Capítulo VI

En la brigada estaban comiendo. A la larga mesa, toscamente montada, estaban sentados, muy estrechos, todos los aradores y los boyeros. Comían cambiando de vez en cuando fuertes bromas de hombres del campo y comentando la calidad de las gachas que había preparado la cocinera.

—¡Siempre les echa poca sal! ¡Es una calamidad, y no una cocinera!

—No vas a morirte porque les falte sal, toma una poca y echa.

—¿No ves que Vasia y yo comemos en una misma escudilla? A él le gustan poco saladas, y a mí lo contrario. ¿Cómo vamos a dividir la comida en una sola escudilla? ¡Aconséjanos, tú que eres tan listo!

—Mañana haremos una cerca de ramas y dividiremos vuestra escudilla en dos partes, ¡vaya un problema! ¡Qué tonto eres! ¿Cómo no se te ha ocurrido una cosa tan sencilla?

—Pues tú, hermano, tienes tanto seso como el buey con que aras, ¡ni una pizca más!

Y hubieran estado largo rato regañando y lanzándose pullas y cuchufletas, de no haber percibido a lo lejos un carro. El arador Priánishnikov, que era quien tenía mejor vista, se protegió los ojos con la mano, a guisa de pantalla, y lanzó un ligero silbido de asombro.

—Ahí vienen el chiflado de Iván Arzhánov y Davídov.

Las cucharas golpearon discordes al ser dejadas sobre la mesa, y todas las miradas se volvieron impacientes hacia la quebrada en la que, por un instante, había desaparecido el carro.

—¡A lo que hemos llegado! Otra vez viene a tomarnos a remolque —dijo con indignación contenida Agafón Dubtsov—. ¡A lo que hemos llegado! ¡No, yo no puedo más! Ahora parpadead de vergüenza vosotros, que yo estoy harto, ¡me da tal bochorno, que no quiero verle!

A Davídov le emocionó la unanimidad con que se levantaron los comensales para saludarle. Se acercó a grandes zancadas, y a su encuentro se tendían ya las manos; las sonrisas pusieron radiantes los rostros de los hombres, negros por el sol, y las caras de las chicas y las mujeres, con su ligero bronceado mate. Las mujeres nunca se tostaban de verdad, pues mientras trabajaban la tierra se envolvían la cabeza en unos pañuelos blancos que únicamente dejaban unas estrechas rendijas para los ojos. Davídov sonreía, ojeando, al acercarse, los rostros conocidos. Ya le habían tomado gran cariño, estaban contentísimos de su llegada y le acogían como a uno de la familia. En un instante, aquello llegó a la conciencia de Davídov, colmó su corazón de intensa alegría y puso su voz emocionada y un poco ronca cuando dijo:

—¡Buenos días, trabajadores rezagados! ¿Daréis de comer a un recién llegado?

—Si viene para largo, sí, pero si va a pasar aquí una hora, de visita, no le daremos de comer y nos despediremos de él con profundas reverencias. ¿No es así, cuadrillejo? —respondió Priánishnikov, acompañado de la risa general.

—Seguramente me quedaré con vosotros bastante tiempo —sonrió Davídov.

Dubtsov berreó con su atronador vozarrón:

—¡Listero! ¡Apúntalo a pensión completa desde el día de hoy, y tú, cocinera, échale tantas gachas como admita su panza!

Davídov dio la vuelta a la mesa, estrechando a todos la mano. Los hombres cambiaban con él, como de costumbre, un fuerte apretón, pero las mujeres, al mirarle a la cara, se azoraban y le tendían la diestra abarquillándola: sus cosacos, los hombres del lugar, rara vez les mostraban tanta diferencia y casi nunca, al encontrarse con una mujer, le daban la mano como a un igual.

Dubtsov hizo que Davídov se sentara a su lado y dejó caer sobre su rodilla una manaza pesada y tibia.

—¡Nos alegra que hayas venido, querido Davídov!

—Lo veo, y lo agradezco.

—Lo único que te pido es que no empieces ahora mismo a meterte con nosotros…

—No pienso hacerlo ni ahora ni luego.

—¡Qué va! No podrás aguantarte, no podrás pasarte sin ello; además, a nosotros no nos harán ningún daño algunas palabras fuertes. Pero ahora calla. Cuando la gente come, no hay que estropearle el apetito.

—Se puede esperar —sonrió Davídov—. No evitaremos una conversación áspera, pero no empezaremos de sobremesa, esperaremos un poquito, ¿eh?

—¡Hay que esperar obligatoriamente! —declaró rotundo Dubtsov, coreado por las carcajadas de todos los presentes, y fue el primero en echar mano de la cuchara.

Davídov comía muy reconcentrado, en silencio, sin levantar la cabeza de la escudilla. Casi no prestaba oído a lo que decían a media voz los campesinos que le acompañaban, pero sentía que alguien le estaba mirando fijamente. Cuando hubo dado fin a las gachas, lanzó un suspiro de alivio: era la primera vez enmuchos días que se sentía de verdad ahíto. Relamiendo como un niño la cuchara de madera, levantó la cabeza. Del otro lado de la mesa le miraban atentos, como encandilados, los ojos grises de una muchacha, y había en ellos un amor mudo tan encendido, tanta esperanza y sumisión, que Davídov se desconcertó por un instante. Ya antes había visto con frecuencia en el caserío, en las reuniones o en la calle, a aquella jovencita de diecisiete años, de manos grandes, espigada y bonita, que al verle le sonreía cariñosa y turbada, con una expresión de desconcierto en su rostro arrebolado; pero ahora su mirada era la de una persona seria, madura…

«¿Qué viento te trae a mí y qué falta puedes hacerme, niñita querida? ¿Qué falta puedo hacerte yo a ti? Con la de mozos que andan siempre en torno tuyo, y tú me miras a mí, ¡ay, niñita ciega! Podía ser padre tuyo, estoy acribillado a balazos, soy feo, tengo la cara picada de viruelas, y tú no ves nada… ¡No, Variuja, no eres tú la mujer que yo necesito! Crece sin mí, querida», pensó Davídov, mirando distraídamente al encendido rostro de la jovencita.

Al cruzarse su mirada con la de Davídov, Varia volvió ligeramente la cabeza y bajó los ojos. Sus pestañas se estremecían, y sus dedos, grandes y endurecidos, temblaban visiblemente al juguetear con los pliegues de la blusa, vieja y sucia. Era tan ingenua y sincera en su amor, y lo ocultaba tan mal, debido a su pueril sencillez, que sólo un ciego podía no advertirlo.

Kondrat Maidánnikov rió, dirigiéndose a Davídov:

—No mires a Varia, ¿no ves que toda la sangre se le ha subido a la cara? Anda, Varia, lávate, puede que se te pase un poquillo el sofoco. Pero, ¿cómo va a ir? Ahora tiene las piernas paralizadas… Trabaja conmigo y no me deja dar un paso sin preguntarme cuándo vas a venir. «¿Cómo puedo saber yo —le digo— cuándo va a venir?, ¡déjame en paz!» Pero ella me martillea de la mañana a la noche con la misma pregunta, igual que el pájaro carpintero martillea los árboles secos.

Como si lo hiciera para desmentir la conjetura de que se le habían paralizado las piernas, Varia Jarlámova se volvió de costado y, doblando ligeramente las rodillas, saltó de golpe por encima del banco en que estaba sentada y se dirigió hacia la caseta, lanzando furibundas ojeadas a Maidánnikov y murmurando con labios pálidos. Al llegar junto a la caseta se detuvo y, volviéndose hacia la mesa, gritó con voz quebrada:

—¡Tú, tío Kondrat… tú, tío… estás mintiendo!

Le respondió una carcajada general.

—Se explica a distancia —rió Dubtsov—. De lejos es más fácil.

—¿Por qué has turbado así a la chica? ¡No está bien eso! —censuró descontento Davídov.

—Tú no la conoces aún —dijo condescendiente Maidánnikov—. Cuando tú estás, parece muy mansita, pero, cuando no estás puede mordernos el gañote, sin titubear, a cualquiera de nosotros. ¡Tiene buenos dientes! ¡Es fuego puro! ¿Has visto cómo ha saltado? ¡Como una cabra montés!…

Sí, no halagaba el amor propio de Davídov aquel ingenuo y pueril amor que hacía ya mucho conocía toda la brigada y del que él oía hablar por vez primera. Si otros ojos le miraran, aunque sólo fuera una vez, con tan abnegada fidelidad y tanto amor, otra cosa sería… Para poner fin a la enojosa conversación, Davídov bromeó:

—¡Ea, muchas gracias a la cocinera y a la cuchara de madera! Me han atiborrado.

—Da las gracias, presidente, por su gran aplicación, a tu mano derecha y a tu ancha boca, y no a la cocinera y a la cuchara. ¿Quieres más? —preguntó, levantándose de la mesa, la cocinera, una mujerona imponente, gruesa como una cuba.

Davídov miró con manifiesto asombro sus poderosas formas, sus anchos hombros e inabarcable cintura.

—¿De dónde habéis sacado esa mole? —preguntó a media voz Davídov a Dubtsov.

—La han hecho por encargo nuestro en la fábrica metalúrgica de Taganrog —respondió el listero, un joven con mucho desparpajo.

—¿Cómo es que no te he visto antes? —dijo Davídov, que no podía salir de su asombro—. Con las dimensiones que tienes, y no te he visto nunca, madrecita.

—¡Vaya un hijito que me ha salido! —replicó con un bufido la cocinera—. ¿Qué madrecita tuya puedo ser yo cuando no tengo más que cuarenta y siete? Y si no me has visto, es porque en invierno no salgo de casa. Con mi gordura y mis piernas, tan cortas, no valgo para andar por la nieve: puedo hundirme en ella incluso en terreno llano. El invierno me lo paso metida en casa, hilando lana, haciendo toquillas, en pocas palabras, ganándome la pitanza de un modo u otro. Por el barro tampoco puedo caminar: lo mismo que un camello, temo resbalar y que se me desgarre el pellejo; pero ahora, como el suelo está seco, me he ofrecido para hacer de cocinera. ¡Ya sabes, pues, presidente, que no valgo para madrecita tuya! Si quieres vivir en paz conmigo, llámame Daria Kupriánovna y nunca estarás hambriento mientras te encuentres en la brigada.

—Estoy muy de acuerdo en vivir en paz contigo, Daria Kupriánovna —dijo sonriente Davídov y, levantándose, hizo una profunda reverencia con aires de mucha seriedad.

—Así será mejor para los dos, y ahora dame tu escudilla y te echaré un poco de leche agria —dijo la cocinera, indeciblemente satisfecha por la cortesía de Davídov.

La mujer echó con mano generosa en la escudilla todo un litro de leche desnatada, muy agria, y se la pasó, devolviéndole la reverencia.

—¿Por qué estás de cocinera y no trabajas en la tierra? —preguntó Davídov—. Con tu peso, te bastaría con apretar un poco en las manceras para que la reja se hundiera a medio metro. ¡Eso es la pura verdad!

—¡Estoy enferma del corazón! Los médicos dicen que me funciona mal a causa de la grasa. Aun trabajar de cocinera me es duro, pues en cuanto friego más de la cuenta, el corazón empieza a latirme en la garganta. ¡No, camarada Davídov, no valgo para arar! ¡Ese baile no casa con mí música!

—No hace más que quejarse del corazón, y ha enterrado a tres maridos. Ha sobrevivido a tres cosacos y ahora anda a la busca del cuarto, pero no encuentra ningún voluntario, pues todos temen casarse con ella; ¡una mujerona así puede matarle a uno de una cabalgada! —dijo Dubtsov.

—¡No digas mentiras, cara de rallo! —gritó muy enfadada la cocinera—. ¡Qué culpa tengo yo de que de los tres cosacos no me tocara en suerte ninguno con fibra ni de que los tres fueran enclenques y enfermizos! Si Dios no les dio mucha vida, ¿qué culpa tengo yo?

—Tú les ayudaste a morir —volvió a la carga Dubtsov.

—¿Yo? ¿Cómo?

—Ya se sabe…

—¡Tú habla claro!

Para mí bien claro está…

¡No; tú habla claro, en vez de darle en vano sin hueso!

—Bien se sabe cómo les ayudaste, con tu amor —dijo muy cauto Dubtsov, con risita de conejo.

—¡Tonto de capirote! —gritó furiosa la cocinera, ahogando las carcajadas, al tiempo que agarraba con ambas manos la mitad de la vajilla que había en la mesa.

Mas no era nada fácil poner fuera de combate al imperturbable Dubtsov. Acabó cachazudo con la leche agria, se pasó la mano por los bigotes y dijo:

—Puede que yo sea un tonto, puede que lo sea de capirote, pero en esos asuntos, zagalona, soy un gran entendido.

La cocinera dirigió a Dubtsov tal improperio, que las carcajadas estallaron con fuerza inusitada, y Davídov, bermejo el rostro de la risa y la turbación, apenas si pudo pronunciar:

—¿Hermanos, qué es esto? ¡No he oído nada semejante ni en la marina!…

Pero Dubtsov, sin perder su seriedad, gritó con fingido apasionamiento:

—¡Lo juraré si hace falta! ¡Besaré la cruz! Pero me mantendré en mis trece, Daria; ¡tu amor envió al otro mundo a tus tres maridos! ¡Tres maridos! ¡Fijaos bien, tres maridos!… Y el año pasado, ¿de qué murió Volodia Grachov? El solía visitarte…

Dubtsov se agachó rápidamente, sin haber terminado la frase: sobre su cabeza pasó silbando, como un casco de metralla, un pesado cazo de madera. Con la agilidad propia de un rapazuelo, Dubtsov echó las piernas al otro lado del banco, y se hallaba ya a unos diez pasos de la mesa cuando tuvo que saltar hacia un lado, escurriendo el bulto. Junto a él pasó, con siniestro zumbido, salpicando leche agria en todas direcciones, una cazuela metálica que, describiendo una curva, cayó lejos, en medio de la estepa. Muy espatarrado, blandiendo el puño, Dubtsov gritó:

—¡Cálmate, Daria! ¡Tira lo que quieras, menos cacharros de barro! ¡Por la vajilla rota te descontarétrudodiéns, vive Cristo! ¡Vete, como Varia, tras la caseta, desde allí te será más fácil dar explicaciones! Pero yo, de todos modos, me mantengo en lo mío: has matado a tres maridos y ahora desfogas tu rabia conmigo…

Gran trabajo le costó a Davídov restablecer el orden. Se sentaron a echar un cigarrillo cerca de la caseta, y Kondrat Maidánnnikov, tartamudeando de risa, dijo:

Todos los días, bien a la hora de la comida o bien a la de la cena, tenemos el mismo espectáculo.Agafón llevó una semana entera un cardenal que le cubría toda la mejilla, pues la Daria le largó un puñetazo, pero no deja de burlarse de ella. No volverás a casa, Agafón, sano y salvo: o te saltará un ojo o te torcerá un pie; ése será el fin de tus bromas…

—¡Es un tractor «Fordson», y no una mujer! —exclamó admirado Dubtsov, mirando con el rabillo del ojo a la cocinera, que pasaba, contoneándose como una pava, por delante de ellos, y, fingiendo que no la veía, dijo, ya más alto:

—Sí, hermanos, a qué ocultarlo, si no estuviera casado ya, me juntaría con la Daria, pero sólo por una semana, y luego me batiría en retirada. A pesar de mi fuerza, no podría resistir más. Sí, por ahora, no tengo ganas de morir. ¿A santo de qué voy a condenarme a una muerte cierta? Combatí durante toda la guerra civil y quedé vivo. ¡Sería una necedad morir por causa de una mujer!… ¡Sí, aunque tonto de capirote, soy terriblemente pillo! Una semanita la aguantaría mal que bien con la Daria, pero después, una buena noche, me dejaría caer con sigilo de la cama, me arrastraría hasta la puerta como se arrastran en el frente los de infantería y, desde allí, saltaría al corral y llegaría en un vuelo a casa… Créeme, Davídov, te juro por Dios verdadero que no falto a la verdad; ahí está Priánishnikov, que no me dejará mentir: en cierta ocasión se nos ocurrió a los dos abrazar a la Daria por su arte culinario; él la acometió por delante, y yo por detrás, y nos cogimos de la mano, pero no pudimos abarcarla, ¡tiene mucho contorno! Pedimos una vez al listero para que nos ayudara, pero como es joven y algo medrosillo, le dio temor acercarse a la Daria, que quedará por los siglos de los siglos sin verse abrazada como Dios manda…

—No creas al maldito, camarada Davídov —rió, ya calmada, la cocinera—. Si no miente, revienta. No dice más que trolas, ¡es así de nacimiento!

Una vez que hubieron dado fin al cigarrillo, Davídov preguntó:

—¿Cuánto queda por arar?

—¡Medio mundo! —respondió con desgana Dubtsov—. Más de ciento cincuenta hectáreas. Ayer quedaban ciento cincuenta y ocho.

—¡Bien trabajáis, es la pura verdad! —dijo fríamente Davídov—. ¿Qué habéis hecho hasta ahora? ¿Dar funciones con la cocinera, con la Kupriánovna?

—¡Vaya hombre, no exageres!

—¿Por qué la primera brigada y la tercera han terminado de arar hace tiempo y vosotros no acabáis?

—Mira, Davídov, esta tarde nos reuniremos todos y lo discutiremos a fondo, pero ahora vamos a arar —propuso Dubtsov.

La propuesta era sensata, y Davídov la aceptó, tras breve reflexión.

—¿Qué bueyes pensáis darme?

—Coge los míos —le aconsejó Kondrat Maidánnikov—. Están hechos al trabajo y son buenos animales; ahora tenemos dos pares de bueyes jóvenes en el balneario.

—¿En el balneario? —se asombró Davídov.

Sonriendo, Dubtsov aclaró:

—Son flojillos y se echan en los surcos, por eso los hemos desenganchado para que pasten cerca del estanque. Allí la hierba es buena, alimenticia ¡Que se repongan un poco, de todas maneras no rinden ninguna utilidad! Quedaron muy flacos después del invierno, y como aquí trabajan todos los días, se pusieron muy mustios, ¡no tiran del arado aunque los mates! Hemos probado a aparearlos con bueyes viejos, y tres cuartos de lo mismo, no resulta la cosa. Ara con los bueyes de Kondrat, el consejo que te da es acertado.

—¿Y él qué va a hacer?

—Le he dado dos días para que los pase en casa. Tiene en cama a su mujer, la pobre ni siquiera ha podido mandarle una muda con Iván Arzhánov y ha pedido que Kondrat vaya al caserío.

—Eso es otra cosa. Yo creí que también querías enviarlo a algún balneario. Veo que el ambiente aquí es de balneario…

Dubtsov guiñó un ojo a los demás, sin que Davídov se diera cuenta, y todos se levantaron para uncir los bueyes.