Razmiótnov fue el único que despidió a Davídov cuando partió para incorporarse a la brigada. Aprovechó Semión para el viaje el carro que llevaba a los aradores la pitanza sacada del almacén del koljós y las mudas y otra ropilla que les enviaban sus familiares.
Davídov iba en el carro con las piernas metidas en unas botas altas, todas despellejadas y desteñidas, colgando sobre el camino; encorvado como un viejo, miraba indiferente a los lados. Bajo la chaqueta, echada sobre los hombros, sobresalían los angulosos omoplatos; hacía tiempo que no se había cortado el pelo, y unos grandes rizos negros escapaban de la gorra, echada sobre la nuca, para cubrir su robusto pescuezo, tastado por el sol, y el mugriento cuello de la chaqueta. Había en su aspecto algo desagradable y a la vez lastimoso…
Contraído el rostro, como atormentado por un fuerte dolor, Razmiótnov le miraba, pensando: «¡Ay, cómo lo ha dejado la Lushka! ¡Maldita sea la zorrona esa! ¡Lo que ha hecho del muchacho! ¡Y de qué muchacho! ¡Da pena verlo! Ahí tienes a lo que nos lleva el amor: era un hombre, y ahora está más mustio que un troncho de col».
Quizás otros lo ignorasen, pero Razmiótnov sabía a ciencia cierta «a dónde llevaba el amor». Recordó a Marina Poiárkova y otros episodios de su vida, y suspiró con pena, pero al momento sonrió alegremente y encaminó sus pasos al Soviet del lugar. A mitad del camino se encontró con Makar Nagúlnov. Como siempre enjuto, muy erguido, alardeando un poco de su impecable porte marcial, tendió la mano a Razmiótnov y señaló con la cabeza hacia el carro, que se alejaba ya a lo largo de la calle:
—¿Has visto qué traza tiene el camarada Davídov?
—Me parece que ha adelgazado —contestó Razmiótnov evasivo.
—Yo, cuando estaba en su misma situación, también adelgazaba de día en día. Y él, ni que decir tiene, es debilucho. ¡Esta ya como para administrarle la extremaunción y meterlo en la caja! Vivió en mi casa, pudo ver lo perra que era, en su presencia combatí más de una vez contra ese elemento contrarrevolucionario familiar, y ahí tienes, ha caído. ¡Y cómo ha caído! Le estaba hoy observando y, puedes creerme, se me partía el corazón: flaco, mirando a los lados, como si fuera culpable de algo ante todos, y los pantalones, ¡palabra de honor, no sé dónde se le sujetan al pobre! ¡El muchacho se pierde a ojos vistas! A esa que fue mi esposa había que haberle metido ya mano en el invierno, cuando se expropió a los kulaks, y mandarla con su Timoféi el Desgarrado a tierras frías. Puede que allí se le hubieran calmado los ardores.
—Yo creí a que tú no estabas enterado…
—¡Je, je! «¡No estabas enterado!» Todo el mundo lo sabe, ¿y yo no lo voy a saber? ¿Es que tengo telarañas en los ojos? A mí me importa un pito con quien ande ella liada… ¡Pero que esa tía canalla no me toque a Davídov, que no pierda a mi querido camarada! ¡Así está planteada la cuestión en el momento actual!
—Hubieras debido advertirle. ¿Por qué callabas?
—¡A mí me era violento advertírselo! Habría podido pensar que yo trataba de disuadirle por celos o algo por el estilo. Pero tú, persona ajena al asunto, ¿por qué callabas? ¿Por qué no le hiciste una seria advertencia?
—¿Una amonestación oficial? —sonrió Razmiótnov.
—La amonestación se la ganará en otro sitio, si no sabe sujetarse. Pero tú y yo, Andréi, tenemos que cuidar de él, como camaradas, no se puede esperar más tiempo. Lushka es una víbora tan maligna, que, con ella, no sólo no llegara a ver la revolución mundial, sino que puede muy bien estirar la pata del todo. Sí, puede agarrar el día menos pensado una tisis galopante o pescar un sifilazo o algo parecido. Cuando yo me libré de ella, fue como si volviera a nacer: ya no temo que me peguen enfermedades venéreas de ningún género, estudio magníficamente el inglés, y mucho he conseguido en este aspecto con mi propia cabeza, sin maestros de ninguna clase; los asuntos del Partido los tengo en orden, y en los demás trabajos tampoco escurro el hombro. En resumen, en mi estado de soltero me veo libre de pies y manos y tengo la cabeza despejada. En cambio, cuando vivía con ella, aunque no bebía vodka, siempre estaba como después de una borrachera. Para nosotros, los revolucionarios, hermano mío, las mujeres son el opio de los pueblos. Yo escribiría esa sentencia en los Estatutos del Partido, con letras bien grandes, para que cada miembro del Partido, cada verdadero comunista y cada simpatizante leyese tres veces esa gran sentencia antes de acostarse y por las mañanas, en ayunas. Entonces, ningún infeliz se vería en tan malos trances como ahora nuestro querido Davídov. Además, recuerda tú mismo, Andréi, ¿cuántos buenos hombres han padecido a causa de esa mala semilla que son las mujeres? ¡Pierde uno la cuenta! ¿Cuántos desfalcos ha habido por culpa de ellas, cuántos hombres se han hecho unos borrachines, cuántos buenos muchachos se han ganado amonestaciones del Partido, cuánta gente está en la cárcel por culpa de ellas? ¡Un horror, un espanto!
Razmiótnov quedó pensativo. Anduvieron algún tiempo en silencio, recordando el pasado lejano y reciente, las mujeres que habían encontrado en su vida. Makar Nagúlnov, dilatando las aletas de la nariz, muy prietos los labios, marchaba como en una formación, abombado el pecho, marcando con fuerza el paso. Y todo su aspecto denotaba la absoluta inexpugnabilidad de su persona. Razmiótnov, por el contrario, tan pronto sonreía como hacía un ademán de hombre calavera o se retorcía el claro y rizoso bigote, entornando los ojos como un gato satisfecho: a veces, cuando el recuerdo de alguna mujer era singularmente vivo, se limitaba a carraspear, como si se hubiera echado al coleto un buen copazo de vodka, y, entre largas pausas, barbotaba:
—¡Menuda era! ¡Vaya mujer! ¡Cómo estaba la maldita!…
Atrás quedó, oculto tras un altozano, Gremiachi Log, y la estepa, ancha, inabarcable con la mirada, se tragó a Davídov. Aspirando a pleno pulmón los embriagadores aromas de la hierba y de la tierra negra, húmeda aún, Davídov estuvo largo rato mirando la cadena de túmulos funerarios que se alzaban en lontananza. Aquellos túmulos que azuleaban a lo lejos tenían un algo de las encrespadas olas del Mar Báltico en los días de temporal, y, sin fuerzas para dominar la dulce tristeza que invadía su corazón, lanzó un penosa suspiro y apartó de allí los ojos, humedecidos de pronto… Luego, su mirada errante y distraída captó en el cielo un punto apenas visible. Un águila negra de la estepa —habitante de los túmulos funerarios— majestuosa en su soledad, planeaba en el aire frío, perdiendo altura despacio, de modo casi imperceptible, en cada una de sus vueltas. Sus anchas alas, de puntas romas, extendidas e inmóviles, la sostenían con facilidad, allá, bajo las altas nubes, y el viento, que soplaba en dirección contraria, lamía con ansia y pegaba al cuerpo poderoso y huesudo el negro plumaje, de un brillo mate. Cuando el águila, inclinándose un poco en las vueltas, se lanzaba veloz hacia Levante, los rayos del sol la iluminaban por abajo y de frente, y entonces a Davídov le parecía que por el envés blanquecino de las alas corrían albas chispas, que tan pronto brotaban como se extinguían.
… La estepa, infinita, ilimitada. Antiguos túmulos en la neblina azul. Un águila negra en el cielo. El suave susurro de la hierba que se encamaba al soplo del viento… Contemplando nostálgico la estepa, abrumadora en su inmensidad, Davídov se sentía pequeño y como perdido en aquellos inabarcables espacios. Insignificantes y mezquinos le parecían en aquellos instantes su amor a Lushka, el dolor de laseparación y el incumplido deseo de verla a solas… Una sensación de soledad, de desgajamiento de todo el mundo de los vivos, le embargó agobiadora. Algo así experimentaba, en tiempos lejanos, cuando tenía que permanecer por las noches de vigía en la proa del barco. ¡Cuán terriblemente lejos estaba aquello! Era ya como un sueño casi olvidado…
El sol calentaba cada vez más. Soplaba con mayor fuerza el viento del Sur. Sin que él mismo se diera cuenta, Davídov inclinó la cabeza y quedó adormecido, balanceándose suavemente en los baches y desniveles del abandonado camino de la estepa.
Le habían tocado unos caballejos flacos y un carrera —Ivan Arzhánov, koljosiano ya entrado en años— callado y, según opinión general del caserío, algo simplote. Cuidaba mucho de los caballos —se los habían confiada hacía poco—, y por ello los animales hicieron casi todo el viaje al campamento de la brigada de cultivo a un paso tan cansino y lento, que Davídov, al despertarse de su leve sueño, a mitad de camino, no pudo contenerse y preguntó severo:
—Oye, tío Iván, ¿es que llevas pucheros a la feria? ¿Temes que se te rompan? ¿Por qué vamos al paso todo el tiempo?
Arzhánov volvió la cara y estuvo callado largo rato; luego, repuso con voz cascada:
—Yo ya sé qué «puchero» llevo, pero aunque seas el presidente del koljós, no me obligarás a galopar sin ton ni son, ¡pierdes el tiempo, hermano!
—¿Quién habla de «sin ton ni son»? Pero, al menos cuesta abajo, podías ponerlos al trote. No llevas mucha carga, puedes considerar que vas de vacío, ¡eso es la pura verdad!
Después de un prolongado silencio, Arzhánov dijo de mala gana:
—Los propios animales saben cuándo tienen que ir al paso y cuándo tienen que correr al trote.
Davídov se enfadó en serio. Sin ocultar ya su indignación, exclamó:
—¡Tiene gracia la cosa! ¿Y para qué vas tú ahí? ¿Para qué te han puesto las riendas en las manos? ¿Para qué ocupas sitio en el carro? ¡Venga, dame las riendas!
Arzhánov respondió, visiblemente de mejor gana:
—Las riendas me las han puesto en las manos para guiar los caballos, para que vayan adonde deben ir y no adonde no deben ir. Y si no te gusta que vaya a tu lado y que ocupe sitio, puedo bajarme e ir a pie junto al carro; pero las riendas no te las daré, ¡pierdes el tiempo, hermano!
—¿Por qué no me las das? —preguntó Davídov, tratando inútilmente de mirar a la cara del carrero, que rehuía tenaz su mirada.
—¿Y tú me darías tus riendas?
—¿Qué riendas? —inquirió Davídov, sin comprender al pronto.
—¡Las que tienes! Tú tienes en tus manos las riendas del koljós, la gente te ha confiado guiar toda la hacienda. ¿Me darías tú esas riendas? No; seguramente, dirías: «¡Pierdes el tiempo, tío Iván!» Eso mismo hago yo: no te pido tus riendas, ¿verdad? ¡Pues no me pidas tú las mías!
Davídov día un resoplido, aguantando la risa. De su mal humor no quedaba ya ni rastro.
—Bueno, y si, es un suponer, estalla un incendio en el caserío, ¿llevaras la cuba de agua a este ritmo vergonzoso? —preguntó, aguardando, ya con interés, la respuesta.
—A los incendios no mandan con cubas a gente como yo…
En aquel momento, al mirar de reojo a Arzhánov, Davídov vio por vez primera, bajo el escamoso pómulo curtido por el viento, las pequeñas arruguillas de una risa contenida.
—¿Y a quienes mandan, según tú?
—A gente como tú y Makar Nagúlnov.
—¿Y eso por qué?
—Porque vosotros sois los dos únicos del caserío que vais de prisa y vivís al galope…
Davídov rió con toda su alma, dándose palmadas en las rodillas y echando hacia atrás la cabeza. Sin haber recobrado el aliento, preguntó:
—Quiere decirse que, si en realidad estalla un incendio, ¿sólo Makar y yo iremos a apagarlo?
—No, ¿por qué? Makar y tú no haréis más que llevar agua en el carro, con los caballos a galope tendido y salpicando espuma a diestro y siniestro, y nosotros, los koljosianos, apagaremos el fuego, unos con cubos, otros con bicheros, otros con hachas… Y las órdenes las dará Razmiótnov, y nadie más que él…
«¡Vaya con el tío “simplote”!», pensó Davídov con sincero asombro, y luego de un instante de silencio, volvió a preguntar:
—¿Por qué has designado precisamente a Razmiótnov jefe del servicio de incendios?
—Eres un muchacho listo, pero poco perspicaz —replicó Arzhánov, riendo ya francamente—. Según vive cada uno, así debe ser el cargo que se le dé en caso de incendio; de acuerdo con su carácter, en pocas palabras. Por ejemplo, tú y Makar vivís al galope, no tenéis tranquilidad ni de día ni de noche, ni dejáis a los demás que la tengan: por lo tanto, ¿quién, si no vosotros, los más prestos y veloces, puede llevar el agua sin retraso? Sin agua no se apaga el fuego, ¿no es verdad lo que digo? Andréi Razmiótnov… ése vive al trote cochinero, no corre ni da un paso de más mientras que no le enseñan el látigo… Por lo tanto, ¿qué le queda qué hacer con su graduación de atamán? Ponerse en jarras, dar órdenes y voces, armar barullo, molestar a los que trabajan. Y nosotros es decir, la gente del pueblo, por ahora vivimos despacito, por ahora vamos al paso, y lo que necesitamos es hacer nuestro trabajo sin prisas ni alborotos, apagar el fuego…
Davídov le dio a Arzhánov una palmada en la espalda, lo volvió hacia él y vio de cerca sus ojos, que reían pícaros, y el rostro barbudo y bondadoso. Sonriendo, Davídov dijo:
—¡Ay, tío Iván, resulta que eres un pájaro de cuenta!
—Y tú también lo eres, Davídov, ¡y no de los más bobos! —replicó alegremente el carrero.
Continuaban al paso, pero Davídov, convencido de que todos sus esfuerzos serían estériles, ya no metía prisa a Arzhánov.
Este, tan pronto saltaba a tierra y seguía a pie junto al carro, como volvía a montar en él. Hablando de los asuntos del koljós y de toda un poco, Davídov se iba convenciendo cada vez más de que su carrera no tenía un pelo de tonto: razonaba con sensatez y tino, pero cada hecho lo enjuiciaba y calibraba de un modo original, muy propio, nada común.
Cuando ya se perfilaba el campamento en la lejanía y junta a él, como un fino mechón de cabellos sueltos, ondulaba el humillo de la cocina de la brigada, Davídov inquirió:
—Oye, tío Iván, te lo pregunto en serio, ¿vas toda la vida al paso?
—Así voy.
—Pues podías haberme dicho antes esta afición tuya. No habría ido contigo, ¡eso es la pura verdad!
—¿Y para qué iba a jactarme antes de tiempo? Tú mismo has podido ver cómo voy. Has viajado conmigo una vez y no te quedaran ganas para otra.
—¿Y de dónde te viene esta costumbre? —dijo Davídov sonriendo.
En vez de contestar directamente, Arzhánov respondió evasivo:
—Tuve yo en los viejos tiempos un vecino que era carpintero, un hombre muy borrachín. Tenía unas manos de oro, pero era un borracho empedernido. Se aguantaba un día, otro, pero luego, en cuanto olía una copa, ¡la liaba por un mes entero! ¡Se bebía, querido, hasta la camisa que llevaba puesta!
—¿Y qué?
—Pues que su hijo ni lo cata.
—Déjate de parábolas, más claro.
—Más claridad no cabe, querido. Mi difunto padre fue bravo cazador y aún mejor jinete. Cuando estaba en el servicio militar, en el regimiento, siempre se ganaba los primeros premios en las carreras, en los concursos de rubka[8] y dzhiguitovka[9]. Volvió del servicio, y en las carreras de caballos de la stanitsa se llevaba cada año los premios. Aunque padre mío, no era buena persona, ¡Dios le tenga en su gloria! Era un cosaco presuntuoso y fanfarrón… Por las mañanas, calentaba en el horno un clavo y se retorcía con él las guías del bigote. Le gustaba presumir delante de la gente, sobre toda de las mujeres… ¡Y cómo montaba a caballo! ¡No quiera Dios ni permita nada semejante! Tenía, es un suponer, que ir a la stanitsa a algún asunto, sacaba de la cuadra su caballo del servicio militar, lo ensillaba, ¡y partía a galope! Pasaba por el patio como una centella, saltaba el seto, y tras de él se alzaba un torbellino de polvo. Jamás en la vida fue al paso ni al trote. Las veinticuatro verstas hasta la stanitsase las tragaba a galope, y a la vuelta, la misma historia. Le gustaba perseguir liebres a caballo, a galope tendido. ¡Fíjate, no lobos, sino liebres! Hacía salir de entre la maleza a alguna liebrecilla, la acosaba y la mataba con el arapnik[10] o la aplastaba con los cascos del caballo. ¡Cuántas veces no se caería en plena carrera! Se lastimaba, pero no dejaba su distracción. ¡La de caballos que destrozó! Que yo recuerde, acabó con seis: unos los reventó corriendo, otros quedaran que no podían tenerse en pie. ¡Nos arruinó por completo! En un solo invierno, dos caballos murieron bajo él. Tropezaban cuando iban a todo correr, se golpeaban contra la tierra helada, ¡y listos! De pronto veíamos venir al padre a pie, con la silla al hombro. La madre solía llorar a voz en cuello la muerte del animal, y el padre, ¡como si tal cosa! Se estaba en la cama dos o tres días, rechinando los dientes, y antes de que se le quitasen los cardenales que tenía en el cuerpo, ya estaba preparándose para otra cacería…
—¿Cómo es que los caballos se mataban de los batacazos y él escapaba con vida?
—El caballo es una bestia de mucho peso. Cuando va a galope y se cae, da dos o tres vueltas, antes de quedar sobre la tierra, ¿Y qué hacía mi padre? Soltaba los estribos y salía volando del caballo como una golondrina. Bueno, se daba el golpetazo, yacía sin conocimiento hasta que volvía en sí y luego se levantaba y se dirigía apatita hacia casa. ¡Arrojado era el diablo! Y tenía unos huesos de hierro remachado.
—¡Fuerte era el mozo! —exclamó Davídov con admiración.
—Sí, era fuerte, pera hubo otra fuerza que pudo más…
—¿Qué ocurrió?
—Le mataren unos cosacos de nuestro caserío.
—¿Por qué? —preguntó Davídov intrigada, encendiendo un cigarrillo.
—Dame un cigarrillo, querido.
—Pero si tú no fumas, tío Iván…
—En serio, no fumo, pero, a veces, me entretengo con el cigarro. Y ahora, al recordar esta vieja historia, se me ha quedado la boca seca y salada… ¿Preguntas por qué lo mataron? Pues porque se lo mereció…
—Sin embargo…
—Lo mataran por una mujer, por su querida. Ella estaba casada… Bueno, el marido se enteró del asunto. Le dio miedo enfrentarse él solo con mi padre: aunque no era de mucha estatura, tenía una fuerza tremenda; entonces, el marido de la querida convenció a dos hermanos que tenía. La cosa ocurrió en las carnestolendas. Los tres, de noche, acecharon a mi padre junto al río… ¡La paliza que le dieron, santo Dios! Le golpearon con estacas y con una barra… Cuando por la mañana trajeron a mi padre a casa, estaba sin conocimiento y más negro que el hierro fundido. Había estada la noche entera tirado en el hielo, sin sentido. ¿No debió de haberle ido muy bien, eh? ¡En el hielo!, ¿te das cuenta? Al cabo de una semana, comenzó a hablar y a comprender lo que le decían. En una palabra, recuperó el conocimiento; pero estuvo dos meses sin levantarse de la cama, vomitaba sangre y hablaba muy bajito. Tenía destrozadas todas las entrañas. Sus amigos venían a visitarle, e indagaban: «¿Quién te pegó, Fiódor? Dilo, que nosotros…» Pero él callaba y se sonreía curvando apenas los labios; miraba en derredor y, cuando mi madre salía del cuarto, susurraba: «No recuerdo, hermanos. Muchos son los maridos ante quienes estoy en culpa».
Cuántas veces mi madre se hincaba de rodillas ante él, y le pedía: «Fiódor, querido mío, dime, al menos a mí, quién te pegó. Dímelo, por los clavos de Cristo, que yo sepa para quién tengo que pedir la muerte en mis rezos». Pero el padre le ponía la mano sobre la cabeza, como a una niña, le acariciaba el pelo y decía: «No sé quién fue. Era de noche, no lo pude adivinar. Me golpearon en la cabeza por la espalda, me derribaron y no tuve tiempo de ver quién me acariciaba tan amorosamente sobre el hielo…» O sonriendo, como siempre, con leve sonrisa, le decía: ¿Que ganas tienes, querida, de recordar cosas viejas? Mía es la culpa, y yo soy quien debe responder…» Llamaron al pope para que lo confesara, pero al pope tampoco le dijo nada. ¡Era un hombre de una firmeza tremenda!
—¿Y cómo sabes tú que no le dijo nada al pope?
—Yo estaba echado debajo de la cama, escuchando. Mi madre me había mandado: «Métete debajo de la cama, Vaniatka, y escucha, puede que le diga al sacerdote los nombres de sus asesinos». Pero mi padre no dijo ni palabra. Unas cinco veces, a las preguntas del pope, respondió: «Soy pecador, padre»; luego, preguntó: «Diga, padre Mitri, ¿hay caballos en el otro mundo?» El pope, por lo visto muy asustado, le respondió presuroso: «¿Qué estás diciendo, qué estás diciendo, Fiódor, siervo del Señor? ¿Qué caballos puede haber allí? ¡Piensa en la salvación de tu alma!» Estuvo mucho rato haciéndole reproches y tratando de convencerle, pero mi padre continuaba callado; luego, pregunto: «¿Dices que no hay allí caballos? ¡Es una lástima! Si los hubiera, me colocaría de potrero… Pero como no los hay, nada tengo que hacer en el otro mundo. No me moriré. Es todo lo que tengo que decirte». El pope le administró los sacramentos precipitadamente y se marchó muy descontento, muy enfadado. Yo le conté a mi madre todo lo que había oído; ella se echó a llorar y dijo: «¡Ha vivido como un pecador y como un pecador morirá nuestro único sostén!»
En primavera —se había derretido ya la nieve—, mi padre se levantó, anduvo un par de días por la casa, y, al tercero, veo que se pone la chaqueta guateada y la papaja[11] y me dice: «Ve, Vaniatka, y ensíllame la yegua», Por aquel tiempo, en la hacienda no nos quedaba más que una yegua de tres años. Mi madre oyó lo que decía y se echó a llorar: «Pero, Fiódor, ¿estás ahora para montar? ¡si apenas te tienes de pie! Ya que no te compadeces de ti mismo ¡compadécete al menos de mí y de los chicos!» Pero él se echó a reír y contestó: «Madre, yo en mi vida he ido nunca al paso. Déjame que, siquiera antes de morir, dé una vueltecita al paso por el patio. No daré más que una vuelta o dos por el patio, y a la casa otra vez».
Salí, ensillé la yegua y la llevé junto a la terracilla, Mi madre sacó a mi padre del brazo. Hacía dos meses que no se afeitaba, y en nuestra oscura casucha no se veía lo mucho que había cambiado… Al mirarle a la luz del solecillo, sentí que me abrasaban unas lágrimas de fuego. Dos meses atrás mi padre era moreno, negro como un enervo, mientras que ahora tenía canosa la mitad de la barba y los bigotes; también en las sienes se le había puesto el pelo más blanco que la nieve… Si él no se hubiera sonreído con sonrisa que era como una mueca de dolor, quizás yo no hubiese llorado, pero no me pude contener, por más que hice… Tomó de mis manos las riendas y se agarró a las crines. El brazo izquierdo lo tenía roto, hacía muy poco que se le había juntado el hueso. Yo le quise sujetar, pera él no me dejó. ¡Era un hombre de un orgullo tremendo! Hasta le daba vergüenza de su debilidad. Estaba clara que quería saltar a la silla volando como un pájaro, lo mismo que antes, más no lo consiguió… Se subió al estribo, pero la mano izquierda le falló, sus dedos se aflojaron, y se cayó hacia atrás, dando con sus espaldas sobre la tierra… Entre mi madre y yo le llevamos a la casa. Si antes sólo escupía sangre al toser, ahora le salía de la garganta a borbotones. La madre estuvo hasta el anochecer junto a la artesa sin dar abasto a lavar las toallas todas rojas, Llamaron al pope. Por la noche le administró los santos óleos, pero mi padre era un hombre de una fortaleza tremenda. Sólo al tercer día después de la extremaunción, a la caída de la tarde, le entró angustia y empezó a rebullir en la cama; luego, se incorporó de un salto, miró a mi madre con ojos turbios, pero alegres, y dijo: «Dicen que después de la extremaunción no se puede estar de pie, descalzo, sobre la tierra, pero yo lo haré, aunque no sea más que un ratillo… Mucho he ido a pie y a caballo por esta tierra y mucha pena me da marcharme de ella… Madre, dame tu manecita, que tanta ha trabajado en esta vida…»
Mi madre se acercó y le tomó la mano. El se echó boca arriba, estuvo callado unos instantes y prosiguió, con un hilillo de voz: «Y no pocas lágrimas ha tenido que enjugar por culpa mía…» —se volvió de cara a la pared y murió, se fue al otro mundo a cuidar las yeguadas del bendito San Blas…
Abrumado sin duda por sus recuerdos, Arzhánov calló largo rato. Davídov carraspeó y le preguntó:
—Dime, tío Iván, ¿y cómo sabes que a tu padre le golpearon el marido de esa… bueno, en pocas palabras, de esa mujer y sus hermanos? ¿Son suposiciones? ¿Conjeturas tuyas?
—¡Qué han de ser conjeturas! Mi mismo padre me lo dijo un día antes de su muerte.
Davídov, intrigado, se incorporó levemente en el carro:
—¿Cómo que te lo dijo?
—Pues muy sencillo. Por la mañana, mi madre fue a ordeñar la vaca, yo me quedé sentado a la mesa repasando las lecciones antes de ir a la escuela y oí que mi padre me llamaba con voz queda: «Vaniatka, ven aquí». Me acerqué. El susurró: «Inclínate más hacia mí». Me incliné. Me dijo bajito: «Mira, hijo mío, ya vas camino de los trece años y cuando yo me muera harás de amo de la casa. Recuerda lo que te digo: me golpearon Averián Arjípov y sus dos hermanos, Afanasi y Serguéi el Bizco. Si me hubieran matado en seguida, mi corazón no les guardada rencor. Así se lo pedí en el río antes de perder el conocimiento. Pero Averián me dijo: “¡No tendrás una muerte fácil, miserable! Vive tullido una temporada, trágate tu propia sangre, cuanto quieras, a placer, ¡Y revienta luego!” Por eso es por lo que le guardo rencor a Averián. Tengo ya la muerte encima de mi cabeza, y el rencor sigue dentro de mi corazón. Ahora eres pequeño, pero ya crecerás y serás mayor, ¡recuerda mis sufrimientos y mata a Averián! Esto que te digo no se lo cuentes a nadie, ni a la madre ni a nadie en el mundo. Jura que no lo contarás». Yo juré, tenía los ojos secos, y besé la cruz que mi padre llevaba sobre el pecho…
—¡Ay, diablo, talmente como los montañeses del Cáucaso en los viejos tiempos! —exclamó Davídov, emocionada por el relato de Arzhánov.
—Los montañeses tienen corazón, ¿y los rusos qué?, ¿tienen acaso una piedra en vez de corazón? Los hombres, querido, son todos iguales.
—¿Y qué más pasó? —preguntó Davídov impaciente.
—Enterramos al padre. Volví del cementerio y, en la habitación, pegué la espalda al marco de la puerta y tracé en la jamba, con un lápiz, una rayita sobre mi cabeza. Todos los meses iba allí a medir mi estatura y marcaba una raya, ardía en deseos de ser mayor cuanto antes para matar a Averián… Pues bien, me convertí en el amo de la casa; yo era entonces un chico de doce años y, además de mí, la madre tenía otros siete hijos, a cual más pequeño. La madre, después de la muerte del padre, enfermaba con frecuencia, y nosotros… ¡Santo Dios, las necesidades y penas que tuvimos que pasar! Por muy mala cabeza que fuera, el padre, no sólo sabía divertirse; sabía también ganarse la vida. Para otros, podía ser un mal sujeto, pero para nosotros, los hijos y la madre, era una persona querida, entrañable: él nos daba de comer, nos vestía y calzaba, por nosotros se deslomaba en el campo desde la primavera hasta el otoño… Estrechas eran entonces mis espaldas y blando mi espinazo, pero tuve que cargar con todo el peso de la hacienda y trabajar como un cosaco mayor. En vida del padre, cuatro íbamos a la escuela; después de su muerte, todos tuvimos que dejar el estudio. A Niurka, una hermanita mía de diez años, la encargué de ordeñar la vaca y de cocinar, para aliviar un poco a la madre, y mis hermanillos pequeños me ayudaban en los trabajos de la hacienda. Pero yo no olvidaba de medirme todos los meses en la jamba de la puerta. Sin embargo, lo que crecí aquel año fue poco, las penas y la miseria no me dejaban crecer como era debido. Y a Averián lo acechaba, como un lobezno a unos pájaros ocultos entre los juncos. Conocía todos sus pasos, sabía a dónde iba, a dónde se marchaba de viaje, toda lo sabía…
Los domingos, los chicos de mi edad solían organizar juegos de toda clase, pero yo no tenía tiempo, era el mayor de la casa. Los días laborables ellos iban a la escuela, y yo al establo, a cuidar del ganado… Dolorosa era para mí aquella vida amarga, ¡el agravio me hacía verter lágrimas! Y empecé a apartarme poco a poco de mis amigos, los chicos de mi edad, me volví huraño, callado como una piedra, no quería estar con la gente… Entonces, en el caserío, comenzaron a decir que Iván Arzhánov se había vuelto medio bobo, estaba un poco tocado. «¡Malditos! —pensaba yo—. Si estuvierais en mi pelleja y llevaseis mi vida, ¿os volveríais más listos? Y desde aquel momento les tomé odio a los de mi caserío, ¡no podía ver a ninguno! Dame, querido, otro cigarro.
Arzhánov tomo torpemente el cigarrillo. Con dedos temblorosos estuvo largo rato encendiéndolo en el de Davídov, cerrados los ojos, fruncidos graciosamente los labios, que chasqueaban sonoros.
—¿Y Averián qué hacía?
—¿Averian? Vivía como le daba la gana. No podía perdonar a su mujer que hubiera tenido amores con mi padre, le daba unas palizas de muerte, y la mandó en un año a la sepultura. Antes del otoño, se casó con otra, con una muchacha joven de nuestro caserío. «Bueno, Averián —me dije—, no vivirás mucho con tu joven mujer…»
A escondidas de mi madre, empecé a ahorrar dinerillo, y en otoño, en lugar de ir al almacén más cercano, me marché yo solo con el carro de trigo a Kalach, vendí la carga en el mercado y compré allí una escopeta con diez cartuchos. A la vuelta la probé y me quedé sin tres cartuchos. Maleja era la escopetilla, el percutor no funcionaba bien; de tres veces que apreté el gatillo, dos falló el tiro, sólo al tercer cartucho disparó. Guardé el arma en casa bajo el alero del cobertizo, y de mi compra no le dije a nadie ni una palabra. Y me puse al acecho de Averián… Durante mucho tiempo no conseguí nada. Ya me estorbaba la presencia de la gente, ya alguna otra causa me impedía que le disparase. Pero, de todos modos, ¡me salí con la mía! Lo principal era que no quería matarlo en el caserío, ¡ésa era la madre del cordero! El primer día de las fiestas de la Intercesión, Averián partió para la feria de la stanitsa, se fue sin su mujer. Cuando me enteré de que iba solo, di gracias a Dios, santiguándome, pues, de lo contrario, habría tenido que matar a los dos. Un día y medio estuve sin tomar bocado, beber agua ni pegar ojo, apostado en un barranquillo junto al camino. Ardientemente y mucho recé en aquel barranquillo, pidiéndole a Dios que Averián volviese solo de la stanitsa y no en compañía de los cosacos del caserío. ¡Y el Señor misericordioso escuchó lo que le rogaba yo, un chiquillo! A la caída de la tarde siguiente vi que Averián venía solo. Antes de esto, cuántos carros no habrían pasado, cuántas veces no habría latido mi corazón con fuerza cuando me parecía, desde lejos, que los caballos que venían eran los de Averián… Cuando llegó a mi altura, salté del barranquillo y le dije: «¡Baja, tío Averián, y reza a Dios por tu alma!» El se quedó más blanco que la pared y paró los caballos. Aunque era un cosaco corpulento, fortachón, ¿qué podía hacer contra mí? Yo tenía en las manos una escopeta. Me gritó: «¿Qué haces, viborilla, qué ocurrencia es ésta?» Y yo le contesté: «¡Baja y ponte de rodillas! Ahora sabrás qué es lo que se me ha ocurrido». ¡Valiente era el maldito! Saltó del carro y se abalanzó sobre mí con las manos vacías… Yo le dejé acercarse, a la distancia de esa mata, y le disparé a bocajarro…
—¿Y si te hubiera fallado el tiro?
Arzhánov sonrió:
—Pues entonces me habría enviado de zagal con mi padre, a cuidar las yeguadas en el otro mundo.
—¿Y qué más pasó?
—Los caballos, asustados por el disparo, huyeron con el carro, y yo me quedé allí plantado. Las piernas no me obedecían, temblaba todo, como una hoja agitada por el viento. Averián yacía muy cerca, y yo no podía dar ni un paso hacia él, alzaba un poco el pie y lo volvía a posar en tierra, temeroso de caerme. ¡Fíjate cómo temblaría!… Bueno, me recobré, por fin, un poco, avancé hacia él, le escupí en la cara y luego le registré los bolsillos del pantalón y de la chaqueta. Saqué su monedero. Había en él veintiocho rublos en billetes, una moneda de oro de cinco rublos y dos o tres rublos en calderilla. Los conté después en casa. El resto del dinero se lo debía de haber gastado en regalos para su joven mujer… Tiré el monedero vacío allí mismo, en el camino, salté al barranquillo, ¡y adivina quién te dio! Fue eso hace mucho, pero lo recuerdo en sus menores detalles, como si me hubiera ocurrido ayer. La escopeta y los cartuchos los enterré en el barranquillo. Una noche, cuando ya había caído la primera nieve, desenterré mis bienes, me los llevé al caserío y escondí la escopeta en un huerto ajeno, en el tronco hueco de un viejo sauce.
—¿Por qué cogiste el dinero? —preguntó Davídov con brusquedad y enfado.
—¿Y qué?
—¡Te pregunto que por qué lo cogiste!
—Lo necesitaba —contestó Arzhánov escueto—. Por aquel tiempo, la miseria nos comía con más saña que los piojos.
Davídov saltó del carro y anduvo largo rato en silencio. Arzhánov también callaba. Luego, Davídov preguntó:
—¿Y eso es todo?
—No, querido, no es todo. Vinieron los de la policía, empezaron a buscar e indagar… Y se fueron como habían venido. ¿Quién iba a sospechar de mí? Pronto, en una tala del bosque, uno de los hermanos de Averián, Serguéi el Bizco, cogió frío, enfermó y se murió, había agarrado una pulmonía. Entonces yo me alarmé mucho, pensando: «A lo mejor, Afanasi se muere también de muerte natural y no se abatirá sobre él la mano que mi padre bendijo para castigar a sus enemigos». Y me apresuré…
—Aguarda —le interrumpió Davídov—. Tu padre no te habló más que de Averián, ¿cómo alzaste la mano contra los tres?
—¡Qué importa lo que me mandase mi padre! Mi padre tenía su voluntad, y yo, la mía. Pues bien, entonces me apresuré… A Afanasi lo maté por la ventana, cuando estaba cenando. Aquella noche me medí en la jamba de la puerta por última vez; luego, borré todas las rayas con un trapo. La escopeta y los cartuchos los arrojé al río; ya no los necesitaba… La voluntad de mi padre y la mía se habían cumplido. Poco después, mi madre se dispuso a abandonar este mundo. Me llamó por la noche y me preguntó: «¿Fuiste tú quien los mató, hijito?» Le confesé: «Sí, madrecita». No me dijo nada, sólo cogió mi mano derecha y se la puso sobre el corazón…
Arzhánov sacudió las riendas, los caballos apretaron el paso, y él, mirando a Davídov con sus ojos grises, claros como los de un niño, preguntó:
—¿Y ahora, no volverás a preguntarme por qué no hago correr a los caballos?
—Todo está claro —repuso Davídov—. Lo que tú necesitas, tío Iván, es una carreta de bueyes, ser aguador, ¡eso es la pura verdad!
—No sé la de veces que se lo he pedido a Yákov Lukich, pero no consiente. Quiere reírse de mí hasta el fin…
—¿Por qué?
—Cuando era yo un chiquillo, trabajé de bracero para él durante año y medio.
—¿Qué me dices?
—Lo que oyes, querido. ¿Tú no sabías que, durante toda su vida, Ostrovnov tuvo braceros en su hacienda? —Arzhánov entornó los ojos con picardía: —Pues los tuvo, querido, los tuvo… Hace cuatro años escondió las uñas, cuando empezaron a apretarle con los impuestos, se enroscó como una víbora presta a morder. Pero si no hubiera koljóses y fueran menos los impuestos, Yákov Lukich haría ver quién es, puedes estar bien seguro. Es un kulak de lo más feroz, y vosotros abrigáis a esa víbora en vuestro pecho…
Davídov, después de un largo silencio, dijo:
—Eso ya lo arreglaremos, con Ostrovnov pondremos las cosas en claro como es menester; pero, de todos modos, tú, tío Iván, eres un hombre con rarezas.
Arzhánov sonrió, mirando pensativo a la lejanía:
—Sí, pero las rarezas, ¿cómo te diría yo?.. Verás, crece un cerezo y en él hay muchas ramas distintas. Yo me acerco y corto una rama para hacer un mango para el látigo —las varas de cerezo son muy fuertes—; la rama ha crecido bonita, pero con sus rarezas, con sus nudos, sus hojas y su belleza, la desbasté, la pulí y aquí la tienes… —Arzhánov sacó de debajo del asiento el látigo y le enseñó a Davídov el mango de cerezo, pardo, con la corteza reseca y cuarteada—. ¡Y aquí la tienes! ¡No hay nada que contemplar! Así es el hombre: sin rarezas queda tan desnudo y mísero como el mango de este látigo. Tomemos a Nagúlnov, estudia no sé qué lengua extranjera, eso es una rareza; el abuelo Kramskov colecciona desde hace veinte años diferentes cajas de cerillas, eso es otra rareza; tú andas liado con Lushka Nagúlnova, otra rareza más; un borracho cualquiera va por la calle, dando traspiés y limpiando con la espalda los setos, también es una rareza. Pues bien, presidente, querido, si le quitas a cualquier hombre sus rarezas, se quedará tan desnudo y triste como este mango.
Arzhánov le tendió a Davídov el látigo y dijo pensativo, con la misma sonrisa:
—Sosténlo y piensa, puede que se te despeje la cabeza…
Davídov apartó enojado la mano de Arzhánov.
—¡Vete al diablo! ¡No lo necesito para pensar y verlo todo claro!
…Luego, todo el camino, hasta el mismo campamento, fueron en silencio…