Después de medianoche, el cielo, tachonado de estrellas, lo encapotaron, sin dejar un claro, espesas nubes que bogaban apiñadas, hombro con hombro. Comenzó una lluvia menuda, tediosa, como las de otoño, y al poco la estepa se ponía oscura, silenciosa y fría lo mismo que una bodega profunda y húmeda.
Una hora antes de amanecer se levantó viento, las nubes, apretujándose, aceleraron su movimiento. La lluvia, vertical hasta entonces, sesgó su cortina —desde la falda de los nubarrones hasta la tierra misma—, se inclinó hacia Levante y luego cesó tan inesperadamente como había comenzado.
Antes de que saliera el sol llegó un jinete a la caseta de la brigada. Se apeó mesurado, ató las riendas a un matorral de espino que crecía allí al lado y, desentumeciéndose con parsimonia, se acercó a la cocinera, afanada junto a un pequeño fogón cavado en la tierra, y la saludó quedamente. La Kupriánovna no contestó. De rodillas, apoyados en la tierra los codos y el opulento pecho, la cabeza ladeada, soplaba los tizones con todas sus fuerzas, intentando, en vano, avivar el fuego. Mojada por la lluvia y el abundante rocío, la leña no quería arder; tufaradas de humo y grises copos de ceniza daban a la mujer en el rostro, congestionado por el esfuerzo.
—¡Huf, maldito sea mil veces este oficio! —gruñó con enfado, ahogándose de la tos y el humo.
La Kupriánovna se echó para atrás, levantó la cabeza y las manos, para recluir las greñas bajo el pañuelo, y en aquel mismo instante vio al recién llegado.
—Las astillas hay que guardarlas por la noche en la caseta, madre de los hambrientos. No tienes bastante aire en los pulmones para hacer que arda la leña mojada. Venga déjame que te ayude —dijo el hombre, apartándola suavemente.
—Muchos consejeros andáis vagando por la estepa. Anda, prueba a encender, y yo miraré a ver si tú tienes mucho aire en los pulmones —rezongó la Kupriánovna, y haciéndose a un lado se puso a observar atentamente al desconocido.
Era bajito y feo. Vestía una zamarra de paño burdo, muy usada, que le sentaba muy bien, ceñida con un cinto de soldado. Los pantalones caqui, cuidadosamente remendados y zurcidos, y las botas altas, todas cubiertas de barro seco, también tenían aire de haber prestado larguísimo servicio a su propietario. Con este pobre atavío ofrecía un contraste de lo más inesperado su elegante gorro cosaco de magnífico karakul plateado, que llevaba calado sombríamente hasta las cejas. Pero el atezado semblante del hombre aquel era bondadoso, su chata nariz se arrugaba cómicamente cuando sonreía, y sus ojos castaños contemplaban el mundo con indulgente y sabia ironía.
Se puso en cuclillas y sacó del bolsillo interior de la zamarra un mechero y un frasco grande y plano, con tapón de vidrio esmerilado. Un minuto después, las astillas, generosamente rociadas de gasolina, chisporroteaban alegres.
—Así hay que hacer, madrecita —dijo el forastero, dando una palmada a la Kupriánovna en uno de sus carnosos hombros—. El frasquito, bueno, te lo regalo para que guardes de mí memoria eterna. Si se te mojan las astillas, les echas un poco, y asunto concluido. Toma el regalo, pero en cuanto hagas las gachas, convídame; una escudilla repleta, y de lo más espeso.
La Kupriánovna se guardó el frasco en el regazo y le dio las gracias con melosa zalamería.
—Gracias por el regalito, buen hombre. Procuraré que te agrade el guiso. Pero, dime, ¿para qué llevas encima esta botellita? ¿No serás veterinario, curandero de vacas?
—No, no soy doctor vacuno —respondió evasivo el forastero—. ¿Dónde están los labradores? ¿Será posible que duerman todavía?
—Algunos han ido al estanque por los bueyes, otros están ya doblando el lomo en el campo, allá lejos.
—¿Y Davídov?
—En la caseta. Duerme, el pobrecillo. Ayer se fatigó mucho, trabajó sin descanso y se acostó a las tantas.
—¿Qué estuvo haciendo hasta tan tarde?
—¡Qué sé yo! El caso es que volvió tarde de arar, y luego se le ocurrió ir a echar un vistazo al trigo otoñal sembrado antes de que existiera el koljós. Fue hasta el final de la vaguada.
—¿A quién se le ocurre echar un vistazo a los trigales en las tinieblas? —sonrió el forastero, frunciendo la nariz y contemplando con curiosidad la redonda y lustrosa cara de la cocinera.
—Hazte la cuenta de que llegó al lugar antes de la anochecida, pero tardó mucho en volver. El diablo sabe lo que le distrajo, a lo mejor estuvo escuchando a los ruiseñores. ¡Hay que ver cómo se desgañitan en la Quebrada de los Espinos! ¡Parece increíble! Cantan y gorjean que es un primor, y no hay forma de dormirse. ¡Los muy malditos privan a la gente de todo sosiego! Algunas veces, oyéndolos por las noches, me pongo hecha un mar de lágrimas.
—¿Y a qué viene eso?
—¿A qué? Recuerdo mi juventud, lances que me sucedieron cuando era joven… A las mujeres, querido, nos hace falta muy poco para que se nos salten las lágrimas.
—Y Davídov, ¿fue solo a ver los trigos?
—Por ahora se las arregla sin lazarillos, no está ciego, gracias a Dios. Pero, ¿quién eres tú? ¿Para qué has venido? —púsose de pronto en guardia la Kupriánovna y, adusta, apretó los labios.
—Tengo un asuntillo que tratar con el camarada Davídov —volvió a eludir la respuesta el forastero—. Pero no llevo prisa, esperaré a que se despierte. Dejemos que duerma a placer este trabajador infatigable. Y mientras prende bien la leña, tú y yo charlaremos de las cosas de la vida.
—¿Cuándo terminaré de pelar las patatas para esta caterva si pego la hebra contigo? —preguntó la Kupriánovna.
Pero el desenvuelto desconocido también tuvo respuesta para esto. Sacó del bolsillo una pequeña navaja y, después de probar el filo en la uña del pulgar, dijo:
—Tráelas, te ayudaré a mondadas. Estoy dispuesto a ser toda la vida pinche de una cocinera tan atractiva como tú, con tal de que me sonrías por las noches… Aunque tan sólo sea como ahora.
La Kupriánovna, subidos los colores por el placer, movió la cabeza con fingida lástima.
—Eres muy poquita cosa, pobrecito mío. Demasiado flacucho para mí. Aunque te sonriese alguna noche, ni lo verías ni te darías cuenta…
El hombre se acomodó en un tajo de roble y entornó los párpados, mirando a la cocinera, que reía.
—Yo veo de noche, como las lechuzas.
—No lo digo por eso. Es que tus ojitos zalameros se llenarían de lágrimas…
—Fíjate por dónde me has salido —rió sin perder la compostura el forastero—. Ten cuidado, gordinflona, no vayas a ser la primera en llorar. Yo sólo soy bueno de día, pero por las noches no doy cuartel a las gordas como tú. ¡Aunque me lo imploren llorando a lágrima viva!
La Kupriánovna soltó una carcajada, pero miró con disimulada aprobación a su atrevido interlocutor.
—Cuidado, querido, que quien mucho se alaba, llorando acaba.
—Por la mañana ya sacaremos en limpio quién ha tenido que llorar y quién se ha solazado a sus anchas. Trae las patatas, hurraca, basta de haraganear.
Contoneándose, la Kupriánovna sacó de la caseta un cubo de patatas y, sin dejar de sónreír, se sentó en un taburete frente al forastero. Luego, al ver cómo por entre sus dedos, ágiles y curtidos, salía en espiral la fina piel de las patatas, dijo satisfecha:
—Sabes darle a las manos tan bien como a la lengua. ¡Buen pinche, no puedo quejarme!
El forastero siguió manejando rápidamente la navaja, y al cabo de unos instantes preguntó:
—Y Davídov, ¿qué tal? ¿Ha hecho buenas migas con los cosacos, o no?
—No malas. Es un mozo bravo y sencillo, como tú. A nuestra gente le agradan los que no son tiesos de cogote.
—¿Sencillo, dices?
—Mucho.
—Vamos, que es un poco tonto, ¿no? —dijo el forastero, mirando malicioso a la cocinera.
—¿Te tienes tú por tonto? —replicó socarrona la Kupriánovna.
—No diría yo eso.
—Entonces, ¿por qué tomas por tonto a Davídov? Os parecéis mucho…
El volvió a callarse, sonriendo para sus adentros y mirando de vez en cuando a la parlanchina cocinera.
Por Levante iba ensanchándose la franja escarlata de la alborada, cubierta por una nube. Tendiendo sus alas, el viento, dormido durante la noche, trajo desde la Quebrada de los Espinos los sonoros gorjeos de los escandalosos ruiseñores. El forastero limpió la navaja en los pantalones y dijo:
—Anda, despierta a Davídov. En invierno dormirá cuanto le venga en gana.
Davídov salió descalzo de la caseta. Estaba soñoliento y sombrío. Miró fugazmente al forastero y preguntó con voz ronca:
—¿Un sobre del Comité de distrito? Dámelo.
—Vengo del Comité, pero sin sobre. Cálzate, camarada Davídov, tenemos que hablar.
Rascándose el pecho, cubierto de tatuajes, Davídov contempló indulgente al forastero.
—El corazón me dice que eres un delegado del Comité de distrito… Espera, camarada, ahora voy contigo.
Se vistió rápido, se calzó sin peales las botas altas, echóse presuroso a la cara unas almorzadas de agua con olor al barril de roble y, saludando ceremonioso, se presentó:
—Semión Davídov, presidente del koljós Stalin.
El otro se le acercó y abrazó sus anchas espaldas.
—Con qué protocolo te presentas. Pues yo soy Iván Nesterenko, el secretario del Comité de distrito. Y ahora que ya nos conocemos, vamos a pasear un rato y a conversar con el corazón en la mano, camarada presidente. ¿Qué, os queda mucho por labrar?
—Bastante…
—Por consiguiente, el dueño tuvo algún descuido… —dijo Nesterenko y, tomando del brazo a Semión, se encaminó a los campos labrados.
—Me equivoqué —respondió conciso Davídov, mirándole de reojo, y, de pronto, impensadamente, se acaloró: —Pero comprende, querido secretario, que yo en cuestiones de agricultura soy un zote. No es que me justifique, pero no me equivoqué yo solo… Esto es nuevo para todos…
—Lo veo y lo comprendo, tranquilízate…
—No fui el único en equivocarme, todos los compañeros en los que me apoyo se equivocaron también. No distribuí bien las fuerzas, ¿comprendes?
—Comprendo. Y la cosa no es tan terrible. Lo rectificaréis sobre la marcha. ¿Has recibido ya refuerzos en hombres y en yuntas? Eso está bien. En cuanto a la distribución de las fuerzas, a su adecuado reparto entre las brigadas, tenía presente para el futuro, para la siega de la hierba y, sobre todo, la recolección del grano. Hay que pensado todo debidamente, con tiempo.
—Está claro, ¡eso es la pura verdad!
—Y ahora, vamos, enséñame dónde has estado arando, muéstrame tu obrada. Quiero ver cómo se las apaña la clase obrera de Leningrado en las tierras del Don… ¿No tendré que escribir al secretario del Partido de la fábrica Putílov quejándome de tu trabajo?
—Eso, tú juzgarás.
Nesterenko le apretó el codo con su mano pequeña y vigorosa. Mirando de soslayo el rostro sencillo y franco del secretario, Davídov se sintió de pronto tan aliviado y satisfecho, que una sonrisa afloró a sus labios. Hacía mucho tiempo que nadie de la dirección del Partido le hablaba con tan amistosa sencillez y tan humana cordialidad…
—¿Quieres comprobar si sé arar, camarada Nesterenko? ¿Va en serio la cosa?
—¡Quita, quita! Sencillamente, quiero ver, curiosear de lo que es capaz la clase obrera cuando no está al pie del torno en la fábrica o del banco en la carpintería, sino trabajando la tierra. Yo, para que lo sepas, soy un antiguo labrador de Stávropol, y tengo curiosidad por saber qué te han enseñado los cosacos. ¿Quizás alguna cosaco te haya enseñado a arar sin gran esmero? Mira, no te sometas a la dañina influencia de los cosacos de Gremiachi Lag. Las hay que incluso a ti, un viejo lobo de mar, pueden enseñarte latín y griego… Te apartan del buen camino por menos de nada. ¿No te habrá apartado ya alguna?
Nesterenko hablaba con alegre naturalidad, como si no eligiese las palabras, pero Davídov captó en seguida la insinuación disimulada con bromas y se puso en guardia. «¿Sabrá lo de Lushka o habrá echado el anzuelo al azar?», se preguntó inquieto. Sin embargo, mantuvo el tono jovial de la conversación.
—Si las mujeres pierden el camino, si se extravían, gritan pidiendo socorro. Pero los hombres, los hombres hechos y derechos, lo buscan en silencio, ¡la pura verdad!
—Y tú, claro, eres un hombre hecho y derecho.
—¿Qué te pensabas, camarada secretario?
—Pues yo pienso así: los hombres de verdad me gustan más que los chillones… Y si tú, Davídov, te despistas sin querer, dímelo bajito al oído, sin armar ruido. Te ayudaré a ganar terreno firme. ¿De acuerdo?
—Te agradezco el ofrecimiento —dijo ya en serio Davídov, al tiempo que pensaba: «Vaya un hijo de Satanás, todo lo ha olisqueado…», y para no subrayar la seriedad de su última frase, agregó—: Tenemos un secretario que es un portento de bondad, como él hay pocos.
Nesterenko se paró en seco, se volvió a él, y, echándose hacia atrás su magnífico gorro cosaco, dijo, arrugando la nariz al sonreír:
—Soy bondadoso porque de joven no siempre anduve por el camino recto… A veces iba bien, marcando el paso como en un desfile, luego perdía el compás, torcía el diablo sabe para dónde y tiraba a campo traviesa por entre los cardos, hasta que la buena gente volvía a sacarme, tonto de mí, al buen camino. ¿Comprendes ahora, marinerito, de dónde me viene la bondad? Pero no soy bueno con todos, sin hacer diferencias…
—Dicen que el caballo, aunque tiene cuatro patas, también da tropezones —aventuró cautelosamente Davídov.
Nesterenko le miró con frialdad y replicó:
—Si un buen caballo tropieza alguna que otra vez, puede perdonársele, pero los hay que tropiezan a cada paso. Por más que lo adiestres y sudes con él, se empeña en dar con el morro en cada terrón. ¿Para qué tener en la cuadra a semejante jamelgo? ¡Fuera!
Davídov, sonriendo imperceptiblemente, no contestó. La metáfora era tan transparente, que no hacían falta explicaciones…
Los dos hombres se acercaban despacio a las tierras de labor, y el sol, con la misma lentitud, se iba alzando a su espalda, oculto tras una enorme nube violácea.
—Ahí tienes mi tajo —señaló Davídov con fingida displicencia el uniforme campo labrado, que se perdía a lo lejos.
Echándose el gorro sobre las cejas con un leve movimiento de cabeza, Nesterenko tomó diagonalmente, bamboleándose, por el campo recién arado. Davídov le seguía a unos pasos de distancia. Al ver que el secretario, aparentando sacarse de la bota un hierbajo, medía, no una ni dos, sino varias veces, la profundidad de los surcos, no pudo contenerse y le gritó:
—¡Mide sin disimulo! ¿A qué vienen conmigo esas diplomacias?
—Podías haber hecho la vista gorda —contestó Nesterenko sin detenerse.
Al llegar al otro lado del tajo se detuvo y observó con vejatoria condescendencia:
—En términos generales, no está mal, pero la aradura es irregular, como si la hubiera hecho un mozalbete; en unos sitios más hondo, en otros menos, y en algunos, demasiado profundo. Seguramente por falta de costumbre, o quizás porque te agarraste de mal talante a la mancera. Ten presente, Davídov, que la rabia tan sólo en la guerra sirve para algo, allí ayuda a pelear. En cambio, cuando se ara, hay que ser bondadoso, porque a la tierra le gusta que la traten con cariño, sin brusquedades. Así solía decirme mi difunto padre… Bueno, ¿en qué estás pensando, marinero de agua dulce? —gritó de pronto Nesterenko, retador, y dio a Davídov, un fuerte empellón en el hombro.
Davídov se tambaleó, sin comprender al principió que el otro estaba incitándole a probar sus fuerzas. Pero cuando Nestereriko, riendo, volvió a darle otro empellón, se plantó con las piernas muy separadas y un poco agachado hacia adelante. Entonces se enzarzaron, tratando de agarrarse por el cinto.
—¿Por los cinturones, o cómo? —preguntó Nesterenko, conteniendo la respiración.
—Como quieras, pero sin tonterías, sin zancadillas.
—Y sin voltear por la cabeza —profirió Nesterenko, un poco jadeante ya por el esfuerzo que hacía para derribar a su adversario.
Davídov abarcó el cuerpo recio y musculoso de Nesterenko y, por la destreza que éste acusaba, comprendió en el acto que tenía que habérselas con un luchador experimentado. El era más fuerte, quizás, pero Nesterenko le aventajaba en rapidez y maña. Dos veces, cuando sus caras casi se juntaron, Davídov vio una mejilla tersa y morena; un ojo chispeante de travesura, y oyó el sofocado cuchicheo: «¡Venga, venga, clase obrera! ¿Qué haces ahí, sin moverte del sitio?»
Durante unos ocho minutos bregaron en pleno labrantío. Después, agotado, Davídov dijo con voz ronca:
—Salgamos a la hierba, que aquí vamos a reventar…
—Terminaremos donde hemos comenzado —resopló fatigosamente Nesterenko.
Reuniendo sus últimas energías, Davídov logró empujar a su contrincante a terreno duro, y entonces se terminó el combate: cayeron juntos, pero Davídov consiguió darle la vuelta a Nesterenko y quedar encima. Separando las piernas, presionando a su adversario contra la tierra con todo su peso, resolló a duras penas:
—¿Qué tal, secretario?
—Para qué hablar, me entrego… Eres fuerte, clase obrera… No es fácil ganarme, tengo afición a la lucha desde niño…
Davídov se levantó y tendió magnánimo la mano al vencido, pero éste saltó como un resorte y le volvió la espalda:
—Sacúdeme el barro.
¡Con qué viril ternura las manazas de Davídov le quitaron cuidadosamente las pellas de barro y las briznas de hierba seca del año anterior! Luego, los dos se miraron y rompieron a reír.
—Ya podías haber cedido, aunque sólo fuese por respeto a mi cargo en el Partido. ¿Qué te costaba? Vaya, vaya, oso de Leningrado. No tienes ni pizca de urbanidad ni de respeto a las jerarquías… ¡Qué manera de sonreír, en cambio! De oreja a oreja, y con una cara tan resplandeciente como la de un recién casado.
Davídov, en efecto, sonreía anchamente.
—La próxima vez lo tendré en cuenta, ¡eso es la pura verdad! Pero tú no te resistas tanto, que te hundiste hasta las rodillas, no querías darte por vencido. ¡Ay, Nesterenko, Nesterenko! Eres un desdichado campesino medio de Stávropol y un pequeño propietario, como dice nuestro Makar Nagúlnov. Como secretario, debes comprender que la clase obrera ha de estar encima en todas las cosas, eso está demostrado históricamente, ¡eso es la pura verdad!
Nesterenko silbó irónico y meneó la cabeza. El gorro se le deslizó a la nuca, manteniéndose allí de milagro.
—La próxima vez —dijo, riéndose, el secretario— te tumbaré sin falta. Veremos entonces qué explicación marxista encuentras. Lo malo es que la cocinera nos ha visto peleándonos como chiquillos. ¿Qué pensará de nosotros? Seguro que estos tíos se han vuelto locos, dirá la mujer.
Davídov se encogió de hombros despreocupadamente:
—Alegaremos nuestra juventud, sabrá comprender y perdonar… Bueno, hablemos, camarada Nesterenko, que el tiempo pasa, ¡eso es la pura verdad!
—Elige un sitio seco para sentarnos.
Se instalaron en un pequeño túmulo arcilloso, sobre una madriguera abandonada por unas marmotas, y Nesterenko, sin apresurarse, comenzó:
—Antes de venir aquí estuve en Gremiachi Lag. He conocido a Razmiótnov y a todos los activistas que encontré en el caserío. A Nagúlnov le conocía ya, nos habíamos visto, estuvo en nuestro Comité de distrito. Ya les he dicho a él y a Razmiótnov, y te lo repito a ti: lleváis mal el trabajo para atraer al Partido a los koljosianos de buena ley, a los hombres fieles a nuestra causa. Muy mal. Y en el koljós hay buenos compañeros, ¿estás de acuerdo?
—Completamente.
—¿Qué sucede, pues?
—Que los buenos aguardan también…
—¿Y a qué aguardan?
—A ver qué tal marchan las cosas en el koljós… Mientras tanto, se dedican, sobre todo, a sus huertos.
—Hay que moverlos, sacudirles su pereza mental.
—Algo los movemos, pero con poco éxito. Creo que para el otoño crecerá nuestra célula, ¡eso es la pura verdad!
—¿Y os vais a estar hasta el otoño con los brazos cruzados?
—No, ¿por qué? Actuaremos, pero sin coaccionar.
—Yo no hablo de coaccionar a nadie. Sencillamente, no hay que desaprovechar ninguna oportunidad de ganarse a los que destacan en el trabajo y de explicarles en lenguaje comprensible la política del Partido.
—Así actuamos, camarada Nesterenko —aseguró Davídov.
—Actuáis, pero la célula no crece. Eso, más que acción, parece inacción… Bueno, esperaremos. Veremos qué tal os van las cosas en adelante. Y ahora, hablemos de otro asunto. Quiero señalarte algunos defectos de otro género. He venido a que nos conozcamos, a que nos olisqueemos, como suele decirse, y conversemos con toda franqueza. Eres un compañero despierto, y no vas a excusarte en serio alegando ser joven; tu juventud se ha marchado, y está ya tan lejos que no podrás alcanzarla ni hacerla volver. No esperes de mí concesiones a tu origen proletario, a tu inexperiencia y demás, pero no esperes tampoco esa rigurosidad implacable de que gustan alardear ciertos dirigentes del Partido. —Nesterenko prosiguió, exaltándose más y más a medida que hablaba: —A juicio mío, en nuestra vida de partido han arraigado procedimientos torpes y expresiones a ellos correspondientes: «sacarle a uno virutas», «fregarlo con arena», «frotarlo con lija», y otras por el estilo. Como si no se tratase de personas, sino de tochos oxidados. ¿Qué significa eso, en realidad? Fíjate, además, en que esas expresiones las usan, sobre todo, gentes que en su vida han sacado virutas ni al metal ni a la madera y, desde luego, jamás han tenido en la mano un bruñidor. Pero el hombre es cosa delicada, con él hay que tener muchísimo tacto.
Te contaré una historia. El año 18 había en nuestro destacamento un orden y una disciplina que ni con candil los habrías encontrado peores. No parecíamos un destacamento de la Guardia Roja, sino un cacho de la banda de Majnó, palabra de honor. Y he aquí que, a principios del año 19, nos enviaron un comisario. Era comunista, un minero de la cuenca del Donetz. Un hombre entrado en años, cargado de espaldas, de bigote negro y lacio, como Tarás Shevchenko. Desde que llegó, cambiaron las cosas. Por aquel entonces, la unidad había sido transformada en regimiento del Ejército Rojo. Los hombres eran los mismos y ya eran otros, como si hubiesen vuelto a nacer. Ni una medida disciplinaria, sin hablar ya de consejos de guerra ante el Tribunal Revolucionario. Y eso, al mes escaso de llegar al regimiento el comisario minero. ¿Cómo nos ganaba? Con el alma, con eso nos conquistaba el muy pillo. Hablaba con cada soldado rojo, para cada cual encontraba una palabra cariñosa. Al que se acobardaba antes del combate, le daba ánimos, llevándoselo aparte, sin que nadie lo viera. Al temerario le tiraba de las riendas de modo que ni le pasaba por la imaginación subirse a la parra, ofenderse. «No te juegues la vida inútilmente, so tonto —le decía al oído—. Te matan y ¿qué hacemos? Sin ti, toda la sección, ¡qué digo la sección!, toda la compañía se pierde por menos de nada». A nuestro héroe, claro está, le halagaba muchísimo que el comisario le tuviese tan gran estima y, en lo sucesivo, combatía sin hacer alardes, con sentido común… Una sola debilidad tenía nuestro comisario: en cuanto ocupábamos un pueblo grande o una stanitsa cosaco, se ponía a merodear…
Sorprendido, Davídov se volvió hacia Nesterenko tan bruscamente, que estuvo a punto de caerse del montículo, cortado, como a pico, por los vientos. Resbalando, apoyándose en el barro con los dedos de la mano derecha, exclamó:
—¿Cómo a merodear? ¿Qué tonterías dices?
Nesterenko se echó a reír:
—No es esa la palabra. No era merodear, sino escarbar en las bibliotecas de los comerciantes ricos, de los terratenientes, de todos, en fin, cuantos podían entonces comprar libros. Apartaba los que le hacían falta y los confiscaba sin contemplaciones. No lo querrás creer: cuatro carretas de libros llevaba consigo, toda una biblioteca sobre ruedas, y se preocupaba de ellos lo mismo que de las municiones. Cada carreta con su toldo de lona, los libros colocados en hileras, lomo con lomo, y un lecho de paja por debajo. Cuando hacíamos un alto, en las treguas entre combate y combate, en cada momento de calma, repartía libros a los soldados, les ordenaba que los leyeran, y luego comprobaba si le habían obedecido o no…
Yo, muy joven a la sazón, me interesaba más por las zagalas, y he de reconocer que huía de la lectura… Era casi analfabeto y tonto como un leño. Una vez descubrió que no había leído el libro que me había dado. Aún hoy recuerdo el autor y el título… A los dos días quiso que le hablase de qué trataba, y no pude contarle nada. Entonces va y me dice —en tales ocasiones siempre te hablaba a solas, para no abochornarte ante los demás—: «¿Te has propuesto vivir en el mundo como Iván el Bobo[12]? Anoche te vi rondando a una moza. Pues bien, acuérdate de lo que te digo: a una chica lista no le hace falta un lerdo como tú, a los cinco minutos le aburre tu compañía. A una tonta, menos. Contigo no echará luces; porque tú no las tienes todavía. Por otra parte, los mozos cultos reúnen las mismas virtudes masculinas que los incultos, así que la ventaja siempre estará de parte del que sabe más. ¿Has comprendido, zopenco?»
Dime, ¿qué podía contestar yo?
Estuvo medio mes dándome la matraca y tomándome el pelo hasta casi hacerme llorar, pero me habituó a la lectura. Después me aficioné de tal manera a los libros, que no los soltaba ni a tres tirones. Incluso hoy le guardo gratitud y, en conciencia, no sé a quién he de agradecer más mis conocimientos y mi educación: si a mi difunto padre o a mi comisario.
Nesterenko permaneció callado y pensativo algunos instantes, como si le hubiera embargado una tristeza súbita, pero luego, conteniendo a duras penas una sonrisa burlona, disparó una andanada de preguntas:
—Y tú, ¿lees en los ratos libres? Seguro que sólo hojeas los periódicos, ¿a que sí? Tienes poco tiempo disponible, claro. A propósito, ¿hay libros interesantes en vuestra isba-sala de lectura?[13] ¿No sabes? ¡Qué vergüenza, hermanote! Pero, ¿has estado allí alguna vez siquiera? ¿Dos, en total? Querido, eso no tiene perdón. Tenía mejor concepto de ti, representante de la clase obrera leningradense. Voy a escribir a tu fábrica. Pero no te asustes. Les escribiré así, en tu nombre: «Semión Davídov, de los 25.000[14], ex obrero de vuestra fábrica y ahora presidente del koljós Stalin, y los koljosianos que dirige necesitan apremiantemente libros. Les hacen muchísima falta obras de divulgación política y económica, libros de agronomía, de ganadería y, en general, de agricultura. También sería deseable una selección de literatura clásica y moderna. Haced el favor de remitirnos gratis, a título de padrinos, una pequeña biblioteca, de unos trescientos volúmenes, a tales y tales señas». ¿Vale? ¿Lo escribo? ¿No quieres? Haces bien. Entonces tómate la molestia de adquirir tú mismo, con fondos del koljós, una biblioteca de doscientos o trescientos libros, como mínimo. ¿Vas a decirme que no tenéis dinero? Tonterías. Lo encontraréis. Vende un par de bueyes viejos, ¡no os arruinaréis, qué demonios! Así tendrás biblioteca, ¡y qué biblioteca! Ayer estuve echando cuentas en la administración del koljós y resulta bien claro que para la tierra de que disponéis os sobra ganado de labor. ¿Para qué gastáis piensos sin necesidad? Quitáoslo de encima. ¿Sabes cuántos bueyes de más de diez años tenéis?.. ¿No? Es lástima, pero te puedo sacar del apuro: nueve parejas de vejestorios, con diez años o más. Los buenos amos no tienen en sus establos cutrales como ésos: los ceban y los venden. ¿Comprendido?
—Comprendido, pero habíamos resuelto vender en otoño todo el ganado defectuoso, incluyendo los bueyes viejos. Me lo aconsejaron hombres de experiencia.
—Y ahora ¿tenéis ese ganado en los pastizales?
—No. Los bueyes viejos, por lo menos, están trabajando, lo sé de fijo.
—¿Quiénes son esos hombres de experiencia que te han aconsejado vender en otoño?
—Nuestro intendente Ostrovnov y alguien más, no recuerdo.
—¡Hum, es curioso! Antes de la colectivización, a tu intendente le faltaba un pelo para ser kulak y, por lo tanto, sabe lo que se trae entre manos en cosas de éstas. ¿Cómo ha podido aconsejarte semejante estupidez? ¡Vender en otoño los bueyes y hasta entonces no quitarles el yugo! Pues sólo podréis vender la piel y los huesos. Yo te aconsejaría otra cosa: poner a pastar ahora todo el ganado que vayas a vender, cebarlo luego a base de piensos concentrados y venderlo en verano, cuando en el mercado hay pocas reses y la carne está más cara. En otoño habrá carne de sobra y bajarán los precios. Tenéis excedente de cereales. ¿Por qué no hacerlo? Por lo demás, vosotros veréis, no pienso meterme en vuestros asuntos. Pero, de todos modos, piénsalo… En todo caso, podéis cebar una yunta de vacas y venderla en seguida. El dinero no será para vino, sino para libros. Resumiendo: que dentro de dos meses tengáis biblioteca. Ese es el primer punto. Que la isba-sala de lectura la trasladéis inmediatamente de la casucha derruida donde ahora la tenéis a una casa buena de los kulaks. Elige la mejor. Ese es el segundo punto. El bibliotecario os lo mandaré yo mismo, un mozo avispado, y le encargaré que todas las tardes organice lecturas a viva voz. Y éste es el tercer punto.
—Aguarda un poco a puntualizar —imploró Davídov, a quien la turbación había sacado los colores—. Te digo, para que lo entiendas, que habrá biblioteca, ya puedes quitar un punto. Mañana mismo mudaré la «isba de lectura» a una casa en condiciones, quita el segundo punto. En cambio, con el tercer punto hay un engorro… Le tengo echado el ojo para bibliotecario a un mozo estupendo, un agitador de primera. Pero trabaja en una fábrica, ésta es la dificultad… Creo que el Comité regional del Komsomol nos ayudará y podré traérmelo.
Nesterenko le escuchó atento, asintiendo impenetrable con la cabeza, reidores los ojos.
—Me encantan los jefes enérgicos, que adoptan rápidamente decisiones justas… Pero déjame que termine de hablarte de tu «isba de lectura». Ayer estuve allí. Te diré que la visita no fue nada agradable… Vacío, abandono, guarrería. Polvo en las ventanas. Los suelos, sin fregar hace un siglo. Olía a moho y a no sé qué demonios. Como en una tumba, te lo juro. Pero lo peor es que los libros pueden contarse con los dedos de una mano y, además, son viejísimos. En uno de los estantes encontré un rollo amarillento. Lo despliego, miro los dibujos y leo:
Al pasar la formación,
en las mozas qué emoción.
Dicen las viejas sin dientes
y los padres: «¡Eh, valientes,
zumbad al vil enemigo!»
Labrador, está contigo,
te protege a toda hora,
la fuerza trabajadora.
¡Atiza —pensé—, pero si es un antiguo conocido! Este cartel lo vi por primera vez, y todavía me acuerdo, en el frente de Wránguel. Los versos de Demián Biedny no han perdido su valor, pero convendrás conmigo que para 1930 es menester algo más nuevo, relacionado con los tiempos que corren, con la colectivización, por lo menos…
—Tienes vista de lince, calas en todo —murmuró Davídov; no repuesto aún de su desconcierto, con más aprobación que disgusto.
—Mi obligación es ver las deficiencias y ayudar a corregidas, y lo hago con mil amores, querido Semión… Pero esto no es más que el preámbulo, hay cosas más importantes. Te has venido aquí, a la brigada, y has dejado el koljós y confiando todos los asuntos a Razmiótnov. Sabes que le es difícil arreglárselas solo en estos momentos, que no da abasto. Y, sin embargo, lo has hecho.
—¡Pero si tú mismo estuviste trabajando en los campos de Tubianskói con una trilladora!… ¿O es que niegas la fuerza del ejemplo?
Nesterenko hizo un gesto de irritación:
—En Tubianskóí trabajé unas horas para familiarizarme con la gente, y eso es otra cosa. Tú te has venido a la brigada por disgustos personales. ¿Verdad que hay diferencia? Me está dando en la nariz que has huido de Lushka Nagúlnova… ¿Tal vez me equivoque?
Davídov se quedó lívido. Volvió la cara y, jugueteando maquinalmente con unos tallos de hierba, dijo con voz sorda:
—Continúa. Te escucho…
Nesterenko le puso delicada y cariñosamente la mano sobre el hombro y, atrayéndolo hacia sí, le rogó:
—Pero no te molestes. ¿Creías que medía tus surcos por casualidad? En algunos sitios has arado más hondo que un tractor. Desahogas tu furor en la tierra y haces pagar tu enfado a los bueyes… Por lo que dicen los que te conocen, parece que tus relaciones con Lushka están terminando. ¿Es cierto?
—Así parece.
—Pues lo único que cabe es alegrarse con toda el alma. Acaba con ese lío cuanto antes, querido Semión. La gente te aprecia, pero lo malo es que té compadece, ¿comprendes? Sí, sí, te compadece por ese mal apaño. El que los rusos, como tienen por costumbre, se compadezcan de los huérfanos y los desvalidos, es natural. Pero cuando empiecen a tener lástima de un mozo listo, que además es su dirigente, ¿cabe algo más bochornoso y terrible para ese hombre? Y lo principal es que tu necia pasión por una mujerzuela que, además, era hasta hace poco la mujer de un camarada tuyo, constituye, en mi opinión, un estorbo para todo. ¿Cómo explicar, si no, los fallos imperdonables en tu trabajo y en el de Nagúlnov? Os habéis hecho un lío endiablado, y si no lo deshacéis vosotros, tendrá que desenredado el Comité de distrito. Ya lo sabes.
—¿No será mejor que me vaya de Gremiachi Log? —preguntó indeciso Davídov.
—No digas tonterías —le cortó rotundo Nesterenko—. Si uno empuerca algo, debe comenzar por limpiado. Sólo después cabe hablar de marcharse. Más vale que me digas si conoces a Egórova, la maestra komsomola.
—Sí, nos hemos visto —y Davídov sonrió inoportuno al recordar aquel día de invierno en el que, cuando expropiaban a los kulaks, viera a la joven maestra, tímida hasta la exageración.
Al saludarle, le tendió azorada su manecita fría y sudorosa, se puso como la grana y, a punto de saltársele las lágrimas, balbuceó: «Liuda Egórova, maestra». Entonces, Davídov le propuso a Nagúlnov: «Inclúyela en tu grupo. Es joven, que aprenda lo que es la lucha de clases». Pero Nagúlnov, mirándose sombrío las manos, largas y cetrinas, contestó: «Llévatela tú, a mí no me hace falta. Da clase a los párvulos, y cuando tiene que poner una mala nota a algún chicuelo, se echa a llorar como él, a moco tendido. ¿Quién admitiría a esta moza en el Komsomol? ¿Acaso una joven comunista debe ser así? ¡Parece un sauce llorón con faldas!…»
Nesterenko frunció por primera vez el entrecejo y miró reprobatorio a Davídov.
—¿De qué te ríes, si puede saberse? ¿Qué tiene de chistoso lo que he dicho?
Davídov hizo una torpe tentativa de explicar la causa de su inoportuna hilaridad.
—¡Oh, nada de particular! Me he acordado de una fruslería a propósito de esa maestra… Es muy paradita, la pobre…
—¡Fruslerías! Pues sí que has encontrado un momento para distraerte —gritó Nesterenko, sin poder disimular su irritación—. Más te valdría recordar que esa maestrita tan parada es el único miembro del Komsomol en vuestro caserío. Un caserío tan grande y sin célula del Komsomol. Eso no son fruslerías. ¿Quién debe responder? Nagúlnov, en primer lugar, y tú, y yo… Pero tú te sonríes. No viene a cuento esa sonrisa, Davídov. ¡Y no me salgas invocando asuntos urgentes, pues lo son todos los que el Partido nos ha encomendado! Otra cosa es si sabemos o no ingeniárnoslas para atenderlos.
Davídov ya comenzaba a enojarse, pero, conteniéndose, dijo:
—Has estado un solo día en Gremiachi Lag, camarada Nesterenko, y te ha dado tiempo para encontrar un montón de faltas y defectos en nuestro trabajo, hasta mi conducta ha salido a relucir… ¿Qué sería si hubieses vivido aquí desde enero? Haría falta toda una semana para escuchar tus observaciones. ¡Eso es la pura verdad!
La última frase puso de mejor talante a Nesterenko. Entornó maliciosamente los ojos, y dijo, dando un codazo a Davídov:
—Tú, Semión, ¿no admites que si, en vez de «estar» simplemente en Gremiachi Log, hubiese trabajado con vosotros, tal vez los fallos serían menos?
—Claro, pero los habría de todas maneras. Tú tampoco eres infalible, y te habrías equivocado como cada cual, ¡eso es la pura verdad! Debo decirte que con frecuencia me doy cuenta de que fallo, pero no todo lo sé corregir. En eso estriba mi desgracia, ¡la pura verdad! Esta primavera me encontré un día a los chicos de la escuela, que iban con el director —Shipin se llama— al campo, a dar una batida a los roedores de la estepa. Pasé de largo, sin detenerme a conversar; no me enteré de cómo vive ese viejo maestro, y sigo sin saberlo. Es más, en invierno me mandó una nota pidiéndome un carro para que le trajesen leña. ¿Crees que se lo envié? Se me olvidó. Otros asuntos me quitaron el tiempo y no tuve bastante corazón para ocuparme del viejo… Incluso ahora me da vergüenza cada vez que me acuerdo. Y en lo del Komsomol tienes razón. Hemos descuidado un problema importante, y también en ello me cabe mucha culpa, ¡eso es la pura verdad!
A Nesterenko no era tan fácil ablandarle con expresiones de arrepentimiento.
—Todo eso está muy bien, reconoces tus equivocaciones y, al parecer, aún te queda alguna vergüenza. Sin embargo, eso no ha hecho que el Komsomol crezca en vuestro caserío ni que el maestro disponga de leña… Hay que actuar, querido Semión, y no sólo arrepentirse.
—Todo será corregido y hecho, te doy mi palabra. Pero ayudadnos a organizar la célula juvenil, es decir, que nos ayude el Comité de distrito. Mandad acá uno o dos muchachos y una muchacha, aunque sólo sea provisionalmente. Egórova, te lo digo en serio, como organizadora no vale nada. Si hasta pisar la tierra le da vergüenza, ¿cómo se va a entender con la gente joven, particularmente con la nuestra?
Por fin, Nesterenko se dió por satisfecho:
—Eso ya es harina de otro costal. En lo del Komsomol os ayudaremos. Te lo prometo. Y ahora, déjame que agregue un poco a tu declaración autocrítica. ¿No te pidió el encargado de la cooperativa, en vísperas del Primero de Mayo, que dos carros fuesen por mercancías a la stanitsa?
—Sí.
—¿Y no se los diste?
—No pudo ser. Estábamos arando y sembrando, las dos cosas de golpe. ¿Quién podía pensar entonces en el comercio?
—¿Y no pudiste prescindir de dos yuntas? ¡Tonterías! ¡Absurdo! Claro que sí, y sin gran detrimento para las faenas. Pero no lo hiciste, no quisiste, no pensaste: «¿Cómo repercutirá esto en el ánimo de los koljosianos?» El resultado fue que las mujeres de Gremiachi Log tuvieron que ir a pie a la stanitsa por lo más indispensable —jabón, sal, cerillas, kerosén—, y en vísperas de la fiesta, por añadidura. ¿Qué dirían luego de nuestro Poder soviético? ¿O es que te da lo mismo? Ni tú ni yo combatimos para que se insulte a nuestro querido Poder soviético, ni muchísimo menos —gritó Nesterenko con voz inesperadamente chillona, y terminó diciendo muy quedo: —¿Será posible que no te quepa en la cabeza una verdad tan sencilla, Semión? Recapacita, querido camarada, despierta…
Davídov aplastó entre los dedos la colilla apagada; con la mirada fija en la tierra, permaneció silencioso largo rato. Toda la vida había sido lo más parco posible en efusiones y nadie podría acusarle de sentimentalismo, pero ahora una fuerza desconocida le hizo abrazar vigorosamente a Nesterenko y rozar incluso con los labios su mejilla hirsuta. La voz le temblaba de emoción cuando dijo:
—Gracias, querido Nesterenko, muchas gracias. Eres un buen compañero y contigo se podrá trabajar mejor que con Korchzhinski. Me has dicho cosas amargas, pero justísimas, ¡eso es la pura verdad! Sólo que, por el amor de Dios, no vayas a creerme un caso perdido. Haré lo que sea menester, todos procuraremos hacerlo. Habré de revisar muchas cosas, tendré que reflexionar mucho… Créeme, camarada Nesterenko.
Nesterenko no estaba menos emocionado, mas, para disimularlo, tosía entornando sus ojos castaños, de los que había desaparecido la alegría. Tras un instante de silencio, se estremeció, como aterido, y dijo reposadamente:
—Creo en ti y en los demás muchachos y confío en vosotros como en mí mismo. Recuérdalo bien, Semión. No nos dejéis mal al Comité ni a mí, no nos defraudéis. Nosotros, los comunistas, como soldados de una misma compañía, no debemos perder nunca el sentido de la camaradería. Tú lo sabes perfectamente. y que no volvamos a tener conversaciones desagradables, ¡qué diablos! No me gustan, aunque a veces son imprescindibles. Cuando uno discute así, cuando le ladra a un buen amiguete como tú, luego se pasa la noche en claro, le duele el corazón…
Al estrechar con vigor la ardorosa mano de Nesterenko, Davídov se fijó en su semblante y se quedó atónito. Ya no tenía a su lado al risueño, locuaz y desenvuelto camarada dispuesto a bromear y a medir las fuerzas, sino a un hombre viejo y fatigado. Sus ojos habían envejecido de pronto, profundas arrugas enmarcaban las comisuras de los labios, e incluso sus atezadas mejillas, antes tan rubicundas, parecían descoloridas, macilentas. Se hubiera dicho que en unos minutos lo habían cambiado.
—Tengo que marcharme, me he entretenido demasiado contigo —dijo levantándose trabajosamente.
—¿No irás a ponerte enfermo? —preguntó Davídov alarmado—. Parece como si te hubieras desinflado de repente.
—Lo has adivinado —replicó melancólico Nesterenko—. Me está empezando un ataque de paludismo. Pillé las fiebres hace mucho, en el Asia Central, y no consigo librarme de las malditas.
—¿Y qué hacías en el Asia Central? ¿Qué se te había perdido allí?
—¿Crees, acaso, que fui allí por melocotones? Estuve liquidando a los basmaches[15], pero mis fiebres no las puedo liquidar. Los doctores no lograron curarme y aquí me tienes con ellas. Pero esto es secundario. Antes de irme quiero decirte otra cosa: los contras están moviéndose en nuestra comarca y también en la región vecina, la de Stalingrado. ¡En algo confían aún esos mentecatos! Pero, como dice la canción, «Nos querían derrotar, querían vencernos…»
—«Pero estábamos alerta y no lo consiguieron» —concluyó Davídov.
—Eso es. No obstante, hay que estar bien alerta. —Nesterenko se rascó pensativo una ceja y carraspeó con enfado: —Bueno, qué se le va a hacer, tendré que desprenderme de una joya… Ya que hemos hecho amistad, te regalo este juguete, te servirá en caso de apuro. A Nagúlnov le han hecho una advertencia, y tú ándate con cuidado, no te vayan a hacer algo peor…
Sacando del bolsillo de la zamarra una «Browning», que brilló con apagado fulgor, se la puso en la palma de la mano a Semión.
—Para defenderse, este juguete es mejor que la herramienta de un ajustador.
Davídov le apretó la mano y balbuceó conmovido:
—Gracias por tu atención, ¿cómo decirlo?… pues, ¡eso es la pura verdad!, por esta prueba de amistad. ¡Muchas gracias!
—Que te aproveche —bromeó Nesterenko—. Sólo que no la pierdas. Con los años, los viejos combatientes se vuelven distraídos…
—No la perderé mientras viva. Si la pierdo, será junto con la cabeza —aseguró Davídov, metiéndose la «Browning» en el bolsillo trasero del pantalón.
Pero instantáneamente volvió a sacada y se puso a mirar desconcertado la pistola y a Nesterenko.
—No está bien… ¿Cómo vas a quedarte tú sin arma? Tómala, a mí no me hace falta.
Nesterenko le apartó suavemente la mano.
—No te preocupes, tengo otra de repuesto. Esta era de diario, la otra la conservo como oro en paño, me la dieron de premio, lleva grabado mi nombre. ¿O es que crees que serví cinco años en el ejército y combatí en vano?
Al pronunciar estas palabras, Nesterenko hizo un guiño e intentó sonreír, pero la sonrisa le salió doliente, forzada. Tuvo otro escalofrío, movió los hombros tratando de dominar el temblor, y fue diciendo entre pausas:
—Ayer Shali me mostró, muy ufano, el regalo que le hiciste. Estuve en su casa, me convidó a té con miel; estábamos hablando de la vida y, en esto, se fue al baúl, sacó tus herramientas de ajustador y me dijo: «He recibido en toda mi vida dos regalos: una bolsa de tabaco, de mi vieja, cuando era moza y andaba enamorada de mí, joven herrero, y estas herramientas, del camarada Davídov, que me las entregó en persona por mi trabajo de choque en la fragua. Dos regalos en toda mi larga vida. El hierro que han acariciado mis manos en esta vida tiznada de hollín, no hay quien lo calcule. Por eso, hazte cuenta que estos dos regalos no los guardo en el baúl, sino en las mismísimas entretelas del corazón». Es un viejo magnífico. Ha vivido una vida hermosa, de trabajo, ¡y qué fuego pone en todo! Como suele decirse, Dios quiera que todos reporten a la gente tanto provecho como el viejo herrero con sus manazas. Así que, como ves, tu regalo vale mucho más que el mío.
Iban a buen paso hacia la caseta. Fuertes tiritones sacudían ya a Nesterenko.
Por Poniente volvía la lluvia. Desgarrones de nubes volaban bajo, anunciando tormenta. La hierba nueva y la tierra negra, húmeda, exhalaban un olor embriagante. El sol, después de mostrarse brevemente, se había escondido detrás de una nube, y dos águilas de la estepa, recogiendo el fresco viento con sus anchas alas, se remontaban ya hacia ignotas alturas del espacio. El silencio precedente a la lluvia envolvió la estepa como con blando algodón. Solamente se oían los agudos y alarmados silbos de los lirones, anunciando un aguacero prolongado.
—Te tumbas en nuestra caseta hasta que se te pase, y luego te marchas. Si no, te va a sorprender la lluvia en el camino. Te pondrás hecho una sopa y tendrás que guardar cama —aconsejó insistente Davídov.
Nesterenko se negó en redondo:
—No puedo. A las tres se reúne el Buró. La lluvia no me alcanzará. El caballo es bueno.
Las manos le temblaban como a un viejo decrépito mientras desataba las riendas y apretaba la cincha. Después de abrazar rápidamente a Davídov, saltó con sorprendente facilidad a lomos de su impaciente montura y gritó, antes de partir al galope:
—Por el camino entraré en calor.
Al oír el blando repiqueteo de los cascos, la Kupriánovna salió de la caseta, desparramándose lo mismo que la masa cuando desborda la artesa, y levantó los brazos con desconsuelo:
—¿Se ha marchado? Pero, ¿cómo se ha atrevido a irse sin desayunar?
—Se ha puesto enfermo —contestó Davídov, siguiendo con la vista al secretario.
—¡Pobrecito mío! —exclamó atribulada la Kupriánovna—. ¡Un hombre tan requetebueno, y no le hemos dado de comer! Aunque debe de ser un empleado, no ha tenido a menos mondar patatas conmigo mientras tú dormías, presidente. No es como nuestros cosacos, no se le puede comparar. ¿Ayudarme ellos? No faltaba más. Sólo saben comer a dos carrillos y darle a la lengua. Ayudar a la cocinera, ni pensarlo. Y qué palabras tan cariñosas me ha dicho este forastero. Tan cariñosas y tan salidas del corazón, que a otro cualquiera no se le ocurren en la vida —se jactó la Kupriánovna, frunciendo afectadamente sus rojos labios y mirando de soslayo a Davídov, para ver qué impresión le producía.
Davídov no la escuchaba porque estaba dando vueltas en su cabeza a la conversación que acababa de tener con Nesterenko. Pero a la Kupriánovna, cuando abría la espita, le era difícil pararse, y prosiguió:
—¡Y tú, Davídov, así te lleve la peste, también eres bueno! Ya podías haberme avisado de que iba a marcharse. Yo, tonta de remate, no me di cuenta, ¡qué pena! Ahora creerá que la cocinera se escondió adrede en la caseta para no verle, cuando yo le hubiera atendido con mil amores…
Davídov seguía callado, y la Kupriánovna podía despacharse a su gusto:
—¡Fíjate con qué gracia monta! Como si hubiese nacido debajo de un caballo y se hubiese criado montado en él. Y no se mueve en la silla, el muy simpático, no se bandea. Vamos, un cosaco auténtico, de los de solera —salmodiaba con embeleso, mirando encandilada al jinete, cada vez más distante.
—No es cosaco, es ucraniano —dijo distraídamente Davídov, y suspiró, apenado por la marcha de Nesterenko.
La Kupriánovna, al oírle, se inflamó como pólvora seca:
—Vete con esos cuentos a tu abuela y no a mí. Te digo y te repito que es un cosaco a carta cabal. ¿Acaso tienes telarañas en los ojos? De lejos se le conoce por la planta, y de cerca por el aspecto, por las trazas, por el trato con las mujeres. Se ve que es un cosaco de pura cepa, de los que no se asustan de nada —dijo muy significativa.
—Bueno, como quieras. ¿Cosaco dices? Pues que sea cosaco. A mí eso ni me va ni me viene —admitió complaciente Davídov—. ¡Pero qué gran muchacho!, ¿verdad? ¿Qué te ha parecido? Porque, antes de despertarme, habrás hablado con él a tus anchas…
Ahora le tocó suspirar a la Kupriánovna, y lo hizo con todo su robusto pecho, tan hondamente, que la blusa, muy usada ya, le reventó por las sobaqueras a lo largo de la costura.
—Un hombre como hay pocos —respondió con vehemencia, después de un silencio, y la emprendió furiosamente con los cacharros, cambiándolos de sitio en la mesa sin necesidad; mejor dicho, no cambiándolos de sitio, sino dándoles manotazos a diestro y siniestro…