La añoranza del trabajo manual abatía a Davídov. Todo su cuerpo, sano y fuerte, pedía con ansia trabajo, un trabajo que le hiciera sentir al atardecer una pesada y dulce fatiga en todos los músculos, y, por la noche, al llegar el deseado descanso, le sumiese de golpe en un sueño agradable, sin visión alguna.
Un día, Davídov pasó por la fragua a ver cómo iba la reparación de unas segadoras colectivizadas. El olor agriamargo del hierro al rojo y del carbón calcinado, el cantarín sonido del yunque, y los suspiros roncos, seniles y quejumbrosos del vetusto fuelle hicieron palpitar con fuerza su corazón. Durante unos minutos permaneció callado en la fragua en penumbra, beatíficamente cerrados los ojos, aspirando con fruición aquellos olores conocidos desde la infancia, tan conocidos, que causaba dolor recordarlos; luego, sin poder resistir la tentación, empuñó el martillo… Dos días estuvo trabajando de sol a sol, sin salir de la herrería. La comida se la traía la patrona. ¿Pero qué trabajo era aquél ni qué diablos? Cada media hora le distraían de su faena, se enfriaba el hierro en las tenazas, gruñía el viejo herrero Sídorovich, y el chiquillo de la fragua sonreía burlón, sin rebozo alguno, al ver que la mano de Davídov, cansada del esfuerzo, dejaba caer una y otra vez el lápiz en el piso de tierra y trazaba en los papeles que le traían, en lugar de letras claras, unos torpes y torcidos garabatos.
Maldijo Davídov aquellas condiciones de trabajo y, para no estorbar a Sídorovich, se marchó de la fragua, soltando para su coleto más ajos y tacos que un contramaestre de barco; sombrío, malhumorado, se encerró en la administración del koljós.
En realidad, se le iban los días enteros resolviendo sencillos, pero necesarios asuntos administrativos: comprobando las cuentas y los innumerables estadillos que le presentaba el contador, escuchando los informes de los jefes de las brigadas, examinando las solicitudes de los koljosianos, asistiendo a reuniones de producción; es decir, el tiempo se le escapaba en todas esas cuestiones sin las que sería imposible la existencia de una gran hacienda colectiva, pero que eran lo que menos le gustaba a Davídov de todo su trabajo.
Dormía mal por las noches; por las mañanas se despertaba siempre con dolor de cabeza, comía cuando y como se terciaba y hasta el anochecer no le abandonaba una sensación de incomprensible malestar, desconocida hasta entonces. De un modo imperceptible para él mismo, Davídov se había vuelto un poco abandonado y se irritaba sin motivo, cosa que no le ocurría antes; además, distaba mucho de ser el mozo gallardo y lucido de los primeros días de su llegada a Gremiachi Log. Y por si algo faltaba, aquella mujer, Lushka Nagúlnova, y sus pensamientos, de toda índole, en torno a ella… ¡En mala hora se había cruzado en su camino la muy condenada!
Mirando burlón con los ojos entornados el chupado rostro de Davídov, Razmiótnov le dijo una vez:
—¿Sigues adelgazando, Semión? Tienes la misma pinta de un toro viejo después de un mal invierno: pronto se te doblaran las piernas, y estás todo deslucido, desmadejado. ¿Es que estás pelechando? No mires tanto a nuestras mozas y sobre todo a las mujeres divorciadas. Eso es terriblemente malo para tu salud…
—¡Vete al diablo con tus consejos idiotas!
—No te sulfures. Te lo digo porque te aprecio.
—Siempre estás inventando estupideces, ¡eso es la pura verdad!
Lenta, pero intensamente, Davídov se iba poniendo colorado. Incapaz de dominar su turbación, empezó a hablar con desatino de otras cosas. Pero Razmiótnov no cejaba:
—¿Dónde te enseñaron a enrojecer de esa manera, en la flota o en la fabrica? No sólo te arde la cara, el cuello también se te pone encendido. ¿No tendrás colorado todo el cuerpo?… ¡Anda, quítate la camisa!
Al ver que en los turbios ojos de Davídov fulguraban unas chispas que no auguraban nada bueno, Razmiótnov cambió en seguida de conversación; bostezando de aburrimiento, se puso a hablar de la siega de la hierba, mirando a través de los entornados párpados con fingida somnolencia, pero la pícara sonrisa, bien porque no pudiera o porque, simplemente, no quisiera ocultarla bajo el blanquecino bigote, continuaba aflorando a sus labios.
¿Se sospechaba Razmiótnov las relaciones entre Davídov y Lushka o conocía la cosa a ciencia cierta? Lo más probable era lo último. Sí, desde luego, ¡estaba enterada de todo! ¿Cómo era posible mantener en secreto las relaciones aquellas, cuando la desvergonzada Lushka, en vez de ocultarlas, hacía alarde de ellas con toda intención? Por lo visto, el barato amor propio de Lushka se sentía halagado por la circunstancia de que ella, mujer repudiada del secretario de la célula del Partido, se había arrimado, sin que la rechazasen, no a un simple koljosiano, sino al presidente del koljós en persona.
Varias veces había salido de la administración del koljós en compañía de Davídov y, en contra de las severas costumbres del caserío, le había cogido del brazo y hasta había apretado ligeramente el hombro contra él. Davídov miraba en derredor como un animal acosado, temeros o de ver a Makar, pero no retiraba el brazo y caminaba a paso, corto, como un caballo trabado, acompasando su andar al de Lushka y tropezando a menudo en terreno llano… Los descarados chiquillos del caserío —cruel azote de enamorados— corrían en pos, haciendo toda clase de muecas y gritando con sus agudas vocecillas:
¡El novio y su amada
son de pasta agriada!
Se ejercitaban con verdadero arrebato en la declamación del absurdo dístico, variándolo sin cesar, y en tanto Davídov, bañado en sudor, recorría en unión de Lushka dos manzanas de casas, maldiciendo en su fuero interno a los chiquillos, a Lushka y su propia debilidad de carácter, la «pasta agriada» se convertía sucesivamente en espesa, insípida, mantecosa, dulce, etcétera, etcétera. Por fin, a Davídov se le agotaba la paciencia; con suavidad, aflojaba los dedos morenos de Lushka, aferrados a su codo, decía: «Perdona, pero no tengo tiempo, debo darme prisa», y se adelantaba a grandes zancadas. Pero no era tan fácil librarse de la persecución de los pegajosos chiquillos. Se dividían en dos grupos: unos se quedaban fastidiando a Lushka, y los otros escoltaban tenazmente a Davídov. Tan sólo había un medio eficaz para escapar del acoso. Davídov se acercaba al seto más próximo y hacía como que arrancaba una vara; al instante, los chiquillos desaparecían como si se los hubiera llevada el viento. Y únicamente entonces, el presidente del koljós quedaba pleno dueño de la calle y sus inmediaciones…
No hacía mucho, una medianoche oscura, Davídov y Lushka se habían tropezado con el guarda de un molino de viento que se encontraba fuera del caserío, en plena estepa. El guarda —un koljosiano muy viejo, llamado Vershinin— yacía en tierra, tapado con su zamarra, al pie de un montículo, antigua madriguera de unas marmotas. Al ver a la pareja que venía derecha hacia él, se levantó de pronto, en toda su talla, y gritó conminativo, al modo militar:
—¡Alto! ¿Quién vive? —y aprestó la escopeta, que, además de ser vieja, no estaba cargada.
—Gente de paz. ¡Soy yo, Vershinin! —contestó Davídov de mala gana.
Viró en redondo, arrastrando tras sí a Lushka, pero Vershinin les dio alcance, y dijo suplicante:
—¿No tendría usted, camarada Davídov, un poco de tabaco, aunque no sea más que para un cigarro? Cuando no fumo, estoy perdido, ¡rabio como si me dolieran las muelas!
Lushka no se volvió de espaldas, ni se apartó a un lado, ni se tapó la cara con el pañuelo. Estuvo observando tranquilamente cómo Davídov, precipitado, vertía tabaco de su bolsita, e, imperturbable, dijo:
—Vamos, Semión. Y tú, tío Nikolái, mejor será que vigiles a los ladrones, en vez de a los que en la estepa dan pasto a su amor. No toda la gente que pasea de noche es mala…
El tío Nikolái soltó una risita y, con familiaridad, dio unas palmadas a Lushka en el hombro:
—¿Sabes, querida Lushka?… los asuntos nocturnos son oscuros: unos dan pasto a su amor, y otros roban lo ajeno a más y mejor. Yo no soy más que guarda, y mi obligación es echar el alto a todo el mundo, guardar el molino, porque en él hay trigo koljosiano, y no estiércol. Bueno, se agradece el tabaco. ¡Que les vaya bien! Y que tengan suerte…
—¿A qué diablos te has puesto a hablar con él? Deberías haberte apartada, quizás no te hubiese reconocido —dijo Davídov, con manifiesta irritación, cuando se hubieron quedado solos.
—No tengo diez y seis años, ni soy una mocita virgen para que me dé vergüenza del primer viejo tonto que encuentre —repuso Lushka con sequedad.
—Pero, de todos modos…
—De todos modos, ¿qué?
—¿Qué necesidad tienes de exhibir todo esto como en una exposición?
—¿Acaso es él mi padre o mi suegro?
—No te entiendo…
—Pues haz un esfuerzo y entiéndeme.
Davídov no veía en la oscuridad, pero, por el tono de su voz, adivinó que Lushka se sonreía. Enojado por lo poco que preocupaba a la mujer su propia reputación y por su pleno desprecio a las normas de la decencia, exclamó con calor:
—¡Pero comprende, tontuela, que me preocupo por ti!
. Lushka le repuso, aún con mayor sequedad:
—No te esfuerces, que ya me las arreglaré solita. Preocúpate de ti.
—De mí también me preocupo.
Lushka se detuvo de pronto y se pegó a Davídov. En su voz había un maligno dejo de triunfo:
—¡Por ahí podías haber empezado, alma mía! Tan sólo te preocupas de ti, y te disgusta que te hayan visto de noche, a ti precisamente, con una mujer en la estepa. En cuanto al tío Nikolái, le importa un comino con quién te revuelcas por las noches.
—¿Qué es eso de «te revuelcas»? —se alborotó Davídov.
—¿Y qué otra cosa va a ser? El tío Nikolái conoce la vida, y sabe que no has venido aquí conmigo, en plena noche, a coger zarzamoras. A ti te da espanto lo que puedan pensar las buenas gentes, los honrados koljosianos de Gremiachi, ¿no es eso? ¡Yo te importo un pito! Si no fuera conmigo, vendrías al campo a refocilarte con otra. Pero quieres pecar de tapadillo, en la sombra, para que nadie se entere de tus andanzas. ¡Vaya un pájaro que estás hecho! Pero ten en cuenta, alma mía, que en la vida no siempre se pueden hacer las cosas de tapadillo. ¿No te da vergüenza? ¡Vaya un marinero! ¡A lo que hemos llegada! Yo no tengo miedo y tú lo tienes. Resulta que yo soy el hombre y tú eres la mujer, ¿no es así?
Lushka se inclinaba más a la broma que a la pelea, pero se veía que estaba muy dolida de la conducta de su amante. Luego de permanecer callada unos instantes, mirándole de soslayo con desprecio, se quitó rápidamente la falda de satén negra y dijo en tono de mandato:
—¡Desnúdate!
—¿Te has vuelto laca? ¿Para qué?
—Para que te pongas mi falda y yo me ponga tus pantalones. ¡Eso será lo justo! Según se comporta uno en esta perra vida, así debe ir vestido. ¡Venga, vivo!
Davídov se echó a reír, aunque se había ofendido por las palabras de Lushka y el cambio que se le proponía. Conteniendo a duras penas la ira acumulada en su pecho, repuso en voz baja:
—¡Déjate de travesuras, Lushkal Vístete y vámonos.
De mala gana, como con pereza, Lushka se puso la falda, se arregló los cabellos que habían escapado del pañuelo, y, de pronto, dijo con inesperada y profunda tristeza:
—¡Me aburro contigo, marinero sin chichas!
Fueron hasta el caserío sin pronunciar palabra. Se despidieron, también en silencio, en media del callejón. Davídov, mesurado, hizo una reverencia. Lushka inclinó apenas la cabeza y desapareció tras la puertecilla de la cerca como si se hubiera diluido en la tupida sombra del viejo arce…
Estuvieron sin verse varios días, y luego, una buena mañana, Lushka entró en la administración del koljós y esperó pacientemente en el zaguán hasta que se hubo marchado el último visitante. Davídov iba ya a cerrar la puerta de su despacho, pero vio a Lushka, La falda ceñida a las redondas rodillas, estaba sentada en el banco con las piernas muy abiertas, como un hombre, comía pepitas de girasol y sonreía plácidamente,
—¿Quieres pepitas, presidente? —preguntó con voz reidora y profunda. Sus finas cejas se movían levemente; sus ojos miraban con franca picardía.
—¿Por qué no estás en la escarda?
—Ahora mismo me encamino allá; ya ves, voy de trapillo. Me he acercado un momento para decirte… Ve hoy al pastizal en cuanto anochezca… Te esperaré junta a la era de los Leónov, ¿sabes dónde está?
—Lo sé.
—¿Vendrás?
Davídov asintió en silencio y cerró bien la puerta.
Estuvo largo rato sentado a la mesa en sombría meditación, apoyadas las mejillas en los puños, fija la mirada en un punto. ¡Tenía en qué pensar!
Antes del primer disgusto con ella Lushka, entre dos luces, había estado un par de veces en su casa; después de permanecer allí un rato, había dicho en voz alta:
—¡Acompáñame, Semión! Empieza a oscurecer y me da miedo ir sola. ¡Me da mucho miedo! Desde niña soy terriblemente asustadiza, desde pequeña me espanta la oscuridad…
Davídov tarda el gesto, señalando con los ojos hacia el tabique de tablas, tras el que la patrona —mujer devota y vieja— gruñía descontenta, bufanda como un gato y haciendo ruido con la vajilla, mientras preparaba la cena para el marido y Davídov. El fino y avezado oído de Lushka percibía con claridad el silbante murmullo de la patrona:
—¡Que tiene miedo! ¡Es el mismo Satanás, y no una mujer! Será capaz de encontrar a tientas, en las tinieblas del otro mundo, a un diablo joven, sin esperar a que él venga a buscarla. ¡Perdóname, Señor, mi gran pecado! ¡Miedosa ella! ¡Como que tú te asustas de oscuridades, mala pécora! Sí, sí…
Al oír aquellas palabras tan poca halagüeñas para su persona, Lushka se limitó a sonreír, ¡No era ella mujer que perdiese el humor por la mala lengua de cualquier vieja beata! ¡A ella se le daba un bledo de aquella casta y babosa santurrona! En su breve vida de casada, la intrépida Lushka se había visto en situaciones mucho más difíciles y había tenido que sostener batallas mucho más encarnizadas con las mujeres de Gremiachi. Oía nítidamente cómo murmuraba la patrona al otro lado de la puerta, llamándola libertina y amiga de hacer favores. ¡Santo Dios!, ¿qué eran aquellas palabras, relativamente inofensivas, en comparación con las que había tenido que oír, y aún más decir, en las grescas con las mujeres ofendidas por ella, cuando buscaban pelea y la acometían con los más escogidos insultos de su repertorio, suponiendo, en su ciega ingenuidad, que sólo ellas podían amar a sus maridos? En todas las ocasiones, Lushka sabía defenderse y siempre daba a sus enemigas la debida respuesta. Nunca, cualesquiera que fuesen las circunstancias, se arredraba, siempre tenía en la punta de la lengua una palabra mordaz, y huelga decir que no había en el caserío celosa alguna capaz de avergonzarla ante la gente, arrancándole el pañuelo de la cabeza… A pesar de todo, decidió darle una lección a la vieja, sencillamente para poner las cosas en su sitio, ateniéndose a un precepto de su vida: ser ella quien dijese la última palabra.
El día de su segunda visita se detuvo un momento en la habitación de la patrona —por la que había que pasar forzosamente—, dejando que Davídov siguiera adelante, y cuando éste hubo salido al zaguán y bajado de prisa la crujiente escalera de la terracilla, Lushka, con el aire más inocente del mundo, volvió su rostro hacia la anciana. Sus cálculos resultaran exactos. La vieja Filimónija se pasó la lengua por los labios, ya de por sí húmedos, y, sin tomar aliento, le espetó:
—¡Pero qué sinvergüenza eres, Lushka, en la vida he visto una como tú!
Lushka bajó los ojos con la mayor modestia, y se detuvo en media de la estancia como abatida por el arrepentimiento y abismada en la meditación. Tenía unas pestañas muy largas, negras, que parecían pintadas, y cuando las dejó caer, una profunda sombra se extendió por sus pálidas mejillas.
Engañada por aquella fingida humildad, la Filimónija dijo quedo, ya más conciliadora:
—Compréndelo tú misma, ¿acaso está bien que tú, una mujer casada, bueno, aunque sea divorciada, te presentes en el cuarto de un hombre soltero, y además de noche? ¡Qué desfachatez se necesita para hacer estas cosas a la vista de la gente! Recapacita y ten decoro, ¡por los clavos de Cristo!
Tan bajito y con tanta melosidad como la patrona, Lushka repuso:
—Cuando Dios Nuestro Señor, todopoderoso salvador… —Lushka calló expectante, y unos segundos después alzó los ojos, que centellearon malignes en la penumbra.
La devota patrona, al oír el nombre de Dios, inclinó piadosamente la cabeza y se puso a santiguarse con rapidez. Y entonces fue cuando Lushka continuó triunfante, pero ya con voz hombruna, grosera y ruda:
—Cuando Dios repartió la vergüenza entre la gente, yo no estaba en casa; andaba de jarana, divirtiéndome con los mozos, dándoles besos y abrazos. Y no me tocó en el reparto ni tanto así de vergüenza, ¿te enteras? ¿Por qué has abierto tanta la boca que no puedes cerrarla? Y ahora, oye mi mandato: hasta que tu pupilo no vuelva a casa, mientras esté sufriendo conmigo, reza por nosotros, pecadores, ¡vieja yegua!
Lushka salió majestuosa, sin dignarse dirigir a la patrona —pasmada, muda de asombro, apabullada por completo— ni una mirada de desprecio. Davídov, que la esperaba al pie de la terracilla, inquirió con recelo:
—¿De qué hablabais, Lushka?
—De Dios, sobre todo —repuso Lushka, riendo por lo baja y apretándose contra Davídov: había aprendido de su antiguo marido a zafarse con una broma de las conversaciones que no deseaba.
—No, en serio, ¿qué era lo que murmuraba la vieja? ¿No te ha ofendido?
—Esa no es capaz de ofenderme a mí, le faltan posebilidades para eso. Y si rezonga es porque esta celosa: tiene celos de mí, porque te quiere, ¡picadillo de viruelas mío! —volvió a bromear Lushka.
—Sospecha de nosotros, ¡eso es la pura verdad! —Davídov, desolado, meneó la cabeza—. No debías haber venido, ¡ésa es la cuestión!
—¿Te da miedo de la vieja?
—¿Por qué me lo va a dar?
—Bueno, si eres un mozo tan templado, ¡no vale la pena gastar más saliva en el asunto!
Difícil era convencer de algo a la caprichosa y extravagante Lushka. Y Davídov, deslumbrado, como por un relámpago, por aquel gran sentimiento que le había acometido de pronto, había pensada más de una vez, en serio, que era preciso confesarlo toda a Makar y casarse con Lushka para salir al fin de aquella equívoca situación que él mismo se había creado y terminar con todos los chismes que pudiesen surgir en torno a su persona. «¡Yo la reeducaré! ¡La ataré corto y dejará de hacer tonterías! La incorporaré a las actividades sociales, la convenceré de que debe estudiar, y si hace falta sabré obligarla. Llegara a ser una mujer de provecho, ¡eso es la pura verdad! No es tonta, y sus arrebatos se le pasarán, yo la enseñaré a no desmandarse. Yo no soy Makar, ella y Makar no podían entenderse, chocaban como guadaña y piedra, pero yo tengo otro carácter, yo sabré entrarle» —pensaba vanidoso Davídov, exagerando sus posibilidades y las de Lushka.
El día en que habían quedado en verse junto a la era de los Leónov, Davídov, después de comer, empezó ya a mirar el reloj. Grande fue su asombro, y al instante, su cólera, cuando, una hora antes de la convenida para la cita, oyó y reconoció los ligeros pasos de Lushka por la terracilla y luego su voz sonora:
—¿Está en su cuarto el camarada Davídov?
Ni la patrona ni su viejo marido, que en aquel momento se encontraban en casa, contestaran nada. Davídov cogió la gorra con rapidez, se lanzó hacia la puerta y se dio de manos a boca con la sonriente Lushka. Ella se apartó. En silencio, salieron a la calle.
—¡No me gustan estos caprichos! —manifestó Davídov con rudeza e incluso apretó los puños, ahogándose de rabia—. ¿Para qué has venido aquí? ¿Dónde habíamos quedado en vernos? Contesta, ¡así te lleve el diablo!
—¿Por qué me gritas? ¿Es que yo soy tu mujer o tu cochero? —preguntó a su vez Lushka, sin perder el aplomo.
—¡Déjate de tonterías! Yo no grito, pregunto. Lushka se encogió de hombros y dijo con una calma que sacaba de quicio:
—Bueno, si preguntas sin gritos, eso ya es otra cosa. Te echaba de menos y he venido antes de la hora. Tú, seguramente, te alegrarás, estarás contento…
—¡Qué diablos voy a estar contento! Ahora, mi patrona se pondrá a cotillear por todo el caserío. ¿Qué le dijiste el otro día que ni siquiera me mira, no hace más que refunfuñar y me da de comer porquerías en lugar de la habitual sopa de coles? ¿Conque hablasteis de Dios, eh? Buena conversación divina sería, si en cuanto se te mienta, le entra hipo y se pone azul como una ahogada. ¡Eso es la pura verdad, te lo digo yo!
Lushka se echó a reír a carcajadas, y era su risa tan juvenil y desbordante, que a Davídov se le ablandó el corazón. Pero esta vez no estaba para bromas, y cuando ella, mirándole con ojos rientes, humedecidos por las lágrimas, volvió a preguntarle:
—¿Dices que le entra hipo y se pone azul? ¡Se lo merece la beatona! Que no meta las narices donde no le importa. ¡Imagínate, como si le pagaran por seguir todos mis pasos!
Davídov la interrumpió con frialdad:
—¿A ti te da lo mismo lo que pueda propalar por el caserío acerca de nosotros?
—Que lo haga, si es que le sirve de provecho —repuso Lushka despreocupada.
—Pues si a ti te da igual, a mí no me da lo mismo ni mucho menos, ¡eso es la pura verdad! ¡Basta ya de hacer tonterías y alardear de nuestras relaciones! Si quieres, mañana mismo hablo con Makar y nos casamos, o nos separamos y cada uno tira por su lado. Yo no puedo vivir así, permitir que me señalen con el dedo: ahí va el presidente, el galán de Lushka. Y tú, con tu descaro, estás minando mi autoridad, ¿te enteras?
Roja de ira, Lushka apartó a Davídov de un fuerte empellón y dijo, mordiendo las palabras;
—¡Vaya un novio que me ha salido! ¿Para qué diablos necesito yo a un cobardón baboso como tú? ¡Como que voy a casarme contigo! ¡Estás listo! Le da vergüenza ir conmigo por el caserío, y aún dice: «¡Vamos a casarnos!» Tiene miedo de todo, mira a todos asustado, hasta de los chiquillos escapa como un loco. Vete con tu autoridad al pastizal, detrás de la era de los Leónov, y revuélcate allí en la hierba tú solo, ¡katsap[7] desgraciada! Creía que eras un hombre como es menester, y eres parecido a mi Makar: el uno no tiene más que la revolución mundial en la cabeza, el otro, la autoridad. Con vosotros, cualquier mujer se morirá de aburrimiento.
Lushka calló unos instantes, y de pronto dijo con una voz inesperadamente cariñosa, trémula de emoción:
—¡Adiós, Semión mío!
Estuvo parada unos segundos, como indecisa; luego, se volvió con rapidez y se alejó de prisa por el callejón.
—¡Lushka! —la llamó Davídov con voz ahogada.
Tras la esquina, como una chispa, brilló por un instante el blanco pañuelo de Lushka, y se apagó en la oscuridad. Pasándose la mano por el rostro, que le ardía, Davídov permaneció inmóvil, sonriendo desconcertado y pensando: «Vaya un momento que has ido a elegir para proponerle el matrimonio. ¿No querías casarte? Pues toma casorio, pedazo de alcornoque, ¡eso es la pura verdad!»
El disgusto iba en serio. En realidad, aquello no era un disgusto, ni siquiera una riña, sino algo parecido a una ruptura. Lushka evitaba tenazmente encontrarse con Davídov. Pronto él se mudó de casa, pero ni aun este hecho, que indudablemente llegó a conocimiento de Lushka, la impulsó a la reconciliación.
«Bueno, ¡que se vaya al diablo, ya que es tan psicológica!» —pensaba Davídov con rencor, perdidas definitivamente las esperanzas de ver a solas a su amada. Pero una gran amargura le oprimía el corazón, y su alma estaba sombría, anubarrada, como un lluvioso día de octubre. Por lo vista, en poca tiempo, Lushka había sabido hallar la senda que conducía al sencillo corazón de Davídov, no curtido en lides de amor…
Cierto que en la ruptura que se vislumbraba había también sus lados positivos: en primer lugar, ya no sería preciso tener una penosa explicación con Makar Nagúlnov, y en segundo lugar, a partir de entonces, nada amenazaría la férrea autoridad de Davídov, alga quebrantada por su conducta, inmoral hasta cierto punto. Sin embargo, todas estas venturosas consideraciones reportaban al desdichado Davídov bien poco consuelo.
En cuanto se quedaba a solas consigo mismo, se ponía, sin darse cuenta de ello, a escudriñar el pasado con ojos que no veían y sonreía, con soñadora añoranza, al recordar el grato aroma de los labios de Lushka, siempre secos y trémulos, y sus ojos ardientes, que cambiaban sin cesar de expresión.
¡Maravillosos eran los ojos de Lushka Nagúlnova! Cuando miraba con la cabeza un poco gacha, algo conmovedor, de infantil desamparo, se traslucía en su mirada, y en tales momentos, más bien parecía una muchachita que una mujer con gran experiencia de la vida y los placeres del amor. Pero un minuto más tarde, después de arreglarse con leve roce de los dedos el impoluto pañuelo, pasado por azulete, echaba hacia atrás la cabeza, mirando burlona, y sus ojos malignos, de un brillo mate, eran ya francamente cínicos y parecían saberlo toda.
Aquella facultad de momentánea transformación no era en Lushka un dominio absoluta de todos los secretos de la coquetería, sino, sencillamente, un don de la naturaleza. Al menos así le parecía a Davídov. En su ceguera amorosa, no veía que la prenda de su corazón era mujer muy pagada de su persona, quizás más de la cuenta, e, indudablemente, enamorada de sí misma. Muchas eran las cosas que no veía Davídov.
Una vez, en un arrebato de lírica amor, al besar las mejillas de Lushka, ligeramente untadas de crema, dijo:
—¡Lushka mía, eres como una flor! Hasta tus pecas huelen bien, ¡eso es la pura verdad! ¿Sabes a qué huelen?
—¿A qué? —preguntó ella intrigada, mientras se incorporaba un poco, apoyándose en un codo.
—A algo fresco y lozano; bueno, a rocío o cosa así… Bueno, como las campanillas, con olor apenas perceptible, pera aromosa.
—Así tiene que ser —aseguró Lushka con dignidad y muy en serio.
Davídov calló unos instantes, desagradablemente sorprendido por aquella presunción sin recato, y luego preguntó:
—¿Y por qué tiene que ser así?
—Porque soy guapa.
—Según tú, ¿todas las guapas huelen bien?
—No diré que todas, no lo sé. Yo no me he puesto a olfatearlas. ¡A mí qué me importan las demás!, yo hablo de mí misma, tonto, No todas las guapas tienen pequitas como las que yo tengo, que huelen a campanillas blancas.
—Eres una presuntuosa, ¡eso es la pura verdad! —repuso Davídov con pena—. Para que te enteres, te diré que tu cara no huele a campanillas blancas, sino a rábano con cebolla y aceite.
—Si es así, ¿por qué la besuqueas?
—Me gusta el rábano con cebolla…
—Dices, Semión, toda clase de vaciedades, como un chiquillo —replicó Lushka descontenta.
—Con los listos hay que proceder con listeza, ¿entiendes?
—El listo, inclusa cuando esta con un tonto, es listo, mientras que el tonto, incluso estando con un listo, continúa siendo tonto —le devolvió Lushka la pelota.
Entonces, sin motivo alguno, regañaron también, pero aquélla fue una riña pasajera, que terminó, unos minutos más tarde, con la más plena reconciliación. Otra cosa era lo de ahora. Todos los instantes vividos con Lushka le parecían magníficos, pero pertenecientes a un pasado lejano que no habría de volver jamás. Perdida la esperanza de verla a solas para tener una explicación con ella y aclarar el cariz que habían tomado sus relaciones, Davídov se apenó seriamente. Encomendó a Razmiótnov que se ocupara de los asuntos del koljós, en sustitución suya, y se dispuso a incorporarse por tiempo indefinido a la segunda brigada, que ponía en cultivo las barbecheras de mayo en uno de los más alejados sectores de las tierras koljosianas.
No era aquél un viaje motivado por necesidades del trabajo, sino la vergonzosa fuga de un hombre que quería y temía al propio tiempo el inminente desenlace de sus amoríos. Davídov se daba perfecta cuenta de todo esto, al observarse, de vez en cuando, como un espectador imparcial, pero tenía los nervios de punta y prefirió marcharse del caserío, considerando que sería aquello lo mejor para él, aunque sólo fuese por la simple razón de que así no vería a Lushka y podría vivir algunos días con relativa tranquilidad.