La vieja herrería, que se alzaba en la linde misma del caserío, le recibió con sus familiares olores y sonidos: como siempre, sonaba en las manos de Ippolit Sídorovich el martillo, obediente a cada movimiento de su dueño; desde lejos se percibía el asmático respirar del fuelle, que ya pedía a gritos el relevo, y por la puerta, abierta de par en par, salía, como siempre, el olor acre del carbón calcinado y el delicioso e inolvidable tufillo del hierro a medio enfriar.
En torno a la solitaria herrería no se veía un alma. Del trillado camino que se extendía en las cercanías llegaba el olor del polvo recalentado por el sol y del armuelle. En la alabeada techumbre de la herrería, hecha de ramas y recubierta de pedazos de tierra con césped, crecían unas matas de cáñamo silvestre y maleza. En ella escarbaban multitud de gorriones. Los pajaritos aquellos vivían siempre, incluso en invierno, en el alero de la vieja herrería, y su infatigable piar parecía hacer coro al animado y sonoro parloteo del martillo y el yunque.
Shali recibió a Davídov como a un viejo amigo. Le aburría pasar un día tras otro en la única compañía del chicuelo que atendía el fuelle, y la llegada de Davídov le alegró visiblemente; tendiéndole su mano, tosca y dura como el hierro, dijo contento, con su grueso vozarrón:
—¡Dichosos los ojos, presidente! Te olvidas del proletariado y no te pasas a echar un parrafete con él; por lo visto, muchacho, te has vuelto muy orgulloso. ¿Qué, vas a decirme que has venido a verme? No me lo creo. Has venido a ver las segadoras. Tú a mí, muchacho, no me la das. ¡Ea, vamos a vedas! Las he puesto en fila, como en una parada, como a cosacos en una revista militar. Vamos, vamos a verlas, y no les pongas muchos peros. Tú mismo me has ayudado a repararlas y, por lo tanto, no tienes derecho a hacer reclamaciones.
Davídov se puso a revisar meticulosa y largamente cada segadora. Pero, por más que buscó, no halló ninguna falta, a excepción de dos o tres defectillos sin importancia; sin embargo, su riguroso examen puso fuera de sí al viejo herrero. Shali seguía a Davídov, que pasaba de una segadora a otra, y, enjugándose con el mandil de cuero el sudor que bañaba su bermejo rostro, decía descontento:
—¡Muy exigente eres, señor amo! Y tu afán de buscar peros está muy fuera de lugar… ¿Qué olisqueas? ¿Qué buscas, te pregunto? ¿Soy acaso un gitano? ¿Soy yo de esos que dan unos golpes con el martillo, hacen las cosas de cualquier manera, se meten luego en su carro, arrean a los caballos y si te he visto no me acuerdo? No, muchacho, todo ha sido hecho a conciencia, como si fuera para mí mismo, y no hay por qué andar olisqueando ni buscando peros.
—¿De dónde has sacado, Sídorovich, que estoy buscando peros?
—Si no fuera así, hace tiempo que habrías terminado, y tú no haces más que dar vueltas y más vueltas a cada segadora, olfateándola, palpándola…
—Esa es mi misión, creer lo que ven los ojos, pero palpado todo con las manos —bromeó Davídov.
Pero cuando el presidente se puso a revisar con especial rigurosidad la vieja y maltrecha segadora que antes de la colectivización perteneciera a Antip Grach, el herrero se alegró y todo su mal humor pareció desvanecerse como por encanto. Agarrándose la barba con la mano, haciendo guiños y sonriendo socarrón, decía con mucha sorna:
—¡Túmbate, tiéndete en el suelo, Davídov! ¿Por qué andas dándole vueltas como un gallo a una gallina? Túmbate panza abajo y prueba con los dientes la cuchilla. ¿Por qué la palpas como si fuera una moza? ¡Pruébala con los dientes, con los dientes! ¡Ay, herrero de mala muerte! ¿Será posible que no conozcas tu trabajo? ¡Esta segadora la has reparado tú en persona, y toda enterita! Te digo categóricamente, muchacho, que todo el trabajo ha sido tuyo, pero tú ni te das cuenta, ni lo sospechas. Mucho me temo que te cases a la anochecida y a la mañana siguiente no reconozcas a tu joven mujer…
Muy contento de su broma, Shali soltó una carcajada atronadora, pero le dio un golpe de tos y se puso a manotear en el aire. Davídov, sin molestarse lo más mínimo, respondió:
—No sé de qué te ríes, Sídorovich. He reconocido en seguida esta pequeña segadora de campesino medio, y lo mismo te digo de mi trabajo. Y si lo compruebo con toda rigurosidad, es para no tener que avergonzarme luego a la hora de la siega. Si se estropea este montón de chatarra, tú serás el primero que digas, incluso antes que los segadores: «Le confié a Davídov el martillo y las tenazas y fíjate la chapuza que le ha salido». ¿No tengo razón?
—Pues claro, así sería. El que la hace, la paga.
—Y tú me sales con eso de «no la has conocido». La he conocido a la pobrecilla, pero conmigo mismo debo ser más exigente todavía.
—Entonces, ¿no te fías de ti mismo?
—A veces, no…
—Eso, muchacho, es lo mejor —aprobó el herrero, que se había puesto de pronto muy serio—. Los que trabajamos con el hierro tenemos mucha responsabilidad, y nuestro oficio no es de los que se aprenden en un dos por tres… Por algo los herreros tenemos un refrán que dice: «Confía en el yunque, en el brazo y en el martillo, pero no confíes en tu juicio cuando eres joven». Lo mismo en las grandes fábricas que en las pequeñas herrerías, nuestro oficio es de mucha responsabilidad, te lo digo categóricamente. ¿Sabes?, el año pasado alojaron en mi casa al jefe de la oficina de acopio de pieles, lo mandaron de delegado a nuestro caserío. La vieja y yo lo acogimos muy cordiales, como si fuera hijo nuestro, pero él no hablaba ni con la vieja ni conmigo, porque lo tenía a menos. Se sentaba a la mesa sin decir palabra, se levantaba y tampoco abría la boca, regresaba del Soviet del caserío y no decía nada, se marchaba y tres cuartos de lo mismo. Si le hacía alguna pregunta acerca de política o sobre las cosas del campo, gruñía: «¡Eso no es cosa tuya, viejo!» y ésa era toda la conversación. Vivió en nuestra casa ese pupilo tres días sin decir ni pío, muy calladito y tranquilo, pero al cuarto día empezó a hablar… Por la mañana me soltó con mucho orgullo: «Dile a tu vieja que no me traiga las patatas en la sartén, sino en un plato, y que en vez de una rodilla ponga en la mesa una servilleta. Yo soy una persona culta y, además, un alto funcionario del distrito, y no me gusta que me traten con poca fineza»
Me enfadé con él categóricamente y le dije: «¡Lo que eres tú es una liendre pestilente, y no un hombre culto! Si eres un hombre culto, come en lo que te sirven, y límpiate con lo que te dan, pues en mi casa no hemos tenido servilletas desde que nacimos y la vieja ha hecho cisco todos los platos. Yo no te cobro nada, la vieja no sabe qué hacer para complacerte, te sienta en la mejor silla, te acuesta en el colchón más mullido, y tú te hinchas como un pavo: “¡Yo soy un alto funcionario!” ¿Qué clase de alto funcionario eres tú? —le pregunté—. Todo tu trabajo consiste en sacudir pieles de liebre y de marmota, y ésa es toda tu responsabilidad. ¡No tienes ninguna, y yo sí que la tengo! Después del presidente y del secretario de la célula, soy la primera figura en el caserío, porque sin mí no se puede ni arar los campos ni segar las mieses. Yo tengo que ver con el hierro, y tú sólo con pellejos. ¿Qué trabajo es más importante? Tú te consideras un funcionario con un cargo de mucha responsabilidad, y yo también. ¿Cómo vamos a poder vivir los dos, tan responsables, bajo un mismo techo? ¡No podremos! ¡Hala, coge tu cartera, buen hombre, y lárgate con viento fresco, que a mí no me hace categóricamente ninguna falta tener en casa un tipo tan orgulloso como tú!»
Davídov entornó tanto los ojos, que apenas si se le veían por las estrechas rendijas entre los párpados. Con voz que la risa hacía temblar, preguntó quedamente:
—¿Lo echaste a la calle?
—Categóricamente. ¡Al instante! Se marchó y ni siquiera dio las gracias por nuestra hospitalidad ese responsable hijo de perra.
—¡Eres un valiente, Sídorovich!
—No veo en ello mucha valentía; simplemente, me dolía tener en casa tal pupilo.
Cuando acabaron de fumar, Davídov se puso de nuevo a revisar los aperos y terminó después del mediodía. Al despedirse de Shali le dio las gracias muy sentidamente, por su buen trabajo, y preguntó:
—¿Cuántos trudodiéns te han apuntado por la reparación?
El viejo herrero frunció el ceño y apartó la mirada.
—¡Como que va a apuntar mucho Yákov Lukich! Espera sentado…
—¿Qué tiene que ver aquí Yákov Lukich?
—¿Qué tiene que ver? Él es quien dicta sus leyes al listero. El listero apunta lo que él dice.
—Pero, de todos modos, ¿cuántos te han apuntado?
—Casi nada, muchacho, una miseria…
—¿Pero cómo es eso? ¿Por qué?
El herrero, muy bonachón de ordinario, miró a Davídov con tanta rabia, como si en su lugar estuviera viendo a Yákov Lukich.
—Pues porque no quieren tomar en consideración mi trabajo. Me paso el día entero en la herrería y me apuntan un solo trudodién. Y si he estado trabajando o fumando, sin hacer nada, les da lo mismo. En la reparación de los aperos puede que en un día haya cumplido cinco trudodiéns, pero de todos modos no me apuntan más que uno. Aunque me pase la jornada doblado sobre el yunque, no me apuntan más. En fin, muchacho, con lo que tú me pagas, no hay forma de engordar mucho; ¡vivir, vive uno, pero no siente ganas de casarse!
—Eso no es lo que yo pago —replicó brusco Davídov—. Eso no es lo que paga el koljós. ¿Por qué no me has hablado antes de esas marranadas?
Shali titubeó y dijo de mala gana:
—¿Qué quieres que te diga, muchacho? Pues porque me daba vergüenza… Tenía reparo, ¿sabes? Quise quejarme categóricamente, pero después pensé que dirías: «¡Fíjate qué ansioso es, todo le parece poco!…» Por eso me callé. Pero ahora te lo digo y te diré aún más: sus señorías me cuentan el trabajo que salta a la vista: la reparación de los arados, de los rastrillos, pongamos por caso; en una palabra, de los aperos visibles; en cuanto a las cosas pequeñas, el herrar los caballos, pongamos por caso, o el hacer alguna herradura, mayales, armellas para los candados de los graneros, bisagras y demás pequeñeces, ellos no lo cuentan y no quieren ni oír hablar de eso. Pero yo considero que no es justo, pues en esas cosas se gasta mucho tiempo.
—¡Vuelta otra vez a «ellos»! ¿Quiénes son «ellos»? El listero es el único que lleva la cuenta y responde ante la administración —dijo enfadado Davídov.
—El listero lleva la cuenta, y Lukich la corrige. Tú me estás diciendo lo que debe ser, y yo te digo lo que ocurre en realidad.
—Pues está muy mal, si en realidad es así.
—Eso no es culpa mía, muchacho, sino tuya.
—Lo sé, sin que tengas que decírmelo. Hay que tomar medidas, y cuanto antes. Mañana mismo reuniré a la administración y pediremos cuentas a Yákov Lukich… ¡Hablaremos con él muy seriamente! —prometió Davídov. Shali se limitó a ocultar en la barba una maliciosa sonrisa.
—No es con él con quien hay que hablar…
—Pues, ¿con quién? ¿Con el listero?
—Contigo.
—¿Conmigo? Hum… ¡Venga, habla!
Shali miró a Davídov de abajo arriba, como calibrando su aguante, y dijo, expeliendo lentamente las palabras:
—¡Prepárate, muchacho! Voy a decirte palabras muy duras… No hubiera querido, pero hay que decírtelas. Temo que otros no se atrevan.
—¡Venga, venga de ahí! —le incitó Davídov, presintiendo que la conversación sería desagradable y temeroso, sobre todo, de que Shali se pusiera a hablarle de sus relaciones con Lushka.
Pero, contra lo que esperaba, el herrero empezó por otras cosas:
—A primera vista pareces un presidente de verdad, pero si se escarba más adentro, resulta que tú no eres en el koljós el presidente, sino un figurón, como suele decirse.
—¡Vaya, hombre, eso me gusta! —exclamó Davídov con regocijo un tanto fingido.
—No debería gustarte —replicó con dureza el herrero—. En ello no hay nada que pueda agradar, eso te lo digo categóricamente. Tú te metes debajo de las segadoras, compruebas su estado, como corresponde a un buen amo, vives en el campo, y tú mismo aras, pero de lo que pasa en la administración no sabes ni una pijotera palabra. Si en vez de pasar tanto tiempo en el campo, estuvieras más en el caserío, marcharían mejor las cosas. Tú eres y labrador, y herrero… En fin, como dice la copla: «Quien quiere ser flautista y labrador, hace las dos cosas a cual peor», y Ostrovnov es quien, por ti, mangonea en el koljós. Has dejado que el poder se te escape de las manos, Ostrovnov lo ha recogido…
—Sigue soltando lo que llevas dentro… —dijo ásperamente Davídov—. Sigue, no te dé reparo.
—Si quieres, puedo seguir —accedió gustoso Shali.
El herrero se acomodó a sus anchas en la segadora, invitó con un gesto a Davídov a que se sentara a su lado y, al ver en la puerta de la herrería al aprendiz, escuchando la conversación, dio una patada en el suelo y le gritó con voz penetrante:
—¡Largo de aquí, diablejo! ¿Es que no encuentras ocupación? ¡Si te dejaran, te pasarías el día entero escuchando lo que dicen los mayores, hijo de cerda! ¡Como me quite la correa, verás lo que es bueno, te voy a poner las posaderas como un tomate! ¡De la paliza te vas a quedar sordo! ¡Hay que ver lo sinvergüenza que es el chico este!.
El chico, todo sucio, chispeantes sus ojos reidores, se metió, ágil como un ratoncillo, en la oscura herrería, donde al poco jadeó ronco el fuelle y resplandeció, escapando por la boca de la fragua, una llama purpúrea. Shali dijo, sonriendo bondadoso:
—Enseño el oficio a un huerfanito. Ningún mozo quiere trabajar en la herrería. ¡El Poder soviético los tiene categóricamente mimados! Unos quieren ser médicos, otros, agrónomos o ingenieros, y yo pregunto: cuando nos muramos los viejos, ¿quién va a hacer botas, coser pantalones y herrar caballos para el pueblo? Lo mismo pasa con mi oficio: no hay forma de conseguir que alguien venga a trabajar a la herrería; huyen del humo de la fragua como el diablo del agua bendita. Por eso he tenido que aceptar a Vaniatka. El diablejo es muy listo, pero me tiene tiranizado; no acabaría nunca de contar sus travesuras. Unas veces se mete en huerto ajeno y yo tengo que sacar cara por él; otras, abandona la herrería y se larga a pescar o bien se le ocurre cualquier diablura. Su tía, con la que vive, no puede meterle en cintura, y soy yo quien tiene que aguantar y sufrir su tiranía. Pero yo me limito a reñirle, no puedo pegarle a un huerfanito. Así son las cosas, muchacho. Es difícil enseñar a hijos de otros, sobre todo, si son huérfanos. Sin embargo, en lo que llevo de vida he enseñado el oficio a unos diez y te digo categóricamente que he hecho de ellos buenos herreros, y, ahora, en los caseríos de Tubianskói, de Voiskovói y otros forjan en las herrerías hombres de mi escuela; uno de ellos trabaja en Rostov, en una fábrica. Eso no es cosa de broma, muchacho, tú mismo has trabajado en una fábrica y sabes que en ellas no admiten a cualquiera. Y yo estoy orgulloso de que, si me muero, pasarán de diez los herederos de mi arte que queden bajo la capa del cielo. ¿Tengo razón o no?
—Vamos al grano. ¿Qué otros defectos encuentras en mi trabajo?
—Sólo encuentro uno: en las reuniones, el presidente eres tú, y en el trabajo cotidiano, Ostrovnov. De ahí parte el mal. Yo comprendo que al llegar la primavera debías vivir con los labradores, darles ejemplo de cómo hay que trabajar en la hacienda colectiva y aprender tú mismo a arar, cosa nada perjudicial para el presidente de un koljós. Pero, por qué te pasas ahora los días enteros en el campo, es cosa que, categóricamente, no alcanzo a comprender. ¿Acaso en la fábrica en que trabajabas el director se pasaba el día al pie de un torno? ¡No creo que fuera así!
Shali habló largamente de las deficiencias del koljós, de lo que escapaba a la mirada de Davídov, de lo que le ocultaban celosamente Yákov Lukich, el contador y el almacenero. Según el herrero, resultaba que la cabeza de todas las negras maquinaciones que venían haciéndose desde la fundación del koljós había sido y era Yákov Lukich, aquel hombre de apariencia tan inofensiva.
—¿Por qué no has hablado en ninguna reunión? ¿Acaso no te importan las cosas del koljós? Y aún dices: «¡Yo soy un proletario!» ¿Qué proletario ni qué diablos eres tú, si no sabes más que murmurar en voz baja y en las reuniones hay que buscarte con un candil?
Shali agachó la cabeza y guardó silencio largo rato, dando vueltas entre sus dedos a una hierbecita que había arrancado; y era tal el contraste entre aquella débil e ingrávida hierbecita y sus negros e indóciles dedazos, que Davídov no pudo evitar una sonrisa. Pero Shali seguía con los ojos fijos en el suelo, como si estuviera examinando algo caído entre sus pies y de ese examen dependiera la respuesta. Después de una larga pausa, preguntó:
—¿Propusiste tú en la reunión que tuvimos esta primavera que se expulsara del koljós a Atamánchukov?
—Sí, planteé esa cuestión. Bueno, ¿y qué?
—¿Lo expulsaron?
—No. Pero fue una lástima, hubiéramos debido expulsarlo.
—Sí, fue una lástima, pero no es eso lo importante…
—¿Y qué lo es?
—Tú recuerda quién se manifestó en contra. ¿No te acuerdas? Pues yo te refrescaré la memoria: Ostrovnov, el almacenero Afonka, Liushniá y unos veinte más. Ellos fueron los que hicieron que la reunión no prestara oído a tu buen consejo, ellos pusieron a la gente en contra de ti. Por consiguiente, Ostrovnov no está solo en sus manejos. ¿Comprendes?
—Sigue.
—Puedo seguir. ¿Por qué, entonces, te extraña mi silencio en las reuniones? Si me manifiesto dos veces, no podré hacerlo la tercera: me largarán un golpe en esta misma herrería, con algún tocho recién calentado por mí y acariciado por mis manos, y ahí terminarán mis intervenciones en las asambleas. Sí, muchacho, yo estoy ya demasiado viejo para hablar en las reuniones, hablad vosotros mismos, que yo quiero seguir oliendo en la herrería el tufillo del metal recalentado.
—Tú, viejo, exageras el peligro, ¡eso es la pura verdad! —dijo inseguro Davídov, muy impresionado por el relato del herrero.
Pero Shali miró al presidente con sus negros ojos saltones, irónicamente entornados, y replicó:
—Es posible que, por ser viejo y tener poca vista, exagere, como tú dices; pero tú, muchacho, ni siquiera ves el peligro que significan ésos. El ajetreo de la juventud te ha tapado los ojos, ¡eso te lo digo categóricamente!
Davídov guardó silencio. Ahora era él quien meditaba, y su meditación fue larga; como antes hiciera el herrero con la brizna de hierba, daba vueltas en sus manos a un tornillo herrumbroso que había levantado del suelo… Mucha es la gente que en los momentos de reflexión siente esa inexplicable necesidad de dar vueltas en sus manos o de estrujar entre sus dedos lo primero que encuentra…
Hacía ya mucho que había pasado el mediodía. Las sombras se habían desplazado, y los ardientes rayos del sol, que se proyectaban oblicuos, abrasaban la alabeada techumbre de la herrería, recubierta de césped y poblada de maleza, las segadoras alineadas allí cerca y la polvorienta hierba junto al camino. En Gremiachi Log reinaba ese sordo silencio de los mediodía calurosos. Las casas tenían cerradas las maderas, en las calles no se veía un alma; incluso los terneros, que de buena mañana ya vagabundeaban ociosos por las callejas, se habían marchado al río para recogerse a la densa sombra de los sauces. Pero Davídov y Shali continuaban sentados en la solanera.
—Vamos a la herrería, a la sombra, que yo no estoy acostumbrado a este solazo —dijo Shali sin poder aguantar el calor, mientras se enjugaba el sudor que bañaba su rostro y su monda cabeza—. Un viejo herrero viene a ser lo mismo que una señorona entrada en años: ambos pasan toda su vida en la sombra, refrescándose, cada uno a su manera…
Pasaron a la sombra y se sentaron en el tibio suelo, en la parte norte de la herrería. Acercándose mucho a Davídov, Shali zumbó como un abejorro enredado en la hierba:
—A Joprov y a su mujer, ¿los mataron? Los mataron. ¿Y por qué los mataron? ¿En una borrachera? No, muchacho, ésa es la cuestión… Ahí hay gato encerrado. Nadie va a matar a otro sin más ni más. Yo razono así, con mi tonta cabeza de viejo: si él no hubiera sido grato al Poder soviético, lo habrían detenido y luego ejecutado, en cumplimiento de una sentencia, y no a escondidas; pero si lo mataron a la chita callando, como lo hacen los ladrones, aprovechando la noche, y con él asesinaron a su mujer, es porque no era grato a los enemigos del Poder soviético. ¡No puede ser de otro modo! Pero, yo te pregunto: ¿Por qué mataron a su mujer? Pues para que no denunciara a los asesinos, a los que conocía muy bien. Los muertos no hablan, no dan que hacer, muchacho… No pudo ser de otro modo, te lo digo categóricamente.
—Supongamos que así ha sido. Todo eso lo sabemos sin necesidad de que tú tengas que decírnoslo, lo sospechamos, pero nadie sabe en realidad quién los mató. —Davídov guardó silencio por un instante y, con mucha astucia, aventuró: —¡Y nadie lo sabrá jamás!
Shali aparentó no haber oído las últimas palabras. Apresándose en su manaza la barba, tocada por la nieve de las canas, dilató el rostro en ancha sonrisa.
—¡Qué bien se está a la sombra! En los viejos tiempos, muchacho, me ocurrió el siguiente caso. En cierta ocasión, antes de que empezara la siega de las mieses, puse nuevas llantas a dos trenes de ruedas de un ricachón ucraniano. Se presentó el hombre a llevarse sus trenes de ruedas en un día de trabajo; recuerdo muy bien que era un día de ayuno, no sé si miércoles o viernes. Me pagó, alabó mi buen trabajo y plantó en la mesa una botella, convidando también a sus criados, que estaban enganchando los caballos. Nos la bebimos y después convidé yo. Nos soplamos también mi botella. Aquel ucraniano era rico, pero, cosa rara entre la gente de su clase, tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Pues bien, muchacho, se le ocurrió al ucraniano armarla. Pero yo tenía muchísimo trabajo, un montón de encargos. Y le dije: «Tú, Trofim Denísovich, bebe con tus criados, continúala, pero a mí déjame que me retire, muchacho, pues es mucho lo que debo hacer y no puedo seguir bebiendo». El hombre accedió. Ellos siguieron soplando vodka y yo me metí en la herrería. La cabeza me zumbaba, pero me tenía firmemente de pie y las manos no me temblaban; sin embargo, muchacho, estaba categóricamente como una cuba. Y quiso el diablo que en aquel preciso momento llegara a la herrería un carruaje tirado por tres caballos con cascabeles. Salí. En su carruaje de mimbre vi, bajo una sombrilla, al terrateniente Selivánov, famoso en toda la comarca, hombre terriblemente orgulloso y un mal bicho como no los hay bajo la capa del cielo… Su cochero estaba más blanco que la pared, y las manos le temblaban al desenganchar el jaco de la izquierda. El hombre se había descuidado, y la bestia había perdido una herradura por el camino. El señorón aquel le decía: «Eres un hijo de tal y cual, te voy a tirar a la calle, te meteré en la cárcel; por culpa tuya puedo llegar tarde al tren», etc., etc. Pero aquí en el Don, muchacho, los cosacos no éramos muy aficionados a inclinar la testa ante los terratenientes ni en tiempo de los zares. Y eso es lo que me pasó a mí con Selivánov. Aquel tipo no me importaba ni un comino, aunque era el terrateniente más rico del contorno. Pues bien, salí muy alegre por la vodka y me planté junto a la puerta, escuchando cómo soltaba al cochero mil perrerías. Yo, muchacho, fui montando en cólera categóricamente, poniéndome a punto de estallar. Me vio Selivánov y se puso a gritarme: «¡Eh, herrero, ven aquí!» Tuve la intención de decirle: «Ven tú aquí, si necesitas algo», pero se me ocurrió algo mejor: me acerqué sonriéndole como si fuera uno de mi familia, me llegué al carruaje y, tendiéndole la mano, le dije: «¡Salud, hermanote! ¿Qué tal esa vida?» Del asombro, los lentes con montura de oro le cayeron de la nariz, y si no los hubiera llevado sujetos a un cordoncillo negro, se le habrían hecho cisco. Volvió el hombre los lentes a su sitio y yo seguí tendiéndole la mano, negra como el hollín y sucia hasta más no poder. Pero él aparentaba no verla, y, con el rostro crispado, como si acabara de meterse un buen trago, me soltó entre dientes: «¿Estás borracho? ¿Sabes a quién tiendes tu zarpa, cara sucia?» «¿Cómo que no le sé? ¡Sé muy bien quién eres! Tú y yo somos como hermanos: tú te ocultas del sol bajo la sombrilla y yo en la herrería, bajo mi techumbre de tierra; estoy bebido en día de trabajo, tienes razón, pero, seguramente, tampoco tú bebes sólo los domingos, como la gente trabajadora tienes la naricita roja… Así es que los dos somos de noble linaje, a diferencia de otros… y si tienes a menos darme la mano, porque la tuya está blanca y la mía negra, allá tú con tu conciencia. Cuando nos llegue la muerte, los dos nos pondremos igual de blancos».
Selivánov callaba, mordiéndose los labios y con el semblante demudado. «¿Qué quieres —le pregunté—, que le ponga una herradura al caballo? Puedo hacerlo en un dos por tres. Pero no está bien que insultes al cochero. Se ve que el hombre es muy sumiso. Mejor será que me insultes a mí. Vamos, hermanete, a la herrería, cerraremos bien la puerta y prueba a insultarme allí. Me gustan los hombres arriscados».
Selivánov callaba, y se iba poniendo de todos los colores. Unas veces blanco, otras rojo, pero callaba. Herré el caballo y me acerqué al carruaje. El, como si no me viera, le alargó un rublo en plata al cochero y le dijo: «Dáselo a ese granuja». Tomé el rublo de manos del cochero y se lo tiré a los pies a Selivánov, que no se había apeado; lo hice sonriendo como asombrado, al tiempo que le decía: «¡Qué cosas tienes, hermanote! ¿Acaso se puede cobrar a los parientes tal pequeñez? Te lo regalo para remediar tu pobreza; ve a la taberna y echa un traguillo a mi salud». Al oír estas palabras, mi terrateniente se puso, no ya blanco ni rojo, sino morado, y me chilló con voz de ratón: «¿A tu salud? ¡Así revientes, canalla, granuja,sucilista, maldita sea la madre que te parió! ¡Me quejaré de ti al atamán de la stanitsa! ¡Haré que te pudras en la cárcel!»
Davídov soltó tan estruendosa carcajada, que una bandada de gorriones, espantada, levantó el vuelo del tejado de la herrería. Riéndose a través de la barba, Shali se puso a liar un cigarrillo.
—Así, pues, ¿no pudiste entenderte con tu «hermanete?» —preguntó Davídov, a quien ahogaba la risa.
—No.
—¿Y el dinero? ¿Lo tiró del carruaje?
—Que hubiera probado… Se largó con su rublo. Pero lo gracioso del caso, muchacho, no estuvo en el dinero…
—¿En qué pues?
Davídov reía tan jovial y contagiosamente, que comunicó a Shali su buen humor. El herrero manoteó en el aire y dijo entre carcajadas:
—Metí un tanto la pata…
—Cuenta, Sídorovich, cuenta, ¿a qué esperas?
Davídov miraba a Shali con los ojos húmedos de lágrimas, pero el herrero, sin dejar de manotear, muy abiertas sus barbadas fauces, reía con risa cavernosa, atronadora.
—¡Cuenta, hombre, cuenta, no me hagas sufrir más! —imploró Davídov, que había olvidado en aquel momento la seria conversación que venían manteniendo y se había entregado por completo a aquel irresistible acceso de loca hilaridad.
—¿Qué quieres que te cuente?.. ¿Vale acaso la pena? El Selivánov, muchacho, me llamó granuja y canalla, y no sé cuántas cosas más, pero al final se le atragantaron los insultos y se puso a patalear en el carruaje, voceando: «¡Sucilista, hijo de perra! ¡Te voy a meter en la cárcel!» En aquel entonces yo no sabía aún lo que era sucilista… Revolución sí sabía lo que significaba, pero sucilista, no lo sabía y pensé que era el peor y más escogido de los insultos… y por eso le respondí: «¡Tú mismo eres unsucilista, hijo de perra, y lárgate de aquí antes de que te muela los huesos!»
Un nuevo ataque de risa derribó a Davídov. Shali dejó que se riera bien a gusto y concluyó:
—A los dos días me llevaron a presencia del atamán de la stanitsa. Me preguntó cómo había sido la cosa, se rió como tú ahora y me dejó marchar sin meterme en el calabozo de la stanitsa. El atamán era un oficialillo, hijo de una familia pobre, y le agradó que un simple herrero hubiera podido burlarse así de un rico terrateniente. Pero antes de dejarme marchar, me aconsejó: «Tú, cosaco, lleva cuidado, no tengas tan suelta la lengua, pues los tiempos son tales, que hoy tú pones herraduras, pero mañana pueden herrarte a ti las cuatro patas para que llegues por etapas a Siberia sin resbalar en todo el camino. ¿Comprendes?» —«Lo comprendo, señoría», le dije. «Anda, vete a casa y que no vuelva a verte por aquí. A Selivánov le diré que te he desollado vivo». Ya ves, muchacho, las cosas que entonces pasaban…
Davídov se levantó para despedirse del locuaz herrero, pero éste le tiró de la manga de la camisa, le hizo sentarse otra vez a su lado y le preguntó de sopetón:
—¿Dices que nunca se sabrá quién mató a los Joprov? Estás equivocado, muchacho. Eso llegará a saberse. Se sabrá categóricamente, ya lo verás con el tiempo.
Era evidente que el viejo sabía algo, y Davídov preguntó sin rodeos, mirando muy fijo los negros ojos bovinos del herrero:
—¿De quién sospechas tú, Sídorovich?
El herrero le devolvió la mirada y respondió evasivo:
—En esas cosas, muchacho, es muy fácil equivocarse…
—¿De quién sospechas?
Sin titubear más, Shali dejó caer su mano sobre la rodilla de Davídov y dijo:
—Mira, aprendiz mío, vamos a quedar en una cosa: pase lo que pase, tú no has de mentarme. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Pues bien, eso no ocurrió sin que tuviera Lukich parte. Te lo digo categóricamente.
—¡Pero hermano…! —silabeó, desencantado, Davídov.
—Yo era «hermano» de Selivánov, pero puedo ser tu padre —replicó enojado el herrero—. Yo no aseguro que Yákov Lukich en persona matara a hachazos a los Joprov, pero sí te digo que tuvo que ver en el asunto; eso, muchacho, debes comprenderlo, si es que Dios te ha dado entendederas.
—¿Tienes pruebas?
—¿Eres un juez de instrucción? —chanceó Shali.
—Ya que has empezado a hablar, Sídorovich, déjate de bromas y suelta lo que sabes. No debemos jugar al escondite.
—Eres un mal juez de instrucción, muchacho —dijo muy convencido el herrero—. No tengas tanta prisa, maldito sea tu padre, que todo te lo diré, te lo diré categóricamente, y tú te quedarás boquiabierto… Tú, de la forma más tonta, te has liado con la Lushka, ¿para qué diablos has hecho eso? ¿Es que no has podido encontrar mejor mujer que esa zorrona?
—Eso a ti no debe importarte —le atajó Davídov.
—Te equivocas, muchacho, eso no sólo me importa a mí, le importa a todo el koljós.
—¿Por qué?
—Pues porque desde que te has liado con esa perra, capaz de acostarse con un regimiento, trabajas peor. Te has vuelto ciego… Y tú dices que no debe importarme. Esa desgracia, muchacho, no es sólo tuya, sino de todo el koljós. Seguramente, crees que tus andanzas con la Lushka nadie las conoce, cuando en el caserío se sabe todo punto por punto. A veces nos reunimos los viejos y nos ponemos a pensar entre todos qué hacer para separarte de esa Lushka, malas fiebres se la lleven. ¿Por qué? Porque las mujeres como la Lushka no empujan a los hombres al trabajo, sino que los apartan de él, y nosotros estamos preocupados por ti… Eres un buen muchacho, tranquilote, no bebes, en una palabra, no eres de los que escandalizan, y ella, la muy perra, se aprovecha de eso: se te ha montado a caballo y te clava las espuelas. Tú mismo sabes, muchacho, cómo se las arregla para eso; y encima, se jacta delante de todos: «¡Fijaos qué potros me domo yo!» ¡Ay, Davídov, Davídov, no es ésa la mujer que tú necesitas!… Un domingo estábamos los viejos sentados en el banco de Biesjliébnov y tú pasaste de largo. El abuelo Biesjliébnov te siguió con la mirada y dijo: «Habría que pesar a nuestro Davídov en la balanza para ver lo que tiraba antes de juntarse con la Lushka y lo que tira ahora. De seguro que le ha hecho perder la mitad de su peso, parece como si lo hubiera pasado por un cedazo. No está bien eso, amigos: ella se lleva la harina y a nosotros nos deja el salvado…» Cree, muchacho, que al oír esas palabras me dio vergüenza de ti. Tómalo como quieras, pero me dio vergüenza. Si trabajaras de oficial en la herrería, nadie en el caserío diría una palabra, pero tú eres la cabeza de toda nuestra hacienda… Y la cabeza es una gran cosa, muchacho. Por algo en los viejos tiempos, cuando en la stanitsa se azotaba públicamente a algún cosaco que había incurrido en culpa, solía decirse: «No importa que se le ponga el c… como un tomate, con tal de que la cabeza piense con arte». Pues bien, en nuestro koljós, la cabeza no piensa con mucho arte, que digamos, la han enturbiado un poquito… Ha descansado esa cabeza al lado de la Lushka y se ha nublado… Si hubieras encontrado alguna chica que valiese la pena, o alguna viuda, nadie te diría palabra, pero tú… ¡Ay, Davídov, Davídov, te has cegado! Yo creo que no has enflaquecido por tu amor a la Lushka, sino porque la conciencia te remuerde: eso te lo digo categóricamente.
Davídov miraba el camino que se extendía cerca de la herrería y a los gorriones que se bañaban en el polvo. Tenía el rostro lívido, y en sus pómulos, un tanto pelados por el sol, aparecieron unas manchas violáceas.
—¡Acaba de una vez! —barbotó Davídov y se volvió hacia Shali—. ¡Sin necesidad de tus palabras, ya me dan arcadas, viejo!
—Cuando le dan a uno arcadas después de una borrachera, siente cierto alivio —replicó, como de pasada, Shali.
Cuando se hubo recobrado un poco de su turbación, Davídov dijo con sequedad:
—Tú dame pruebas de que Ostrovnov es culpable. Sin pruebas ni hechos, eso parece una calumnia. Ostrovnov te ha perjudicado y tú insinúas, ¡eso es la pura verdad! ¿Qué pruebas tienes? Habla.
—Estás diciendo tonterías, muchacho —respondió gravemente Shali—. ¿Qué puedo tener yo contra Lukich? ¿Lo del pago de mi trabajo? De todos modos, no perderé lo mío, lo recibiré íntegro. Y pruebas no tengo, pues no estuve bajo la cama de los Joprov cuando mataron a su mujer y mi comadre.
El viejo aguzó el oído a un rumor que se oyó tras la pared, y, con insospechada ligereza, levantó del suelo su poderoso y achaparrado cuerpo. Permaneció plantado por un instante, aguzando el oído, después se quitó perezosamente el sucio mandil de cuero y dijo:
—Mira, muchacho, vamos a mi casa a tomarnos una jarra de leche fría y allí, al fresco, terminaremos la conversación. Te diré en secreto… —El viejo se inclinó hacia Davídov, y, sin duda, su atronador cuchicheo se oyó en las próximas casas del lugar: —De seguro que ese diablejo mío está escuchando… Es como un clavo que entra en cualquier agujero, y no me deja hablar con la gente, pues en seguida apresta las orejas. ¡Dios mío, su tiranía no tiene fin! Es desobediente, perezoso y travieso hasta lo indecible, pero muy capaz para el oficio. ¡Eso te lo aseguro categóricamente! ¡Cualquier cosa que se ponga a forjar, le sale bien! Además, es huérfano. Por eso aguanto su tiranía, pues quiero hacer de él un hombre de provecho, un heredero de mi arte.
Shali entró en la herrería, dejó el mandil sobre un banco de trabajo, renegrido por el humo, y, diciendo a Davídov: «¡Vamos!», echó a andar hacia la casa.
Davídov hubiera deseado quedarse solo para meditar en todo lo que le había dicho Shali, pero, como la conversación relativa al asesinato de los Joprov no había terminada, siguió al herrero, que andaba braceando mucho y pisando como un oso.
Por no callar durante todo el camino, Davídov preguntó:
—¿Qué familia tienes, Sídorovich?
—Mi vieja, que está sorda, y yo somos toda la familia.
—¿No habéis tenido hijos?
—De jóvenes tuvimos dos, pero no prendieron en este mundo, se murieron. El tercero nació muerto, y desde entonces dejó mi mujer de parir. Era joven, sanota, pero le pasó no sé qué y sanseacabó. Por más que hicimos y nos esforzamos, todo fue en vano. En aquellos años, mi mujer fue en peregrinación a un monasterio de Kíev, a pedirle a Dios un hijo, pero tampoco eso dio resultado. Antes de que se marchara, le dije: «Tráeme de allí en el faldón aunque sea un chiquitín ucraniano» —. Shali rió entrecortadamente y dijo: —Me llamó tanto tiznado, se santiguó ante los iconos y se puso en camino. Estuvo andando de la primavera al otoño, pero toda fue en vano. Desde entonces que vengo criando a chicos huérfanos y enseñándoles el oficio. Me gustan los niños un horror, pero Dios no ha querido que pueda alegrarme criando a los míos. Así es la vida, muchacho…
La fresca, silenciosa y aseada habitación estaba sumida en penumbra. Por las rendijas de las cerradas maderas se filtraba la luz amarilla del sol. El piso, recién fregado, olía ligeramente a ajenjo y otras hierbas de la estepa. Shali sacó de la bodega una empañada olla con leche fría, puso dos jarrillos en la mesa y dijo con un suspiro:
—Mi ama ha ido al huerto; a esa peste de mi vieja no le hace efecto el calor. Así pues, ¿preguntabas qué pruebas tengo? Te lo diré categóricamente: por la mañana, cuando mataron a los Joprov, fui a ver los cadáveres, pues la difunta, quieras que no, era mi comadre. Pero no dejaban entrar a nadie en la casa, había un miliciano a la puerta, esperando a que llegara el juez de instrucción. Yo me quedé aguardando junto a la terracilla… y vi allí unas huellas conocidas… En la terracilla había muchas pisadas, pero a un lado, junto a la barandilla, vi unas huellas solitarias.
—¿Por qué te parecieron conocidas? —preguntó, muy intrigado, Davídov.
—Por las herraduras en los tacones. Las huellas eran recientes, de aquella misma noche, se distinguían con toda claridad, y las herraduras eran conocidas… Nadie en el caserío, a excepción de una persona, llevaba herraduras como aquéllas. Y yo no podía equivocarme, porque las herraduras eran mías.
Impaciente, Davídov apartó el jarrillo sin haber terminado de beber la leche.
—No te he entendido, habla más claro.
—Pues bien poco es lo que hay que entender, muchacho. Hace unos dos años, cuando aún teníamos haciendas privadas, se llegó en la primavera temprana a la herrería Yákov Lukich pidiéndome que le pusiera llantas nuevas a su tílburi. «Tráelo —le dije— ahora que tengo poco trabajo». Lo trajo y estuvo cosa de media hora en la herrería, charlando conmigo de esto y de lo de más allá. Se levantó para marcharse, pero se interesó por la chatarra que tenía yo junto al horno y se puso a hurgar en aquellos trastos viejos. Encontró dos herraduras de unas botas inglesas, unas herraduras que cubrían todo el tacón —las tenía ahí yo desde la guerra civil—, y me dijo: «Sídorovich, voy a llevarme estas herraduras y se las pondré a las botas, pues se ve que me voy haciendo viejo y piso mucho con el talón; no doy abasto a ponerles tacones ni a las botas altas ni a los zapatos». Le dije: «Llévatelas, para un buen hombre no me duele esa mierda, Lukich. Son de acero y, si no las pierdes, te durarán hasta que te mueras». Se las metió en el bolsillo y se marchó. El se olvidó de eso, pero yo lo recuerdo perfectamente. Pues bien, esas mismas herraduras son las que vi en las huellas… Y sentí sospechas. ¿Por qué están ahí esas huellas?, me dije.
—¿Y qué más? —acució Davídov al cachazudo herrero.
—Luego pensé: «Voy a acercarme a donde está Lukich y veré qué rastro deja su calzado». Lo busqué como si fuera a pedirle hierro para las rejas de los arados, me fijé en sus pies y vi que llevaba botas de fieltro. Entonces hacía frío. Como de pasada, le dije: «¿Has visto, Lukich, a los muertos?» «No —me dijo—, no puedo ver cadáveres, sobre todo si los han asesinado. Mi corazón no aguanta esas cosas, pero, de todos modos, tendré que acercarme por allí». Yo le pregunté, también como de pasada: «¿Hace mucho que viste al muerto?» «Sí, hace bastante —me respondió—, la semana pasada. ¡Fíjate —me dijo— qué criminales viven entre nosotros! Matar a un hombretón como ése. ¿Y por qué? Era muy pacífico, en toda su vida no molestó a nadie. ¡Así se les sequen las manos a los malditos!»
¡Sentí que se me encendía la sangre! Dijo aquellas palabras el muy Judas y a mí me empezaron a temblar las piernas. Pensé: «Tú, perro, has estado allí por la noche, y si no eres tú mismo quien dio el hachazo a Joprov, llevaste contigo a alguien hecho a matar». Pero supe disimular lo que pensaba, y, sin más, nos separamos. Sin embargo, la idea de comprobar sus huellas quedó clavada en mi cabeza como un clavo en una herradura. ¿Habrían perdido o no sus botas las herraduras que yo le regalé? Estuve esperando unas dos semanas a que se quitara las botas de fieltro y se pusiera las de cuero. Por fin mejoró el tiempo, la nieve empezó a derretirse, y yo dejé el trabajo en la herrería y me dirigí a la administración. ¡Lukich estaba allí y llevaba puestas sus botas de cuero! Al poco salió a la calle. Yo le seguí. Torció del senderillo hacia el granero. Miré sus huellas y vi que mis herraduras quedaban marcadas en la nieve, ¡no se habían desprendido en dos años!
—¿Por qué, maldito viejo, no dijiste nada entonces? ¿Por qué no diste cuenta donde era menester? —A Davídov se le agolpó la sangre en la cabeza. Furioso, encolerizado, descargó un puñetazo sobre la mesa.
Pero Shali le dirigió una mirada que tenía muy poco de cariñosa y le preguntó:
—¿Crees, muchacho, que yo soy más tonto que tú? Pensé en ello antes que tú lo hicieras… Supongamos que yo hubiera dado parte al juez de instrucción a las tres semanas del asesinato, ¿quién hubiera podido encontrar entonces las huellas en la terracilla? Habría quedado como un idiota.
—¡Debiste dar cuenta aquel mismo día! Eres un cobarde asqueroso, simplemente le tomaste miedo a Ostrovnov. ¡Eso es la pura verdad!
—Algo de eso hubo —reconoció Shali—. Indisponerse con Ostrovnov es peligroso, muchacho… Hace unos diez años, cuando él era más joven, tuvo unas palabras con Antip Grach por causa del heno, llegaron a las manos y Antip le dio una soberana paliza. Pero, un mes después, por la noche, empezó a arder la cocina de verano en casa de Antip. La cocina se encontraba cerca de la casa, y el viento aquella noche era propicio, pues soplaba precisamente de la cocina a la casa, que también se prendió fuego. Toda la hacienda ardió como una tea, y los graneros también los tragó el fuego. Antes tenía Antip una buena casa y ahora vive en una choza de paja y arcilla. Así ocurre cuando uno se indispone con Lukich. No perdona las ofensas viejas y, menos aún, las que hoy le hacen. Pero no es eso lo importante, muchacho. No me hice el ánimo de comunicar entonces al miliciano mis sospechas: me apoqué, y, además, no estaba categóricamente seguro de que Yákov Lukich fuera el único que llevaba tales herraduras. Debía comprobarlo antes, pues durante la guerra civil la mitad de los vecinos del caserío usaban botas inglesas. Por añadidura, en la terracilla de los Joprov había a la media hora tantas pisadas, que hubiera sido imposible distinguir allí las huellas de un jaco de las de un camello. En fin, ya ves que, pensándolo bien, la cosa no era tan fácil. Y si hoy te he llamado no ha sido para que vieses las segadoras, sino para hablar contigo con el corazón en la mano.
—Tarde se te ha ocurrido, alcornoque… —dijo Davídov con tono de reproche.
—Aún no es tarde, pero si tú no abres los ojos pronto, sí, lo será; eso te lo digo categóricamente.
Davídov calló unos instantes y respondió luego, escogiendo, una por una, las palabras:
—En cuanto a mí, Sídorovich, en cuanto a mi labor, me has dicho muchas verdades, y te lo agradezco. Debo trabajar de otro modo. ¡Eso es la pura verdad! Pero ¿quién diablos sabe, de repente, hacer bien una cosa nueva?
—En eso tienes razón —asintió Shali.
—Y en cuanto al pago de tu trabajo, lo revisaremos y pondremos remedio a la cosa. A Ostrovnov habrá que vigilarlo de cerca, ya que no lo atrapamos entonces con las manos en la masa. Eso requiere tiempo. Por ahora, ni una palabra a nadie de nuestra conversación. ¿Me oyes?
—¡Seré una tumba! —aseguró Shali.
—¿Tienes algo más que decirme? Si no, me voy a la escuela, he de tratar un asunto con el director.
—Sí que tengo que decirte. ¡Deja a Lushka categóricamente! Esa, muchacho, te hará acabar mal…
—¡Así te lleve el diablo! —exclamó irritado Davídov—. Ya hemos hablado de ella, y basta. Creí que ibas a decirme algo de interés antes de que me marchara, y tú vuelves otra vez a lo mismo…
—No te enfades y escucha con atención lo que te dice un viejo. No voy a mentirte, y debes saber que en los últimos tiempos no está liada sólo contigo… Y si no quieres que te metan un balazo en la cabeza, ¡deja categóricamente a esa perra!
—¿Quién va a meterme un balazo?
Una sonrisa leve e incrédula asomó a los firmes labios de Davídov, pero Shali la advirtió y se puso furioso:
—¿De qué te ríes? ¡Da gracias a Dios de que todavía vives, ciego! No comprendo por qué él disparó contra Makar, y no contra ti.
—¿Quién es «él»?
—¡Timoféi el Desgarrado, te enteras! Por qué disparó contra Makar es cosa que no entiendo. Te llamé especialmente para advertirte, y tú te ríes como si fueras un chiquillo, por el estilo de mi Vaniatka.
Davídov se llevó automáticamente la mano al bolsillo y reclinó el cuerpo sobre la mesa.
—¿Timoféi? ¿De dónde ha salido?
—Debe de andar huido.
—¿Le has visto? —preguntó Davídov muy quedo.
—¿Hoy es miércoles?
—Sí.
—Pues entonces fue el sábado cuando lo vi con tu Lushka. Aquella tarde nuestra vaca no regresó con el rebaño, y yo salí a buscarla a la muy pijotera. A eso de la medianoche, arreaba ya para casa a la maldita, cuando me tropecé con ellos cerca del caserío.
—¿No te habrás equivocado?
—¿Crees que confundí a Timoféi contigo? —Shali sonrió irónico—. No, muchacho, aunque soy viejo, tengo buena vista. A lo que parece, ellos supusieron que el animal andaba solo en la oscuridad; yo iba un poco rezagado, y de buenas a primeras no me vieron. Lushka dijo: «¡Buf, maldita! Es una vaca, Timoféi, y yo creí que era una persona». Y en eso aparecí yo. Lushka se levantó la primera, y Timoféi la imitó al instante. Oí que hacía chasquear el cerrojo del fusil, pero no abrió la boca. Yo les dije muy tranquilo: «¡No se asusten, no se asusten, buena gente! Yo no pienso estorbarles, voy a casa con mi vaca, que se desmandó del rebaño…»
—Ahora todo está claro —concluyó Davídov, más bien para sus adentros que dirigiéndose a Shali, y, levantándose pesadamente del banco, pasó el brazo izquierdo por los hombros del herrero; al tiempo que con la mano derecha le apretaba con fuerza el codo, le dijo: —¡Muchas gracias por todo, querido Ippolit Sídorovich!
Por la tarde, Davídov comunicó a Makar Nagúlnov y a Razmiótnov la conversación que había tenido con Shali y propuso dar cuenta inmediatamente a la GPU del distrito de que Timoféi el Desgarrado había aparecido en el caserío, pero Nagúlnov, que había acogido la nueva con una tranquilidad absoluta, objetó:
—No hay que dar cuenta en ninguna parte. No harán más que echarlo todo a perder. Timoféi no es tonto, no va a vivir en el caserío, y, en cuanto se presente uno de la GPU, se enterará en seguida y se largará de aquí.
—¿Cómo va a enterarse si los de la GPU vienen en secreto, de noche? —preguntó Razmiótnov.
Nagúlnov le miró con indulgente ironía, y le dijo:
—Tienes la inteligencia de un niño de pecho, Andréi. El lobo siempre ve primero al cazador, y luego, el cazador al lobo.
—¿Y qué es lo que tú propones? —inquirió Davídov.
—Dadme cinco o seis días de plazo y os presentaré a Timoféi vivo o muerto. Por las noches, tú y Andréi tened cuidado: no salgáis tarde de casa y no encendáis luz. Eso es todo lo que se requiere de vosotros. Lo demás corre de mi cuenta.
Nagúlnov se negó rotundamente a hablar con detalle de sus planes.
—Bien, pon manos a la obra —consintió Davídov—. Pero no te duermas, pues, si dejas escapar a Timoféi, pondrá tanta tierra de por medio, que ya no daremos con él en toda la vida.
—No te preocupes, no se escapará —aseguró Nagúlnov con ligera sonrisa y cerró los oscuros párpados, apagando el repentino fulgor que se había encendido en sus ojos.