Capítulo XIII

Una hora más tarde estaba ya cerca del campamento de la tercera brigada; antes de llegar observó que allí ocurría algo anormal: más de la mitad de las segadoras estaban paradas; por la estepa, aquí y allá, pacían maniatados los caballos; nadie rastrillaba las cambas de heno seco y hasta el mismo horizonte no se veía ni un solo almiar…

Ante la caseta de la brigada, seis cosacos jugaban a las cartas sobre un saco extendido, uno remendaba sus albarcas y otro, cómodamente instalado al fresco junto a una rueda trasera de la caseta, dormía con el rostro hundido en un impermeable de lona arrugado y sucio. Al ver a Davídov, los jugadores se levantaron perezosamente, excepto uno. Medio tendido, apoyado en un codo y, al parecer, rememorando mohíno la partida que acababa de perder, el hombre aquel barajaba pensativo y calmoso las cartas.

Pálido de rabia, Davídov galopó hacia los jugadores, y les gritó con voz entrecortada:

—¿A esto lo llamáis trabajar? ¿Por qué no segáis? ¿Dónde está Liubishkin?

—Es que hoy es domingo —contestó indeciso uno de los jugadores.

—¿Acaso el tiempo va a esperaros? ¿Y si se pone a llover?

Davídov tiró con tanta fuerza de las bridas, que el caballo, haciendo extraños, pisó la arpillera y, asustado al sentir bajo las patas un suelo tan deshabitual, se encabritó y dio un gran bote. Davídov se tambaleó y estuvo a punto de perder los estribos, pero consiguió mantenerse en la silla. Se echó hacia atrás, tiró de las riendas todo lo que pudo y, cuando se hizo por fin con el caballo, que rebullía inquieto, gritó aún más fuerte:

—¿Dónde está Liubishkin, os pregunto?

—Allí está segando, la segunda máquina a la izquierda del altozano. ¿Y tú, presidente, por qué alborotas? Ten cuidado, no te vayas a desgañitar… —observó mordaz Ustin Rikalin, un cosaco entrado en años, achaparrado, de poblado entrecejo albino y cara de luna, cuajada de pecas.

—¿Por qué hacéis el vago? ¡Os lo pregunto a todos! —Davídov se atragantó por la indignación y los gritos.

Tras un breve silencio, el enfermizo y sosegado Alexandr Necháiev, que vivía en el caserío junto a Davídov, contestó:

—No hay quien arree los caballos, eso es lo que pasa. Las mujeres y algunas mozas se han ido a misa, y nosotros, aun sin quererlo, tenemos que estar ociosos… Les pedimos a las condenadas que no hicieran eso, pero no atendieron a razones, por más cariñosos que procuramos ser. No fue posible retenerlas de ninguna forma. Se lo rogamos así y asá, pero no pudimos convencerlas, créenos, camarada Davídov.

—Supongamos que os creo. Pero vosotros, los hombres, ¿por qué no trabajáis? —inquirió Davídov con más compostura, pero todavía con tono excesivamente airado.

El caballo no quería calmarse, se acortaba y amusgaba medroso las orejas; un temblor frecuente estremecía su piel. Davídov, haciéndole tascar el freno, le acariciaba el sedoso y cálido cuello, esperando con paciencia la respuesta de los cosacos, pero el silencio se prolongaba…

—Pues, porque no hay con quién trabajar. ¿No te digo que no hay mujeres? —explicó, de mala gana, Necháiev, mirando a los demás y esperando, por lo visto, que le apoyasen.

—¿Cómo que no hay con quién? Aquí estáis ocho hombres sin dar golpe. ¿Hubierais podido poner en marcha cuatro segadoras? Sin duda. Pero os gusta más jugar a las cartas. No esperaba de vosotros esta actitud hacia las cosas del koljós, no la esperaba, ¡la pura verdad!

—¿Y tú qué te creías?, ¿que no somos personas, sino bestias de labor? —preguntó provocador Ustín.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Tienen días de descanso los obreros?

—Sí, pero las fábricas no se paran los domingos, y los obreros no juegan a las cartas en los talleres, como vosotros aquí. ¿Entendido?

—Allí, seguramente, los domingos trabajan otros turnos, mientras que aquí nosotros estamos solos, como malditos. Desde el lunes hasta el sábado llevamos puesta la collera, y el domingo no podemos quitárnosla, ¿qué vida es ésta? ¿Acaso lo dicta así el Poder soviético? El Poder dice que no debe haber diferencia entre los trabajadores, pero vosotros trabucáis las leyes y procuráis volverlas a vuestro favor.

—¿Cómo puedes decir tales burradas? ¿Cómo puedes? —exclamó irritado Davídov—. Quiero que tengan heno para el invierno todo el ganado del koljós y todas vuestras vacas. ¿Te enteras? ¿Es que eso va a mi favor? ¿O es para mí beneficio personal? ¿Cómo puedes decir necedades tan grandes, so charlatán?

Ustín hizo un ademán despectivo.

—Vosotros lo único que queréis es cumplir el plan a tiempo, y después venga lo que venga. ¡Como que voy a creerme yo que os preocupa nuestro ganado! Antes de la primavera, cuando llevaron a Voiskovói sencillas desde la estación, ¿cuántos bueyes la diñaron en el camino? Un montón. Y tú nos vienes ahora contándonos cuentos.

—Los bueyes del koljós de Voiskovói murieron en el camino porque unos tipos de tu calaña habían enterrado el cereal. Ingresaron en el koljós, pero ocultaron el trigo. Y como había que sembrar, se tuvo que arrear los bueyes, en busca de las semillas, por un camino intransitable, por eso la diñaron, ¡eso es la pura verdad! ¿Es que tú no lo sabes?

—Vosotros lo único que queréis es cumplir el plan, por eso te preocupa lo del heno —rezongó obstinado Ustín.

—¿Es que me lo voy a comer yo? Si me preocupo, es por el bien común. ¿Qué tiene que ver aquí el plan? —gritó Davídov exasperado.

—No alborotes, presidente, que a mí no me asustas con truenos, he servido en artillería. Bueno, supongamos que te preocupas por el bien común, pero, ¿por qué deslomas a la gente, obligándola a trabajar día y noche? ¿Dices que el plan no tiene que ver aquí? Pues sí que tiene. Tú quieres hacer méritos ante los jefes del distrito, éstos ante los de la región, y nosotros somos los que pagamos el pato. ¿Crees que la gente no ve nada? ¿Crees que el pueblo está ciego? El lo ve, pero ¿adónde va a escapar de gentes tan celosas de su cargo? A ti, por ejemplo, y a otros como tú, ¿podemos quitaros del puesto que ocupáis? No, no podemos. Por eso hacéis lo que se os antoja, y como Moscú está lejos, no se entera de las jugarretas que hacéis aquí vosotros…

Contrariamente a lo que suponía Nagúlnov, no fue con las mujeres con quienes tuvo que enfrentarse Davídov. Pero no por ello resultó más fácil la cosa. El tirante silencio de los cosacos le dio a entender que los gritos no servirían de nada y más bien serían perjudiciales. Había que armarse de paciencia y actuar con el medio más seguro: la persuasión. Miró atentamente el rostro colérico de Ustín, y pensó con alivio: «Menos mal que no me he traído a Makar. Si llega a estar aquí, ya teníamos mamporros y pelea…»

Para ganar tiempo y planear la inminente contienda con Ustín y, quizá, con los que pensaran apoyarle, Davídov preguntó:

—Cuando me eligieron presidente, ¿tú votaste por mí, Ustín Mijáilovich?

—No, me abstuve. ¿A santo de qué iba a votarte? A ti te trajeron como a gato en saco…

—Vine yo mismo.

—Es igual, viniste como gato en saco, ¿cómo iba a votar por ti, sin saber quién eras?

—¿Y ahora, estás contra mí?

—¿Cómo no voy a estarlo? Naturalmente.

—Pues entonces plantea en la asamblea general del koljós que me sustituyan. Lo que decida la asamblea, así será. Pero argumenta tu proposición como es debido, si no, fracasarás.

—No fracasaré, no te preocupes, y aún tengo tiempo para eso, no corre prisa. Pero mientras eres el presidente, dinos: ¿Qué has hecho de nuestros días de descanso?

Contestar a esta pregunta hubiera sido sencillísimo, pero Ustín no le dejó abrir la boca:

—¿Por qué en el distrito, es decir, en la stanitsa, las señoritas empleadas, al llegar el domingo, se pintan los morros, se empolvan y andan de paseo todo el santo día y por la noche van al baile o al cine, mientras que nuestras mujeres y nuestras mozas han de sudar la gota gorda incluso los domingos?

—Durante las faenas agrícolas, en el verano…

—Nosotros siempre tenemos faena; en invierno y en verano, todo el año de faena.

—Quiero decir…

—No parlotees en balde. No tienes nada que decir.

Davídov levantó la mano en señal de advertencia:

—¡Para, Ustín!

Pero éste le interrumpió, escupiendo frenético las palabras:

—Aquí estoy, parado y de pie, como un criado, y tú a caballo, como un señor.

—Espera un momento, te lo pido por favor.

—No tengo nada que esperar. Por mucho que espere, no oiré de ti ni una cochina palabra verdadera.

—¿Me vas a dejar hablar? —gritó Davídov, poniéndose bermejo.

—A mí no me grites. No soy Lushka Nagúlnova. —Ustín, jadeante, aspiró el aire, muy dilatadas las aletas de la nariz, y prosiguió con voz cascada, gritona y rápida: —De todos modos, aquí no te dejaremos despotricar sin ton ni son. En las reuniones mueve cuanto quieras la sin hueso, aquí somos nosotros los que tenemos la palabra. Y tú, presidente, no nos eches en cara lo de las cartas. En el koljós mandamos nosotros: si queremos, trabajamos, si no, descansamos; pero no nos harás trabajar a la fuerza los días festivos, te faltan redaños.

—¿Has terminado? —inquirió Davídov, conteniéndose muy a duras penas.

—No, no he terminado. Te diré, para terminar, lo siguiente: si no te gusta nuestro modo de ser, vete al cuerno, por donde viniste. Nadie te pidió que vinieses al caserío, y sin ti, Dios mediante, nos las arreglaremos. ¡Puñetera la falta que nos haces!

Era una provocación en toda regla. Davídov comprendía perfectamente las intenciones de Ustín, pero ya no podía dominarse. Se le nubló la vista y, durante unos instantes, miró, sin ver apenas, las pobladas cejas de Ustín y su cara redonda, de pronto inexplicablemente borrosa; tuvo la vaga sensación de que la mano derecha, con la que asía vigorosamente el látigo, se inyectaba en sangre e iba haciéndose pesada, hasta producirle un agudo y punzante dolor en las articulaciones de los dedos.

Ustín permanecía frente a él, las manos despectivamente metidas en los bolsillos del pantalón, muy abiertas las piernas… Había recobrado en el acto su pachorra, y ahora, tácitamente respaldado por los otros cosacos, seguro de su superioridad, sonreía tranquilo y burlón, entornando sus ojos zarcos, muy hundidos en las órbitas. Entretanto, Davídov palidecía más y más, movía los labios lívidos, incapaz de pronunciar ni una palabra. En porfiada lucha consigo mismo, tensaba toda su voluntad para refrenar la ira ciega e irreflexiva que lo invadía, para no estallar. La voz de Ustín pareció llegarle de muy lejos, pero captaba netamente el sentido de lo que decía y su entonación burlona y mordaz…

—¿Qué haces ahí, presidente, boqueando como un pez y callado como un muerto? ¿Te has tragado la lengua o es que no tienes nada que decir? Antes querías hablar, y ahora parece como si te hubieras llenado la boca de agua… Sí, amigo, está visto que no se puede ir contra la verdad. Más vale, presidente, que no te metas con nosotros ni te acalores por naderías. Mejor será que te apees tranquilamente del caballo y juegues una partida con nosotros. Esto, amigo, requiere talento, no es como dirigir un koljós…

Uno de los cosacos que se hallaban detrás de Ustín dejó escapar una risita, pero la cortó en seco. Por un instante se hizo junto a la caseta un silencio tenso que nada bueno auguraba. Sólo se oía la agitada respiración de Davídov, el lejano chirrido de las segadoras y el sedante y despreocupado canto de las invisibles alondras, que se desgañitaban en el cielo azul. A las avecillas les era indiferente lo que estaba sucediendo entre aquellos hombres que, excitados, se agolpaban junto a la caseta…

Davídov levantó despacio el látigo y rozó al caballo con los tacones. En aquel mismo instante, Ustín avanzó rápido, asió con la siniestra las riendas y dio un paso hacia la derecha, apretándose a la pierna de Davídov.

—¿Quieres pegarme? Anda, a ver si te atreves —dijo amenazante, muy queda la voz.

En su rostro se acusaron de repente los pómulos, y los ojos le relumbraron con un fulgor alegre y desafiante, que acusaba la impaciencia con que esperaba el golpe.

Pero Davídov descargó con fuerza el látigo sobre la caña de su bota rojiza, miró de arriba abajo a Ustín, intentando sonreír sin conseguirlo, y dijo:

—No, no te voy a pegar, Ustín. No te hagas ilusiones, blanco asqueroso. Si hubiera topado contigo hace diez años, otro gallo te cantaría… Entonces te habría quitado ya para siempre las ganas de hablar, contrarrevolucionario.

Empujando levemente a Ustín con la pierna, Davídov se apeó del caballo.

—Bueno, Ustín Mijáilovich, ya que has empuñado las riendas, lleva el caballo y átalo. ¿Dices que juegue a las cartas con vosotros? Con mucho gusto. Venga, echad.

La discusión cobraba un sesgo harto inesperado… Los cosacos se miraron, remolonearon un poco y se fueron sentando silenciosos en torno al saco. Ustín ató el caballo a una rueda de la caseta, se sentó en cuclillas frente a Davídov y, de vez en cuando, le echaba fugaces ojeadas. Estaba lejos de considerarse derrotado en la disputa con Davídov, y por eso decidió continuar la conversación.

—No has dicho nada de los días de descanso, presidente. Le has dado carpetazo al asunto…

—Tú y yo aún hemos de hablar —prometió Davídov con un tono que decía mucho.

—¿Cómo entender esto?, ¿es que me amenazas?

—¿Te amenazo? ¡Nada de eso! Si nos hemos sentado a jugar a las cartas quiere decir que no vamos a ocuparnos de ninguna otra cosa. Ya tendremos ocasión de hablar…

Pero, a medida que Davídov se tranquilizaba, más y más nervioso se ponía Ustín. Sin terminar la partida, arrojó con enojo las cartas sobre el saco extendido en el suelo y se abrazó las rodillas.

—Qué juego ni qué demonios, más vale que hablemos de los días de descanso. ¿Crees, presidente, que sólo la gente piensa en ellos? Ni mucho menos. Ayer, muy de mañana, fui a enganchar los caballos, y la yegua alazana suspiró de pena y me dijo, como si fuera una persona: «¡Ay, Ustín, Ustín!, ¿qué vida es ésta que llevamos en el koljós? Los días laborables me hacen trabajar, no me quitan la collera ni de día ni de noche, y en las fiestas tampoco me desenganchan. Antes era otra cosa-a-a. Los domingos no me hacían trabajar, sólo íbamos de visita o de boda. Antes, mi vida era incomparablemente mejor».

Los cosacos se echaron a reír, no muy fuerte, pero todos a una. Al parecer, estaban con Ustín. Pero enmudecieron expectantes cuando Davídov, acariciándose la nuez, dijo sin levantar la voz:

—¿De quién era antes del koljós esa yegua tan interesante?

—Ustín entornó ladinamente los ojos e hizo un ligero guiño a Davídov.

—¿Crees que era mía, que repetía mis palabras? No, presidente, esta vez te has equivocado. La yegua era de Titok, es una yegua deskulakizada. Cuando vivía en la hacienda de su amo, se alimentaba mucho mejor que en el koljós: en el invierno, nada de sobras, se le desgastaron los dientes de comer nada más que avena. Se daba la gran vida.

—O sea, la yegua es vieja, ya que no tiene dientes —dedujo Davídov, como quien no quiere la cosa.

—Sí, es vieja, antañona —asintió de buen grado Ustín, que no esperaba ninguna treta de su adversario.

—En tal caso, pierdes el tiempo al escuchar a esa yegua tan habladora —afirmó rotundo Davídov.

—¿Por qué pierdo el tiempo?

—Porque las yeguas de los kulaks hablan como sus amos.

—¡Pero si ahora es koljosiana!…

—En apariencia también tú eres koljosiano, pero, en realidad, eres un acólito de los kulaks.

—Oye, presidente, en esto te has pasado de la raya…

—¡Qué voy a pasarme! Los hechos, hechos son. Y, además, si la yegua es vieja, ¿qué necesidad tenías de escucharla? De vieja que es, ha perdido el seso. Si fuera más joven y más inteligente, no hubiera hablado así contigo.

—¿Cómo pues? —demandó Ustín, poniéndose en guardia.

—Hubiera debido decirte: «Ay, Ustín, Ustín, lacayo de los kulaks. En el invierno, hijo de perra, no diste golpe; en la primavera no trabajaste, simulando estar enfermo, y ahora tampoco quieres trabajar como es debido. ¿Con qué me vas a alimentar durante el invierno? ¿Qué vas a comer tú mismo? Nos moriremos de hambre los dos, como sigamos trabajando así». Eso debió decirte.

Una carcajada general rubricó las últimas palabras de Davídov. Necháiev reía como una moza, conocidos de ratón. Guerásim Ziáblov se puso en pie de un salto y reía con denso vozarrón, agachándose cómicamente y dándose palmadas en las cañas de las botas, como en una danza. Y el más viejo de todos, Tijon Osetrov, agarrándose con toda la mano su barba entrecana, berreó:

—¡Túmbate boca abajo, Ustín, y no levantes la cabeza! Davídov te ha chafado.

Cuál no sería el asombro de Davídov al ver que el propio Ustín reía también como si tal cosa y sin el menor fingimiento.

Cuando, poco a poco, se hizo el silencio, Ustín fue el primero en decir:

—Me has hecho cisco, presidente… No creí que fueras a zafarte de mí con tanta maña. En cuanto a lo de lacayo de los kulaks, eso no es verdad, y tampoco lo es que esta primavera simulase estar enfermo. En esto, presidente, perdóname, pero mientes.

—Demuéstralo.

—¿Con qué?

—Con hechos.

—¿Qué hechos quieres, cuando hablamos en broma? —inquirió Ustín, sonriendo sin su anterior aplomo y ya un tanto en serio.

—¡No te hagas el tonto! —replicó irritado Davídov—. Nuestra conversación no va en broma, y lo que tú te traes entre manos, tampoco. En cuanto a los hechos, a la vista están: apenas trabajas en el koljós, intentas arrastrar a los elementos poco conscientes, dices cosas peligrosas para ti, y hoy, por ejemplo, has conseguido impedir que se trabaje: media brigada no está segando por culpa tuya. ¿Qué diablo de bromas son éstas?

Las cejas de Ustín, cómicamente enarcadas, volvieron a juntarse en el entrecejo, formando una línea recta y hosca:

—¿Basta que uno mencione los días de descanso, para que lo tilden de lacayo de los kulaks y los contrarrevolucionarios? ¿Resulta que sólo puedes hablar tú, y a nosotros no nos queda más que callar y limpiarnos los morros con la manga?

—No sólo por eso —objetó acaloradamente Davídov—. Toda tu conducta es deshonesta, ¡la pura verdad! ¿A qué hablas tanto de los días de descanso, cuando en el invierno tuviste veinte cada mes? Y no sólo tú, sino todos los que estáis ahora aquí. ¿Qué hacíais en invierno, aparte de cuidar el ganado y sortear las semillas? Absolutamente nada. Os pasabais el día tumbados en los hornos, bien calentitos. ¿Qué derecho tenéis, pues, a tomaros descanso en la época más ajetreada, cuando cada hora cuenta, cuando está en peligro la siega? Decídmelo con toda honradez.

Sin pronunciar palabra, Ustín miró a Davídov fijamente, sin pestañear. Y fue Tijon Osetrov quien respondió:

—Aquí, cosacos del Don, no debemos cuchichear a hurtadillas. Davídov tiene razón. La falta ha sido nuestra, y nosotros debemos corregirla. Así es nuestro trabajo, no siempre podemos guardar las fiestas y en la mayoría de los casos nos las tomamos, efectivamente, en invierno. Antes, cuando las haciendas eran individuales, ocurría lo mismo. ¿Quién de nosotros acababa las labores antes de la Intercesión? Apenas terminábamos de recoger el cereal, ya teníamos que labrar los barbechos. Davídov dice verdad, y hemos hecho mal dejando que las mujeres se fueran hoy a la iglesia; no hablo ya de nosotros, que nos hemos puesto a festejar el domingo en el campamento… Resumiendo, somos culpables. Lo único que hemos hecho es quedar mal ante nosotros mismos. Y todo por ti, Ustín, tú nos liaste, diablo enredador.

Ustín se inflamó como la pólvora. Sus ojos azules se oscurecieron y fulguraron aviesos:

—¿Y tú, idiota con barbas, llevas el meollo dentro de la cabeza o lo has olvidado en casa?

—Eso es lo malo, que por lo visto lo he olvidado…

—Anda, date una carrera hasta el caserío, tráetelo.

Necháiev se tapó la boca con su estrecha mano, para que no se le viera sonreír, y con una vocecilla aguda y temblona preguntó a Osetrov, que estaba algo turbado:

—¿Lo has guardado bien, Tijon Gordéich?

—¿Qué diantres te importa?

—Es que hoy es domingo…

—¿Y qué más da?

—No, lo digo porque tu nuera habrá barrido el suelo esta mañana, y si tú escondiste el meollo debajo de un banco o del horno, lo arrastrará sin falta con la escoba y lo echará al corral. Allí las gallinas se lo zamparán en un santiamén… No vayas a tener que vivir sin meollo el resto de tus días, Tijon, eso es lo que me preocupa…

Todos se echaron a reír, comprendido Davídov, pero la risa de los cosacos no era muy alegre… Sin embargo, la reciente tirantez había desaparecido. Como suele ocurrir en casos semejantes, una broma oportuna evitó una querella a punto de estallar. Osetrov, ofendido, esperó a calmarse un poco y dijo a Necháiev:

—Tú, Alexandr, por lo que veo, no tienes qué olvidar en casa, ni tampoco llevas el meollo contigo. ¿Acaso has sido más listo que yo? Tu mujer también mide a estas horas el camino de Tubianskói, y tú no dijiste que no cuando nos pusimos a jugar a las cartas.

—Pecador de mí, pecador de mí —bromeó Necháiev, para salir del paso.

Pero Davídov no estaba satisfecho del desenlace de la conversación. Quería acorralar de verdad a Ustín, y dijo, mirándole fijamente:

—Venga, vamos a terminar de una vez por todas con lo de los días festivos. ¿Trabajaste mucho en el invierno, Ustín Mijáilovich?

—Lo que hizo falta.

—¿Cuánto?

—No lo conté.

—¿Cuántos trudodiéns llevas ganados?

—No lo recuerdo. ¿Por qué la has tomado conmigo? Ponte a contarlos, si es que estás aburrido y no tienes nada que hacer.

—No necesito contarlos. Si tú lo has olvidado, yo, como presidente del koljós, no puedo olvidarlo.

Esta vez le fue utilísima su voluminosa libreta de apuntes, de la que casi nunca se separaba. La excitación reciente hacía que le temblaran todavía los dedos cuando pasaba con premura las sobadas hojas.

—Aquí está tu apellido, laborioso. Y lo que has ganado: en enero, febrero, marzo, abril y mayo, en total, ahora voy a decírtelo, veintinueve trudodiéns. ¿Qué tal? ¿Te has hinchado de trabajar?

—No son muchos, que digamos, Rikalin —apuntó compasivo y zahiriente uno de los cosacos, mirando a Ustín.

Pero éste no quería darse por vencido:

—Aún me queda medio año por delante, y las gallinas se cuentan en el otoño.

—Las gallinas sí, pero lo que se gana se cuenta cada día —replicó con dureza Davídov—. Tú, Ustín, ten bien presente que en el koljós no toleraremos a los holgazanes. Echaremos a patadas a todos los saboteadores. En el koljós no queremos parásitos. Mejor será que pienses a dónde vas y hacia dónde tuerces. Osetrov tiene casi doscientos trudodiéns, y los demás de vuestra brigada arriba de cien; incluso los enfermos, como Necháiev, tienen cerca de un centenar, y tú, veintinueve. ¡Es una vergüenza!

—Mi parienta está enferma, con cosas de mujeres, y se pasa en cama semanas enteras. Además, tengo seis hijos —agregó sombrío Ustín.

—¿Y tú?

—¿Yo, qué?

—¿Por qué no trabajas a pleno rendimiento?

El sofoco encendió de nuevo los pómulos de Ustín, y en sus ojos zarcos, que el furor entornaba, centellearon unas chispas perversas.

—¿Por qué no me quitas la vista de encima y no haces más que mirarme a los ojos y a la cara? —gritó blandiendo el puño izquierdo, mientras en su redondo y corto cuello se hinchaban, azules, las venas—. ¿Te has creído que soy Lushka Nagúlnova o Varia Jarlámova, que se consume por ti? Mira mis manos, y luego exígeme que trabaje.

Ustín adelantó furioso ambas manos. Y Davídov advirtió por primera vez que en la mutilada diestra de Ustín se destacaba solitario el dedo índice; en el lugar de los otros había unas manchas pardas y arrugadas.

—¡Atiza!… ¿Dónde has perdido los dedos? —inquirió Davídov, rascándose meditabundo el entrecejo.

—En Crimea, en el frente de Wrángel. Tú me has llamado blanco, pero soy rosado, como una sandia: estuve con los blancos, me pasé dos semanas compadreando con los verdes, y estuve también con los rojos. Cuando serví con los blancos, combatía de mala gana, la mayor parte del tiempo me la pasaba zascandileando por la retaguardia, pero cuando peleé contra los blancos, ya ves, perdí los dedos. La mano que da de beber, pues con ella se coge la copa, está entera —Ustín movió los cortos y gruesos dedos de la mano izquierda—. Pero la que da de comer, ya lo ves, sin agarraderas…

—¿Fue la metralla?

—Una bomba de mano.

—¿Cómo salvaste el índice?

—Lo tenía en la anilla del seguro, por eso se salvó. Ese día maté a dos soldados de Wrángel. Había que pagarlo. Dios se enfadó conmigo por la sangre vertida, y tuve que ofrendarle cuatro dedos. Considero que salí bien librado. De darle la tonta, hubiera podido exigirme media cabeza…

La calma de Davídov iba transmitiéndosele gradualmente. Hablaban ya en tono pacífico, y el impulsivo Ustín se aplacaba poco a poco: en sus labios había reaparecido su acostumbrada sonrisa irónica.

—Haberle ofrendado también el último dedo, ¿para qué lo quieres?

—¡Con qué ligereza, presidente, dispones de los bienes ajenos! A mí, aunque sea uno solo, me hace mucha falta.

—¿Para qué? —preguntó Davídov, conteniendo una sonrisa.

—Para muchas cosas… Por la noche amenazo con él a mi mujer si no me complace en alguna cosa, y por el día me hurgo los dientes, y engaño a la gente. Con lo pobre que soy, sólo una vez al año tenemos carne en la sopa, y ahí me tienes que cada día, después de comer, voy por la calle hurgándome los dientes con este dedo y escupiendo, y la gente seguro que piensa: «Qué bien vive ese condenado de Ustín. Todos los días come carne, y nunca se le acaba». ¿Y tú me preguntas para qué me hace falta este dedo?.. Hace su servicio. Deja que la gente me tome por rico. Al fin y al cabo, eso me halaga.

—Vaya pico que tienes —repuso Davídov, sonriendo involuntariamente—. ¿Vas a segar hoy?

—Después de una conversación tan agradable, claro que sí.

Davídov se volvió hacia Osetrov. Se dirigió a él, como al de más edad.

—¿Hace mucho que marcharon vuestras mujeres para Tubianskói?

—¿Cómo decirte?, hará una hora, no más.

—¿Eran muchas?

—Unas doce. Estas mujeres son como las ovejas: a donde va una, allá van todas en manada. A veces, una mala oveja se lleva detrás todo el rebaño… También nosotros nos hemos dejado arrastrar por Ustín y hemos querido hacer fiesta en plena siega, así lo mate una fiebre.

Ustín sonrió bonachón:

—¿Otra vez tengo yo la culpa? Oye, barbas, no me cargues las faltas de otros. ¿Qué tengo yo que ver con que las mujeres se hayan ido a rezar? Fueron la Atamánchukova y otra vieja de nuestro caserío las que las apartaron del buen camino. Era aún de madrugada cuando se presentaron en el campamento a agitarlas, diciendo: «Hoy es la fiesta de la Santa Glikeria mártir, y vosotras, mujercitas, pensáis poneros a segar, no teméis el pecado…» Y las desconcertaron. Yo pregunté a las viejas: ¿quién es esa Glikeria? ¿No será Lushka Nagúlnova? ¡Esta sí que es una mártir! Toda la vida ha estado sufriendo con el primero que se le ponía por delante… Si hubierais visto cómo se pusieron las viejas; se lanzaron contra mí. La Atamánchukova llegó a levantar la muleta y quiso golpearme; menos mal que me escabullí a tiempo, si no, tendría un chichón en la frente, como un ganso holandés. En esto, nuestras mujeres se agarraron a mí como cardos al rabo de un perro, y a duras penas conseguí desasirme… ¿Por qué soy tan desgraciado? Hoy tengo la negra. Fijaos, buena gente, en una sola mañana he reñido con las viejas, con las mujeres, con el presidente y con el barbirrucio de Gordéich. Eso no sabe hacerlo cualquiera.

—Tú sí lo sabes. Eso no tienes que aprenderlo del vecino. Desde pequeño, Ustín, te enzarzas con todos, como un gallo peleón. Pero los gallos peleones, ten presentes mis palabras, siempre andan con la cresta en carne viva… —previno Osetrov.

Ustín aparentó no haberle oído. Fijando en Davídov sus ojos ladinos, de mirada impávida, continuó:

—En cambio, hoy tenemos suerte con los agitadores: vienen a vemos a pie y a caballo… Si el ferrocarril estuviera más cerca, vendrían en locomotoras. Ahora que tú, presidente, tienes que aprender a agitar de nuestras viejas… Tienen más edad que tú, son más pillas, y su experiencia es mayor. Hablan bajito, convencen a uno tiernamente, con toda cortesía; y por eso se salen con la suya. No les falla nunca. ¿Y tú, cómo actúas? Aún no has llegado al campamento, y ya gritas que se te oye en toda la estepa: «¿Por qué no trabajáis?» ¿Quién trata así a la gente en nuestros días? Con el Poder soviético, el pueblo ha sacado del arca su orgullo, y no aguanta que se le grite. En una palabra, no le gusta que le busquen las cosquillas, presidente. Por cierto, antes, en tiempos del zar, los atamanes tampoco les levantaban mucho la voz a los cosacos, temían ofender a los viejos. ¿Sabes?, ya va siendo hora de que tú y Nagúlnov comprendáis que hoy vivimos en otros tiempos y que hay que abandonar las viejas querencias… ¿Crees que yo habría aceptado segar hoy, si no te hubieses puesto más en razón? Ni pensarlo. Pero te amansaste un poco, te pusiste a buenas, accediste a jugar a las cartas con nosotros, hablaste como es debido, y aquí me tienes, dispuesto a lo que sea. Puedes hacer de mí lo que quieras, estoy de acuerdo con todo: ¿jugar a las cartas? Venga. ¿Hacinar el heno? También.

Davídov, escuchándole atentamente, sentías e disgustado, es más, furioso consigo mismo. Quizás tuviera razón en algo aquel cosaco tan osado. Sí, al menos tenía razón en que, al presentarse en la brigada, no debía haberse puesto a soltar improperios y gritos. Por eso, como insinuara Ustín, al principio falló el tiro. ¿Cómo no había sabido contenerse? Y Davídov, francamente, hubo de confesarse que, sin darse cuenta, había hecho suya la rudeza de Nagúlnov en el trato con la gente, se había desbocado, como diría Andréi Razmiótnov, y a la vista estaban las consecuencias: mordazmente le aconsejaban que tomase ejemplo de unas viejucas que, obrando con cautela y astucia, se salían siempre con la suya. Estaba más claro que el agua. También él debía haberse acercado tranquilamente al campamento, hablar con calma y convencer a la gente de que era inoportuno pensar en fiestas, pero lo que hizo fue chillarles a todos, y hubo un momento en el que le faltó muy poco para recurrir al látigo. En un abrir y cerrar de ojos hubiera podido dar al traste con todo su trabajo de creación del koljós, y después, incluso, tener que dejar el carnet del Partido sobre la mesa del Comité de distrito… Eso habría sido una catástrofe verdaderamente tremenda en su vida.

Sólo de pensar en lo que hubiera podido ocurrirle de no haberse contenido a tiempo, hundió la cabeza entre los hombros, temblorosos, y sintió un escalofrío en la espalda…

Absorto en aquellas desagradables reflexiones, clavaba la mirada en las cartas diseminadas sobre el saco, y recordó de pronto que durante la guerra civil jugaba apasionadamente a la veintiuna: «Me he pasado. Tenía dieciséis y he pedido lo menos diez. ¡Eso es la pura verdad!» No le hacía mucha gracia reconocer que había perdido los estribos, pero halló en sí valor suficiente y dijo:

—En realidad, no debía haberme puesto a dar voces, en eso tienes razón, Ustín. Pero me dio rabia ver que no trabajabais, ¿qué te crees? Además, tú tampoco hablabas con un hilo de voz, que digamos. Claro que podíamos habernos puesto de acuerdo sin insultos. Bueno, eso se acabó. Anda, engancha a la carreta los caballos más veloces, y tú, Necháiev, busca para este carricoche otro buen par.

—¿Vas a dar alcance a las mujeres? —inquirió Ustín, sin ocultar su asombro.

—Sí. Voy a ver si las convenzo para que trabajen hoy.

—¿Crees que te obedecerán?

—Ya lo veremos. Persuadir no es ordenar.

—Pues que te ayuden Dios Nuestro Señor y la Virgen de Chenstojov. Oye, presidente, ¿por qué no me llevas contigo, eh?

Davídov aceptó sin titubeos:

—Vamos. Pero ¿me ayudarás a convencerlas?

Ustín sonrió frunciendo los labios, agrietados por el calor.

—Te ayudará mi ayudante, lo llevaré sin falta.

—¿Qué ayudante? —Davídov miró atónito a Ustín.

Este, sin decir palabra, despaciosamente, se acercó a la caseta y sacó de entre un montón de capotes un largo y flamante látigo, con vistosos flecos de cuero en la empuñadura.

—Aquí está mi ayudante. ¿Verdad que es bueno? Y si vieras lo convincente que es… ¡algo maravilloso! En cuanto silba, las persuade y las deja como un guante. No te preocupe el que sea zurdo.

Davídov frunció el ceño.

—¡Que no se te ocurra! ¡No te permitiré que pongas un dedo encima a las mujeres, pero en tus costillas probaría con gusto ese ayudante!

Ustín entornó los ojos socarrón y dijo chancero:

—Un abuelo quiso regalarse con pastelillos, pero el perro se le había zampado el requesón… Como mutilado de la guerra civil, tengo bula, y las mujeres, si las azotas, lo único que hacen es engordar y amansarse; lo sé por la mía. ¿A quién hay que azotar? Está claro: a las mujeres. ¿Y tú, por qué te achicas? Con que las zurres bien a dos o tres, las demás correrán a la carreta como si las llevara el viento.

Dando por terminada la conversación, Ustín cogió unas bridas que había debajo de la caseta y se encaminó hacia el altozano a atrapar los caballos. Le siguieron, rápidos, Necháiev y los demás cosacos, excepto Osetrov.

—¿Y tú, Tijon Gordéich, por qué no vas a segar? —preguntó Davídov.

—Quisiera decirte unas palabras en favor de Ustín. ¿Se puede?

—Venga.

—Por el amor de Dios, no te irrites con ese majadero. Se vuelve tonto de remate cuando la retranca le aprieta debajo de la cola —dijo suplicante Osetrov. Pero Davídov le atajó:

—No tiene pelo de tonto, es un enemigo descarado de la vida koljosiana. Contra la gente como él, hemos luchado y seguiremos luchando sin tregua.

—¿Enemigo dices? —se asombró Osetrov—. Ya te he dicho que se pone fuera de sí cuando se enfada, eso es todo. Le conozco desde pequeño y, por lo que recuerdo, siempre ha sido así de arisco. Antes de la Revolución, nuestros viejos le hicieron azotar infinidad de veces a la vista de todo el caserío, por su rebeldía. Le zurraban tanto que ni sentarse podía, ¡pero él, como si tal cosa!

Se pasaba una semana con el trasero en pompa, y volvía a las andadas; no daba cuartel a nadie, a todos les buscaba los defectos, ¡y con qué celo! Puede decirse que como el perro las pulgas. ¿Por qué ha de ser enemigo del koljós? Los ricos nunca pudieron tragarle, ¡y si vieras cómo vive! La casucha ladeada y a punto de hundirse, sólo posee una vaqueja y una par de ovejas tiñosas, nunca en su vida ha tenido dinero. Como dice el refrán: «En un bolsillo, una pulga amarrada, y en el otro, un piojo encadenado». Esa es toda su riqueza. Agrega a esto, la mujer enferma, la carga de los hijos, la miseria que se los come… Quizá por eso enseña los dientes a todos. Y tú dices que es un enemigo. Simplemente, es un bocaza.

—¿Es pariente tuyo? ¿Por qué lo defiendes?

—Sí, ahí está, es sobrino mío.

—¿Por eso pones tanto empeño?

—¿Cómo no, camarada Davídov? Con seis chicos a cuestas, a cual más pequeño, y, además, con una lengua que es una navaja de afeitar… Cuántas veces le tengo dicho: «Muérdete la lengua, Ustín, no te vaya a dar un disgusto de los gordos. Un mal día te acaloras, dices cualquier barbaridad y vas a parar en el acto a Siberia; entonces empezarás a tirarte de los pelos, pero será tarde». Y él me contesta: «¿Es que en Siberia la gente anda a gatas? A mí tampoco me hará daño el aire de allí, estoy templado». ¿Qué carrera puedes hacer con un tonto así? ¿Y qué culpa tienen sus hijos? Criarlos es difícil, pero en los tiempos que corren, se puede dejarlos huérfanos en un dos por tres…

Davídov cerró los ojos y quedó largo rato pensativo. ¿No estaría recordando su sombría y amarga niñez?

—No te irrites con él por sus necias palabras —repitió Osetrov.

Davídov se pasó la mano por la cara y pareció salir de su ensimismamiento.

—Mira, Tijon Gordéich —dijo desgranando lento las palabras—. Por ahora le dejaré en paz. Que trabaje en el koljós en la medida de sus fuerzas, no le daremos trabajos pesados, que haga lo que pueda. Si al terminar el año tiene pocos trudodiéns, le ayudaremos: destinaremos trigo del fondo koljosiano para sus hijos. ¿Entendido? Pero dile en secreto, de mi parte, que si vuelve a ocurrírsele alborotar el agua en la brigada e instigar a la gente a hacer una u otra perrería, verá lo que es bueno. Que lo piense bien, antes de que sea tarde. No vaya bromear más con él, se lo dices así. Me dan lástima los niños, no Ustín.

—Gracias por tus nobles palabras, camarada Davídov. Gracias también por no guardarle rencor en tu corazón.

Osetrov hizo una reverencia a Davídov, que gritó, inesperadamente enfurecido:

—¿Qué es eso de hacerme reverencias? ¡No soy un icono! ¡No las necesito para hacer lo que he dicho!

—Entre nosotros es costumbre de antiguo: si quieres dar las gracias, haces una reverencia —contestó con dignidad Osetrov.

—Bueno, viejo, dime, ¿cómo andan de ropa los chicos de Ustín?, ¿cuántos van a la escuela?

—El invierno se lo pasan sentados en el horno, porque no tienen con qué salir a la calle, y en el verano corretean en harapos. Les ha tocado algo de lo confiscado a los kulaks, pero eso no basta para tapar sus desnudeces. Este invierno, Ustín sacó de la escuela al último de los chicos: no tenía con qué vestirlo ni calzarlo. El muchacho es ya mayorcito, tiene doce años, y le da vergüenza ir astroso como un gitano…

Davídov se rascó furibundo la nuca y, súbitamente, volvió la espalda, diciendo al viejo con voz sorda y desagradable:

—Vete a segar.

Osetrov miró atentamente la abatida figura de Davídov, hizo otra profunda reverencia y echó a andar despacio hacia los segadores.

Un tanto más tranquilo, Davídov le siguió largo rato con la mirada, y pensó: «¡No hay quien entienda a estos cosacos! ¡Adivina qué clase de elemento es este Ustín! ¿Un enemigo jurado o simplemente un charlatán y un pendenciero, que dice todo lo que piensa? Cada día me traen nuevos quebraderos de cabeza… ¡Averigua lo que hay dentro de cada uno, el diablo se los lleve! Pues bien, lo he de averiguar. Si hace falta, comeré con ellos, no ya una arroba de sal en sopas, sino un saco entero, pero de una u otra forma, lo averiguaré, ¡eso es la pura verdad!»

Ustín vino a interrumpir sus cavilaciones. Llegó a galope, trayendo de la brida otro caballo.

—¿Para qué demonios vamos a enganchar el carricoche, presidente? Mejor será que enganchemos otra carreta. Si las mujeres aceptan regresar, no temas, que no se morirán por más que salten en los baches.

—Te he dicho que enganches el carricoche —insistió Davídov.

Ya lo tenía pensado todo, y sabía para qué podría servirle el carricoche si tenía suerte.

Transcurridos unos cuarenta minutos de marcha rápida, divisaron a lo lejos un abigarrado tropel de mujeres endomingadas, que subían despacio por un camino de verano la vertiente frontera de una vaguada.

Ustín emparejó con Davídov.

—Ya puedes agarrarte bien, presidente. Las mujeres son capaces de armarte otro zipizape…

—Veremos, dijo un ciego —repuso animoso Davídov, tirando de las riendas.

—¿No te amilanas?

—¿Por qué? Si sólo son doce o poco más.

—¿Y si las ayudo yo? —sonrió Ustín enigmático. Davídov se le quedó mirando y no pudo precisar si hablaba en serio o en broma.

—¿Qué resultará? —volvió a preguntar Ustín, ya sin sonreír.

Davídov paró en seco sus caballos, se bajó de la carreta y se acercó al carricoche. Metió la mano en el bolsillo derecho de la chaqueta, sacó una pistola —el regalo de Nesterenko— y la puso sobre las rodillas de Ustín.

—Toma este juguete y guárdalo bien, que no me tiente. Si te sumases a las mujeres, temo que no resistiría la tentación y serías el primero a quien agujerearía la cabeza.

Luego quitó sin esfuerzo a Ustín el látigo que éste empuñaba en su mano sudorosa y lo arrojó con fuerza lejos del camino.

—Ahora, vamos. Arreando, Ustín Mijáilovich, y fíjate bien en el sitio donde ha caído tu látigo. Al volver lo recogeremos, ¡eso es la pura verdad! Y la pistola me la devuelves cuando lleguemos al campamento. ¡Arre!

Después de dar alcance a las mujeres, Davídov las adelantó veloz y atravesó la carreta en el camino. Ustín detuvo cerca sus caballos.

—¡Salud, guapetonas! —dijo Davídov a las beatas, con fingida alegría.

—¡Salud, si no es guasa! —respondió por todas la más vivaracha.

Davídov saltó de la carreta, se quitó la gorra e hizo una reverencia.

—En nombre de la administración del koljós os ruego que volváis al trabajo. Vuestros maridos me han enviado a buscaros. Ellos ya están segando.

—Vamos a misa, y no de jarana —gritó, acalorada, una mujer ya entrada en años, encarnado y brillante de sudor el rostro.

Davídov apretó contra el pecho, con ambas manos, su maltrecha gorrilla.

—Después de la siega podéis rezar cuanto queráis, pero ahora no es el momento. Mirad, ahí vienen unos nubarrones, y no habéis apilado ningún almiar. Se va a perder el heno. Todo se pudrirá. Y si se pierde el heno, aviadas estarán las vacas en el invierno. ¡Pero si vosotras lo sabéis mejor que yo!

—¿Dónde has visto tú esos nubarrones? —preguntó burlona una mocita—. El cielo está como si lo hubieran lavado.

—El barómetro marca lluvia, y si no hay nubes… eso no quiere decir nada —se escabulló Davídov—. Pronto lloverá, seguro. Vamos, queridas mujercitas, y el próximo domingo iréis a rezar. ¿Qué más os da? Subid y os llevaré volando. Subid, queridas mías, que el tiempo apremia.

Davídov no escatimaba palabras cariñosas para convencer a sus koljosianas; éstas, indecisas, empezaron a cuchichear entre sí. Inesperadamente para Davídov, Ustín acudió en su ayuda en aquel preciso instante, se acercó sigiloso por detrás a la talluda y gruesa mujer de Necháiev, la levantó en vilo en un abrir y cerrar de ojos, y sin reparar lo más mínimo en los golpes que ella, riéndose, le prodigaba, la llevó en volandas a la carreta y la sentó cuidadosamente en la trasera. Entre risas y chillidos, las otras mujeres echaron a correr en distintas direcciones.

—Ya estáis subiendo a la carreta, si no queréis que coja el látigo —vociferó Ustín, con ojos feroces, y prorrumpió en carcajadas—. ¡Subid, no os haré nada, pero corriendo, diablos rabilargos!

Erguida en la carreta, arreglándose el chal, que se le había caído de la cabeza, la mujer de Necháiev gritó:

—Venga, mujeres, subid de prisa. ¿Es que voy a estar esperándoos? Fijaos qué honor: ha venido a buscamos el presidente en persona.

Las mujeres se acercaron por tres lados y, empujándose unas a otras, cambiando risotadas y lanzando a Davídov miradas fugaces, se encaramaron a la carreta sin más ceremonias. En el camino sólo quedaron dos viejas.

—¿Y nosotras, es que vamos a ir solas a Tubianskói, pedazo de hereje? —dijo la Atamánchukova y barrenó a Davídov con una mirada de odio.

Pero éste, apelando a toda su pasada galantería marinera, hizo una reverencia y se cuadró con sonoro taconazo.

—¿Para qué van a ir a pie, abuelas? Aquí tienen un coche especial para ustedes; suban y vayan a rezar cuanto quieran. Las llevará Ustín Mijáilovich. Esperará a que termine la misa, y después las conducirá al caserío.

Era precioso cada minuto, y no iban a esperar la conformidad de las viejas. Davídov las tomó del brazo y las llevó hacia el carricoche. La Atamánchukova se resistía con todas sus fuerzas, pero Ustín la empujaba por detrás ligera y respetuosamente. Por fin consiguieron sentarlas, y Ustín, mientras desenredaba las riendas, dijo quedo, muy quedo:

—¡Eres astuto, Davídov, como el diablo!

Por vez primera había llamado a su presidente por el apellido. Davídov reparó en ello y se sonrió mustio: la noche sin dormir y las emociones del día hacían su efecto, y ya le vencía, inexorablemente, el sueño.