Capítulo XV

Aunque sólo se habían visto en el Comité de distrito unas cuantas veces y se conocían más bien de oídas, el presidente del koljós «El Rayo Rojo» de Tubianskói, Nikífor Polianitsa, ex tornero de una fábrica metalúrgica de Dniepropetrovsk, uno de «los veinticinco mil», recibió a Davídov, en la administración del koljós, como a un viejo amigo:

—¡Aaah…, querido camarada Davídov! ¡El marino del Báltico! ¿Qué aires te han traído a nuestro atrasado koljós? Pasa, siéntate, me alegro muchísimo de verte.

El ancho rostro de Polianitsa, salpicado de pecas, resplandecía con una sonrisa afectada y astuta; sus ojuelos negros brillaban con fingida cordialidad. Aquella acogida, sospechosamente afable, puso en guardia a Davídov, que, saludando muy seco, se sentó ante la mesa y paseó la vista en derredor.

A su juicio, el despacho del presidente del koljós ofrecía un extraño aspecto: la espaciosa habitación estaba llena de plantas polvorientas, que crecían en cubas y macetas pintadas de amarillo; entre ellas se hacinaban, huérfanas, unas vetustas sillas curvadas y sucios taburetes; a la entrada había un extravagante y cochambroso diván, al desnudo los oxidados muelles; las paredes aparecían salpicadas de chillonas estampas de la revista Niva y litografías baratas que representaban el bautismo de la Rus de Kiev[17], el sitio de Sebastopol, la batalla de Shipka y el ataque de la infantería japonesa en Lisoyán, durante la guerra de 1904.

En la pared cercana a la mesa del presidente colgaba un retrato amarillento de Stalin, y en la frontera, un anuncio en colores de las hilaturas Morózov, picado de moscas: un bravo torero de chaquetilla carmesí había aprisionado con un lazo de hilo los cuernos del toro enfurecido y contenía a la bestia con una mano, apoyando displicente la otra en el estoque. A los pies del torero yacía un enorme carrete de hilo blanco, desenrollado hasta la mitad y con la etiqueta: «N. 40».

Un baúl enorme con flejes de hojalata se recogía en un ángulo, completando el moblaje del despacho. Con toda probabilidad, hacía las veces de cofre fuerte. Las dimensiones, a tono con el baúl, del enorme y reluciente candado, denotaban que allí se guardaban documentos de primordial importancia.

Davídov no pudo reprimir una sonrisa al echar un vistazo al despacho de Polianitsa, pero éste la interpretó a su manera.

—Como ves, me he instalado con toda comodidad —dijo jactancioso—. He dejado la habitación, todo su aspecto externo, como la tenía su dueño, un kulak, excepto la cama con su colchón y las almohadas, que mandé trasladar al cuarto de la mujer de la limpieza; pero, en general, he conservado el confort, tenía en cuenta. ¡Nada de burocratismo! ¡Nada de cosa oficial! He de reconocer que a mí también me gusta el ambiente casero, y quiero que la gente, cuando viene a verme, se sienta a sus anchas, como en su casa. ¿Es justo lo que digo?

Davídov se encogió de hombros, rehuyendo la respuesta, y fue derecho al asunto:

—Vamos a tener una conversación desagradable, vecino.

Los pícaros ojuelos de Polianitsa se hundieron del todo en los adiposos pliegues de la piel y fulguraron siniestros desde allí, cual diminutos trozos de antracita; sus tupidas cejas negras se enarcaron.

—¿Qué conversaciones desagradables puede haber entre buenos vecinos? Me asustas, Davídov. Siempre hemos vivido en paz y concordia, y de repente, ¡zas!: conversaciones desagradables. No puedo creerlo. Tómalo como quieras, pero no lo creo.

Davídov le miró fijamente a los ojos, pero no pudo captar su expresión. Su cara seguía bonachona e impenetrable, y en sus labios había cuajado una sonrisa cordial y tranquila. Por lo visto, el presidente del koljós «El Rayo Rojo» era un actor innato, sabía dominarse y hacía su papel con gran habilidad.

—El heno, nuestro heno, ¿se lo han llevando esta noche por orden tuya? —preguntó Davídov sin rodeos.

Las cejas de Polianitsa se enarcaron más aún:

—¿Qué heno, amigo?

—Heno corriente, de la estepa.

—Es la primera vez que lo oigo. ¿Dices que se lo han llevado? ¿Gente nuestra, de Tubianskói? No puede ser. No lo creo. Aunque me pegues un tiro, aunque me mates. Ten en cuenta, amigo Semión, que los koljosianos de «El Rayo Rojo» son honradísimos trabajadores de nuestros campos socialistas, y tus sospechas les ofenden no sólo a ellos, sino a mí como presidente del koljós. Te ruego, amigo, que lo tengas en cuenta seriamente.

Ocultando su enojo, Davídov dijo tranquilo:

—Mira, amigo de pega, ni yo soy Litvínov ni tú eres Chamberlain, y no tenemos por qué jugar a la diplomacia. ¿Cogieron el heno por orden tuya?

—Y dale, amigo, ¿de qué heno hablas?

—¡Esto va resultando el cuento de nunca acabar! —exclamó irritado Davídov.

—Ten en cuenta, amigo, que te lo pregunto en serio: ¿de qué heno me estás hablando?

—Del que había en el Rincón del Sauquillo. Nuestros prados están contiguos, y vosotros, sencillamente, habéis robado nuestro heno, ¡eso es la pura verdad!

Polianitsa, como si se alegrase de que el malentendido se hubiese aclarado tan felizmente, se dio unas sonoras palmadas en ambos muslos y rompió a reír a carcajadas:

—Por ahí podías haber empezado, amigo. No hacías más que repetir: el heno, el heno, pero ¿qué heno?, ésa es la cuestión. En el Rincón del Sauquillo, vosotros segasteis, por error o adrede, en nuestra tierra. Nosotros hemos cogido ese heno con pleno y legítimo fundamento. ¿Está claro, amigo?

—No, amigo de pega, no está claro. Si era vuestro, ¿por qué os lo llevasteis por la noche, como unos ladrones?

—Eso es cosa del jefe de la brigada. De noche, el ganado y los hombres trabajan mejor, hace más fresco, seguramente por eso lo cargaron de noche. ¿Acaso en vuestro koljós no trabajan de noche? Hacen mal. Por la noche, sobre todo si es clara, es mucho más agradable trabajar que de día, con el calorazo.

Davídov se sonrió:

—Ahora, precisamente, las noches son oscuras, ¡eso es la pura verdad!

—Bueno, ¿sabes lo que te digo? Que de noche, aun que sea oscura, la cuchara igual va a parar a la boca.

—Sobre todo si en la cuchara hay comida ajena…

—¡Alto ahí, amigo! Ten en cuenta que tus insinuaciones son una grave ofensa para los koljosianos de «El Rayo Rojo», que son de lo más consciente, y para mí como presidente del koljós. Somos trabajadores y no ladrones, tenlo en cuenta.

Los ojos de Davídov centellearon, pero, conteniéndose aún, dijo:

—Tu déjate de soltar palabras ampulosas, amigo de pega, y hablemos concretamente. ¿Sabes que en la primavera de este año alguien cambió de lugar tres portes indicadores en el Rincón del Sauquillo, a ambos lados de la vaguada? Lo hicieron tus honrados koljosianos, rectificaron la línea divisoria y nos quitaron cuatro o cinco hectáreas de tierra, lo menos. ¿Lo sabías?

—¡Amigo! ¿De dónde has sacado eso? Tus sospechas, tenlo en cuenta, son una grave ofensa para inocentes…

—¡Basta de palabrería y fingimiento! —le cortó Davídov, acalorándose a pesar suyo—. ¿Me has tomado por bobo o qué? Te estoy hablando en serio, y tú me haces comedias y te das aires de virtud ofendida. Antes de venir, he estado en el Rincón del Sauquillo y he comprobado lo que me habían dicho los koljosianos: tu gente se ha llevado el heno y ha corrido los postes, ¡eso es la pura verdad! Y de esa verdad no escapas.

—Yo no me propongo escapar de nada. Aquí me tienes, enterito, agárrame si puedes, pero… antes úntate las manos de resina. Úntalas bien, amigo, porque ten en cuenta que me escurro como una anguila…

—Lo que han hecho los de Tubianskói es una depredación, y de ello responderás tú, Polianitsa.

—Lo de los postes indicadores hay que probarlo. Eso, amigo, es una afirmación gratuita, y nada más. Y tu heno no está marcado.

—El lobo se lleva también la oveja marcada.

Polianitsa sonrió casi imperceptiblemente y movió la cabeza en son de reproche:

—¡Ay-ay-ay! Ya nos comparas con lobos. Di lo que quieras, pero yo no creo que nadie haya podido desenterrar los postes y cambiarlos de sitio.

—Pues ve tú mismo y compruébalo. Han quedado las huellas donde estaban antes los postes. En ese sitio, la tierra está más blanda, la hierba es más baja, y las señales de los hoyos redondos se ven como en la palma de la mano, ¡eso es la pura verdad! ¿Qué dices a esto? Si quieres, vamos juntos allí. ¿De acuerdo? No, camarada Polianitsa, de mí no te escapas. ¿Qué, vamos o no?

Davídov fumaba callado, esperando respuesta; Polianitsa callaba también y sonreía imperturbable. En la habitación, llena de flores, se respiraba con dificultad. Las moscas chocaban en los turbios cristales de las ventanas y zumbaban monótonas. Por entre las brillantes y pesadas hojas de un gomero, Davídov vio salir a la terracilla una mujer joven, prematuramente obesa, pero aún guapa, que vestía una faldita muy usada y, embutido en ella, un camisón de manga corta. La mujer miraba a lo largo de la calle, poniéndose la mano ante los ojos, a guisa de pantalla; de pronto, se irguió, gritando con voz chillona, estridente:

—Fenka, hija maldita, saca el ternero. ¿No ves que la vaca ya ha venido del rebaño?

Polianitsa también miró por la ventana. Al ver el brazo de la mujer, desnudo hasta el hombro, rollizo y blanco como la leche, y la mata de pelo rubio que le asomaba por debajo de la pañoleta, agitándose al viento, se relamió los labios y exhaló un suspiro.

—La mujer de la limpieza vive aquí, en la administración, y cuida de que todo esté en orden. No es mala, pero chilla mucho; no puedo conseguir que deje de gritar… No tengo por qué ir al campo, Davídov… Tú ya has estado allí, lo has visto, y basta. El heno no te lo devuelvo, no te lo devuelvo y sanseacabó. El asunto es discutible: el catastro se hizo aquí hace cinco años, y no somos tú y yo los llamados a dirimir este pleito entre los de Tubianskói y los de Gremiachi Log.

—¿Entonces, quién?

—Las organizaciones del distrito.

—Bueno, de acuerdo contigo. Pero las discusiones catastrales son una cosa, y el heno, otra. Devuélvenoslo. Lo hemos segado, y nos pertenece.

Al parecer, Polianitsa decidió poner fin a aquella conversación, que juzgaba estéril. Ya no sonreía. Los dedos de su mano derecha, que yacía inerte sobre la mesa, se movieron ligeramente y, poco a poco, hicieron la higa. Señalando hacia ella con los ojos, Polianitsa profirió rápido en ucraniano, su idioma vernáculo:

—¿Ves esto? Es una higa. Ahí tienes mi respuesta. Y ahora, hasta la vista, tengo que trabajar. Que te vaya bien.

Davídov sonrió sarcástico:

—Eres un polemista original, por lo que veo… ¿Acaso te faltan palabras, que me enseñas la higa como una verdulera? Eso, amiguete, no es una demostración. ¿Qué, quieres que te demande en el juzgado por ese desdichado heno?

—Quéjate donde quieras, anda. Si quieres, en el juzgado; o si no, en el Comité del Partido, pero el heno no te lo devuelvo y la tierra no te la doy, ¡te enteras! —contestó Polianitsa, volviendo a hablar en ruso.

Como no había más que decir, Davídov se levantó y contempló pensativo a su interlocutor:

—Te miro, camarada Polianitsa, y me asombro: ¿Cómo es posible que tú, un obrero, un bolchevique, te hayas hundido tan pronto, hasta las orejas, en el pantano de la pequeña propiedad? Al comienzo, ufanándote de los muebles de un kulak, dijiste que habías conservado el aspecto externo de esta habitación, pero me parece que no sólo has conservado lo externo de la casa del kulak, sino también su mezquino espíritu interno, ¡eso es la pura verdad! En medio año, tú mismo te has impregnado de ese espíritu. Si hubieses nacido veinte años antes, de ti hubiera salido un kulak de tomo y lomo, ¡eso es la pura verdad!

Polianitsa se encogió de hombros y volvió a hundir entre los pliegues de la piel sus fulgurantes ojuelos.

—No sé si de mí hubiera salido un kulak o no, pero lo que es de ti, Davídov, ten en cuenta que hubiera salido seguramente, si no un pope, al menos un sacristán.

—¿Por qué? —sorprendióse Davídov.

—Pues porque tú, antiguo marinerito, te has hundido hasta las mismas orejas en los prejuicios religiosos. Ten en cuenta que si yo fuera el secretario del Comité de distrito, te hacía dejar sobre mi mesa tu carnet del Partido por tus jugarretas.

—¿Qué jugarretas? ¿De qué hablas? —Davídov se encogió de hombros estupefacto.

—Déjate de disimulas. De sobra sabes a qué me refiero. Aquí, toda nuestra célula lucha contra la religión, hemos planteado dos veces en la asamblea del koljós y en la del caserío el cierre de la iglesia, ¿y tú, qué haces? Ten en cuenta que nos estás echando la zancadilla, a eso es a lo que te dedicas.

—Sigue desembuchando, es interesante saber qué zancadillas te echo yo.

—¿Pues qué es lo que haces? —continuó Polianitsa, ya visiblemente acalorado—. Con los caballos del koljós, llevas los domingos a las viejas a la iglesia, eso es lo que haces. Y nuestras mujeres, tenlo en cuenta, me lo echan en cara: «Tú, dicen, hijo de perra, quieres cerrar la iglesia y montar en ella un club; en cambio, el presidente de Gremiachi Log tiene muchísimo respeto a las mujeres creyentes e incluso las lleva en coche a la iglesia en las fiestas de guardar».

Davídov soltó el trapo:

—Acabáramos. ¿Esos son los prejuicios religiosos de que soy culpable? No es cosa muy temible.

—Para ti quizá no, pero para nosotros, tenlo en cuenta, no puede ser peor —se encalabrinó Polianitsa—. Quieres dártelas de buenazo ante los koljosianos, ser simpático a todos, y socavas nuestra labor antirreligiosa. ¡Valiente comunista, ni que decir tiene! Acusas a otros de espíritu pequeñoburgués, cuando el diablo sabe a qué te dedicas. ¿Dónde está tu conciencia política? ¿Dónde tu ideología bolchevique y tu intransigencia frente a la religión?

—Espera, boceras ideológico. Cuidado con lo que dices… ¿Qué es eso de «dártelas de buenazo»? ¿Sabes por qué envié a las viejas en coche? ¿Sabes lo que me proponía?

—Me tienen completamente sin cuidado tus propósitos. Proponte lo que quieras, pero no embrolles nuestros propósitos de lucha contra los prejuicios religiosos. Puedes pensar lo que quieras, pero yo voy a plantear ante el Comité de distrito tu comportamiento, tenlo en cuenta.

—Confieso, Polianitsa, que te creía más inteligente —deploró Davídov, y salió sin despedirse.