Unos días espléndidos, calurosos, aceleraron el espigado de la hierba en los valles, y, por fin, se sumó a la siega en la estepa la tercera y última brigada del koljós de Gremiachi Log. Sus guadañeros salieron al campo el viernes por la mañana, y el sábado por la tarde Nagúlnov se personó en casa de Davídov. Tomó asiento y, encorvado, permaneció largo rato en silencio. Iba sin afeitar y parecía haber envejecido durante los últimos días. En su prominente mentón, cubierto de oscura pelambre, notó por primera vez Davídov la chispeante escarcha de las canas.
Ambos estuvieron unos diez minutos fumando, y en todo ese tiempo ninguno profirió una sola palabra, ninguno quiso ser el primero en iniciar la conversación. Pero, ya a punto de marcharse, Nagúlnov preguntó:
—Parece que los de Liubishkin han salido todos a segar, ¿no lo has comprobado?
—Los designados han salido. ¿Qué pasa?
—Mañana, a primera hora, deberías largarte a su brigada a ver cómo le van las cosas.
—¿Acaban de salir y ya hay que comprobar? ¿No es demasiado pronto?
—Mañana es domingo.
—¿Y qué?
A los finos labios de Nagúlnov asomó una sonrisa apenas perceptible:
—Casi todos los de su brigada son devotos, aficionados al opio de la iglesia, en especial las faldas. Es verdad que han salido, pero en día festivo no segarán ni un pijo. Descúidate y verás cómo algunas mujeres se te van a la iglesia de Tubianskói. Y el tiempo apremia; además, puede empezar a llover, y en vez de heno recogeríamos cuatro hierbajos.
—Bueno, saldré temprano y lo comprobaré. Está claro que no permitiré a nadie que falte al trabajo. Gracias por habérmelo advertido. ¿Por qué sólo los de Liubishkin son casi todos devotos, según dices?
—También los hay de sobra en las otras brigadas, pero en la tercera abundan más.
—Entendido. ¿Y tú, qué piensas hacer mañana? ¿Por qué no vas a la primera brigada?
Nagúlnov contestó de mala gana:
No iré a ninguna parte, quiero estar unos días en casa. Estoy derrengado… Como si me hubieran molido a palos…
En la célula de Gremiachi Log era ley que durante las faenas del campo cada comunista estuviese en el tajo. Por lo común salían para allá mucho antes de que se recibiesen instrucciones del Comité de distrito. Esta vez la presencia de Nagúlnov en alguna de las brigadas era también imprescindible, pero Davídov comprendía perfectamente el estado de ánimo de su camarada, y por eso le dijo:
—Bueno, quédate en casa, Makar. Sí, incluso será mejor: alguno de los dirigentes debe encontrarse en el caserío, por si ocurre algo.
Si Davídov agregó la última frase, fue porque no quiso expresar abiertamente a Makar su condolencia. Nagúlnov, como si sólo hubiera ido a verle para aquello, se marchó sin despedirse.
Pero a los pocos momentos volvió a entrar en la habitación y sonrió, excusándose:
—Tengo la memoria como un bolsillo agujereado, hasta se me olvidó despedirme de ti. Cuando vuelvas de ver a Liubishkin, pásate por mi casa, me contarás cómo viven los devotos y a dónde miran: si a las patas de los caballos o a la cruz de la iglesia de Tubianskói. Diles a esos papanatas bautizados que Jesucristo envió el maná desde el cielo a los hombres de la antigüedad en un año de hambre, y eso una sola vez en la vida, pero que a los cosacos no les segará el heno para el invierno, así que no confíen en él. En pocas palabras, haz allí propaganda antirreligiosa a todo meter. Ya sabes, sin necesidad de que te lo expliquen, lo que hay que decir en esos casos. Lástima que no vaya contigo, pues podría prestarte gran ayuda. Puede que no sea buen orador, pero en cambio, amigo, tengo unos puños que valen para cualquier debate. Al primer puñetazo, mi contrincante ya no me hace objeciones, porque éstas valen mientras se está de pie, pero una vez tumbado, ¿qué objeciones va a tener? Las objeciones de los tumbados no se toman en cuenta.
Animado de pronto y con un brillo alegre en los ojos, Nagúlnov propuso:
—Oye, Semión, ¿y si voy contigo? Puede que, en mala hora, tengas un lío con las mujeres por alguna incomprensión religiosa, y entonces puedo serte muy útil. Ya conoces a nuestras mujeres: si esta primavera no te descuartizaron por ser la primera vez, la próxima te harán picadillo. Yendo conmigo no te pasará nada. Yo sé cómo hay que tratar a esas hijas de Satanás.
Reprimiendo la risa a duras penas, Davídov denegó con las manos, asustado:
—¡No, no! ¡Ni hablar! No necesito para nada tu ayuda, me las arreglaré solo. ¿No serán tus temores totalmente infundados? La gente es ahora mucho más consciente, si se compara con los primeros meses de la colectivización, ¡eso es la pura verdad! Y tú, Makar, sigues midiéndola por el viejo rasero, ¡la pura verdad!
—Como quieras, puedo ir o quedarme. Pensé que tal vez pudiera ayudarte, pero, si eres tan orgulloso, allá te las compongas.
—No te enojes, Makar —repuso conciliador Davídov—. Tú no vales para combatir los prejuicios religiosos, pero, en cambio, puedes hacer un daño tremendo en este asunto, tremendo.
—No quiero discutir contigo sobre este punto —replicó áspero Nagúlnov—. ¡Ten cuidado, no te equivoques! Tú acostumbras a gastar contemplaciones con esos propietarios de ayer, mientras que yo les hago la propaganda como me dicta mi conciencia de guerrillero. Bueno, me voy. Que te vaya bien.
Como si fueran a separarse por mucho tiempo, cambiaron un fuerte apretón de manos. Los dedos de Nagúlnov eran duros y fríos, como de piedra; sus ojos habían perdido el brillo que poco antes los animara y a ellos asomaba de nuevo un dolor mudo y profundo. «Pasa momentos difíciles…», pensó Davídov, sofocando con esfuerzo su inoportuna compasión.
Con la mano ya en el picaporte, Nagúlnov se volvió hacia Davídov, pero, rehuyendo mirarle, puso la vista en un rincón, y su voz sonó ronca, cuando dijo:
—Mi ex mujer, tu amante, se ha marchado del caserío. ¿Lo sabías?
Davídov, ignorante aún de que, pocos días atrás, la Lushka se había despedido para siempre de Gremiachi Log y de los lugares tan entrañables y evocadores para ella, quedó sorprendido y dijo muy seguro de que estaba en lo cierto:
—No puede ser. ¿A dónde va a ir sin documentación? Estará, sin duda, en casa de su tía, esperando a que deje de hablarse de Timoféi. Es natural que le resulte violento aparecer ahora por el caserío. Mal le salieron las cosas con Timoféi…
Makar sonrió torcidamente y estuvo tentado de decir: «¿Es que le salieron mejor conmigo y contigo?», pero, en vez de eso, explicó:
—Tiene su pasaporte, y se marchó del caserío el miércoles, eso lo sé a ciencia cierta. Yo mismo vi cómo se ponía en camino de madrugada —en la mano llevaba un hatillo, seguramente de ropa—, permaneció un rato en el otero, contemplando el caserío, y desapareció, la muy condenada. Pregunté a su tía que adónde había ido Lushka, pero la mujer no sabía nada. Lushka le dijo que se iba por esos mundos de Dios. Esto es todo. Tanto llevó el cántaro a la fuente, la maldita, que acabó quebrándolo…
Davídov callaba. La vergüenza y el embarazo que ya otras veces sintiera ante Makar lo invadieron con renovada fuerza. Aparentando indiferencia y apartando también la mirada, dijo quedo:
—¡Bah, puente de plata! Nadie se compadecerá de ella.
—Nunca ha necesitado la compasión de nadie, pero en lo tocante a los amores, Timoféi nos dio tres y raya a los dos, amigo. ¡Eso es la pura verdad!, como tú sueles decir. ¿Por qué tuerces el hocico? ¿No te gusta? A mí tampoco me gusta mucho el asunto, pero lo cierto, cierto es. Tú y yo nos quedamos sin la Lushka con mucha facilidad. ¿Por qué? Pues porque no es una mujer, sino el mismísimo demonio. ¿Crees que espera con ansia la revolución mundial? Nada de eso. Le importan un bledo los koljóses, los sovjóses, el propio Poder soviético. Solo le gusta andar de jarana, trabajar lo menos posible y retozar a más y mejor: ése es todo su programa de hembra sin partido. Si quieres retener a tu lado a una mujer así, tienes que untarte las manos de brea, agarrarte a su falda, cerrar los ojos y olvidarte de todo en el mundo, y aún así, en cuanto te adormiles un poco, se sale de su falda como la culebra de la piel, y en cueros vivos, cual la parió su madre se te va de parranda. Así es esa Lucha, maldita de Dios y de toda la corte celestial. Por eso se encaprichó del Timoféi. El Desgarrado se pasaba semanas enteras ganduleando por el caserío con su acordeón, rondaba mi casa, y Lushka, en cuanto le oía, se encendía toda por dentro y soñaba, la pobre, con que yo me marchara a algún sitio. ¿Con qué podíamos nosotros retener a una mujer tan casquivana? ¿Es que íbamos a renunciar por ella a la revolución al trabajo diario del Poder soviético? ¿O juntar dinero para comprar entre los dos un acordeón? Eso hubiera sido el acabóse. El acabóse y la degeneración burguesa. No, Semión, más vale que ella se ahorque tres veces en el primer árbol que encuentre, a que nosotros renunciemos por una zorra así a nuestros ideales de partido.
Nagúlnov volvió a animarse, se enderezó. Sus pómulos se arrebolaron. Se apoyó en el quicio de la puerta, lió un cigarrillo, lo encendió, y a las dos o tres chupadas largas, dijo ya más reposado, en voz baja, susurrante a veces:
—Debo confesarlo, Semión; temía que mi ex mujer empezara a llorar a grito pelado cuando viese muerto a Timoféi… Pues, no. Su tía me contó que se le acercó sin lágrimas, sin un solo grito, se arrodilló ante él, y dijo bajito: «Volabas hacia mí, aguilucho mío, y encontraste la muerte… Perdóname por no haber podido evitar que perecieras». Luego se quitó el pañuelo de la cabeza, se sacó la peineta y peinó a Timoféi, le arregló el mechón, le besó en los labios, y se fue. No se volvió ni una sola vez.
Tras breve pausa, Makar volvió a elevar el tono, y en su ronquera Davídov captó, inesperadamente, unas notas de orgullo mal disimulado:
—Esa fue toda su despedida. ¿Verdad que es tremendo? ¡Duro tiene el corazón esa maldita! Bueno, me voy. Que te vaya bien.
Ya estaba claro para qué había ido allí Makar… Davídov le acompañó hasta la cancela, volvió a su oscura alcoba y se tendió en la cama sin desnudarse. No quería recordar ni pensar; deseaba, únicamente, abismarse en el sueño. Pero el sueño no acudía.
¡Cuántas veces se había maldecido mentalmente por sus irreflexivas e imprudentes relaciones con Lushka! En ellas no había ni pizca de amor… Bastó que apareciera Timoféi para que Lushka, sin vacilar, rompiera con él y volviera a juntarse con el hombre que amaba, sin importarle nada. Por lo visto era verdad que el primer amor no se olvidaba… Se había ido del caserío sin decirle una palabra de despedida. En realidad, ¿para qué lo necesitaba? Se había despedido del que incluso muerto le era querido, y ¿qué pintaba aquí él? Todo había seguido su curso natural. Y aquellas relaciones tan bajas con Lushka habían sido como una mala carta sin terminar, interrumpida a mitad de palabra. Eso había sido todo.
Davídov se revolvía en el angosto camastro, carraspeaba, se levantó dos veces a fumar, y amanecía ya cuando logró conciliar el sueño. Sin embargo, no tardó en despertarse. El corto sueño no le despejó, ni mucho menos. Se levantó como después de una gran borrachera: le angustiaba la sed, le dolía insoportablemente la cabeza, tenía la boca seca y de vez en cuando le daban arcadas. Arrodillándose con dificultad, buscó largo tiempo las botas, tanteando con las manos debajo de la cama y de la mesa y mirando perplejo a los rincones del cuarto vacío. Al enderezarse, vio que las llevaba puestas, carraspeó enojado y murmuró:
A lo que has llegado, marinero. Enhorabuena. Imposible ir más lejos, ¡eso es la pura verdad! Maldita Lushka. Hace cuatro días que falta del caserío, y aún sigue conmigo…
Junto al pozo se desnudó hasta la cintura, entre ayes y gemidos se echó un cubo de agua helada sobre la caliente y sudorosa espalda, se mojó la cabeza, y pronto, sintiendo cierto alivio, se encaminó a la cuadra del koljós.