—Buen año de hierba. Si no nos la estropean las lluvias y conseguimos segarla seca, tendremos heno de sobra —dijo Agafón Dubtsov al entrar en el modesto despacho de Davídov y se sentó fatigado en el banco, carraspeando como un viejo.
En cuanto se acomodó, puso a un lado su gorra descolorida por el sol, se enjugó con la manga de la camisa el sudor del rostro, virolento y atezado, y se dirigió sonriente a Davídov, al contable y a Yákov Lukich, que estaban sentados junto a aquél:
—Salud, presidente, y también a vosotros, ratas de oficina.
—¡Aquí está Dubtsov, el labrador! —refunfuñó el contable—. Fíjese en ese tío, camarada Davídov. Di, Agafón, ¿eres, acaso, un labrador?
—¿Y qué soy, según tú? —Dubtsov se encaró retador con el contable.
—Lo que quieras, menos labrador.
—Pero, ¿qué?
—Hasta resulta molesto decirlo.
Dubtsov frunció el ceño, se ensombreció, y su rostro atezado pareció oscurecerse aún más. Con visible impaciencia, exclamó:
—No me vengas con romances, suelta en seguida por quién me tienes. Y si se te ha atragantado la palabra, te daré un golpecito en el lomo, y verás cómo hablas.
—Eres un verdadero gitano —dijo convencido el contable.
—¿Cómo que soy un gitano? ¿Por qué?
—Muy sencillo.
—Ni siquiera la pulga pica sencillamente, sino con intención. Así que ya estás explicándome con qué intención me has dicho esa palabra ofensiva.
El contable se quitó las gafas y se rascó con el lápiz detrás de la oreja.
—No te enfades, Agafón, rumia bien mis palabras. Los labradores trabajan en el campo, ¿no es cierto? Y los gitanos van por los caseríos pidiendo, y roban lo que pueden… Tú haces lo mismo: ¿Para qué has venido al caserío? Claro que no a robar. Por lo tanto, algo quieres pedir. ¿No es así?
—¿Obligatoriamente a pedir?.. —repuso indeciso Dubtsov—. ¿Es que no puedo venir a veros? ¿Acaso no puedo venir sin más ni más, o por algún asunto? ¿Me lo vas a prohibir tú, rata con gafas?
—Pero, bueno, ¿a qué has venido? —inquirió Davídov sonriendo.
Dubtsov aparentó no oír la pregunta. Escudriñó la habitación en penumbra y suspiró con envidia:
—¡Vaya vida la de algunos, que así los pinche un erizo! Los postigos cerrados, el suelo rociado con agua fría; silencio, penumbra, frescor; ni una sola mosca, no zumba ningún mosquito… En la estepa, maldita sea su madre, el sol te derrite las mantecas de la mañana a la tarde, por el día los tábanos te acribillan hasta hacerte sangre, como al ganado, cualquier mosca de mierda se te pega igual que una esposa cargante, y por la noche los mosquitos no te dejan un instante de sosiego. ¡Y qué mosquitos! No de los corrientes, sino como cabos de gastadores. No me querréis creer, hermanos, pero cada mosquito es casi del tamaño de un gorrión, y cuando se atiborran de sangre, incluso mayores, ¡os lo juro! Tienen una pinta terrible, son amarillos, y el pico les mide, lo menos, un palmo. Te meten la estocada estos demonios a través del abrigo, y del primer picotazo llegan a la molla, ¡os lo juro! Nos causan tanto sufrimiento todos esos malditos voladores, vertemos tanta sangre, que, os lo aseguro, más no se derramó en la guerra civil.
—¡Hay que ver cómo mientes, Agafón! —exclamó Yákov Lukich, sonriendo admirado—. Pronto aventajarás al abuelo Schukar.
—¿Por qué voy a mentir? Tú estás aquí sentado a la fresca, pero vete a la estepa y lo verás —replicó agresivo Dubtsov, aunque en sus ojos astutos, entornados, tardó en extinguirse la sonrisa.
Agafón habría continuado con fingida tristeza su relato sobre las necesidades y tribulaciones de la brigada, de no haberle atajado Davídov:
—Basta. No seas pillo, deja de llorar y no nos vengas con cuentos. Di sin rodeos: ¿a qué has venido? ¿A pedir ayuda?
—No nos vendría mal…
—¿Qué te falta, huérfano: el padre o la madre?
—Eres muy bromista, Davídov, pero a nosotros tampoco nos engendraron con lágrimas, sino con risas.
—Te lo pregunto en serió: ¿Qué os falta? ¿Gente?
—Gente también. En las vertientes de la Quebrada de los Espinos, tú mismo lo has visto, la hierba es muy buena, pero no vas a meter máquinas segadoras en las pendientes y breñales, y en la brigada hay pocos guadañadores. Es una verdadera lástima que se pierda tontamente una hierba como ésa.
—¿Y si te enviásemos dos o tres segadoras mecánicas, por ejemplo, de la primera brigada? —insinuó Davídov.
Dubtsov suspiró, dirigiendo a Davídov una larga mirada, triste y penetrante. Hizo una pausa, volvió a suspirar y dijo:
—No lo rechazo. La solterona no rechaza al pretendiente, aunque sea tuerto… Yo razono así: nuestro trabajo en el koljós es cooperativo, va en beneficio de todos, y no me parece vergonzoso aceptar la ayuda de otra brigada. ¿No es así?
—Razonas bien. Pero, ¿y segar dos días con caballos ajenos, no es vergonzoso?
—¿Caballos ajenos? —en la voz de Dubtsov resonó un asombro tan sincero, que a Davídov le costó mantener la seriedad.
—Como si no lo supieras. ¿Quién se llevó dos pares de caballos de Liubishkin, cuando estaban pastando, no lo sabes? Nuestro contable no anda descaminado. Hay en ti algo de gitano: te gusta pedir, y no eres indiferente a los caballos ajenos…
Dubtsov apartó la mirada y escupió despectivo:
—A cualquier cosa la llamáis caballos. Esos jamelgos se extraviaron y vinieron solos a nuestra brigada, nadie los robó, y, además, ¿cómo van a ser ajenos, si pertenecen a nuestro koljós?
—¿Por qué no enviaste en seguida esos jamelgos a la tercera brigada, en vez de esperar a que fueran los dueños a desengancharlos de las segadoras?
Dubtsov se echó a reír:
—¡Valientes dueños! En su sector no pudieron encontrarlos durante dos días. ¿Qué dueños son esos? Unos papanatas. Pero esto es agua pasada, y Liubishkin y yo ya hemos hecho las paces, así que no hay por qué recordar lo viejo. No he venido aquí en busca de ayuda, sino por algo muy importante. ¿Podía yoabandonar la siega sin alguna razón de peso? En el peor de los casos, saldremos adelante sin ninguna ayuda y nos arreglaremos con nuestras fuerzas. A esta vieja rata de Mijéich, el contable, le ha faltado el tiempo para llamarme gitano. Eso me parece injusto. Si pedimos ayuda, es por un apuro grande, y eso, a regañadientes, pues nuestro orgullo no nos permite proceder de otra manera… Pero ¿qué entiende de agricultura este desgraciado de Mijéich? Nació sobre las bolas del ábaco, y sobre ellas morirá. Mándamelo una semana a la brigada. Le pondré en una segadora a arrojar la hierba, y yo mismo conduciré los caballos. Le enseñaré cómo se trabaja. No estaría de más que, al menos una vez en la vida, el sudor le empañase las gafas.
La conversación, entre bromas y veras, amenazaba con derivar en una querella, pero Davídov la evitó preguntando apresuradamente:
—¿Qué asunto importante es ése que te traes, Agafón?
—Eso es según… Para nosotros, naturalmente, es importante, pero no tenemos la menor idea de lo que es parecerá a vosotros… En resumidas cuentas, he traído solicitudes, naturalmente, escritas con tinta. Le pedimos a nuestro listero un cacho de lápiz tinta, disolvimos la mina en agua caliente, y escribimos, todos con las mismas palabras, nuestras solicitudes.
Davídov, que ya se disponía a dar un buen rapapolvo a Dubtsov por su «inclinación a la gorronería», preguntó curioso:
—¿Qué solicitudes?
Sin prestar atención a su pregunta, Dubtsov continuó:
—Comprendo que había que entregárselas a Nagúlnov, pero no le encontré en casa, está con la primera brigada, así que resolví entregarte a ti estos papeles. No voy a volverme con ellos.
—¿De qué son esas solicitudes? —inquirió Davídov impaciente.
En el rostro de Dubtsov no quedaba ni sombra de su reciente jocosidad. Parsimoniosamente sacó del bolsillo del pecho un resto de peine, se alisó el pelo, apelmazado del sudor, compuso la figura, y sólo entonces, conteniendo la emoción y eligiendo con cuidado las palabras, dijo:
—Todos nosotros, es decir, los tres que nos hemos decidido, queremos ingresar en el Partido. Y pedimos a nuestra célula de Gremiachi Log que nos admita en nuestro Partido Bolchevique. Nos hemos pasado muchas veces hasta las tantas de la noche haciendo cábalas, discutíamos entre nosotros, pero hemos resuelto unánimemente ingresar. Antes de acostarnos, salíamos a la estepa y empezábamos a criticarnos unos a otros, pero, a pesar de todo, hemos decidido cada uno que los otros valen para el Partido, y que lo que resolváis entre vosotros, así será. Uno de nosotros insistía en que había servido con los blancos, y yo le decía: «Tú serviste a la fuerza cinco meses con los blancos, como soldado raso, y te pasaste voluntariamente al Ejército Rojo y serviste dos años como jefe de sección, es decir, que tu último servicio pesa más que el primero, y eres válido para el Partido». El segundo decía que tú, Davídov, le habías invitado hace tiempo a ingresar en el Partido, pero que entonces no aceptó por su apego a los bueyes que habían sido suyos. Ahora, en cambio, dice: «¿Qué apego ni qué diablos, cuando los hijos de los kulaks empuñan las armas y quieren que las cosas vuelvan a estar como antes? Renuncio sinceramente a toda pena por mis antiguos bueyes y aves de corral y me inscribo en el Partido para, como hace diez años, defender el Poder soviético en las mismas filas que los comunistas». Yo opino igual, y por eso hemos escrito las solicitudes. A decir verdad, no están muy bien escritas, pero… —al llegar aquí, Dubtsov miró de reojo a Mijéich y concluyó—: Pero nosotros no hemos estudiado para contables ni escribientes. En cambio, todo lo que hemos garabateado es la pura verdad.
Dubtsov enmudeció, se enjugó otra vez con la palma de la mano el sudor que perlaba su frente e, inclinándose un poco a la izquierda, sacó con cuidado del bolsillo derecho del pantalón las solicitudes, envueltas en un periódico.
Todo aquello era tan inesperado que, por unos instantes, en la habitación se hizo el silencio. Ninguno de los presentes profirió una palabra, pero cada cual acogió a su manera lo dicho por Dubtsov: el contable suspendiendo la confección de un nuevo estadillo, se subió las gafas a la frente y, sin pestañear, clavó atónito en él sus ojos cegatos; Yákov Lukich, incapaz de ocultar una sonrisa hosca y despectiva, se volvió hacia la ventana; Davídov, iluminado por una alegre sonrisa, se recostó en el respaldo de la silla con tal fuerza que ésta crujió lastimera, a punto de desencolarse.
—Toma nuestros papeles, camarada Davídov. —Dubtsov desenvolvió el periódico y le entregó varias hojas de cuaderno escolar, escritas con letras grandes y desiguales.
—¿Quién ha escrito las solicitudes? —preguntó con voz clara Davídov.
—Biesjliébnov el pequeño, Kondrat Maidánnikov y yo.
Al tomar las solicitudes, Davídov dijo, conteniendo la emoción:
—Este es un hecho enternecedor y un gran acontecimiento para vosotros, camaradas Dubtsov, Maidánnikov y Biesjliébnov, y para nosotros, los miembros de la célula de Gremiachi Log. Hoy entregaré vuestras solicitudes a Nagúlnov, y ahora vete a la brigada y avisa a los camaradas que el domingo por la tarde las examinaremos en reunión abierta del Partido. Empezaremos a las ocho en la escuela. No debe haber ningún retraso, llegad a la hora. Por cierto, tú velarás por esto. Después de comer, enganchad los mejores caballos, y al caserío. Otra cosa: además de carretas, ¿tenéis algún otro transporte en el campamento?
—Una calesa.
—Pues venid montados en ella —Davídov tuvo otra vez una sonrisa radiante y un tanto infantil y añadió, haciendo un guiño a Dubtsov: —¡Que vengáis a la reunión vestidos como novios! ¡Esto, hermano, sólo ocurre una vez en la vida! ¡Qué acontecimiento!… Es, querido, como la juventud: no se da más que una vez…
Como, por lo visto, le faltaban palabras, enmudeció, visiblemente emocionado; luego, con súbita inquietud, preguntó:
—¿Tiene aspecto decente la calesa de marras?
—¿Decente? Es de cuatro ruedas y vale para transportar estiércol, pero no gente en pleno día, da vergüenza; sólo se puede de noche, en la oscuridad. Está toda arañada, cochambrosa, y por la edad creo que es de mis años, pero Kondrat asegura que los cosacos de nuestro caserío se la arrebataron a Napoleón en las cercanías de Moscú…
—¡No vale! —declaró categórico Davídov—. Os mandaré al abuelo Schukar con coche de ballestas. Ya te he dicho que esto ocurre una vez en la vida.
Quería celebrar con la mayor solemnidad el ingreso en el Partido de hombres a los que quería, en los que tenía fe, y se puso a pensar en qué más se podría hacer para solemnizar aquel día memorable.
—De aquí al domingo hay que revocar y enjalbegar la escuela, dejarla como nueva —dijo por último, mirando distraídamente a Ostrovnov—. Hay que barrer la calle y echar arena en la cancha de juegos y en el patio. ¿Me oyes, Lukich? Y dentro, fregar suelos y pupitres, limpiar techos, ventilar las habitaciones, en dos palabras, asearlo todo.
—Y si viene tanta gente que no caben todos en la escuela, ¿qué hacer? —preguntó Yákov Lukich.
—Habría que construir un club, ¡eso sí que sería estupendo! —musitó soñador Davídov, en vez de responder a Yákov Lukich, pero, inmediatamente, volvió a la realidad—: No dejéis entrar a los niños y a los adolescentes, así cabrán todos. Y a la escuela, de todas formas, hay que darle un…, como decirlo, un aire de fiesta.
—¿Y de dónde vamos a sacar los avales? ¿Quién va a responder de nosotros? —preguntó Dubtsov, antes de marcharse.
Davídov le estrechó vigorosamente la mano, y sonrió:
—¿Quién va a responder? No te preocupes. Esta noche estarán listos los avales, ¡la pura verdad! ¡Ea, buen viaje! Transmite un saludo de nuestra parte a todos los guadañadores y pídeles que no dejen que se pudra la hierba ni que se seque mucho el heno en los hondos. ¿Podemos confiar en la segunda brigada?
—En nosotros siempre puedes confiar, Davídov —contestó Dubtsov con seriedad desusada en él y, despidiéndose con una inclinación, salió.
Al día siguiente, muy temprano, el marido de la patrona despertó a Davídov:
—Levántate, inquilino, que ha venido a verte un enlace a caballo, del campo de batalla… Ustín el «Sin Dedos» ha venido montado a pelo desde la tercera brigada, un poco magullado y con el uniforme no muy en regla…
El hombre sonreía de oreja a oreja. Davídov, adormilado, no comprendió al principio de qué se trataba; levantó la cabeza de la almohada y farfulló maquinalmente:
—¿Qué quieres?
—Que ha venido a verte un enlace, molido a golpes; seguro que en busca de refuerzos…
Por fin, Davídov se percató de lo que le decían y se vistió precipitadamente. En el zaguán, se lavoteó la cara con desagradable agua tibia, que la noche no había logrado refrescar, y salió a la terracilla.
Junto al último peldaño, las riendas en una mano, y amagando con la otra a la potranca, excitada por la carrera, se hallaba Ustín Rikalin. Su camisa de percal azul, descolorida por el sol, estaba desgarrada en varios sitios hasta los faldones y se sostenía de milagro sobre los hombros. La mejilla izquierda de Ustín era desde el pómulo hasta el mentón una oscura sombra azul; tenía el ojo izquierdo tumescente y cárdeno, pero el derecho le brillaba exaltado y colérico.
—¿Dónde te han puesto así? —preguntó con viveza Davídov, descendiendo de la terracilla y olvidándose hasta de saludarle.
—¡Un saqueo, camarada Davídov! ¡Un saqueo, un pillaje, y nada más! —gritó con voz ronca Ustín—. ¡Si serán hijos de perra, para hacer cosa semejante!, ¿eh? ¡Quieta, condenada! —Ustín volvió a amagar furioso a la potranca, que había estado a punto de pisarle un pie.
—Habla claro.
—Bien claro está. ¡Y aún se llaman vecinos! ¡Así ardan vivos! ¡Malas fiebres se los coman! ¡Parásitos! ¿Qué te parece?, los de Tubianskói, nuestros vecinos, ¡así se les atragante la vara de un carro!, se presentaron esta noche, como ladrones, en el Rincón del Sauquillo, y se nos llevaron, por lo menos, treinta barcinas de heno. Al amanecer vi que estaban cargando en las dos últimas carretas heno nuestro y muy nuestro, y que en derredor todo estaba ya limpio y no se veía ni una barcina. Monté de un salto y galopé hacia ellos: «¿Qué estáis haciendo, hijos de Satanás? ¿Con qué derecho os lleváis nuestro heno?» Uno de ellos, el que estaba en la carreta más próxima, se echó a reír, el muy bandido: «Era vuestro, y ahora es nuestro. No seguéis en tierra ajena». «¿Cómo ajena? ¡Estás ciego!, ¿no ves, acaso, el poste de la linde?» Y él va, y me dice: «Abre bien los ojos y verás que el poste lo tienes a tu espalda. Esta tierra es nuestra, de Tubianskói, desde hace siglos. Gracias a Dios que no habéis sido perezosos y nos habéis segado el heno». ¿Conque esas tenemos? ¿Trampas con los postes? Le agarré de una pierna, lo tiré de la carreta y le sacudí un golpe con mi muñón, entre ceja y ceja, para que aguzara la vista y no confundiera la tierra ajena con la suya… Le di un buen metido, y lo tumbé patas arriba, resultó de poco aguante. En esto, acudieron corriendo los otros tres. A uno más le hice morder el polvo, y ya no me dio tiempo de seguirles pegando, porque los cuatro la emprendieron conmigo. ¿Cómo podía resistir contra cuatro? Mientras llegaron los nuestros, me pusieron como un huevo de Pascua y me dejaron la camisa hecha unos zorros. ¿Habráse visto mayores bichos? ¿Cómo me presento a mi mujer? Pase lo de que me pegasen, pero, ¿qué necesidad había de agarrarme del pecho y arrancarme la camisa de los hombros? ¿Qué voy a hacer ahora con ella? Ni un espantapájaros la querrá, le dará vergüenza llevar estos andrajos, y si hago cintas para las mozas, no las llevarán: la tela no vale… ¡Si me encuentro a solas en la estepa con alguno de ésos de Tubianskói, su mujer le verá llegar lleno de cardenales, como yo!
Davídov abrazó a Ustín y se echó a reír:
—No te aflijas, lo de la camisa tiene arreglo, y el cardenal se curará antes de la boda.[16]
—¿Antes de tu boda? —interpeló malicioso Ustín.
—Antes de la primera que haya en el caserío. Yo, por ahora, no he pedido relaciones a ninguna. ¿Te acuerdas de lo que te dijo tu tío el domingo? «El gallo pendenciero tiene siempre la cresta en carne viva».
Davídov sonreía, y pensaba para sus adentros: «Es magnífico que tú, mi querido Ustín, te hayas peleado no por heno tuyo, de tu exclusiva propiedad, sino por el heno del koljós. Es emocionante de veras».
Pero Ustín se apartó ofendido:
—Tú ríete, Davídov, pero a mí me duelen todas las costillas. Con risas no sales del paso; anda, monta a caballo y vete a Tubianskói a recobrar el heno. Esas dos carretas las hemos recobrado, pero ¿cuántas se llevaron durante la noche? Por habernos robado, que nos traigan nuestro heno hasta el mismo caserío, eso será lo justo. —Ustín sonrió trabajosamente con sus labios hinchados, llenos de sangre—. Ya verás cómo el heno lo traen las mujeres; a sus cosacos les dará miedo visitarnos, pero a robar fueron sólo hombres, unos mocetones tan corpulentos que cuando empezaron a acariciarme a puñetazos, creí que me iban a sacar el alma del cuerpo… No me dejaban que llegara al suelo, que me cayera, ¡como para echarse a llorar! Me estuvieron pasando de mano en mano hasta que llegaron los nuestros. Yo también prodigué mi muñón, pero la fuerza, como suele decirse, todo lo puede.
Ustín quiso sonreír otra vez, pero le salió una mueca.
—Si hubieras visto, camarada Davídov, a nuestro Liubishkin, te habrías partido de risa: daba vueltas a nuestro alrededor, se acuclillaba como un perro cuando va a saltar una valla, y gritaba a voz en cuello: «¡Duro con ellos, muchachos, hasta hacerlos trizas! ¡Duro, que aguantan bien los chichones, los conozco!» Pero no se metía en la pelea, se contenía. Mi tío, Osetrov, le chilló fuera de sí: «Ayúdanos, calzonazos. ¿O es que tienes granos en la espalda?» Liubishkin, casi llorando, le respondía a voces. «No puedo. Soy del Partido y, además, jefe de brigada. ¡Sacudidles hasta hacerlos trizas, que yo me aguantaré!» Y no hacía más que dar vueltas en torno a nosotros, agachándose y rechinando los dientes de la fuerza que hacía para contenerse… Bueno, no hay que perder tiempo, vete cuanto antes a desayunar, y yo, mientras tanto, te agenciaré algún caballejo, lo ensillaré e iremos juntos hasta la brigada. Nuestros viejos me han dicho que no me atreva a presentarme sin ti. ¡No estamos dispuestos a regalarles nuestro heno, tan sudado, a esos parásitos!
Dando por resuelto lo del viaje a Tubianskói, Ustín ató la potranca a la baranda de la terracilla y se dirigió al patio de la administración. «Hay que ver a Polianitsa —se dijo Davídov—. Si el heno se lo han llevado con su autorización, tendré que pelearme con él. Es testarudo como un borrico, pero, sea como fuere, hay que ir».
Davídov se bebió de un trago un jarrillo de leche recién ordeñada, terminó de masticar un trozo de pan duro y vio que Ustín, vistiendo una camisa nueva y diligente como nunca, llegaba al galope, montado en el caballo bayo de Nagúlnov.