Capítulo IV

A principios de junio llovía con frecuencia, de un modo impropio del verano; el agua caía serena como en otoño, sin tormentas ni vendavales. Por las mañanas se arrastraba desde Poniente, remontando los lejanos oteros, un nubarrón gris azulenco. El nubarrón crecía, se ensanchaba, ocupaba medio cielo, sus oscuros bordes blanqueando siniestros, y luego descendía hasta que sus hilachosos bajos, con transparencias de tul, se enganchaban en el tejado del molino de viento que se alzaba sobre un túmulo en la estepa; allá arriba, con voz de bajo profundo, apenas perceptible, rezongaba bonachón el trueno, y bajaba pródiga la lluvia.

Tibias, como salpicaduras de leche recién ordeñada, las gotas caían verticales sobre la tierra, envuelta en nebuloso silencio, y unas burbujas blancas surgían en los charcos cubiertos de espuma; tan apacible y serena era aquella ligera lluvia de verano, que ni siquiera las flores inclinaban sus cabecitas, ni siquiera las gallinas se escondían. Afanosas y diligentes, escarbaban junto a pajares y setos, húmedos y ennegrecidos, buscando alimento, mientras los gallos, mojados, algo perdida su majestuosa prestancia, lanzaban uno tras otro, a pesar de la lluvia, prolongados kikirikís, y sus animosas voces se fundían con la algarabía de los gorriones, que se bañaban frívolos en los charcos, y el piar de las golondrinas, que parecían abatirse raudas sobre la tierra, aromosa de lluvia y polvo, atrayente y cariñosa.

Los gallos de Gremiachi Log eran excepcionales, dejaban a uno pasmado con la diversidad de sus voces. A partir de la medianoche, iniciaba los kikirikís el gallo de los Liubishkin, el más madrugador de todos. Cantaba alegre, con voz atenorada y gorjeante, como un jefe de compañía, joven y cumplidor en el servicio; grave, con abaritonado timbre de coronel, le respondía el gallo del corral de Agafón Dubtsov; luego, durante unos cinco minutos, sobre el caserío se expandía compacto y continuo el canto de todos ellos, y por último, rezongando soñoliento y aleteando con fuerza en el palo, el orondo y rojizo galio de los Maidánnikov, el más viejo del caserío, dejaba oír su bronca voz de general, tomada, enronquecida del mando, que resonaba atronadora.

A excepción de los enamorados y los enfermos graves, que en opinión de Makar Nagúlnov eran casi la misma cosa, quien más tarde se dormía de todo el caserío era él. Seguía estudiando inglés, con aplicación, aprovechando las horas de ocio que le proporcionaba la noche. Del respaldo de una silla, en su cuarto, colgaba una toalla de lienzo; en un rincón había una jarra con agua fría del pozo. ¡Con qué grandes fatigas adquiría Makar el saber! Desabrochado el cuello de la camisa, todo el pelo revuelto, sudoroso, estaba sentado a la mesa, junto a la ventana, abierta de par en par; se limpiaba con la toalla el sudor de la frente, de los sobacos, del pecho y de la espalda y, de vez en cuando, sacando medio cuerpo fuera del alféizar, se echaba sobre la cabeza agua de la jarra y lanzaba leves rugidos de satisfacción.

Ardía el quinqué con luz mortecina, las mariposas nocturnas chocaban contra la pantalla de papel de periódico, al otro lado de la pared roncaba beatífica la vieja patrona, y Makar, palabra por palabra, iba dominando un idioma que le era terriblemente difícil y endiabladamente necesario… Una vez, a eso de la medianoche, se sentó en el alféizar para descansar y fumarse un cigarrillo y, por vez primera, oyó de verdad el coro de los gallos. Luego de escuchar atentamente, Makar, pasmado, exclamó con entusiasmo: «¡Igual que en una parada, como en la revista de una división, ni más ni menos!»

A partir de entonces, cada noche esperaba la diana de los gallos y prestaba oído con placer a las voces de mando de los cantores nocturnos, desdeñando en su fuero interno los líricos gorjeos y trinos de los ruiseñores. Gustábale en particular la generalesca voz de bajo del gallo de Maidánnikov, que era en el coro aquel a modo de un acorde final. Pero, una vez, el orden de los gritos de llamada, a que estaba ya acostumbrado Makar y que aprobaba mentalmente, fue alterado de la manera más inesperada y cínica: después del potente bajo profundo del gallo, de pronto, a dos pasos de allí, tras el cobertizo, en el corral del vecino, Arkashka Menok, alzó su voz atiplada de arrapiezo descarado un gallejo ruin, seguramente de los jovenzuelos, y después estuvo largo rato cacareando como una gallina y emitiendo inmundos regüeldos. En el silencio que se hizo a continuación, Makar percibió con nitidez cómo se debatía el miserable bicho en el gallinero, agitando las alas, temeroso sin duda de caerse del palo a consecuencia de su propio grito.

Aquella perrería era una clara infracción de la disciplina y un desprecio completo a la subordinación. A juicio de Makar, era hasta cierto punto como si, después de un auténtico general, enmendándole la plana, hubiera empezado a hablar de pronto algún oficialillo, jefe de una sección cualquiera y tartamudo por añadidura. Indignado hasta lo más profundo de su alma, Makar no pudo consentir aquel escándalo y gritó en la oscuridad: «¡Silencio!…» Luego cerró furioso la ventana, soltando tacos a media voz.

A la noche siguiente se repitió el caso, y a la otra, ocurrió lo mismo. Y por dos veces más, Makar hubo de gritar en la oscuridad: «¡Silencio!», sobresaltando con su grito a la patrona. La perfecta armonía de los kikirikís nocturnos, en la que las voces y el tiempo parecían estar fijados con arreglo a la graduación, había sido alterada irremediablemente. Ahora, en cuanto daban las doce, Makar se acostaba… Ya no podía seguir estudiando hasta más tarde ni recordar las enrevesadas palabras. Sus pensamientos giraban en torno al descarado gallo, y se figuraba con rabia que el animalejo aquel tenía que ser sin duda tan vano y necio como su amo. Mentalmente, insultaba a la inocente ave, tachándola de bribona, parasita y advenediza. El gallo del vecino, que había osado alzar su voz después del de Maidánnikov, sacó de quicio a Makar: sus progresos en el estudio de la lengua inglesa descendieron de modo vertiginoso, su humor empeoraba de día en día… ¡Ya era hora de poner fin a semejante escándalo!

Al cuarto día, por la mañana, Makar entró en el corral de Arkashka Menok, saludó con frialdad y pidió:

—Oye, enséñame tu gallo.

—¿Para qué lo necesitas?

—Me interesa ver qué aspecto tiene.

—¿Y para qué diablos te hace falta ver su aspecto?

—¡Anda, enséñamelo! ¡No tengo tiempo para comadrear contigo! —dijo Makar irritado.

Mientras Nagúlnov liaba un cigarro, Arkashka, empuñando una vara, hizo salir con dificultad de debajo del granero una policroma bandada de gallinas de vistoso plumaje. ¡Lo que se figuraba! Las suposiciones de Makar se confirmaron plenamente: entre unas doce frívolas y coquetas gallinas de chillona pluma rebullía inquieto un gallito pequeñajo, feo, picoteado, con plumas de color gris de ratón. Makar le examinó con ojos rebosantes de franco desdén y, dirigiéndose a Arkashka, le aconsejó:

—¡Córtale el cuello a ese sietemesino!

—¿Para qué se lo voy a cortar?

—Para hacer una sopa de fideos —le respondió Makar conciso.

—¿A santo de qué? No tengo otro y es voluntarioso para las gallinas.

Makar sonrió irónico, torciendo los labios:

—¿Y su único mérito es ser voluntariosa para las gallinas? ¡Valiente cosa! Eso sabe hacerlo cualquier tonto.

—Pues no se le exige nada más. Yo no me dispongo a arar con él el huerto, no podría arrastrar ni un arado sencillo…

—Oye, tú ¡sin bromitas, que yo también sé bromear cuando hace falta!…

—¿Y qué daño te ha hecho mi gallo? —preguntó Menok, ya con cierta impaciencia—. ¿Se ha cruzado en tu camino?

—Es un imbécil, no sabe lo que es el orden establecido.

—¿Y qué orden establecido es ése? ¿Se mete en el huerto de tu patrona o qué?

—En huerto no se mete, lo digo en general…

A Makar le daba vergüenza explicar a qué orden de casas se refería. Durante un momento permaneció plantado en silencio, muy abiertas las piernas, lanzando al gallo fulminantes miradas: luego, se le ocurrió una idea, y dijo animada:

—¿Sabes lo que te digo, vecino?, ¿por qué no me cambias el gallo?

—¿Y cómo de tu hacienda, que no tiene ni un mal pienso, vas a sacar un gallo? —preguntó Menok intrigado.

—Ya lo encontraremos, ¡y no tan picoteado como ése!

—Bien, tráelo y te lo cambiaré, si es que me conviene. No me empeñaré en quedarme con el mío.

Al cabo de media hora, como de paso, Makar entró en el corral de Akim Biesjliébnov, en cuya hacienda había buen número de gallinas. En tanto hablaba de unas cosas y otras, Makar lanzaba escudriñadoras miradas a las gallinas que vagaban por el patio y escuchaba el canto de los gallos. Los cinco gallos de Biesjliébnov, grandes y de un colorido impresionante, eran a cual mejor y, lo principal, todos ellos tenían la suficiente voz y mucho empaque. Antes de despedirse, Makar propuso:

—Hombre, a propósito, ¿por qué no me vendes un gallo?

—Perdona, camarada Nagúlnov, pero la gallina hace mejor caldo, elige la que quieras, mi mujer tiene una infinidad.

—No; lo que necesito es un gallo. Préstame un saco para meterlo.

Poca después, Makar estaba ya en el corral de Arkashka Menok, desatando el saco. Arkashka, célebre por su afición a los cambios, se frotaba satisfecho las manos, saboreando anticipadamente el trueque que se avecinaba, y decía:

—Vamos a ver qué alhaja me traes, pues a lo mejor exijo que me des algo encima. Desátalo más de prisa, ¿a qué remoloneas? Ahora mismo atrapo al mío y los echaremos a pelear; el dueño del gallo que gane tendrá derecho a exigir la convidada. De otra manera, yo no cambio, ¡palabra! Dime, ¿qué estampa tiene el tuyo? ¿Es de buena talla?

—¡Como un granadero de la Guardia! —barbotó Makar conciso, desatando con los dientes el apretado nudo del saco.

Arkashka se lanzó al trote hacia el gallinero, sujetándose los pantalones, que se le caían al correr. Un minuto más tarde oyéronse allí desaforados gritos de gallo. Pero cuando regresó, apretando contra su pecho al palpitante animalejo, agitado por un susto mortal, Makar estaba inclinado sobre el abierto saco, rascándose preocupada el cogote: el «granadero» yacía con las alas abiertas, caídas pesadamente sobre el fondo del saco; las agonías de la muerte ponían en blanca sus redondos ojos anaranjados.

—¿Qué le pasa? —preguntó Arkashka asombrado.

—¡Falló el tiro!

—¿.Resulta que esta malo?

—Te digo que falló el tiro.

—¿Cómo puede un gallo fallar un tiro? ¡Qué cosas dices!

—No es él quien falló el tiro, tontaina, he sida yo. Lo traía para acá, y a él se le ocurrió soltar un kikirikí dentro del saco, abochornarme delante de la gente, pues fue al pasar junto a la administración; bueno, yo le volví la cabeza hacia otro lado, un poquitín nada más… ¿Comprendes?, un poquitín, y ya ves lo que ha resultada. Trae pronto el hacha, antes de que se muera sin provecho alguno.

Makar tiró por encima del seto el gallo decapitada y le gritó a su patrona, que andaba atareada cerca de la terracilla.

—¡Eh, abuela! ¡Desplúmalo antes de que se enfríe y haz mañana con él una sopa de fideos!

Sin decir palabra a Arkashka, se dirigió de nuevo a casa de Biesjliébnov. Este, al principio, se puso testarudo: «Si sigues así, me vas a dejar viudas a todas las gallinas», pero acabó por venderle otro gallo. El cambio se efectuó, y, unos minutos más tarde, el gallo de Arkhashka, ya sin cabeza, volaba por encima de la cerca acompañado de las voces de Makar, que, reventando de gozo, le gritaba a su patrona:

—¿Toma esa porquería, abuela! Despluma a ese indisciplinado del diablo, ¡y a la cazuela con él!

Salió Makar a la calle con el empaque del hombre que ha hecho una obra grande y necesaria. La mujer de Arkashka le siguió con la mirada, meneando la cabeza con triste compasión, asombrada a más no poder ante aquella sangrienta represión contra los gallos que Makar había organizado en su corral. En respuesta a la muda pregunta de la mujer, Arkashka se llevó el índice a la sien y le dio vueltas, mientras decía en un susurro:

—¡Esta tocado! Un hombre tan bueno, y está tocado. Se ha vuelto loco sin remedio, ¡eso es! ¡La de noches que se habrá pasado en claro el pobrecillo! Esas lenguas inglesas, ¡malditas sean mil veces!, han sido su perdición.

A partir de entonces, Makar, que soportaba valientemente su soledad, pudo escuchar sin obstáculo, por las noches, el canto de los gallos. Se pasaba los días enteros escardando, en unión de mujeres y chiquillos, los campos de cereales, y por las noches, después de cenar una sopa de coles sin carne y un tazón de leche, se sentaba ante el manual de lengua inglesa y esperaba pacientemente las doce.

Pronto se le incorporó el abuelo Schukar. Una noche, llamó suavemente a la puerta y preguntó:

—¿Da usted su permiso?

—Pasa. ¿Qué quieres? —le recibió Makar, no muy afablemente.

—Verás, ¿cómo decirte?… —se cortó el abuelo Schukar—. Puede que te eche de menos, Makárushka. Vi la luz y pensé: entraré un momento a visitarlo.

—¿Acaso eres una mujer para echarme de menos?

—A veces, un viejo echa más de menos que las mujeres. Y mi trabajo es una aburrición: siempre con los potros, día y noche con ellos. ¡Estoy harto de seres que no hablan! Tú, es un suponer, te diriges a uno con buenas palabras, y él come la cebada y calla, meneando la cola. ¿Y qué adelanto yo con eso? Y por si faltaba algo, ese macho cabrío, ¡maldito sea el condenado! ¿Cuando dormirá ese bicho, Makárushka? Por la noche, en cuanto cierro los ojos, el muy diablo no para. ¡La de pisotones que me habrá dada con sus pezuñas mientras yo estaba dormido! Me mete unos sustos de muerte, y, cuando yo me asusto, ¡se ha concluido, ya no me duermo ni aunque me maten! Es un bicho tan maldito y dañino, que no me deja vivir. Se pasa la noche entera husmeando por la cuadra, se mete en el henil, ¿Por qué no lo degollamos, Makárushka?

—¡Fuera de aquí con esas conversaciones! Yo no tengo nada que ver con los machos cabríos de la administración, quien manda en ellos es Davídov, dirígete a él.

—Dios me libre, yo no vengo a hablar del macho cabrío, sino a verte y nada más. Dame algún librito que sea entretenido y estaré sentado a tu vera tan quietecito como el ratón en su agujero. Para ti será más distraído y para mí también. ¡No te molestaré ni pizca!

Makar lo pensó un poco y accedió. Dándole un grueso diccionario de la lengua rusa, le dijo:

—Está bien, quédate conmigo y lee, pero para ti, y no chasquees los labios, no tosas ni estornudes: en resumidas cuentas, ¡que no haya aquí ni un ruido! Fumaremos cuando yo lo mande. ¿Está claro el asunto?

—Por mi parte, de acuerdo con todo, pero, ¿qué hacer con los estornudos? ¿Y si de pronto, maldita sea, le entran a uno ganas de estornudar? Por mi cargo, tengo siempre las narices llenas de polvo de heno. A veces, hasta en sueños estornudo… ¿Qué voy a hacer entonces?

—¡Salir como una bala para el zaguán!

—¡Ay, Makárushka, yo soy una bala fulera, oxidada! En tanto que llego al zaguán, tengo tiempo de estornudar diez veces y de sonarme cinco.

—¡Tú date prisa, abuelo!

—Una moza tenía prisa por casarse, pera no encontraba novio. Apareció un hombre de buen corazón y le ayudó en su desgracia. ¿Y sabes en qué se convirtió la moza sin necesidad de bodas? ¡En una buena hembra! Esa mismo me puede pasar a mí: que, por darme prisa, cometa en la carrera un pecado, y entonces tú me pondrás en la calle inmediatamente, ¡lo veo más claro que el agua!

Makar se echó a reír y dijo:

—Corre con cuidada y aseo, pues uno no debe arriesgar su autoridad. En resumen: estáte callado y no me distraigas, lee y hazte un viejo culto.

—¿Se te puede hacer otra preguntita? Pero no te enfurruñes, Makárushka, es la última.

—¡Venga! ¡Vivo!

El abuelo Schukar se removió turbado en el banco y masculló:

—Verás de qué se trata… No es ninguna cosa de gran importancia, pero, sin embargo, mi vieja se ofende mucho por ello: me dice: «¡No me dejas dormir!» ¿Y qué culpa tengo yo?, se pregunta uno.

—¡Al grano!

—Al grano voy. Yo, de la hernia, o puede que de alguna otra dolencia, tengo a veces unos ruidos de tripas espantosos, ¡es como si me retumbara un trueno en la barriga! ¿Qué hacemos entonces? ¿Esta distraerá también de los estudios?

—¡Al zaguán, y que aquí no haya ni truenos ni relámpagos de ningún género! ¿Está claro el asunto?

Schukar asintió con la cabeza, lanzó un penoso suspiro y abrió el diccionario. A medianoche, bajo la dirección de Makar y atendiendo sus explicaciones, oyó por vez primera, de verdad, el canto de los gallos, y al cabo de tres días, ambos, juntos ya, hombro con hombro, estaban asomados a la ventana, reclinados sobre el poyo, sacado medio cuerpo fuera; el abuelo Schukar murmuraba arrobado:

—¡Dios mío, Dios mío! Me he pasado la vida entera al lado de los gallos, me han salido los dientes entre las gallinas, sin que nunca pudiera imaginarme que hubiese tanta belleza en sus cantos. ¡Pero ahora veo lo que es eso, Makárushka! ¡Cómo entona ese diablo, el de Maidánnikov! ¿Eh? ¡Talmente como el general Brusílov, ni más ni menos!

Makar frunció el ceño, pero repuso moderado, en un susurro:

—¡Valiente cosa! Si tú hubieras oído, abuelo, a nuestros generales… ¡ésas sí que son voces, nuestras, de oro de ley! ¿Quién es tu Brusílov? En primer lugar, un antiguo general zarista: por consiguiente, una persona sospechosa para mí: y en segundo lugar, un intelectual con gafas. Seguramente, su voz debía ser como la del difunto gallo de Arkashka, que buen provecho nos haga. Las voces hay también que examinarlas desde el punto de vista político. Te pondré un ejemplo; teníamos en la división un bajo con un vozarrón famoso en todo el ejército. Resultó ser un canalla: se pasó al enemigo. ¿Y crees que para mí sigue siendo un bajo? ¡Ni pensarlo! Para mí, ahora, ¡es un falsete vendido, y no un bajo!

—Yo creo que la política no tiene nada que ver con los gallos, ¿verdad, Makárushka? —preguntó con timidez el abuelo Schukar.

—¡También tiene que ver! ¡Si en lugar del gallo de Maidánnikov, cantara alguno de un kulak, no escucharía yo en mi vida al parasito! ¡Maldita la falta que me hace a mí oír al engendro de un kulak!… ¡Bueno, basta de conversaciones! Siéntate ante tu libro, yo me sentaré ante el mío, y no me vengas con preguntas tontas. De lo contrario, ¡te echo a la calle sin compasión!

El abuelo Schukar se convirtió en un ferviente partidario y admirador del canto de los gallos. Fue él quien convenció a Makar para que fuesen a ver al gallo de Maidánnikov. Entraron en el corral, como si fueran a algún asunto. Kondrat Maidánnikov se encontraba en el campo, labrando las tierras que habían estado en barbecho hasta mayo. Makar habló con la mujer de Kondrat, y mientras le preguntaba, como de pasada, por qué no había ido a escardar, observaba atentamente al gallo, que se paseaba con gran prosopopeya por el corral. Tenía un aspecto muy respetable y digno, con su fastuoso plumaje rojizo. Makar quedó contento de su examen. Al salir a la calle, atrás ya la puertecilla de la cerca, le dio un codazo a Schukar, que no había abierto el pico, y le pregunto:

—¿Qué te parece?

—Su estampa corresponde a la voz. ¡Eso es un arzobispo, y no un gallo!

A Makar no le gustó nada la comparación, pero no dijo ni palabra. Casi llegaban ya a la administración, cuando Schukar, desorbitados los ojos de espanto, agarró a Makar por la manga de la guerrera.

—Makárushka, ¡pueden degollar…!

—¿A quién?

—A mí no, Dios me libre, ¡al gallo! ¡Lo degollaran, sin más ni más! ¡Ay, lo degollaran!

—¿Por qué lo van a degollar? ¿A santo de qué? No te comprendo, ¡Qué sandeces estás ensartando!

—¿.Qué es lo que no comprendes? El animal es más viejo que la tos: es de mi misma edad, si es que no tiene más años. ¡A ese gallo lo conozco yo desde niño!

—¡No mientas, abuelo! Los gallos no viven hasta los setenta años, nada se dice de eso en las leyes de la naturaleza. ¿Está claro?

—De todos modos, es viejo, tiene ya blancas todas las plumas de la barba, ¿o es que no te has dado cuenta? —objetó Schukar con calor.

Makar giró en redondo sobre los talones. Caminaba a paso rápido y largo, con tan grandes zancadas, que Schukar, apresurándose en su seguimiento, tenía que pasar de vez en cuando a un trotecillo perruno. Al cabo de unos minutos, estaban de nuevo en el corral de Maidánnikov. Makar se enjugaba el sudor de la frente con el pañuelito de encaje que le quedaba como recuerdo de Lushka; el abuelo Schukar, muy abierta la boca, respiraba jadeante, como un perro de caza que hubiese estado medio día persiguiendo a una zorra. De su lengua amoratada caían sobre la barbita unas pequeñas gotas de saliva clara.

La mujer de Kondrat acercóse a ellos, sonriendo afectuosa.

—¿Se les ha olvidado algo?

—Me olvidé decirte, Prójorovna, que no se te ocurra matar a tu gallo.

El abuelo Schukar se encorvó, como un signo de interrogación, tendió la mano hacia adelante y, agitando el sucio índice, profirió con esfuerzo, entre jadeos:

—¡Líbrete Dios!…

Makar, descontento, le lanzó una mirada de reojo y prosiguió:

—Lo queremos para la reproducción en el koljós, te lo compraremos o cambiaremos por otro, pues, a juzgar por su estampa, debe ser de buena raza y pura sangre, puede que sus abuelos fuesen traídos de Inglaterra o algo por el estilo, tal vez de Holanda, para reproducir en nuestra tierra una nueva raza. ¿No hay gansos holandeses que tienen un bultito en el pico? Los hay. Puede que este gallo sea también de nacionalidad holandesa, ¿tú qué sabes? Yo tampoco lo sé y, por consiguiente, no se le puede cortar el cuello de ninguna de las maneras.

—Ya no sirve para la reproducción, está hecho un carcamal el pobre, queríamos matarlo para el día de la Trinidad y hacernos con uno joven.

Esta vez fue el viejo Schukar quien le dio el codazo a Makar, como advirtiéndole: ¿no te lo decía yo?; pero Makar, sin hacerle caso, continuó tratando de convencer a la dueña de la casa.

—Lo de la vejez no es ningún impedimento; a nosotros nos servirá para la reproducción; lo alimentaremos como es debido, con trigo bien remojado en vodka, ¡y empezará a hacer la rueda a las gallinas con más furia que un torbellino! En resumidas cuentas, que a este valioso gallo no se lo puede liquidar. ¿Está claro el asunto? ¡Me alegro! Y en cuanto al gallito joven, hoy mismo te traerá uno el abuelo Schukar.

Aquel mismo día, Makar le compró a buen precio a la mujer de Diomka Ushakov un gallo que le sobraba y se lo mandó a la de Maidánnikov con el abuelo Schukar.

Al parecer, el último obstáculo ya había sido superado, pero de súbito empezó a circular por el caserío el jocoso rumor de que Makar Nagúlnov, no se sabía con qué fines, compraba gallos al por mayor y al por menor, pagando por ellos cantidades exorbitantes. ¿Y cómo Razmiótnov, tan amigo de alegres bromas, iba a permanecer indiferente ante aquella? Al enterarse de la singular extravagancia de su amigo, decidió comprobar todo personalmente y, bien entrada la noche, se presentó en la vivienda de Nagúlnov.

Makar y el abuelo Schukar, abismados en gruesos libracos, estaban sentados a la mesa. Humeaba el quinqué, a causa del exceso de mecha. En la habitación flotaban partículas de hollín, la malparada pantalla de papel, colocada directamente sobre el tubo de cristal, olía a chamusquina, y reinaba ese silencio que solamente se observa en el primer grado de las escuelas primarias durante la clase de caligrafía. Razmiótnov, que había entrado sin llamar, carraspeó, parado junto al umbral, pero ninguno de los aplicados lectores fijó en él su atención. Entonces, conteniendo a duras penas una sonrisa, preguntó en voz alta:

—¿Vive aquí el camarada Nagúlnov?

Makar alzó la cabeza y miró fijamente a Razmiótnov. No, el visitante nocturno no estaba borracho, pero el incontenible deseo de dar suelta a la carcajada pugnaba por despegarle los labios. Los ojos de Makar brillaron mortecinos y se entornaron. Repuso tranquilo:

—Mira, Andréi, vete a echar el palique con las muchachas, pues yo, ya lo estás viendo, no puedo perder el tiempo contigo.

Al ver que Makar no estaba dispuesto en modo alguno a compartir con él su buen humor, Razmiótnov se sentó en el banco y, después de encender un cigarrillo, preguntó, ya en serio:

—Bueno, y en realidad, ¿para qué los has comprado?

—Para hacer sopa de fideos y de coles. ¿Te creías que para hacer helado con que obsequiar a las señoritas del caserío?

—Lo del helado, naturalmente, no se me ocurrió pensarlo, pero estaba maravillado: ¿para qué querrá tantos gallos?, me decía, ¿y por qué han de ser gallos precisamente?

Makar sonrió:

—Me gusta la sopa de fideos con crestas de gallo, eso es todo. A ti te maravillan mis compras; en cambio a mí, Andréi, me maravilla por qué no te dignas ir a la escarda.

—¿Y qué quieres que haga allí? ¿Vigilar a las mujeres? Para eso ya hay jefes de brigada.

—No vigilar, sino escardar tú mismo.

Razmiótnov, denegando con las manos, se echó a reír muy divertido:

—¿Quieres que arranque colzas con ellas? ¡Perdona, hermano! Eso no es cosa de hombres; además, yo no soy un cualquiera, sino el presidente del Soviet de la aldea.

—¡Vaya un personaje! ¿Qué te parece el señor? ¿Por qué puedo yo arrancar igual que ellas colzas y otros hierbajos y tú no puedes hacerlo?

Razmiótnov se encogió de hombros.

—No es que no pueda, lo que pasa es que, sencillamente, no quiero cubrirme de vergüenza delante de los cosacos.

—Davídov no le hace ascos a ningún trabajo, yo tampoco, ¿y por qué andas tú con la gorrita ladeada y te pasas los días enteros sentado en tu Soviet o te metes bajo el brazo tu cochina cartera de papeles y corres por el caserío de un lado para otro como un alma en penar ¿Es que tu secretario no es capaz de extender un simple certificado de si una persona es casada o soltera? Mira, Andréi, ¡déjate de pamplinas! Incorpórate mañana mismo a la primera brigada, ¡Y enséñales a las mujeres cómo saben trabajar los héroes de la guerra civil!

—¿Te has vuelto loco o bromeas? ¡No iré aunque me mates! —exclamó Razmiótnov, tirando con rabia la colilla y levantándose del banco con ímpetu—. ¡No quiero ser el hazmerreír de la gente! ¡Eso de escardar no es cosa de hombres! ¡A lo mejor me mandas también a mullir el patatar!

Golpeteando en la mesa con un cabo de lápiz, Makar repuso tranquilo:

—Lo que es de hombres es ir adonde manda el Partido. Supongamos que a mí me dicen: Nagúlnov, ve a cortarles la cabeza a los contrarrevolucionarios, ¡iré con alegría! Si me dicen: ve a mullir el patatar, iré sin alegría, pero iré. Si me mandan: ve a ordeñar vacas, rechinaré los dientes, ¡pero iré de todos modos! Le tiraré a la pobre vaquita de los pezones a diestro y siniestro, como mejor pueda, ¡pero la ordeñaré a la condenada!

Razmiótnov, pasado un poco el acaloramiento, recobró el humor:

—Con esas manazas que tienes, eres el más a propósito para ordeñar; un par de meneos, y tirarás a la vaca al suelo.

—Si la tiro, la levantaré otra vez, y seguiré ordeñando hasta la victoria final, hasta que le saque la última gota de leche. ¿Comprendido? —y sin esperar respuesta continuó, pensativo—: Reflexiona sobre el particular, Andréi, y no te enorgullezcas demasiado de tu hombría y carácter cosaco. Nuestro honor de miembros del Partido no consiste en eso, tal es mi parecer. Verás, hace unos días iba camino de la cabeza del distrito, a presentarme al nuevo secretario, cuando me encuentro a Filónov, el secretario de la célula de Tubianskói, que me preguntó: «¿Qué rumbo llevas, vas al Comité de distrito del Partido?» Al Comité voy, le contesto. «¿A ver al nuevo secretario?» A verlo, le respondo. «Pues da la vuelta y tira para ese prado nuestro donde están segando la hierba, allí lo tienes». Y me señala con la fusta hacia la izquierda del camino. Miro y veo que están segando a todo meter, con seis máquinas. ¿Os habéis vuelto locos?, le pregunto. ¿Cómo es que empezáis a segar tan pronto? Y él me dice: «Lo que hay allí no es hierba, sino cardos y demás maleza, y hemos decidida segarla y ensilarla». Yo le pregunto: ¿eso se os ha ocurrido a vosotros solos? Y él me responde : «No; el secretario llegó ayer, estuvo viendo todos nuestros campos, topó con esta maleza y nos preguntó qué pensábamos hacer con ella. Nosotros le dijimos que la enterraríamos al labrar los barbechos, pero él se echó a reír y contestó: para enterrarla al labrar, no hace falta mucho meollo; en cambio, segarla y ensilarla sería más inteligente».

Makar calló un instante, fija en Razmiótnov su escudriñadora mirada.

—¿Y le viste? —preguntó Razmiótnov impaciente.

—¡Cómo no! Tiré para allá, recorrí un par de kilómetros y encontré dos cochecillos parados; un vejete estaba haciendo unas gachas en una hoguera; un mocetón, fuerte como un toro, con una carota grande, estaba tumbado baja uno de los carricoches, rascándose los talones y espantando las moscas con una ramita. No tenía pinta de secretario: estaba tumbado, descalzo, y su cara era redonda como un cedazo. Pregunté por el secretario, y el mocetón sonrió con sorna. «Desde por la mañana temprano trabaja por mí en la segadora, ahí lo tienes corriendo por la estepa, derribando hierbajos». Me apeé, até el caballo al coche y eché a andar hacia los que segaban. Pasó la primera segadora; iba en ella un abuelete con sombrero de paja, una camisa rota y resudada y unos calzones de lienzo, manchados de grasa. La cosa estaba clara: aquél tampoco era el secretario. En la segunda iba un muchacho con el pelo al rape y sin camisa. El cuerpo reluciente del sudor, como si le hubieran untado de aceite, brillaba al sol como un sable. Está claro, me dije, que no es el secretario, pues él no va a ir sin camisa en la segadora. Miro a todos conforme van pasando, ¡y los demás tampoco llevan camisa! ¡Vaya un aprieto!, ¡adivina quién de ellos es el secretario! Pensé que, por su aspecto de intelectual, lo conocería, y aguardé a que pasasen todos delante de mí; pero, ¡maldita sea mi estampa!, no lo averigüé. Todos iban desnudos hasta la cintura, todos eran idénticos, como las monedas de cobre de cinco kopeks, y ninguno llevaba escrito en la frente: yo soy el secretario. ¡Fíate del aspecto de intelectual! Resultaba que todos eran intelectuales. Córtale el pelo al rape al pope más melenudo y mételo en el local donde se están bañando unos soldados, ¿encontrarás tú al pope? Pues eso mismo pasaba allí.

—Tú, Makárushka, no te metas con los dinatarios de la Iglesia, ¡es pecado! —pidió tímidamente Schukar, que había guardado hasta entonces un silencio absoluto.

Makar le lanzó una iracunda mirada y prosiguió:

—Volví adonde estaban los cochecillos y le pregunté al mocetón: ¿quién de los segadores es el secretario? Y el muy imbécil me contesta, con su cara de luna, que el secretario es uno que no lleva camisa. Yo le digo: límpiate los ojos, que los tienes cagados de moscas; en las segadoras, menos el abuelo, todos van sin camisa. Salió de debajo del coche, se restregó las dos rendijas de los ojillos, ¡y qué carcajada soltó! Yo miré y también me eché a reír: mientras yo regresaba al coche, el abuelo también se había quitada la camisa y el sombrero e iba delante de todos sin más ropa que los calzones, segando a todo meter; la calva le relucía, y el viento le echaba a la espalda las barbas blancas. Flotaba por la maleza, talmente como un cisne. Vaya, vaya, pensé: ¡qué moda urbana les ha traído el secretario del Comité de distrito! Correr en cueros vivos por la estepa, de un lado para otro, e incluso ha arrastrado a esta indecencia a un viejo carcamal… El mocetón con cara de luna me acompañó y me mostró quién era el secretario. Yo me acerqué a él por un costado de la segadora, me presenté y le dije que iba al Comité de distrito para conocerle; se echó a reír, hizo que pararan las bestias y me dijo: «Sube y conduce los caballos; segaremos y, al mismo tiempo, trabaremos conocimiento, camarada Nagúlnov». Eché del sillín al mozalbete que conducía, me senté en su sitio y arreé los caballos. Bueno, mientras dábamos cuatro vueltas al campo, nos conocimos… ¡Magnífica muchacho! Nunca hemos tenido un secretario semejante, «¡Ya os enseñaré yo, dijo, cómo se trabaja en Stávropol! Vosotros, llevaréis franjas en los pantalones, pero lo que es a segar, no nos ganáis», y se rió. Eso, le contesté yo, aún está por ver: al freír será el reír. Me preguntó un poco de todo, y luego me dijo: «Vuélvete a casa, camarada Nagúlnov, pronto iré a visitaros».

—¿Y qué más dijo? —inquirió Razmiótnov con vivo interés.

—Nada más de particular. ¡Ah, sí! Preguntó también por Joprov, si era o no activista. ¡Qué iba a serlo!, le dije, era un calamidad y no un activista.

—¿Y él qué dijo?

—Me preguntó: «Entonces, ¿por qué los mataron a él y a su mujer?» Yo le contesté: los kulaks pueden matar por muchas cosas, No les complacía, y lo mataron.

—¿.Qué respondió a eso?

—Chasqueó los labios, como si se hubiera comido una manzana agria, y no sé si observó algo o si carraspeó: «ejem, ejem», pero no dijo nada inteligible.

—¿De dónde sabía lo del matrimonio Joprov?

—¡Vete a saber! Seguramente, se lo han debido comunicar en la GPU del distrito.

Razmiótnov se fumó en silencio otro cigarrillo. Estaba tan embebido en sus pensamientos, que hasta se había olvidado del motivo que le trajera a casa de Nagúlnov. Al despedirse, miró a Makar de frente, a la cara, y le dijo sonriendo:

—Bueno, ¡ya está todo en su sitio dentro de mi cabeza! Mañana, en cuanto amanezca, me incorporaré a la primera brigada. No pases cuidado, Makar, que no me dará lástima doblar el espinazo para arrancar mala hierba. Y tú, por tu parte, me convidarás el domingo a media litro de vodka, ¡tenlo presente!

—Te convidaré y nos lo beberemos juntos, si escardas como es debido. Pero, mañana, lárgate para allá lo antes posible, da ejemplo a las mujeres de cómo hay que salir al trabajo. ¡Ea, buena suerte! —le deseó Makar, y abismóse de nuevo en la lectura.

Cerca de medianoche, en el silencio absoluto en que estaba sumido el caserío, oyeron Nagúlnov y el abuelo Schukar los primeros kikirikís, entusiasmándose, cada uno a su modo, con el armonioso canto de los gallos.

—¡Como en la catedral! —exclamó arrobado Schukar, farfulloso por lo intenso de la emoción.

—¡Como en una revista de caballería! —dijo Makar, mirando con ojos soñadores el ahumado cristal del quinqué.

Así surgió en Makar aquella extraña y singular afición, que estuvo a punto de costarle la vida.