Capítulo IX

Davídov caminaba a grandes, pero lentas zancadas. Una vez que hubo llegado a lo alto de la loma, se detuvo para otear el campamento de la brigada, desierto a aquella hora, y el campo recién arado, que se extendía por la vertiente opuesta casi hasta el mismo horizonte. Sí, en todos aquellos días no había escatimado esfuerzo, y ni la boyera Varia ni los bueyes de Kondrat debían estar enfadados con él por el exceso de trabajo… Sería interesante contemplar en octubre el inmenso campo: seguramente, lo cubrirían de confín a confín los verdes y tupidos brotes del trigo de otoño; las heladas matinales lo embellecerían con la plata de la escarcha, y al mediodía, cuando calentara el sol —muy bajo en el pálido azul—, las esmeraldinas matitas destellarían con todos los colores del arco iris, como después de un buen chaparrón, y cada gotita reflejaría el frío cielo del otoño, las esponjosas nubes, blancas como la espuma de mar, y el pálido sol…

Desde allí, desde lejos, el sembradío, en el verde marco de la hierba, parecía una enorme pieza de tercio pelo negro ampliamente extendida. Sólo en el extremo mismo, en la ladera norte, donde la capa superior del suelo era de arcilla, veíase un irregular y rojizo festón con manchas parduscas. A lo largo de los surcos brillaba con fulgor mate la tierra negra removida por los arados; sobre ella revoloteaban los grajos y, lo mismo que una solitaria florecilla, destacaba sobre el oscuro sembradío una manchita azul: Varia Jarlámova, abandonando el trabajo, que ya no encerraba para ella ningún interés, se encaminaba lentamente, gacha la cabeza, hacia el campamento. Mientras, Kondrat Maidánnikov fumaba, sentado en un surco. ¿Qué otra cosa podía hacer sin la boyera, cuando no había forma de meter en cintura a los animales, rodeados de nubes de tábanos?

Al ver a Davídov en lo alto de la loma, Varia se detuvo, para quitarse rápida el pañuelo que cubría su cabeza y agitarlo con dulce movimiento. La llamada, muda y tímida, arrancó a Davídov una sonrisa. Respondió agitando la gorra y siguió su camino sin volver la cabeza.

Davídov iba pensando: «¡Qué testaruda nos ha salido la niña! Como guapa, lo es de veras, pero también es caprichosa y testaruda. ¿Habrá alguna muchacha que no sea caprichosa? ¿Habrá alguna que no sea coqueta? La verdad es que en toda mi vida no he visto una así, ni tan siquiera en sueños… Cuando una de esas chicas guapas cumple los dieciséis o los diecisiete, empieza a acicalarse, a emperifollarse a su antojo, y, poco a poco, va queriendo mandar en los hombres. ¡Eso es la pura verdad! A Varia también se le ha metido en la cabeza domesticarme a mí, mostrar su carácter. Pero no se saldrá con la suya: los del Báltico somos pájaros fogueados. ¿Por qué irá a la caseta? Camina sin prisa, contoneándose; está visto que no va allí porque se lo haya mandado Kondrat, sino por su propio deseo, obedeciendo a alguno de sus necios caprichos de mocita. ¿No será porque yo me he marchado de la brigada? Si es así, estamos en presencia de una desvergüenza imperdonable y de una infracción absoluta de la disciplina de trabajo. Si va a la caseta con causa justificada, no hay nada que decir, pero si es por capricho… En la primera reunión de la brigada le daremos un buen repaso sin paramos a considerar que es tan joven y tan preciosa. La labranza no es una fiesta dominical —pensó irritado Davídov— y hay que trabajar como es debido».

En aquel instante embargaba a Davídov un extraño y complejo sentimiento: de una parte, se indignaba contra Varia por su indisciplina, y, de otra, la suposición de que la joven hubiera abandonado el trabajo por causa suya, halagaba su amor propio de hombre…

Recordó que uno de sus amigos de Leningrado, que también había servido en la flota, cuando empezaba a cortejar a alguna muchacha lo llamaba aparte y, aparentando mucha seriedad, le decía con tono de conspirador: «Semión, voy a avanzar hacia el enemigo en orden de aproximación. En caso de que empiece a desmayar, apóyame por los flancos, y, si me derrotan, haz el favor de cubrir mi vergonzosa retirada».

Davídov sonrió al recordar el pasado lejano y se dijo: «No, yo no debo “avanzar en orden de aproximación” hacia este “enemigo”, hacia Varia. Es demasiado joven para mí, no es tripulante para mi barco… Además, en cuanto empiece a hacerle la rosca, los koljosianos van a creer que soy un castigadorimpenitente. Pero, ¡qué castigador, ni qué diablos soy yo cuando no sé cómo sacudirme de encima a Lushka! Sí, a esa preciosa de Varia únicamente se la puede querer en serio; la conciencia no me permite pasar simplemente el tiempo con ella. Es tan pura como el amanecer de un día sin nubes, y me mira con unos ojos tan claros… Ya que no he aprendido aún a querer en serio, ya que no he penetrado en esa ciencia, no debo marear a la chica. ¡Desatraca, marinero Davídov, desatraca sin pérdida de tiempo! En general, debo mantenerme a distancia. Hay que hablar con ella con mucho tacto, para que no se moleste, y mantenerse a distancia».

Davídov lanzó un suspiro. Reflexionó acerca de su vida, que no había tomado muy buen giro en Gremiachi Log, y acerca de las tareas que le había planteado el nuevo secretario del Comité de distrito del Partido, pero su pensamiento volvió de nuevo a Lushka: «¿Cómo voy a desatar sin estropicios este nudo marino? Me parece que Makar tiene razón: lo que no puede desatarse ni con las manos ni con los dientes, ¡hay que cortarlo! ¿Qué embrujo es éste? Me va a ser muy difícil dejarla para siempre. Pero, ¿por qué? ¿Por qué a Makar le fue tan fácil y a mí me resulta tan penoso? ¿Será por falta de carácter? Nunca creí que adoleciera de eso. ¿No le sería también difícil a Makar y quizás no lo dejase traslucir? Lo más seguro es que así fuese, pero Makar supo ocultar sus sufrimientos, y yo no sé, no puedo. ¡Esa es la cuestión!»

Davídov había recorrido un buen trecho sin darse cuenta. Se tendió a la sombra de un espino albar, que se alzaba junto al camino, para descansar y fumarse un cigarrillo, mientras pensaba quién podía haber disparado contra Nagúlnov, pero pronto desechó todas sus conjeturas, diciéndose: «Antes del disparo sabíamos ya que en el caserío, después de la expropiación de los kulaks, habían quedado algunos canallas. Hablaré con Makar, me enteraré de todos los detalles y quizás entonces logre poner las cosas en claro. De momento, es tonto devanarse los sesos».

Atajando, salió del camino y se dirigió a campo traviesa, por tierra sin roturar, pero no habría andado ni medio kilómetro cuando, como si hubiera cruzado una frontera invisible, se vio en un mundo distinto: ya no susurraba al rozar las cañas de las botas el espigoso centeno, habían desaparecido las manchas de color que las flores ponían en el paisaje, los aromas dulzones de las opulentas hierbas en flor se habían desvanecido, se habían evaporado, y ante él se extendía, hasta muy lejos, la estepa desnuda, gris, sombría.

Era tan triste aquella tierra baldía y como arrasada por un incendio reciente, que Davídov sintió un escalofrío. Al mirar en torno comprendió que había llegado a la Quebrada de los Lobos, a aquella estéril tierra virgen de la que Yákov Lukich había dicho en una reunión de la junta del koljós: «En el Cáucaso, Dios Nuestro Señor alzó montañas, hizo a la tierra absurdos chichones, de modo que no hay quien ande por allí ni a pie ni a caballo. Sin embargo, no puedo comprender por qué nos ha castigado a nosotros, los cosacos de Gremiachi Log. He echado tanta sal en casi quinientas desiatinas de buena tierra, que, desde que el mundo es mundo, no se puede ni ararla ni sembrar nada en ella. En la primavera se aprovecha como pastizal, y eso por poco tiempo; pero después hay que marcharse de esa tierra maldita, para no asomar por allí las narices hasta que no llega otra vez la primavera. Ese es todo el provecho que se saca de ella: durante medio mes da de comer malamente a las ovejas del caserío y después sólo figura como nuestra en los registros del catastro; en realidad, sólo sirve de morada a lagartijas y serpientes de toda clase».

Davídov aminoró el paso, bordeando anchas hoyas de tierra salina y salvando profundas huellas circulares dejadas por las pezuñas de las vacas y las ovejas y lamidas por sus ásperas lenguas hasta sacarles brillo. La amarga y salada tierra de aquellas cavidades parecía mármol gris veteado.

En una superficie de cinco kilómetros, hasta la Barranca Mojada, se extendía aquella estepa sombría en la que blanqueaban aquí y allá los espectrales penachos de la estepa y las calvas de tierra salina, resquebrajada por el calor. La triste extensión respiraba en ardientes bocanadas el bochorno del mediodía, y sobre toda ella flotaba una neblina inquieta, temblequeante. Pero también allí, en aquella tierra tan pobre, latía imperecedera la vida: a cada paso alzaban el vuelo con seco crujido saltamontes de rojas alas; se deslizaban, silenciosas, lagartijas grises, del color de la tierra; silbaban alarmados los lirones; fundiéndose con la estepa y meciéndose en cada viraje, planeaba, casi a ras de tierra, un busardo: las confiadas alondras dejaban sin temor que Davídov se acercase y, luego, alzando el vuelo como con desgana, tomaban altura para sumirse en el azul blanquecino del cielo sin nubes, de donde apagados, pero más agradables al oído llegaban sus trinos sin fin.

En la primavera temprana, en cuanto aparecían las primeras manchas de tierra en la sábana de la nieve, las alondras acudían a aquella tierra triste, mas, por una u otra razón, para ellas grata; con la muerta hierba del año anterior hacían nidos en los que criaban a sus polluelos, y hasta muy entrado el otoño alegraban la estepa con su canción, tan sencilla, pero tan familiar y entrañable para el hombre desde la infancia misma. Davídov estuvo a punto de pisar un nido hábilmente oculto en el hoyo dejado por el casco de un caballo. Asustado, retiró el pie y se inclinó para contemplar el nido. Estaba abandonado. Junto a él se veían diminutas plumillas, que la lluvia había apelotonado, y pedacitos de cascarones.

«La madre se ha llevado de aquí a sus hijitos. Me gustaría ver los polluelos de la alondra. No recuerdo haberlos visto nunca en la infancia —se dijo Davídov y sonrió tristemente—. Cada pájaro, por pequeño que sea, hace su nido y cría su descendencia, pero yo llevo ya casi cuarenta años andando por el mundo sin perro que me ladre y no sé si alguna vez tendré hijos… ¿No deberé casarme, ahora que voy para viejo?»

Davídov soltó una risotada, imaginándose por un instante hombre casado y serio, acompañado de una mujer metida en carnes, como la Kupriánovna, y un montón de hijos de todas las tallas. Más de una vez había visto familias así en los escaparates de las fotografías de las ciudades de provincias. La idea de casarse, que tan de repente le había venido a la cabeza, parecióle tan ridícula y absurda, que se encogió de hombros y apretó el paso en dirección al caserío.

Sin pasar por casa, Davídov se dirigió a la administración del koljós. Estaba impaciente por preguntar a Nagúlnov todos los detalles de lo ocurrido.

El espacioso patio de la administración del koljós, tapizado de rizada hierba, aparecía desierto: junto a la cuadra, las gallinas de los vecinos escarbaban perezosas en el estiércol y bajo el cobertizo hallábase inmóvil, sumido en senil meditación, un macho cabrío al que habían dado el nombre de Trofim. Al ver al hombre, el macho cabrío pareció despertar, sacudió desafiante las barbas y, después de escarbar la tierra, se dirigió a su encuentro trotando rápidamente. A mitad de camino agachó la cabeza, levantó belicoso la desmochada escobilla de su rabo y se lanzó a galope. Sus intenciones eran tan manifiestas, que Davídov, sonriendo, se detuvo para hacer frente al ataque del barbudo camorrista.

—¿Así es como saludas al presidente del koljós? ¡Acércate, hijo de Satanás, y ya verás qué patada te sacudo! —rió Davídov y, con ágil movimiento, agarró al macho cabrío de uno de sus retorcidos y aristados cuernos—. ¡Ahora vamos a la oficina y allí te ajustaré las cuentas, compadre de Schukar, holgazán, camorrista!

Trofim se mostró muy sumiso: obedeciendo a Davídov, echó a andar mansamente a su lado, sacudiendo de cuando en cuando la cabeza, con mucha cortesía, para soltar su cuerno. Pero, al llegar al pie de la terracilla, paró en seco, muy decidido, apoyando en el suelo sus cuatro patas, y, cuando Davídov se detuvo, se acercó confiado a él y se puso a olisquearle un bolsillo, moviendo cómicamente sus grises labios.

Davídov empezó a reñirle, meneando desaprobatorio la cabeza y esforzándose por hacer muy expresiya su voz.

—¿Cómo no te da vergüenza, Trofim? Puede decirse que eres ya un viejo, un koljosiano pensionista, y no dejas de hacer locuras: quieres pelearte con todo el mundo y, cuando ves que no puedes salirte con la tuya, te pones a mendigar un cacho de pan. Lo que haces no está nada bien, es hasta vergonzoso. ¡Eso es la pura verdad! ¿Qué has olisqueado en mi bolsillo?

Davídov palpó bajo la bolsa del tabaco y las cerillas un olvidado mendrugo de pan, lo limpió del tabaco que se había pegado a él y, maquinalmente, antes de ofrecer el modesto regalo al goloso Trofim, lo olió él mismo. Trofim, agachada la cabeza con aire obsequioso e implorante, miraba a Davídov con sus profundos ojos de viejo sátiro, pero, apenas olisqueó el pan, dio un bufido desdeñoso y descendió muy digno de la terracilla.

—No tienes mucha hambre —dijo con enfado Davídov—. Tú no has sido soldado, diablo sarnoso, pues de lo contrario te hubieras engullido el pan de muy buena gana. ¿Qué puede importar que huela un poco a tabaco? Seguramente, llevarás en tus venas mucha sangre azul, granujón; eres la mar de delicado, ¡eso es la pura verdad!

Davídov arrojó al suelo el mendrugo de pan, entró en el fresco zaguán de la administración, tomó un jarrillo de agua del caldero y lo apuró con ansia. Hasta entonces no se había dado cuenta del gran cansancio que le habían producido el calor y la caminata.

En la administración no había más que dos personas: Razmiótnov y el contador. Al ver a Davídov, Razmiótnov dijo, sonriendo:

—¿Ya estás aquí, amigo? ¡Menudo peso me quito de encima! Eso de gobernar el koljós es un mareo. No quiera Dios que me toque en suerte. Unas veces no hay carbón en la herrería, otras en la plantación se rompe la noria, unos vienen a pedir una cosa, otros otra… Este trabajo tan nervioso no casa con mi carácter. Si tuviera que continuar aquí una semana más, me volvería epiléptico y daría risa verme.

—¿Qué tal está Makar?

—Vivo.

—Ya sé que está vivo, pero, ¿y la contusión?

—¿Qué contusión quieres que deje una bala? —dijo Razmiótnov torciendo el gesto—. No le dispararon con un cañón. Volvió un poco la cabeza para un lado y para otro, se lavó el arañazo con vodka, se metió entre pecho y espalda lo que quedó en la botella de medio litro, después de hacerse una compresa, y ahí terminó la cosa.

—¿Dónde está ahora?

—En la brigada.

—¿Cómo ocurrió todo eso?

—Pues muy sencillamente. Estaba Makar por la noche sentado a la ventana, y nuestro nuevo tragalibros, el abuelo Schukar, al otro lado de la mesa. Alguien soltó a Makar un tiro. Sólo la noche oscura sabe quién disparó. Pero una cosa está clara: el fusil lo empuñaba un zopenco.

—¿Por qué piensas así?

Muy asombrado, Razmiótnov arqueó las cejas.

—¿Cómo que por qué? ¿Hubieras fallado tú el tiro a treinta pasos? Por la mañana encontramos el sitio de donde había disparado. Lo encontramos por la vaina. Yo mismo medí la distancia: del seto a la ventana hay exactamente veintiocho pasos.

—De noche se puede fallar incluso a treinta pasos.

—No me digas a mí eso —objetó Razmiótnov con calor—. Yo no hubiera fallado. Si quieres podemos probar: dame un fusil y siéntate por la noche donde estaba sentado Makar. Me bastará una bala para hacerte un agujero entre ceja y ceja. Por lo tanto, está claro que tiró un pipiolo, y no un verdadero soldado.

—Cuéntalo con mayor detalle.

—Te lo contaré todo desde el principio mismo. A eso de la medianoche oí tiros en el caserío: uno de fusil, después dos más sordos, como de pistola, y de nuevo otro más seco, de fusil. Por el sonido se podía determinar. Cogí el revólver de debajo de la almohada, me puse los pantalones en un santiamén y salí a la calle. Acudí en un vuelo a casa de Makar, porque me pareció que los tiros venían de allí. Creí, pecador de mí, que Makar estaba haciendo alguna tontería…

Llegué en menos que se cuenta. Llamé a la puerta. Estaba cerrada, pero se oían en la casa unos gemidos lastimeros. Empujé unas dos veces con el hombro, muy fuerte, me cargué el picaporte, entré y encendí una cerilla. En la cocina vi que por debajo de la cama asomaban las piernas de una persona. Me agarré a ellas y tiré. ¡Dios mío! Tenías que haber oído cómo aquella persona chillaba bajo la cama, ¡lo mismo que un lechón! Me quedé estupefacto, pero seguí tirando. Saqué a la persona aquella a mitad de la cocina y resultó que no era una persona, es decir, no era un hombre, sino la vieja patrona de Makar. Le pregunté dónde estaba Makar, pero, tenía un susto tan grande, que no pudo decir palabra.

Me precipité al cuartucho de Makar, tropecé en algo blando y me caí, me levanté de un salto y pensé con angustia: «Han matado a Makar, ahí está tendido». Encendí a duras penas una cerilla y a su luz pude ver que el abuelo Schukar, tendido en el suelo, me miraba con un ojo. El otro lo tenía cerrado. La frente y la mejilla del abuelo aparecían manchadas de sangre. Le pregunté: «¿Estás vivo? ¿Dónde está Makar?» A su vez, el abuelo me preguntó a mí: «Dime, Andriusha, por el amor de Dios, ¿estoy vivo o no?» La voz del viejo sonaba tan tierna y fina como si en realidad estuviera ya en las últimas… Para tranquilizarle, le dije: «Si hablas, es porque estás aún vivo, pero ya hueles a cadáver…» Se echó a llorar amargamente y me dijo: «Sin duda, el alma está abandonando mi cuerpo, y por eso el aire es tan espeso. Pero si estoy vivo aún, no he de tardar mucho en morir, porque tengo una bala metida en la cabeza».

—¡Qué diablos me estás contando! —interrumpió con impaciencia Davídov a su amigo—. ¿Por qué tenía la cara ensangrentada? No entiendo nada. ¿Es que también está herido?

Razmiótnov continuó, riendo:

—No hay ningún herido, todo ha terminado bien. Bueno, cerré las maderas, por si las moscas, y encendí el quinqué. Schukar seguía tumbado boca arriba, muy quietecito, pero había cerrado el otro ojo y tenía las manos cruzadas sobre el vientre. Yacía como en un ataúd, sin moverse; en fin, parecía un difunto de verdad. Con una vocecilla muy débil y cortés me pidió: «Ve, por el amor de Dios, a llamar a mi vieja. Quiero despedirme de ella antes de morir».

—Me incliné sobre él, lo alumbré con la lámpara. —Al llegar aquí, Razmiótnov resopló, conteniendo con dificultad la risa que pugnaba por escapar de sus labios—. A la luz del quinqué pude ver que Schukar tenía clavada en la frente una astilla de madera de pino… Resultó que la bala había arrancado del marco de la ventana la astilla y se le había hincado a Schukar en la frente, desgarrándole la piel, pero el muy tonto creyó que era una bala y se desplomó en el suelo. El viejo se moría ante mis ojos sin que hubiera venido por él la muerte, y yo me desriñonaba de tanto reír. Le saqué la astilla, claro está, y le dije: «Ya te he extraído la bala; ahora levántate, que no tienes por qué estar tumbado, y dime qué ha sido de Makar».

Vi que el abuelo Schukar se había puesto más alegre, pero por alguna razón le daba vergüenza levantarse en mi presencia, pues se removía en el suelo y no se ponía de pie… Sin embargo, el embustero del demonio, continuó soltando mentiras, sin levantarse del suelo: «Cuando los enemigos dispararon contra mí y la bala me dio en la frente —me dijo—, caí como segado y perdí el conocimiento; mientras, Makar apagó el quinqué, saltó por la ventana y desapareció no sé dónde. Fíjate —dijo el viejo— ¡vaya un amigo! Yo caí al suelo malherido, casi muerto, y él me dejó abandonado a merced del enemigo y huyó del susto. Muéstrame, Andriusha, esa bala que ha estado a punto de matarme. Si Dios quiere que escape de ésta con vida, la guardaré bajo los iconos de mi vieja para memoria eterna».

«No —le dije—, no puedo mostrarte la bala por que está toda ensangrentada y temo que, al verla, vuelvas a desmayarte. Mandaremos esta famosa bala a Rostov para que la guarden en el museo». Al oír estas palabras, el viejo se animó aún más, se volvió ágilmente de costado y me dijo: «¿Qué te parece, Andriusha, no me darán los jefes de arriba una medalla por mi heroica herida, por haber aguantado ese ataque de los enemigos?» Me sacó de quicio, le puse la astilla en la mano y le dije: «Ahí tienes tu “bala”; cómo ves, no vale para el museo. Ponla bajo los iconos y guárdala, y ahora, lárgate al pozo, lávate tu heroicidad y aséate un poco, que hueles a perros muertos»

Schukar salió para el corral rápido como el viento, y al poco se presentó Makar. Respiraba como un caballo reventado de una carrera, y, sin decir palabra, se sentó junto a la mesa. Después de recobrar el aliento, me dijo: «No le he dado al canalla. Disparé dos veces. Está la noche tan oscura, que no se ve el punto de mira: metí una bala en un tronco y la otra la fallé también. El se detuvo y me disparó otra vez. Me pareció como si alguien me hubiese tirado de la guerrera». Makar se estiró el faldón de la guerrera, y vi que, en efecto, la bala le había hecho un agujero más arriba de la cintura. Le pregunté si no sospechaba quién había sido. Sonrió torcidamente y me dijo: «No tengo ojos de lechuza. Sólo sé que es joven, porque corre como un gamo. Un viejo no puede volar así. Quise darle alcance, ¡pero qué va! Ni a caballo hay quien le gane». «¿Cómo —le dije— has arriesgado tanto? ¿Por qué emprendiste la persecución sin saber cuántos eran? ¿Qué habría ocurrido si tras el seto se hubiesen apostado dos tipos más? Incluso él solo hubiera podido dejar que te acercases y meterte un trabucazo a bocajarro». Pero, ¿acaso Makar atiende a razones? «¿Qué crees —me dijo— que hubiera debido hacer? ¿Apagar el quinqué y meterme debajo de la cama?» Así es como ha ocurrido todo. El disparo únicamente le ha producido a Makar un catarro nasal.

—¿Un catarro nasal? ¿Por qué?

—Qué sé yo. Es lo que dice él. Yo mismo me asombro. ¿De qué te ríes? Es verdad que después del tiro ese tiene un catarro terrible. Los mocos le caen a chorro y estornuda por ráfagas, como si tirara con una ametralladora.

—Eso es todo incultura —gruñó el contador, un cosaco entrado en años que había sido escribiente en un regimiento, y, subiéndose a la frente las gafas con montura de plata, ennegrecida por el tiempo, repitió seco: —El camarada Nagúlnov da muestras de su incultura, y nada más.

—Ahora suelen ser los incultos los que tienen que jugársela —dijo Razmiótnov con torcida sonrisa—. Tú eres muy sabido, te pasas el día chasqueando las bolas del ábaco, dibujas cada letrita con todos sus rabitos, pero por algo han disparado contra Nagúlnov, y no contra ti…

Dirigiéndose a Davídov, Razmiótnov continuó:

—Por la mañana temprano entré a verle, y tenía con el practicante una agarrada que ni el mismísimo diablo hubiera podido entenderlos. El practicante decía que Makar padecía su catarro porque se había resfriado cuando estaba sentado por la noche junto a la ventana, expuesto a las corrientes de aire, pero Makar afirmaba que se debía a que la bala le había interesado un nervio de la nariz. El practicante le preguntó: «¿Cómo ha podido la bala interesarle un nervio de la nariz cuando le ha pasado por encima de la oreja y le ha chamuscado la sien?» Makar le respondió: «Cómo me ha interesado el nervio no es cosa que a ti te importe, el hecho es que me lo ha interesado, y tu obligación es curarme este catarro debido al nervio y no ponerte a discutir cosas que no sabes».

Makar es de lo más cabezudo, pero ese vejestorio del practicante le da tres y raya. «No quiera usted meterme esas sandeces suyas en la cabeza —dijo el viejo—. Los tics nerviosos se observan en un párpado, en una mejilla, pero nunca en los dos párpados o en las dos mejillas a la vez. ¿Por qué, si es como usted dice, no le chorrea una fosa nasal, sino que le chorrean las dos? Está claro que se trata de un resfriado».

Makar guardó silencio unos segundos y después le preguntó: «Dime, médico de compañía, ¿te han dado alguna vez un puñetazo en una oreja?»

Para evitar mayores males, me senté cerca de Makar, con el fin de sujetarle a tiempo, si llegaba el caso, y el practicante hizo todo lo contrario: se apartó poco a poco, mirando de reojo a la puerta, y dijo con voz poco firme: «No, el Señor me ha librado de eso. ¿Por qué me lo pregunta?»

Makar volvió a la carga: «Si te doy un puñetazo en la oreja izquierda, ¿crees que sólo ella te va a zumbar? Puedes estar seguro que te zumbarán las dos, lo mismo que cuando repican todas las campanas en los días de Pascua»

El practicante se levantó y, de medio lado, fue aproximándose a la puerta, pero Makar le dijo: «No te pongas nervioso, siéntate, que yo no tengo el propósito de pegarte; te digo eso como ejemplo, ¿está claro?»

Y en realidad, ¿a santo de qué iba a ponerse nervioso el practicante? Por temor se había ido acercando a la puerta, pero después de las palabras de Makar, se sentó en el borde de la silla; sin embargo, de cuando en cuando miraba de reojo hacia la salida… Makar apretó el puño, se puso a contemplarlo por todos los lados, como si no lo hubiera visto jamás en su vida, y de nuevo preguntó: «¿Qué pasará si te agasajo por segunda vez?» El practicante volvió a levantarse, retirándose hacia la salida. Ya con la mano en el picaporte, dijo: «Está usted diciendo necedades. Sus puños no guardan ninguna relación ni con la medicina ni con los nervios». «La guardan, y muy directa», lo objetó Makar y de nuevo le rogó, muy cortés, que se sentara en la silla. El practicante empezó de pronto a sudar la gota gorda y dijo que tenía mucha prisa y debía marcharse inmediatamente a visitar a unos enfermos. Pero Makar le replicó categóricamente que los enfermos podían aguardar unos minutos; la discusión sobre aquel tema de medicina debía continuar y estaba dispuesto a dejarle chico en aquella ciencia.

Davídov sonrió con aire de cansancio, el contador rió con su apagada risita de vieja, tapándose la boca con la mano, pero Razmiótnov, conservando toda su seriedad, prosiguió:

—«Pues bien —le dijo Makar—, si te doy por segunda vez en ese mismo sitio, no creas que sólo verterá lágrimas tu ojo izquierdo. Brotarán de los dos con la fuerza con que sale el jugo de un tomate maduro cuando se le estruja, ¡eso te lo puedo garantizar! Y lo mismo pasa cuando se tiene catarro nasal a causa de un nervio: si chorrea de la fosa izquierda, también debe chorrear de la derecha. ¿Está claro?» Pero el practicante se envalentonó y dijo: «Ya que no entiende usted nada de medicina, no me venga con invenciones y tome las gotas que voy a recetarle». ¡Si hubieras visto el salto que dio Makar! Casi se golpeó contra el techo y vociferó como un energúmeno: «¿Que yo no entiendo de medicina? ¡Cállate, lavativa podrida! En la guerra contra los alemanes estuve herido cuatro veces, sufrí dos contusiones y una intoxicación de gases, y en la guerra civil tuve tres heridas; he pasado por treinta lazaretos, hospitales y clínicas, y tú me dices que no entiendo de medicina. ¿Sabes tú, sal de higuera, qué médicos y doctores me han curado? Ni en sueños, viejo idiota, has visto gente como ésa». El practicante se amoscó —no sé de dónde sacó la valentía— y gritó a Makar: «Aunque le haya curado gente muy sabia, usted mismo, estimado señor, es un zoquete en cuestiones de medicina». Makar le replicó: «Pues tú eres en medicina una nulidad completa. Para lo único que vales es para cortarles el ombligo a los recién nacidos y para arreglar las hernias a los viejos, pero de nervios entiendes lo que un borrego de la Biblia. ¡En la ciencia de los nervios no has calado ni tanto así!»

En fin, una palabra tras otra, se pusieron como hoja de perejil, y el practicante salió del cuartucho de Makar rodando como una pelota. Cuando Makar se tranquilizó un poco, me dijo: «Vete a la oficina que yo me curaré con remedios sencillos, me frotaré la nariz con sebo y en seguida iré por allí». ¡Si hubieras visto, Davídov, la cara que traía cuando se presentó una hora después! Su nariz, enorme y morada como una berenjena, estaba toda torcida. Seguramente, se la había puesto así cuando se la frotó. Además, Makar, es decir, su nariz, despedía un olor tan fuerte a sebo de carnero, que no se podía parar en la oficina. Aquel tratamiento era idea suya… Le miré y, puedes creerme, estuve a punto de reventar de risa. ¡Era un verdadero adefesio! Quise preguntarle cómo había hecho aquello, pero la risa no me dejaba respirar. El, muy enfadado, me preguntó: «¿De qué te ríes, so tonto, es que has encontrado un confite en el camino? ¿De qué te alegras, hijo de Trofim? ¡Tienes el mismo caletre que Trofim, nuestro macho cabrío, y encima te ríes de la gente de bien!»

Makar se dirigió a la cuadra, y yo le seguí. Descolgó la silla, se la ajustó al bayo y sacó el animal a la calle, todo eso sin decir palabra. Estaba claro que mi risa lo había puesto de un humor de perros. Le pregunté: «¿A dónde vas?» Más sombrío que un nublado, me respondió: «¡A la quinta puñeta, a buscar una vara para medirte las costillas!» «¿Qué te he hecho yo?», le pregunté. No me respondió. Yo fui a acompañarle y llegamos hasta su casa sin haber cruzado palabra en todo el camino. Junto a la puertecilla me largó las riendas y se metió en la casa. Al poco le vi salir con el revólver, metido en la funda, terciado sobre el pecho, como Dios manda, y con una toalla en las manos…

—¿Con una toalla? —dijo muy asombrado Davídov—. ¿Por qué con una toalla?

—Ya te he dicho que tiene un catarrazo de espanto, no hay pañuelo que baste para lo que sale de sus narices, y a él, incluso en la estepa, le da vergüenza sonarse con los dedos y sacudir los mocos al suelo con toda sencillez, como lo hacemos nosotros —Razmiótnov sonrió irónico—. No creas que el niño es cualquier cosa, está estudiando el inglés y no puede, de ninguna manera, aparecer como un hombre inculto… Por eso cogió una toalla a guisa de pañuelo. Yo le dije: «Deberías, Makar, vendarte la cabeza, tapar la herida». Pero él se puso como una fiera y me gritó: «¡Qué herida es ésta, así te lleve el diablo! ¿Te has vuelto ciego, no ves que es un arañazo, y no una herida? ¡Esos mimos de señorita no están hechos para mí! Me voy a la brigada, el viento la secará, el polvo la curará, y cicatrizará como cicatrizan los cortes en la piel de un perro viejo. Y tú no te metas donde no te llaman y lárgate de aquí con tus necios consejos».

Vi que después de la escaramuza con el practicante y de mis risas estaba de muy mal humor y, con mucho tiento, le aconsejé que no llevara el revólver tan a la vista. ¡Pero qué va! Me mentó a mi progenitora y me dijo: «¿A mí puede dispararme cualquier canalla y yo debo ir por ahí con un tirador de los que usan los chicos? Ocho años he llevado el revólver escondido, he agujereado tantos bolsillos que he perdido la cuenta, pero ¡basta! Desde hoy, lo llevaré a la vista. No lo he robado, me lo gané con mi sangre. ¿Crees que nuestro querido camarada Frunze me lo regaló, con mi nombre grabado en la culata, por mi linda cara? Te equivocas, amigo, y otra vez no metas las narices en asuntos ajenos». Dichas estas palabras, saltó a la silla y espoleó el caballo. Hasta que no salió del caserío, pude oír cómo se sonaba con la toalla. Parecía que alguien tocaba el trombón. Tú, Semión, dile que se guarde el revólver. A la gente no le parecerá bien. A ti te hará caso.

Las palabras de Razmiótnov no llegaban ya a la conciencia de Davídov. Acodado sobre la mesa, apoyadas las mejillas en las manos, miraba las arañadas tablas, con manchas de tinta, y, recordando lo que le había dicho Arzhánov, pensaba: «Bien, supongamos que Yákov Lukich sea un kulak, pero, ¿por qué debo sospechar de él? Yákov Lukich es demasiado viejo y demasiado listo para echar mano de la escopeta, y Makar dice que contra él disparó un hombre joven y ligero de piernas. Pero, ¿y si el hijo de Lukich actúa de acuerdo con su padre? De todos modos, si no hay pruebas irrebatibles, no se puede quitar a Yákov Lukich de su puesto de intendente, pues lo único que conseguiremos con eso es ponerle en guardia, si es que anda mezclado en algún complot, y espantar a los demás. Por cierto, Lukich nunca se lanzaría solo a una aventura de ésas. El viejo diablo es listo y, sin ayuda de otros, jamás se arriesgaría en una empresa así: por lo tanto, hay que tratarle como si nada hubiera pasado, y no darle a entender, ni por asomo, que se sospecha de él, pues, entonces, todo se echaría a perder. Pero la partida empieza jugando cartas mayores… Hay que ir cuanto antes a la cabeza del distrito para hablar con el secretario del Comité del Partido y con el jefe de la GPU. Nuestra GPU está pensando en las musarañas, y aquí ya empiezan a disparar tiros de fusil por las noches. Hoy ha sido contra Makar, mañana será contra mí, o contra Razmiótnov. Así no se va a ninguna parte. Si no tomamos medidas, cualquier hijo de perra puede damos el pasaporte a todos en cosa de tres días. Sin embargo, no creo que Yákov Lukich se meta en aventuras contrarrevolucionarias. Es demasiado calculador, ¡eso es la pura verdad! Además, ¿qué beneficio puede reportarle? Trabaja de intendente, es de la administración, y vive bien, con holgura. No; no creo que le tire lo viejo. Debe de comprender que los viejos tiempos han pasado para siempre. Otra cosa sería si estuviésemos en guerra con algún país vecino: entonces, quizás se moviera, pero, ahora, no creo que se haya decidido a ello».

Razmiótnov interrumpió las meditaciones de Davídov. Estuvo largo rato observando en silencio el chupado rostro de su amigo y luego le preguntó:

—¿Has almorzado?

—¿Si he almorzado? ¿Por qué lo preguntas? —respondió distraídamente Davídov.

—¡Porque da miedo ver lo flaco que estás! No tienes más que pómulos y, además, quemados por el sol.

—¿Otra vez vuelves a lo mismo?

—Te estoy hablando en serio, créeme.

—No he desayunado, me ha faltado el tiempo; pero no tengo apetito, ¡hace tanto calor desde por la mañana!

—Pues yo estoy hambriento. Vente conmigo, Semión, y tomaremos un bocado.

Davídov accedió de mala gana. Salieron juntos al patio, y el viento de la estepa, saturado del olor del ajenjo, les echó al rostro su aliento seco y abrasador.

Al lado de la puertecilla de la cerca, Davídov se detuvo y preguntó:

—¿De quién sospechas tú, Andréi?

Razmiótnov se encogió de hombros, al tiempo que respondía:

—¡Pues no sé! He pensado en eso muchas veces sin llegar a nada concreto. He ido pasando revista a todos los cosacos del caserío y no encuentro a qué agarrarme. El diablo ese que disparó nos ha planteado un rompecabezas, y tendremos que devanamos los sesos. Estuvo aquí un camarada de la GPU del distrito, dio unas vueltas en torno a la casita de Makar, habló con él, con el abuelo Schukar, con la patrona y conmigo, y luego examinó el casquillo que encontramos, pero como no está marcado… Se marchó como había venido, diciendo antes: «Es seguro que ha aparecido aquí un enemigo». Makar le preguntó: «¿Es que los amigos han disparado contra ti alguna vez, sabio? ¡Lárgate de aquí a la quinta puñeta, que ya nos arreglaremos sin ti!» El tipo aquel se calló, dio un bufido, montó a caballo y partió sin más…

—Dime, ¿crees a Ostrovnov capaz de una canallada semejante? —preguntó cauteloso Davídov.

Razmiótnov, que se disponía a levantar el picaporte de la puertecilla, dejó caer la mano, de la sorpresa, y rió:

—¿Te has vuelto loco? ¿Yákov Lukich? ¿A santo de qué va a meterse en tales cosas? Le da miedo el chirrido de los carros, ¡Y a ti se te ocurre decir esas tonterías! ¡Me apuesto la cabeza a que no es capaz de hacer eso! Puede haber sido cualquier otro, pero no él.

—¿Y su hijo?

—Tampoco has dado en el blanco. Si te pones a señalar con el dedo al buen tuntún, puedes también apuntarme a mí. No, el rompecabezas es más complejo… Como un candado con resorte secreto.

Razmiótnov sacó la petaca y lió un cigarrillo, pero recordó que días atrás él mismo había firmado una disposición que prohibía terminantemente a las amas de casa encender los hornos durante el día y a los hombres fumar en la calle y, muy disgustado, estrujó el cigarrillo. A la mirada de asombro que le dirigiera Davídov respondió distraídamente, como si hablara de un extraño, y no de sí mismo:

—¡Firman las disposiciones más absurdas! No se puede fumar en los patios. Vamos a mi casa y allí fumaremos.

Para desayuno, la anciana madre de Razmiótnov les sirvió aquellas aguadas gachas de mijo que tan harto tenían a Davídov, aderezadas, debido a su pobreza, con un poco de grasa de cerdo. Pero, cuando trajo del huerto un lebrillo con pepinos frescos, Davídov sintió que se le abría el apetito. Se comió con gran placer dos pepinos, que exhalaban un sabroso olor a tierra y a sol, los roció con un jarrillo de compota y se levantó de la mesa.

—Gracias, madre, ya no puedo más. Muchas gracias, sobre todo por los pepinos. Es la primera vez que los como frescos este año. Hay que decir que están riquísimos. ¡Eso es la pura verdad!

La locuaz y cariñosa anciana apoyó la mejilla en la mano, con aire de pesadumbre:

—¿De dónde vas a tener tú, pobrecillo, pepinos frescos? Como no tienes mujer…

—Sí, de momento no la tengo, me falta tiempo para casarme —sonrió Davídov.

—Si no tienes tiempo para casarte, no esperes pepinillos tempranos. ¡No vas a ocuparte tú mismo de criar las matas ni de plantadas! Mi Andréi también se ha quedado sin mujer. Si no tuviera madre, ya habría estirado la pata, de hambre. La madre, de cuando en cuando, le da de comer. Os miro y me entra una pena… Mi Andréi está el pobre soltero, y tú y Makar, lo mismo. ¿Cómo no os da vergüenza a los tres? Andáis sueltos por el caserío tres torazos que reventáis de salud y no tenéis suerte con las mujeres. ¿Será posible que ninguno de los tres se case? ¡Es bochornoso, bochornoso!

Razmiótnov observó chancero:

—Nadie quiere casarse con nosotros, madre.

Sí, como viváis solteros cinco años más, ninguna querrá, eso de seguro. ¿Para qué diablos os van a necesitar las mujeres, cuando seáis unos vejestorios? Y no digo ya las chicas, porque ya no estáis en edad de solicitar mozuelas.

—Tú misma dices que estamos ya aviejados y que las chicas no se casarán con nosotros, y viudas no queremos. ¿Para qué, para dar de comer a hijos de otros? Maldita la falta que eso nos hace —bromeó Razmiótnov.

Por lo visto, no era la primera vez que Andréi sostenía tales conversaciones con la madre, pero Davídov callaba y se sentía violento.

Después de dar las gracias a los hospitalarios dueños de la casa y de despedirse de ellos, encaminó sus pasos a la herrería. Antes de que llegara la comisión que debía hacerse cargo de los aperos, quería comprobar personalmente, a fondo, cómo habían reparado las segadoras y los rastrillos, máxime cuando en todo ello había parte de su propio trabajo.