no me interrumpas y sigue escuchando. Pues como te decía, cuando se me ocurrió esa gran idea de curtir las pieles de perro, estuve dos días seguidos sin poder dormir, dándole vueltas en la sesera, pensando en cuánto dinero obtendría el Estado con esta idea mía y, sobre todo, lo que me tocaría a mí. Si no tuviera este tembleque en las manos, yo mismo escribiría a las autoridades, y ya verías cómo esto cuajaba y sacaba algo por mi celo intelectual. Luego decidí contárselo todo a Makar. No soy ambicioso. Fui a verle, le expuse las cosas tal como eran, y le dije: «Makárushka, yo soy viejo, y no me hacen falta capitales ni condecoraciones, lo único que quiero es hacerte feliz para toda la vida: escribe al Poder central contándole mi idea, y recibirás una orden como la que te dieron en la guerra. Y si, además, te dan dinero, nos lo partiremos, como buenos amigos. Si quieres, tú pide la orden, que a mí con que me toque dinero para una vaca primeriza o siquiera para una ternera, me conformo».
Otro, en su lugar, me hubiera dado las gracias y hecho reverencias. Pero, sí, sí, no quieras saber cómo me lo agradeció Makárushka… ¡Cómo saltó de la silla! ¡Cómo me asustó, metiéndose con mi difunta madre! «Cuanto más viejo, más tonto eres —me chillaba—. En vez de cabeza, tienes un puchero vacío sobre los hombros». Y detrás de cada palabra, un insulto va y otro viene, sin la menor pausa. ¿Y ése me llamó tonto? Más le valdría callarse. ¡Valiente sabio que nos ha salido! Es como el perro del hortelano. Yo esperaba sentado a que se le secara la boca, pensando: «Déjale que despotrique, verás cómo pone en la silla la misma parte del cuerpo que antes».
Por lo visto, mi Makárushka se cansó de reñirme, se sentó y me preguntó: «¿Tienes bastante?» Aquí fui yo el que me enfadé con él, aunque somos amigos nocturnos y le solté: «Si te has sofocado, descansa y empieza de nuevo, esperaré, no tengo prisa. Pero, ¿por qué juras como un tonto, Makáruska? Deseo tu bien. Por esa idea te sacarán en los periódicos de toda Rusia». Entonces salió disparado, dando un portazo, como si le hubiera echado agua hirviendo en los pantalones.
Por la tarde fui a ver al maestro Shpin en busca de consejo, pues, en fin de cuentas, es hombre instruido. Se lo conté todo y me quejé de Makar. Pero esas gentes instruidas me parece que están tocadas, yo diría que muy tocadas. ¿Sabes lo que me contestó? Se sonrió con sonrisa de conejo y me explicó: «Todos los grandes hombres sufrieron persecuciones por sus ideas, súfrelas también tú, abuelo». ¡Valiente consuelo! Es un viva la virgen, y no un maestro. ¿Qué gano yo con sufrir? La vaca era ya casi mía, y ni siquiera he podido verle la cola… Todo por el necio carácter de Makar. Y aún dice que es mi amigo, ¡así reviente! Por culpa suya, en mi casa todo son disgustos… Le había dicho a mi vieja, fanfarroneando, que a lo mejor Dios Nuestro Señor nos mandaba una vaca, por mi mucho celointelectual. ¡Ahora puedo esperar sentado! Y mi vieja me da la tabarra: «¿Dónde está tu vaca? ¿Otra vez has mentido?» No tengo más remedio que sufrir también sus persecuciones. Si esos grandes hombres sufrieron, de Dios es que sufra yo también… Así se perdió mi buena idea por menos de nada… ¿Qué vas a hacer? No vas a saltar por encima de ciertas cosas…
Davídov, recostado en el quicio de la puerta, se reía silencioso. Schukar, algo más tranquilo, empezó a calzarse con mucha parsimonia y, sin hacerle caso, continuó, embalado, su relato:
Las medias de perro son un remedio infalible para el reuma. Las he llevado todo el invierno, sin quitármelas, y aunque al llegar la primavera tenía los pies como un queso florecido, aunque mi vieja me echó varias veces de casa por causa del olor a perro, me curé y un mes entero anduve pisando con el brío del gallo joven que ronda a la gallina. ¿Qué conseguí con eso? Nada. Porque, por mi mala cabeza, en la primavera volví a mojarme los pies, y listo. Pero esto no durará mucho; esta enfermedad no me asusta gran cosa. En cuanto eche mano a un perro manso y lanudo, lo esquilo y me quito el reuma como por ensalmo. ¿Ves cómo ando? Parezco un caballo empachado de avena, pero en cuanto lleve las medias curativas, otra vez podré bailar como un mozo. Lo malo es que mi vieja se niega a hilar la lana perruna y a tejerme con ella medias. Ese olor le da mareos y empieza a atragantársele la saliva. Primero le entra hipo, luego se ahoga y, por último, se pone tan mala que lo devuelve todo y tira hasta la primera papilla que le dio su madre. Así que, Dios la ampare, yo no la obligo a hacer ese trabajo. Yo mismo lavé la lana, la puse a secar al sol, la hilé y tejí las medias. La necesidad, hermano, obliga a aprender cualquier porquería…
Pero eso no es lo peor, sino que mi vieja es un áspid, un basilisco. El verano antepasado, el dolor horrible en las piernas me tenía frito. ¿Qué hacer? Me acordé de las medias de perro. Una mañana llevé al zaguán, engañándola con pan seco, a la perrita del vecino, y la esquilé por completo, como un barbero consumado. Sólo le dejé un mechón en cada oreja, para que hiciese bonito, y una borla en el rabo para que tuviese con que espantarse las moscas. No te lo creerás: saqué casi ocho kilos de lana.
Davídov se tapó la cara con las manos y gimió, asfixiándose de risa:
—¿No será mucho?
Pero semejantes preguntas, y aún otras más escabrosas, jamás ponían en un aprieto al abuelo Schukar. Se encogió de hombros como si tal cosa y concedió magnánimo:
—Bueno, quizá un poquitín menos, diez o doce libras, no la pesé en la báscula. Te digo que era una perra tan lanuda como un merino. Creí que con su lana tendría para medias hasta el fin de mis días. Pues no. Sólo me dio tiempo a hacerme un par. El resto lo encontró mi vieja y lo quemó en el corral hasta el último hilo. ¡Es una tigra feroz, y no una vieja! En maldad no tiene nada que envidiar a este maldito chivo. Ella y Trofim son dos buenas patas para un banco, te juro por Dios que no miento. Resumiendo, quemó todas mis reservas y me arruinó por completo. Y eso que yo, para que la perrilla se estuviese quieta mientras la esquilaba, tuve que gastar una bolsa enorme de pan seco, fíjate…
La perrilla tampoco tuvo suerte. Se me escapó después de esquilarla y parecía contenta de verse aligerada de la lana sobrante; hasta meneaba de placer la borla del rabo. Luego echó a correr hacia el riacho como una flecha, y en cuanto se miró en el agua, empezó a aullar del bochorno… La gente me dijo después que iba y venía por la orilla del río, tengo para mí que quería suicidarse de vergüenza. Pero en nuestro río, el agua les llega a los gorriones por la rodilla, y no se le ocurrió tirarse a un pozo, le faltó meollo. ¿Qué le vas a pedir? Quieras o no, es un animal o, por mejor decir, una insecta: tiene el caletre romo, no es lo mismo que una persona…
Tres días seguidos se pasó aullando metida bajo el granero del vecino; me ponía enfermo con sus aullidos, pero no salía de allí. Sentía reparos de conciencia, le avergonzaba mostrarse de aquella guisa. Acabó la cosa con que huyó del caserío sin que nadie la viera y no dio señales de vida hasta el otoño, pero en cuanto le creció la lana, se presentó a su amo. Era una perrilla con más vergüenza que algunas mujeres, ¡no te miento, vive Dios!
Desde entonces resolví: como tenga que volver a esquilar a un chucho, no tocaré a las perras, no las dejaré en paños menores para no sublevar su pudor femenino. Elegiré un perro cualquiera, son una cofradía sin pizca de vergüenza, no se apocan aunque les rapes hasta el último pelo con la navaja barbera.
—¿Acabarás de una vez con tus fábulas? —le interrumpió Davídov—. Tienes que irte. Date prisa.
—Ahora mismo. En seguida me calzo y ya estoy listo. Sólo que no me interrumpas, por los clavos de Cristo; si no, el pensamiento se me va y olvido de qué hablábamos. Pues, como te iba diciendo: Makar me toma por tonto y está muy equivocado. A mi lado es un niño, cala poco y se le ve venir a la legua. Yo, en cambio, soy perro viejo, a mí no me dan gato por liebre así como así. Makar saldría ganando si me pidiera que le prestase un poco de mollera. Eso es.
El abuelo Schukar sufría uno de sus accesos de locuacidad. «Tenía cuerda para rato», como decía Razmiótnov, y ya era difícil, casi imposible, pararle. Davídov trataba siempre al desdichado viejo con bondadosa deferencia, rayana en la compasión, pero esta vez se decidió a cortar su verborrea:
—¡Espera, abuelo, repórtate! Tienes que marcharte en seguida a la stanitsa y volver con Shportnói, el agrimensor. ¿Le conoces?
—No sólo a tu Shportnói, sino a todos los perros de la stanitsa, uno por uno.
—En perros eres especialista, ¡eso es la pura verdad! Pero a quien necesito es a Shportnói. ¿Estamos?
—Te lo traeré, te he dicho, te lo traeré como llevan una novia al altar, y sanseacabó. Pero no me interrumpas, ¡qué mala costumbre tienes! Tú, Davídov, te estás volviendo peor que Makar, te lo juro. Nagúlnov, por lo menos, mató de un tiro a Timoféi, es un cosaco heroico. Puede interrumpirme si es su gusto, que yo le respeto lo mismo. Pero tú, ¿qué heroicidades has hecho? ¿Por qué te voy a respetar? ¡Absolutamente por nada! Coge tu revolver y cárgate a ese chivo de los diablos, que me ha envenenado la vida, y hasta que me muera rezaré a Dios por ti y te respetaré lo mismo que a Makar. ¿Sabes?, ¡Makar es un héroe! No hay ciencia que se le resista. Ahora estudia el inglés, se lo sabe por las puntas de los dedos. Entiende de todo tanto como yo, y en lo tocante al cantar de los gallos, no hay quien sepa como él. Tuvo cabeza bastante para echar a Lushka, a la que tú, en cambio, cobijaste como un bobalicón, y dejó seco de un tiro al canalla ese de Timoféi…
—¡Pero cálzate pronto! ¿Qué estás haciendo? —se impacientó Davídov.
El abuelo Schukar, jadeando y revolviéndose en el heno, barbotó:
—Estoy atándome las abarcas, ¿no lo ves? ¡En estas tinieblas, ni el diablo acertaría!
—¡Pero sal a la luz, hombre!
—Ya me las compondré aquí. Sí-i-i-i, así es mi Makárushka. No sólo estudia él, sino que, además, se esfuerza por enseñarme…
—¿Qué te enseña? —sonrió Davídov.
—Distintas ciencias —respondió evasivo el abuelo Schukar.
Era evidente que no quería entrar en detalles, y repitió reluctante:
—Distintas ciencias, te digo. ¿Entiendes? Ahora estoy metido de lleno en las palabras extranjeras. ¿Qué te parece?
—No entiendo nada. ¿Qué palabras extranjeras?
—Si tan zoquete eres, vale más que no preguntes —murmuró, enfadado ya, el abuelo, y resopló para expresar su disgusto por tan enojoso interrogatorio.
—Las palabras extranjeras te hacen a ti tanta falta como una cataplasma a un difunto. Muévete más ligero, que no acabas de aviarte —le rogó Davídov sin dejar de sonreír.
Schukar bufó como gato enfadado:
—«Muévete más ligero». ¡Dices cada cosa! La ligereza es necesaria para cazarse las pulgas o para correr de noche cuando un marido burlado te persigue, pisándote los talones… No encuentro el látigo ni a la de tres, ¡maldito sea! Lo tenía en las manos ahora mismo, ¡y como si se lo hubiera tragado la tierra! Sin él no me atrevo a dar un paso por causa del chivo… ¡Aquí está, gracias a Dios! ¿Y la gorra? ¿Tú no has visto mi gorra, camarada Davídov? Pero si la tenía bajo la cabeza… ¡Ay, qué memoria la mía, la tengo como un cedazo, llena de agujeros!… ¡Vaya, bendito sea Dios, ya apareció la gorra! Sólo me falta el abrigo y ya estoy listo. ¡Uf! Seguro que el demonio de Trofim me lo ha pateado entre el heno. Ahora se nos hará de noche buscándolo… ¡No, ya me acordé! Lo he dejado en casa… ¿Qué falta me hace con este calor, para qué lo iba a traer?
Davídov vio por la puerta que Ostrovnov igualaba las riendas de los potros enganchados al carricoche y hablaba a los brutos en voz baja, acariciándoles el lomo.
—Yákov Lukich ha enganchado ya, y tú todavía no estás listo. ¿Cuándo vas a terminar, viejo remolón? —gritó con enfado Davídov.
El abuelo Schukar soltó un taco kilométrico:
—El día se las trae, ¡me c… en su alma! En realidad, no debía ir a la stanitsa. ¡Las señas son fatales! ¡Fíjate, no hago más que encontrar la gorra, y ahora se me extravía la bolsa del tabaco! ¿Es buena señal eso? Claro que no. Seguro que me ocurre alguna desgracia en el camino… ¡Qué mala pata, no encuentro la bolsa, y se acabó! ¿No se la habrá zampado Trofim? Vaya, gracias a Dios, apareció la bolsita. Ahora puedo marcharme… Aunque, ¿y si lo dejáramos para mañana? Los augurios son bien malos… Por algo en las Sagradas Escrituras —se me ha olvidado qué capítulo de San Mateo es, pero lo mismo da, el diablo se lo lleve—, se dice: «Caminante, si vas a hacer un viaje y ves malas señales, quédate en casita y no se te ocurra asomar la nariz a la calle». Ahora, tú, camarada Davídov, decide con entera responsabilidad: ¿voy o no?
—¡Vete ahora mismo, abuelo! —ordenó muy serio Davídov.
Tras un suspiro, pero sin rezongar, el viejo se deslizó del montón de heno y renqueó hacia la puerta, arrastrando el látigo y lanzando temerosas miradas al macho cabrío, que se había escondido en un rincón oscuro.