El sol se ponía ya cuando Davídov desenganchó los bueyes en un extremo del campo y los dejó en libertad. Luego, se sentó junto al último surco, sobre la hierba, se enjugó con la manga de la chaqueta el sudor que bañaba su frente, lió un cigarrillo con dedos trémulos y sólo entonces se dio cuenta de lo muy cansado que estaba: le dolía la espalda, tenía agujetas en las piernas, y las manos le temblaban como a un viejo.
—¿Encontraremos los bueyes al amanecer? —preguntó Davídov a Varia.
La joven se hallaba frente a él, en medio del campo. Sus piececitos, calzados con unas grandes y destrozadas abarcas, se hundían hasta los tobillos en la mullida tierra que el arado acababa de voltear. Apartándose de la cara el pañuelo, gris del polvo, Varia respondió:
—Los encontraremos; por la noche no se alejan mucho.
Davídov fumaba con ansia, cerrados los ojos. No quería mirar a la joven. Pero ella, iluminado el rostro por una sonrisa feliz y cansada, dijo quedamente:
—Me has dejado rendida, y a los bueyes también. Descansas muy rara vez.
—Yo también estoy muerto de cansancio —respondió tosco Davídov.
—Hay que descansar más a menudo. El tío Kondrat descansa con frecuencia, deja que los bueyes se tomen un respiro, y siempre ara más que los otros. Tú te has cansado tanto por la falta de costumbre…
Varia iba a añadir «querido», pero, asustada, apretó con fuerza los labios.
—Sí, tienes razón, aún no me he acostumbrado.
Davídov se levantó trabajosamente y, arrastrando los pies con dificultad, se dirigió, a lo largo del surco, hacia el campamento. Al principio, Varia le seguía a corta distancia, pero después apretó el paso y se puso a su lado. Davídov llevaba en la mano izquierda su camiseta rayada de marinero, rota y descolorida. Por la mañana, al inclinarse para arreglar el arado, se le había enganchado el cuello de la camiseta en la mancera, y cuando se enderezó bruscamente, la desgarró de arriba abajo. El día era lo bastante caluroso y hubiera podido pasarse magníficamente sin ella, pero, ¡cómo ir desnudo de cintura para arriba tras el arado en presencia de una muchacha! Mientras juntaba turbado los faldones de la camiseta, preguntó a la joven si tenía un imperdible. Varia le contestó que, desgraciadamente, no lo tenía. Davídov miró con tristeza en dirección al campamento. Les separaban de él unos dos kilómetros, por lo menos. «Quieras que no, tendré que ir», se dijo Davídov, y, carraspeando de despecho, soltó a media voz un terno rotundo y dijo.
—Mira, Variuja, espérame un poco que yo tengo que ir al campamento.
—¿Para qué?
—Para quitarme estos andrajos y ponerme la chaqueta.
—La chaqueta te dará mucho calor.
—De todos modos, voy por ella —dijo tozudo Davídov.
¡Qué diablos, no podía de ningún modo ir sin la camiseta! No faltaría más que aquella simpática e inocente mocita viera lo que llevaba dibujado en el pecho y en el vientre. Cierto que el tatuaje que Davídov ostentaba en el pecho era modesto y un tanto sentimental: un artista de la flota había dibujado allí dos palomas. Al menor movimiento, las dos palomas cobraban vida, y cuando se encogía de hombros, las aves juntaban sus picos, como besándose. Eso era todo. Pero en el vientre… Aquel dibujo venía ocasionándole desde hacía mucho graves sufrimientos morales. Durante la guerra civil, el marino Davídov, que tenía a la sazón veinte años, agarró en cierta ocasión una borrachera de espanto. En la cabina del torpedero le dieron, por si era poco lo que había bebido, un vaso de alcohol puro. El joven yacía en calzoncillos, sin conocimiento, en una de las literas inferiores, y dos amigos de un cazaminas anclado cerca, que estaban también borrachos, virtuosos del tatuaje, se pusieron a adornarle el vientre, ejercitando en la indecencia su desenfrenada y ebria fantasía. Después de aquel lance, Davídov dejó de ir a la casa de baños, y cuando había reconocimiento médico exigía categóricamente que lo vieran hombres, sólo hombres.
Después de ser desmovilizado, en el primer año de trabajo en la fábrica. Davídov se hizo el ánimo de ir a bañarse. Tapándose el vientre con ambas manos, buscó un barreño vacío, se enjabonó espesamente la cabeza y casi al instante oyó cerca, a la altura de su barriga, una queda risita. Davídov se aclaró la cara y vio a un hombre calvo, ya maduro, que muy inclinado, apoyándose con ambas manos en el banco, examinaba con toda desvergüenza y mucha fijeza el dibujo que llevaba en el vientre y, entusiasmado, lanzaba quedas risitas de conejo. Davídov vertió el agua sin apresurarse y descargó el pesado barreño de roble sobre la calva de aquel ciudadano excesivamente curioso. El hombre cerró los ojos sin haber terminado de examinar el dibujo y se desplomó dulcemente. Davídov se acabó de lavar con la misma pachorra, vertió sobre el calvo aquel todo un barreño de agua fría como el hielo y, cuando vio que empezaba a parpadear, se fue a vestir. Desde entonces, se despidió para siempre del placer de darse verdaderos baños de vapor al estilo ruso y optó por bañarse en casa.
El solo pensamiento de que Varia pudiera ver, aunque no fuese más que fugazmente, su decorado vientre, subía los colores a Davídov, que se ajustó más todavía los faldones de la camiseta.
—Desunce los bueyes y deja que pasten; yo me voy al campamento —dijo, suspirando, Davídov.
No le hacía ninguna gracia tener que bordear el sembradío o meterse en el cuerpo tres kilómetros, dando tropezones por el campo, a causa de aquel necio percance.
Pero Varia entendió a su manera lo que movía a Davídov: «A mi Davídov le da vergüenza trabajar sin camiseta a mi lado», se dijo la joven, muy agradecida de que él se hubiera compadecido de su pudor, y se quitó con aire muy resuelto las abarcas.
—Yo iré más de prisa.
Antes de que Davídov pudiera objetar, Varia volaba ya como un pajarillo hacia el campamento. Sobre el fondo negro de la tierra removida destacaban sus bronceadas piernas en rápido movimiento; las puntas del blanco pañuelo se agitaban a su espalda, sacudidas por el viento. Corría ligeramente inclinada adelante, prietos los puños contra los turgentes senos, abismada en un solo pensamiento: «Iré en un vuelo y le traeré la chaqueta… Iré en un dos por tres, eso le será grato, y, aun que no sea más que una vez en todo este tiempo, me mirará con cariño y quizás me diga: ¡Gracias, Varia!»
Davídov acompañó largamente a Varia con la mirada luego, desunció los bueyes y salió del sembradío. Cerca de allí encontró un fino y flexible tallo enredado en la maleza del año anterior, le quitó las hojas y, con él acordonó apretadamente el desgarrón de la camiseta, se tendió de espaldas y se quedó dormido, como si se hubiera hundido en algo negro y mullido, con olor de tierra…
Le despertó algo que se arrastraba por su frente: debía de ser una araña o un gusanillo. Haciendo una mueca, se pasó la mano por la cara y de nuevo se amodorró, pero volvió a sentir que algo se deslizaba por su mejilla, resbalaba por su labio superior y le cosquilleaba en la nariz. Davídov estornudó y abrió los ojos. Ante él, sentada en cuclillas, se encontraba Varia, estremecida por la risa que contenía a duras penas. La joven pasaba por el rostro de Davídov una brizna de hierba seca, y cuando él abrió los ojos, no le dio tiempo a retirar la mano. Los dedos del hombre se ciñeron a la fina muñeca de la joven, que no hizo nada por soltarse y se dejó caer sobre una rodilla, al tiempo que su riente carita tomaba una expresión asustada, expectante y sumisa.
—Te he traído la chaqueta, levántate —musitó Varia con un hilo de voz, haciendo un débil intento de soltar la mano.
Davídov abrió los dedos. La mano de Varia, grande, tostada por el sol, cayó sobre su rodilla. La muchacha cerró los ojos y oyó los golpes sonoros y tumultuosos de su corazón. Seguía aguardando, llena de esperanza… Pero Davídov callaba. Su pecho se alzaba y descendía acompasado, en su rostro no se alteró ni un músculo. Después se incorporó, se sentó cómodamente sobre la pierna derecha y, con perezoso movimiento se metió la mano en el bolsillo, en busca de la petaca. Ahora sus cabezas casi se rozaban. Davídov dilató las aletas de la nariz y percibió el aroma fino y ligeramente dulzón del pelo de Varia. Toda ella olía a sol de mediodía, a hierba caliente por el bochorno y a ese aroma fresco, encantador y sin igual de la juventud, ese aroma que nadie ha podido aún, que nadie ha sabido aún describir con palabras…
«¡Qué bonita es!», se dijo Davídov, y dejó escapar un suspiro. Se pusieron de pie casi simultáneamente, y durante unos segundos se miraron en silencio a los ojos; luego, Davídov tomó de manos de ella la chaqueta y, con una sonrisa cariñosa en las pupilas, dijo:
—¡Gracias, Varia!
Sí, la había llamado «Varia», y no «Variuja». En fin de cuentas se había realizado lo que ella pensara cuando corría en busca de la chaqueta. Pero, ¿por qué, entonces, afluyeron a sus ojos grises unas lágrimas y temblaron convulsas sus tupidas pestañas negras al querer contenerlas? ¿Por qué lloraba la preciosa mocita? Varia lloraba en silencio, con muda y pueril impotencia, la cabeza caída sobre el pecho. Pero Davídov no veía nada: liaba cuidadosamente un cigarrillo, esforzándose por que no le cayera al suelo ni una brizna de tabaco. Los pitillos se le habían terminado, el tabaco tocaba también a su fin, y por eso economizaba liando cortos y finos cigarrillos, que no daban para más de cinco o seis buenas chupadas.
Varia permaneció inmóvil unos instantes, esforzándose en vano por sobreponerse, y luego, dando media vuelta con brusco movimiento, se dirigió hacia los bueyes, dejando caer:
—Voy a traer los animales.
Pero esta vez tampoco percibió Davídov el profundo pesar de su trémula voz. Asintió con la cabeza y encendió el cigarrillo, pensando reconcentradamente en los días que iba a necesitar la brigada para arar todo el barbecho de mayo con sus propios medios y si no sería mejor llevar allí algunos arados de la tercera brigada, que era más fuerte.
A Varia le era más fácil llorar ahora que Davídov no podía ver sus lágrimas. Y lloraba con verdadero deleite; las lágrimas rodaban por sus broncíneas mejillas, y ella se las enjugaba, sin dejar de andar, con las puntas del pañuelo…
Su primer y puro amor, ese primer amor de la juventud, había tropezado con la indiferencia de Davídov. En general, Davídov era algo cegato en cuestiones amorosas y muchas cosas no llegaban a su conciencia, y, si llegaban, hacíanlo demasiado tarde, a veces irremediablemente tarde…
Al uncir los bueyes, vio en las mejillas de Varia unas huellas grises, las de las lágrimas que la joven acababa de verter y que él no había visto. Su voz tuvo una nota de reproche cuando dijo:
—¡Ay, Variuja, Variuja! ¿Es que no te has lavado hoy la cara?
—¿De dónde sacas eso?
—Tienes unos churretes en la cara. Hay que lavarse todos los días —respondió Davídov con tono aleccionador.
…El sol se había puesto, y ellos todavía caminaban, rendidos, en dirección al campamento. El crepúsculo caía sobre la estepa. La niebla envolvía la Barranca de los Espinos. Las nubes, azul oscuro, casi negras, iban cambiando de matiz allá en Occidente: al principio su borde inferior se cubrió de un color púrpura opaco, y después un resplandor rojo sangriento .las atravesó de parte a parte, ascendió impetuoso y abarcó todo el cielo en amplio semicírculo. «¡No me querrá!…», pensaba llena de tristeza Varia, apretando con gran pesadumbre sus carnosos labios. «Mañana el viento será fuerte, la tierra quedará muy seca y los bueyes las pasarán negras», se dijo disgustado Davídov, mirando la llameante puesta de sol…
Varia deseaba todo el tiempo decir algo, pero una fuerza incierta la refrenaba. Cuando se hallaban ya cerca del campamento, la joven se hizo el ánimo:
—Dame tu camiseta —balbuceó, y temiendo que él se negara, añadió implorante: —¡Te lo pido por favor!
—¿Para qué? —preguntó sorprendido Davídov.
—La coseré, la coseré con tanto esmero que no notarás la costura. Y luego la lavaré.
Davídov rió:
—Está toda pasada por el sudor. No vale la pena remendarla, se deshace entre las manos. No, querida Variuja, esta prenda ya ha prestado su servicio, y ahora se la daremos a la Kupriánovna para que friegue con ella el piso de la caseta.
—Deja que la cosa y ya verás —insistió la joven.
—Haz lo que quieras, sólo que tu trabajo se perderá en vano.
Como no le parecía bien presentarse en el campamento llevando en sus manos la rayada camiseta de Davídov —suscitaría multitud de comentarios y bromas de mal gusto—, Varia, mirando de reojo a su acompañante y avanzando el hombro para que él no lo viera, apretó en un puño la tibia prenda y la ocultó en su seno.
Extraña, desconocida y embriagadora fue la sensación que le produjo la polvorienta camiseta de Davídov al rozar la carne de sus pechos: fue como si el calor ardiente del fuerte cuerpo del hombre se hubiera vertido en ella, llenándola toda, colmándola… Se le secaron los labios, su estrecha y blanca frente se perló de sudor, y su andar se hizo cauteloso, inseguro. Pero Davídov no advertía nada, nada veía. Un minuto después, olvidado ya de que le había dado la camiseta sucia, decía alegre a la joven:
—¡Mira, Variuja, cómo honran a los vencedores! Es el listero quien nos saluda agitando la gorra: quiere decir que tú y yo hemos trabajado a conciencia. ¡Eso es la pura verdad!
Después de la cena, los hombres encendieron una hoguera cerca de la caseta y se sentaron en torno a echar un cigarrillo.
—¡Ea, vamos a hablar ahora con toda franqueza! ¿Por qué habéis trabajado mal? ¿Por qué tardáis tanto en arar el campo? —preguntó Davídov.
—En las otras brigadas tienen más bueyes —replicó el joven Biesjliébnov.
—¿Cuántos más?
—¿Es que no lo sabes? En la tercera ocho pares más, y, quieras que no, eso quiere decir cuatro arados. En la primera tienen dos arados más, así es que también nos llevan ventaja.
—Y nuestro plan es mayor —terció Priánishnikov.
Davídov sonrió irónico y dijo:
—¿Mucho mayor?
—Aunque no sea más que en treinta hectáreas, lo es. No podemos ararlas con la nariz.
—¿No aprobasteis vosotros mismos ese plan en marzo? ¿A santo de qué lloráis ahora? Partimos de la cantidad de tierra que tenía cada brigada, ¿no es así?
Dubtsov dijo muy calmoso:
—Nadie llora, Davídov, no es ése el asunto. Los bueyes de nuestra brigada quedaron muy débiles después del invierno. Cuando colectivizamos el ganado y el forraje, a nosotros nos tocaron menos heno y menos paja. Tú lo sabes perfectamente y no tienes razón para meterte con nosotros. Sí, tardamos mucho en arar el campo, la mayoría de nuestros bueyes son de poca fuerza, pero el forraje se debió distribuir como corresponde, y no como se os ocurrió a ti y a Ostrovnov. Resolvisteis alimentar el ganado con lo aportado por cada hacienda privada. Y ahora resulta que unos han acabado de arar y preparan ya el ganado para la siega de las hierbas y nosotros seguimos peleando con los barbechos.
—Entonces, vamos a ayudaros. Lubishkin os echará una mano —propuso Davídov.
—Nosotros no renunciamos a la ayuda —declaró Dubtsov, apoyado por el tácito asentimiento de todos los demás—. No somos gente orgullosa.
—Todo está claro —dijo pensativo Davídov—. Está claro que la administración y todos nosotros hemos metido la pata: en invierno distribuimos el forraje siguiendo el principio territorial, por decirlo así, y eso fue una equivocación. ¡Otra la cometimos al distribuir la mano de obra y el ganado de labor! Pero, ¿quién diablos tiene la culpa? Nosotros nos equivocamos y nosotros debemos enmendar nuestro error. Por lo que aráis, me refiero a lo que aráis cada día, los resultados no son malos, pero en conjunto resulta una miseria. Vamos a pensar cuántos arados hay que traer para salir del atolladero, vamos a pensarlo y apuntarlo todo, y en la siega de la hierba tendremos en cuenta nuestras equivocaciones y distribuiremos mejor las fuerzas. ¿Hasta cuándo vamos a equivocarnos?
Unas dos horas estuvieron sentados en torno a la hoguera, discutiendo, calculando, intercambiando algún que otro improperio. Quizás fuera Atamánchukov quien más hablara. Exponía su opinión con mucho calor y hacía propuestas inteligentes, pero, al mirarle, cuando Biesjliébnov se metía muy cáusticamente con Dubtsov, Davídov percibió en sus ojos un odio tan frío, que enarcó las cejas asombrado. Atamánchukov bajó rápido la mirada, se llevó los dedos a la nuez, cubierta de una pelambrera castaña, y cuando, al cabo de un instante, volvió a levantar la cabeza y su mirada se cruzó otra vez con la de Davídov, en sus ojos lucía ya una cordialidad fingida y cada arruguilla de su rostro expresaba campechana despreocupación. «¡Qué artista! —se dijo Davídov—, pero, ¿por qué me miraba con esos ojos de demonio? Seguramente me guarda rencor porque quise echarlo del koljós la primavera pasada».
Davídov no sabía, no podía saber, que, en aquella primavera, Pólovtsev, cuando se enteró de que querían expulsar del koljós a Atamánchukov, lo llamó por la noche y, apretando sus desarrolladas mandíbulas, le dijo entre dientes: «¿Qué es lo que estás haciendo, papanatas? Yo necesito qué seas un koljosiano ejemplar, y no un imbécil tan celoso que puede hundirse por cualquier tontería y hundirnos a todos los demás y la causa misma cuando lo interroguen en la GPU. En la asamblea del koljós te hincas de rodillas si hace falta, hijo de perra, pero consigue que la asamblea no apruebe el acuerdo de la brigada. Hasta que no hayamos comenzado, sobre nuestra gente no debe recaer la menor sospecha».
Atamánchukov no tuvo necesidad de hincarse de rodillas: aguijoneados por la orden de Pólovtsev, Yákov Lukich y todos sus satélites se manifestaron unánimes en defensa suya, y la asamblea no aprobó el acuerdo de la brigada. Atamánchukov escapó muy bien librado: únicamente se llevó un voto de censura. Desde entonces apenas si se le oía, se portaba bien y hasta era un ejemplo de actitud consciente en el trabajo para los que no acababan de sacudirse la pereza. Pero el odio a Davídov y a la vida koljosiana no podía ocultarlo honda y firmemente, y a veces, en contra de su voluntad, se exteriorizaba en una palabra imprudente, en una sonrisa escéptica, en las llamaradas que se encendían por un instante en sus ojos azul oscuro, como el acero pavonado.
Era ya medianoche cuando acordaron por fin qué ayuda era la que se necesitaba y en qué plazo iban a terminar la labranza. Allí mismo, junto a la hoguera, escribió Davídov una nota a Razmiótnov, y Dubtsov se ofreció para llevarla inmediatamente, sin esperar a que amaneciera, al caserío, a fin de que a la hora de la comida estuviesen ya allí los bueyes y los arados de la tercera brigada y elegir, con Liubishkin, a los labradores más laboriosos. Fumaron en silencio un último cigarrillo junto a la agonizante hoguera y se marcharon a dormir.
Mientras, se desarrollaba junto a la caseta la siguiente conversación. Varia lavaba amorosamente la camiseta de Davídov en una palangana; la cocinera se encontraba a su lado y decía con voz muy profunda, casi masculina:
—¿Por qué lloras, tontuela?
—Huele a sal…
—¿Y qué tiene de particular? Las camisetas de los hombres que trabajan siempre huelen a sudor y a sal, y no a esencia o jabón de olor. ¿Por qué berreas? ¿Acaso te ha ofendido?
—No, ¡qué cosas tienes, tía!
—¿A qué, entonces, esas lágrimas, so tonta?
—No es la camiseta de un ajeno, sino la del hombre que quiero… —respondió Varia, inclinando la cabeza sobre la palangana y ahogando sus sollozos.
Después de un largo silencio, la cocinera se puso en jarras y exclamó enojada:
—¡Ea, basta ya! ¡Varia, levanta ahora mismo la cabeza!
¡Pobre mocita de diecisiete abriles! Levantó la cabeza, y unos ojos llorosos, pero radiantes con esa dicha de las jóvenes enamoradas que no conocen todavía el sabor de un beso, miraron a la cocinera.
—Yo tengo cariño hasta a la sal de su camiseta…
La risa sacudió convulsivamente el opulento pecho de Daria Kupriánovna.
—Ahora veo, Varia, que ya eres una moza de verdad.
—¿Es que antes no lo era?
—¿Antes? Antes eras viento y nada más, y ahora eres ya una moza. Hasta que no se pega con otro por la moza a la que quiere, ningún joven es un mozo de verdad, sino un mocoso. La joven que no hace más que reírse y echar miraditas no es todavía una moza, sino viento con faldas. Pero cuando el amor le pone los ojos húmedos y su almohada está toda la noche mojada por las lágrimas, se convierte en una moza de verdad. ¿Comprendes, tontuela?
Davídov yacía en la caseta, las manos cruzadas tras la nuca, pero no podía conciliar el sueño. «No conozco a la gente del koljós, no sé cómo respira —pensaba amargado—. Primero, la expropiación de los kulaks, después, la organización del koljós, luego, el trabajo en la administración, y me ha faltado el tiempo para fijarme en la gente, para conocerla de cerca. ¿Qué dirigente ni qué diablos soy yo, cuando no conozco a la gente, ni he encontrado tiempo para estudiarla? Y hay que conocerlos a todos, pues, en fin de cuentas, no son tantos. Pero eso no es tan fácil… ¡Fíjate por dónde me ha salido Arzhánov! Todos le creen un simplón, pero no lo es, ¡vive Dios que no es un simplón! Ni el diablo es capaz de calar de buenas a primeras a ese barbudo: está metido en su cascarón desde chico y se ha cerrado herméticamente; anda y prueba a penetrar en su alma, ¡como que te va a dejar entrar! Yákov Lukich también es un candado con mecanismo secreto. No hay que perderlo de vista, hay que fijarse bien en su persona. Está claro que ha sido kulak, pero ahora trabaja honradamente; por lo visto, teme que se le pueda echar en cara su pasado… Sin embargo, tendremos que quitarlo de intendente; que trabaje de simple koljosiano. A Atamánchukov tampoco lo comprendo, me mira como el verdugo a un condenado. ¿Por qué será eso? Es un campesino medio típico; cierto que ha estado con los blancos, ¿pero quién de ellos no ha estado? La clave no es ésa. Debo pensar en todo profundamente, basta ya de dirigir a ciegas, sin saber en quién puede uno apoyarse de verdad, confiar de verdad. ¡Ay, marinero, marinero! ¡Si supieran los muchachos del taller cómo diriges el koljós, no te iban a dejar hueso sano!»
Cerca de la caseta, al raso, se acostaron las mujeres que ayudaban a los aradores. Con la sordina de su somnolencia, oyó Davídov la fina voz de Varia y la voz de barítono de la Kupriánovna.
—¿Por qué te aprietas contra mí como un ternerillo contra la vaca? —decía, ahogándose de risa, la cocinera—. Deja de abrazarme, ¿me oyes, Varia? ¡Apártate, por Dios te lo pido, que despides tanto calor como un horno! ¿No oyes lo que te estoy diciendo? ¿Por qué se me habrá ocurrido acostarme a tu lado?… Estás que ardes, ¿no te habrás puesto enferma?
La queda risa de Varia parecía el zureo de una tórtola.
Con una sonrisa soñolienta en los labios, Davídov se imaginó a las dos mujeres acostadas la una al lado de la otra, y pensó, sumiéndose ya en el sueño: «Qué mocita más preciosa: ya es grandecita, está en edad de merecer, pero tiene el entendimiento de una criatura. ¡Sé feliz, Variuja!»
Davídov se despertó cuando amanecía. En la caseta no había nadie, y del exterior no llegaban voces masculinas; todos los hombres se encontraban ya en el campo, y Davídov era el único que yacía en los espaciosos camastros. Se incorporó ágilmente, se puso los peales y las botas, y en aquel mismo instante vio junto a la cabecera la camiseta de marino, lavada y remendada con mucho arte —la costura apenas si se notaba— y su limpia camisa de lienzo. «¿Cómo está aquí mi camisa? Vine sin nada, de eso me acuerdo perfectamente; ¿cómo ha podido llegar aquí la camisa? ¿Qué brujería es ésta?», se preguntó asombrado Davídov, y, para convencerse definitivamente de que no estaba soñando, palpó el fresco lienzo de la prenda.
Cuando, después de ponerse la camiseta, salió afuera, lo comprendió todo en seguida: Varia, vistiendo una bonita blusa azul y una falda negra impecablemente planchada, se estaba lavando los pies junto a la cuba del agua; rosada, fresca como la mañana, le sonreía con labios coralinos, y sus ojos grises, muy distanciados el uno del otro, resplandecían como el día anterior, reflejando una alegría incontenible.
—¿Perdiste todas tus fuerzas ayer, presidente? ¿Se te han pegado las sábanas? —preguntó reidora con su fina y alta voz.
—¿Dónde has estado esta noche?
—He ido al caserío.
—¿Cuándo has vuelto?
—Acabo de llegar.
—¿Eres tú quien me ha traído la camisa?
Varia asintió con la cabeza, y en sus ojos apareció, fugaz, una sombra de alarma.
—¿Puede que no haya hecho bien? ¿Quizás no hubiera debido ir a tu casa? Pensé que tu camiseta rayada no aguantaría mucho…
—¡Eres un tesoro, Variuja! Gracias por todo. Pero, dime: ¿a santo de qué te has emperifollado así? ¡Dios mío, pero si incluso lleva un anillo!
Dando vueltas, muy turbada, al modesto anillo de plata que llevaba en el anular, la joven musitó:
—Tenía muy sucia la ropa. Fui a ver a mi madre y a mudarme… — Venciendo su turbación, con un fueguecillo travieso en los ojos, añadió: —Quería, además, ponerme los zapatos de tacón para que me miraras aunque sólo fuera una vez en todo el día, pero con los tacones no se puede andar mucho rato por el campo, arreando los bueyes.
Davídov rió:
—¡Ahora no pienso quitarte ojo, gacela mía! Anda y unce los bueyes, que yo iré en cuanto me lave.
Aquel día, Davídov apenas si trabajó. No había terminado aún de lavarse, cuando llegó Kondrat Maidánnikov.
—¡Pero si habías pedido dos días de permiso!, ¿cómo es que has vuelto tan pronto? —le preguntó, sonriendo, Davídov.
Kondrat se encogió de hombros y dijo:
—Me aburro allí. La mujer ya se ha levantado, tuvo unas fiebres; ¿qué iba a hacer yo allí? Di media vuelta y me vine para acá. ¿Dónde está la Varia?
—Ha ido a uncir los bueyes.
—Pues mira, yo iré a arar y tú espera a las visitas. Liubishkin en persona viene con ocho arados. Les di alcance a mitad de camino, y Agafón, como si fuera Kutúzov, va delante de todos, montado en una yegua blanca. Sí, hay otra novedad: anoche dispararon contra Nagúlnov.
—¿Dispararon contra Nagúlnov? ¿Pero cómo?
—Muy sencillamente, con un fusil. No sé quién diablos le soltó un tiro. Nagúlnov estaba sentado a la ventana, con la luz encendida, e hicieron fuego contra él. La bala le pasó rozando la sien, le ha chamuscado la piel, y eso ha sido todo. Tiene un tic nervioso en la cabeza, pero no sé si es porque ha sufrido una contusión o de la rabia que le ha dado; por lo demás, está sano y salvo. Han venido al caserío los de la milicia del distrito, andan de un lado para otro, ventean, pero no creo que pongan nada en claro…
—Mañana tendré que despedirme de vosotros e ir al caserío —resolvió Davídov—. El enemigo levanta la cabeza, ¿eh, Kondrat?
—¿Y qué? Eso no es malo, que la levante. Si la levanta, nos será más fácil cortársela —dijo muy tranquilo Maidánnikov, y se puso a mudarse el calzado.