Capítulo XI

Lushka seguía viviendo con su tía. La pequeña y vetusta casucha con techumbre de espadaña, desvencijadas contraventanas amarillas y paredes vencidas, medio enterradas en el suelo, se alzaba en el borde mismo de la escarpada orilla del río. El patio, muy pequeño, lo habían invadido las hierbas y la maleza. Toda la hacienda de Alexéievna, que así se llamaba la tía de Lushka, la componían una vaca y un pequeño huerto. En el bajo seto que rodeaba la casa por el lado del río había un boquete. Por él salía la vieja ama de la casa cuando iba al río por agua o a regar las coles, los pepinos y los tomates.

Cerca del boquete se alzaban orgullosas las flores purpúreas y violadas del cardo borriquero y crecía tupido el cáñamo silvestre; por el seto, entre las estacas, serpenteaban los tallos rastreros de las calabazas, adornándolo con el oro de sus campanillas; por las mañanas brillaban allí, como gotas de rocío azul, las florecillas de la correhuela, y desde lejos parecía aquello un tapiz caprichosamente bordado. Era aquél un lugar solitario, y en él detuvo Nagúlnov su elección cuando, al día siguiente, pasó, muy de mañana, por delante de la casa de Alexéievna, bordeando el río.

Nagúlnov permaneció dos días inactivo, en espera de que se le curara el catarro nasal, pero al tercer día, apenas cayó la noche, se puso una chaqueta guateada, salió con sigilo a la calle y bajó al río. Toda la noche —negra, sin luna— la pasó tendido en el cáñamo, al pie del seto, pero nadie apareció en el boquete. Al amanecer regresó a casa, durmió unas horas, se dirigió a caballo por el día al lugar en que la primera brigada había empezado a segar la hierba y, en cuanto oscureció, ya se hallaba otra vez oculto entre el cáñamo.

A eso de la medianoche chirrió ligeramente la puerta de la casa. Makar vio por entre las ramas de la cerca que una silueta femenina, envuelta en un mantón oscuro, salía a la terracilla. Makar adivinó que era Lushka.

La mujer descendió lentamente de la terracilla, permaneció parada unos instantes, salió luego del patio y torció por la calleja. Makar, pisando sigiloso, la siguió a unos diez pasos de distancia. Lushka no sospechaba nada y se dirigió hacia el prado sin volver la cabeza. Ya habían salido del caserío cuando el maldito catarro jugó a Makar una mala pasada: dejó escapar un estornudo atronador y tuvo que echarse de bruces al suelo como si lo hubiera fulminado un rayo. Lushka se volvió rápida. Cosa de un minuto permaneció inmóvil, como petrificada, las manos apretadas contra el pecho, jadeante del sobresalto. Le pareció que el corpiño se le había vuelto repentinamente estrecho, y la sangre se le agolpó en las sienes. Sobreponiéndose a su desconcierto, se acercó a Makar, temerosa, a pequeños pasitos. El yacía apoyado en los codos, mirando de reojo a la mujer. Ella se detuvo a unos tres pasos y preguntó con voz ahogada:

—¿Quién está ahí?

Makar, ya a cuatro pies, no dijo palabra y se cubrió la cabeza con la chaqueta guateada: no quería que su ex mujer lo reconociera.

—¡Dios mío! —musitó asustada Lushka, y echó a correr hacia el caserío.

… Makar despertó a Razmiótnov antes del amanecer y dijo sombrío, sentándose en el banco:

—¡No solté más que un estornudo, pero lo he echado todo a perder!… ¡Ayúdame, Andréi, que, de lo contrario, Timoféi se nos escapará!

Media hora más tarde, ambos llegaban a casa de Alexéievna en un carro tirado por dos caballos. Razmiótnov ató los animales al seto, subió el primero a la terracilla y llamó a la desvencijada puerta.

—¿Quién es? —preguntó el ama con voz soñolienta—. ¿A quién buscan?

—Levántate, Alexéievna, que si no el rebaño se va a marchar sin tu vaca —respondió Razmiótnov con acento jovial.

—¿Quién eres?

—Soy yo, Razmiótnov, el presidente del Soviet.

—¿Qué diablos te trae por aquí a estas horas? —gruñó enfadada la mujer.

—Tengo un asunto que tratar contigo, ¡abre!

Se oyó el chasquido del picaporte, y Razmiótnov y Nagúlnov entraron en la cocina. La mujer se vistió de prisa y corriendo y, sin decir palabra, encendió un quinqué.

—Tu pupila, ¿está en casa? —Razmiótnov señaló con la mirada la puerta de la alcoba.

—Sí, está en casa. ¿Qué falta puede hacerte tan de madrugada?

Razmiótnov, sin responderle, llamó a la puerta y dijo muy alto:

¡Eh, Lushka! ¡Levántate y vístete de prisa! ¡Te doy cinco minutos, como en el ejército!

Lushka salió descalza, con un pañuelo sobre los desnudos hombros. El brillo mate de sus tostadas pantorrillas realzaba la impoluta blancura de la enagua con puntilla.

—Vístete —le ordenó Razmiótnov, meneando la cabeza con aire de reconvención—. Ponte, por lo menos, la falda… ¡Qué desvergonzada eres, mujer!

Lushka miró atenta e interrogante a los dos hombres y sonrió con sonrisa cegadora.

—¡Pero si todos sois de casa!, ¿de quién voy a tener vergüenza?

Incluso recién levantada de la cama tenía la maldita Lushka la lozanía y la hermosura de una jovenzuela. Razmiótnov, sonriente, sin ocultar su admiración, se deleitaba contemplándola. Makar miraba a Alexéievna, que se había recostado en el horno, con mirada pesada y fija, sin parpadear.

—¿Qué os ha traído aquí, queridos amigos? —preguntó Lushka, recogiendo coquetón movimiento el pañuelo, que había resbalado de sus hombros—. ¿No buscáis a Davídov, por un casual?

Lushka sonreía ya insolente y triunfadora, entornando sus ojos atrevidos y radiantes, que buscaban los de su ex marido. Pero Makar, volviéndose hacia ella, le dirigió una mirada dura y tranquila, y dejando caer las palabras con la misma dureza y tranquilidad, respondió:

—No hemos venido a tu casa en busca de Davídov, sino en busca de Timoféi el Desgarrado.

—Pues no es aquí donde hay que buscarlo —respondió Lushka con mucho desparpajo, pero sus hombros tuvieron un estremecimiento—. Hay que buscarle en las tierras frías, a donde vosotros llevasteis a mi halcón…

—Déjate de fingimientos —dijo Makar con calma, sin perder los estribos.

Por lo visto, la fría serenidad de Makar, tan inesperada para ella, sacó de sí a Lushka, que pasó a la ofensiva:

—¿No serías tú, maridito, quien me iba pisando los talones esta noche cuando salí del caserío?

—¿Me conociste? —una sonrisa apenas perceptible afloró a los labios de Makar.

—No, en la oscuridad no te conocí, y me diste, queridito, un susto de muerte. Después, cuando ya estaba en el caserío, adiviné que habías sido tú.

—¿Cómo tú, una perra tan valiente, pudiste asustarte? —preguntó groseramente Razmiótnov, para desvanecer con su intencionada brutalidad el encanto de la provocativa belleza de Lushka.

La mujer, los brazos en jarras, le lanzó una mirada fulminante.

—¡A mí no me des tú ese nombre! ¡Anda y dáselo a tu Marinka! Puede que Demid el Callado te sacuda en los hocicos como es debido. A mí es fácil insultarme, porque no tengo aquí quien me defienda…

—Tienes más defensores de los necesarios —sonrió Razmiótnov.

Pero Lushka, sin prestarle la menor atención, preguntó a Makar:

—¿Por qué me seguiste? ¿Qué quieres de mí? Soy un pajarillo libre y vuelo a donde quiero. ¡Si hubiera ido conmigo mi amiguito Davídov, no te habría agradecido que fueras siguiéndonos el rastro!

El rostro de Makar se crispó, y sus pómulos palidecieron, pero haciendo un gran esfuerzo de voluntad se sobrepuso y no dijo palabra. En la cocina se oyó crujir sus dedos cuando apretó los puños. Razmiótnov se apresuró a cortar la conversación, que empezaba a tomar un giro peligroso.

—¡Basta ya de charlar! Tú, Lushka, y tú, Alexéievna, vestíos. Quedáis detenidas y vamos a llevaros en seguida a la cabeza del distrito.

—¿Por qué? —preguntó Lushka.

—Allí te lo dirán.

—¿Y si no quiero ir?

—Te amarraremos como a una oveja y te llevaremos de todos modos. No te dejaremos pernear. ¡Hala, vivo!

Durante unos segundos, Lushka permaneció indecisa, pero luego retrocedió unos pasos y, con movimiento imperceptible, se deslizó por la puerta y la cerró, tratando de echar el picaporte. Pero Makar tiró sin gran esfuerzo de la puerta, entró en la alcoba y dijo, alzando la voz:

—¡No estamos para bromas! Vístete y no intentes escaparte. No pienso correr detrás de ti; te dará alcance una bala, so tonta. ¿Está claro?

Lushka se sentó en la cama, respirando fatigosamente.

—Sal y me vestiré.

—Vístete. Y no te dé vergüenza: yo te he visto de todas las maneras.

—Haz lo que te dé la gana —dijo Luchka con cansancio, rindiéndose.

La mujer se quitó el camisón de dormir y la falda, se acercó al baúl, desnuda, encantadora en su armónica y juvenil belleza, y lo abrió. Makar no la miraba: indiferente, como petrificado, tenía los ojos puestos en la ventana…

Cinco minutos después, Lushka, ataviada con un modesto vestidito de percal, dijo:

—Ya estoy lista, Makárushka —alzó hacia él sus ojos sumisos y un tanto apenados.

Alexéievna, que esperaba ya vestida en la cocina, salmodió:

—¿Quién va a cuidar de mi casa? ¿Quién ordeñará la vaca? ¿Quién atenderá el huerto?

—De eso nos preocuparemos nosotros, buena mujer; cuando vuelvas, todo estará lo mismo que ahora —dijo tranquilizador Razmiotnov.

Salieron al patio y montaron en el carro. Razmiótnov empuñó las riendas, hizo restallar furiosamente el látigo, y los caballos partieron al trote largo. Detuvo a los animales frente al Soviet y saltó del vehículo.

—¡Apeaos, mujeres! —Razmiótnov entró el primero en el zaguán, encendió una cerilla y abrió la puerta de un oscuro cuartucho—. Pasad y acomodaos.

Lushka preguntó:

—¿Cuándo vais a llevamos a la cabeza del distrito?

—Al atardecer os llevaremos.

—Entonces, ¿para qué nos habéis traído aquí en el carro, y no a pie? —insistió Lushka.

—Para presumir —respondió Razmiótnov, sonriendo en la oscuridad.

Naturalmente, no podía explicar a las curiosas mujeres que las habían llevado allí en el carro porque no querían que las viera nadie camino del Soviet del caserío.

—Hubiéramos podido venir a pie —dijo Alexéievna y, persignándose, entró en el cuartucho.

Lushka la siguió en silencio, suspirando abatida. Razmiótnov echó el candado y luego dijo en voz alta:

—Escucha, Lushka: os daremos de comer y de beber; en el rincón, a la izquierda de la puerta, tenéis un bacín para vuestras necesidades. Os ruego que estéis quietecitas, que no alborotéis ni deis golpes en la puerta, si no os juro por Dios verdadero que os amarraremos y os pondremos una mordaza. La cosa no va en broma. ¡Hasta luego! Antes del mediodía pasaré a veros.

Razmiótnov puso otro candado en la puerta del Soviet, y, con voz en la que había un dejo de súplica, comunicó a Nagúlnov, que le aguardaba en la terracilla:

—Las tendré aquí tres días; más no puedo. Makar, tú dirás lo que quieras, pero, si se entera Davídov, lo vamos a pasar mal.

—No se enterará. Lleva a la cuadra los caballos y después trae algo de comer a las detenidas. Bueno, gracias, yo me voy a casa…

… Sí, no era el bizarro y airoso Makar Nagúlnov de siempre el que iba, en medio de la azulosa penumbra del amanecer, por las desiertas callejas de Gremiachi Log… Caminaba ligeramente encorvado, abatida tristemente la cabeza, llevándose de cuando en cuando su grande y ancha mano al lado izquierdo del pecho…

A fin de que Davídov no le viera, Nagúlnov se pasaba el día segando y no regresaba al caserío hasta después del crepúsculo. A la segunda noche, antes de dirigirse a preparar la emboscada, se llegó a casa de Razmiótnov e inquirió:

—¿No ha preguntado por mí Davídov?

—No. Yo apenas si le he visto. Llevamos dos días tendiendo un puente sobre el río, y no tengo tiempo más que para ir a las obras y echar un vistazo a las detenidas.

—¿Qué tal están?

—Ayer al mediodía, la Luchka se puso hecha una fiera. Me acerqué a la puerta y me puso como no quieras saber. ¡La maldita jura como un cosaco borracho! ¿Dónde habrá aprendido esa ciencia? Me costó lo indecible que se calmara. Hoy está más tranquila. Llora.

—Deja que llore. Pronto tendrá que plañir por el muerto.

—No creo que Timoféi acuda —dijo Razmiótnov.

—¡Acudirá! —Nagúlnov descargó el puño sobre su rodilla; los ojos, inflamados por las noches de insomnio le fulguraron—. ¿Cómo va a dejar a su Lushka? ¡Acudirá!

… Y Timoféi acudió. Olvidando toda prudencia, al tercer día, a eso de las dos de la madrugada, apareció junto al seto. ¿Lo habrían llevado al caserío los celos? ¿No sería el hambre? Quizás fuera lo uno y lo otro; el caso es que no pudo resistir más y acudió…

Silencioso, como una fiera, avanzaba furtivo por la senda que subía desde el río. Makar no oyó ni el susurro de la arcilla bajo sus pies ni el crujido de la maleza seca, y cuando, a unos cinco pasos de distancia, surgió repentinamente la silueta de un hombre, un tanto inclinado adelante, la sorpresa le hizo estremecerse.

El fusil en la mano derecha, inmóvil, Timoféi escuchaba atento. Makar yacía entre el cáñamo, conteniendo la respiración. Por un segundo, su corazón se alteró, pero después siguió latiendo acompasadamente; sin embargo, se le secó la boca y le quedó en ella un sabor amargo.

Junto al río gritó con voz carrasposa un rascón. En el otro extremo del caserío mugió una vaca. En el prado de la margen contraria dejó oír su voz tableteante una codorniz.

Makar estaba en situación ventajosa para disparar: Timoféi le presentaba el costado izquierdo, pues se había vuelto ligeramente hacia la derecha, aguzando el oído.

Makar apoyó en el codo izquierdo el revólver, sin hacer ruido alguno. La manga de la chaqueta guateada estaba húmeda del rocío. Makar aguardó un instante. Sí, él, Makar Nagúlnov, no era ningún kulak, no era un canalla que pudiera disparar a traición contra el enemigo. Y, sin cambiar de posición, dijo:

—¡Vuélvete de cara a la muerte, canalla!

Timoféi saltó adelante y hacia un lado, como impelido por un trampolín, y se echó el fusil a la cara, pero Makar le ganó la mano. En la húmeda y callada noche, el disparo restalló sordamente, con poca fuerza.

Timoféi dejó caer el fusil y, doblando las rodillas, se desplomó, según le pareció a Makar, lentamente. Makar oyó el sordo y pesado golpe de su cabeza contra el duro suelo de la vereda.

Makar siguió tendido unos quince minutos, sin mover ni un dedo. «La gente no suele acudir en tropel a refocilarse con una sola mujer, pero puede que sus amigos se hayan ocultado cerca del río y estén esperándole», se dijo, aguzando al máximo el oído. Pero en torno reinaba un silencio absoluto. El rascón, que al oír el disparo había enmudecido, de nuevo empezó su carraspeo, tímidamente, con intervalos. El amanecer se aproximaba raudo. Se agrandaba, ensanchándose, la purpúrea cenefa del confín oriental del cielo, azul oscuro. Ya se dibujaban nítidamente los grupos de los sauces ribereños. Makar se levantó y se acercó a Timoféi. Yacía de espaldas, el brazo derecho muy separado del cuerpo. Tenía muy abiertos sus inmóviles ojos, que no habían perdido aún el brillo de la vida. Parecía que aquellos ojos muertos admiraban con extasiado y mudo embeleso las pálidas estrellas que se iban apagando, la nubecilla opalina ribeteada de plata que se desvanecía allá en el horizonte, y el infinito océano celeste, cubierto por una tenue y transparente neblina.

Makar empujó al muerto con la punta de la bota y preguntó quedamente:

—¿Qué, maldito, han terminado tus andanzas?

Incluso muerto era guapo aquel hombre mimado y querido por las mujeres. Sobre la frente despejada y blanca, sin la huella cobriza del sol, le caía un oscuro mechón; el carnoso rostro no había perdido aún su ligero arrebol; el prominente labio superior, enmarcado por un bigote sedoso y negro, aparecía un poco levantado, dejando ver los húmedos dientes, y una leve sonrisa de asombro retozaba en los jugosos labios que tan pocos días atrás besaran ansiosos a Lushka. «¡Bien cebado estás, muchacho!», dijo para sus adentros Makar.

Ahora, Makar examinaba al muerto tranquilamente, sin sentir ni su reciente furia ni satisfacción, nada que no fuera un cansancio agobiante. La muerte de Timoféi había hecho que se marchara muy lejos, para no volver más, todo lo que durante largos días y años le inquietara, todo lo que hacía agolparse en su corazón la sangre ardiente, oprimiéndolo con las tenazas de la rabia, los celos y el dolor.

Makar levantó el fusil y, con una mueca de repugnancia, registró la ropa del muerto. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta palpó el aristado cuerpo de una bomba de mano; en el derecho no había más que cuatro peines de cartuchos de fusil. Timoféi no llevaba ningún documento.

Antes de marcharse, Makar miró por vez última al muerto y se dio cuenta de que su camisa con bordados aparecía recién lavada y sus pantalones caqui estaban meticulosamente zurcidos en las rodillas, sin duda por mano femenina. «¡Se ve que te alimentaba y cuidaba bien!», pensó amargamente Makar, haciendo pasar con trabajo, con mucho trabajo, una pierna al otro lado del hueco en el seto.

A pesar de lo temprano que era, Razmiótnov esperaba a Makar junto a la puertecilla de la cerca, tomó de sus manos el fusil, los cartuchos y la granada y dijo satisfecho:

—¿Le has metido un balazo? Era un mozo valiente, no conocía el miedo… Oí tu disparo, me levanté y me vestí. Quería ir para allá, pero vi que ya venías. Se me quitó un peso de encima…

—Dame las llaves del Soviet —pidió Makar.

Razmiótnov, aunque había adivinado para qué las pedía, preguntó:

—¿Quieres soltar a Lushka?

—Sí.

—¡Haces mal!

—Cállate —dijo sordamente Makar—. Pese a todo, la quiero a esa víbora…

Makar tomó las llaves, dio media vuelta sin decir palabra y, arrastrando los pies, se encaminó hacia el Soviet…

En la oscuridad del zaguán, Makar tardó bastante en acertar con la llave en el candado. Una vez que hubo abierto la puerta del cuartucho, llamó en voz baja:

—¡Lushka, sal un momento!

Se oyó en el rincón el susurro de la paja. Lushka apareció sin decir palabra en el umbral y, con ademán perezoso, se arregló el blanco pañuelo que llevaba en la cabeza.

—Sal a la terracilla —dijo Makar, y se apartó, dejando paso a la mujer.

En la terracilla, Lushka, sin decir palabra, se llevó las manos a la espalda y se apoyó en la barandilla. ¿Lo habría hecho buscando apoyo? Esperaba en silencio. Lo mismo que Razmiótnov, no había dormido en toda la noche y había oído el sordo disparo al amanecer. Por lo visto, adivinaba lo que iba a decirle Makar. Su rostro estaba pálido, y sus ojos, secos, muy hundidos en las oscuras órbitas, tenían una expresión que Makar nunca había visto en ellos.

—He matado a Timoféi —dijo Makar, mirándola a los negros ojos, llenos de sufrimiento; luego, pasó la mirada a las amargas arruguillas que, con sorprendente rapidez, tan sólo en dos días, habían hecho su nido en las comisuras de los caprichosos y sensuales labios—. Vete a casa en seguida, lía el petate y márchate para siempre del caserío, si no, lo vas a pasar mal… Te procesarán.

Lushka no dijo palabra. Makar rebulló torpemente, buscando algo en sus bolsillos. Después le tendió, sobre la palma de la mano, un pañuelito de encaje, todo estrujado, gris, sucio, sin lavar desde hacía mucho tiempo.

—Es tuyo. Lo dejaste en casa cuando te fuiste… Tómalo; ahora ya no lo necesito…

Con dedos fríos, Lushka ocultó el pañuelo en la manga de su arrugado vestido. Makar respiró profundamente y dijo:

—Si quieres despedirte de él, está junto a vuestra casa, al pie del seto..

Se separaron en silencio para no volver a verse nunca más. Al bajar de la terracilla, Makar se despidió inclinándose displicente, y Lushka, siguiéndole con una larga mirada, respondió a la despedida abatiendo su orgullosa cabeza. Quizás en aquel último encuentro le pareciera otro aquel hombre siempre adusto y un poco insociable. ¡Quién sabe!…