Capítulo II

Yákov Lukich se despertó cuando ya había salido el sol. En cosa de una hora se las había arreglado para tener multitud de sueños, a cual más absurdo e indecente.

Soñó, entre otras cosas, que se hallaba en la iglesia ante el atril, joven, engalanado con traje de novio, y junto a él, con largo vestido de novia y envuelto, como por una nube blanca, en un velo nupcial, zapateaba briosamente Liatievski, lanzándole miradas entre lascivas y burlonas y guiñándole a cada instante el ojo de un modo provocador y desvergonzado. Yákov Lukich le dijo: «Vaclav Avgustovic, tú y yo no podemos casamos, pues, aunque flojillo, eres un hombre al fin y al cabo. ¿Dónde se ha visto cosa igual? Además, yo estoy casado. Vamos a decírselo todo al pope, ¡antes de que eche la bendición y nos convierta en el hazmerreír de la gente!» Pero Liatievski tomó con su mano fría la de Yákov Lukich e, inclinándose hacia él, le deslizó confidencialmente al oído: «¡No le digas a nadie que eres casado! ¡De mí, querido Yákov, saldrá una esposa que te dejará pasmado!» «¡Vete al diablo, tuerto imbécil!» —quiso gritar Yákov Lukich, intentando arrancar su mano de la de Liatievski, pero sin conseguirlo: Liatievski tenía los dedos fríos, duros como el acero, y la voz de Yákov Lukich, ¡cosa extraña!, no se oía, y sus labios parecían como hechos de algodón… Yákov Lukich lanzó un escupitajo de rabia y se despertó: fina saliva espesa, pegajosa, manchaba su barba y la funda de la almohada…

Apenas si había hecho la señal de la cruz y susurrado «santo, santo», ya estaba soñando de nuevo que su hijo Semión, Agafón Dubtsov, otros hombres del caserío y él vagaban por una inmensa plantación, recogiendo tomates, vigilados por unas capataces jóvenes, vestidas de blanco. Tanto el propio Yákov como todos los cosacos que le rodeaban iban en cueros vivos, pero nadie, de no ser él, se avergonzaba de su desnudez. Dubtsov, que se hallaba de espaldas, se inclinaba sobre una mata de tomates, y Yákov Lukich, ahogándose de risa e indignación, le decía: «¡Oye, no te agaches tanto, capón con pintas! Al menos, ¡te debía dar vergüenza de las mujeres!»

¡Turbado, Yákov Lukich recogía también tomates, en cuclillas, con una sola mano, con la derecha, pues la otra la tenía donde suelen ponérsela los bañistas desnudos al entrar en el agua…

Cuando se hubo despertado, Yákov Lukich permaneció largo rato sentado en el lecho, ausente la mirada, atónito, los ojos reflejando espanto. «Estos puercos sueños no auguran nada bueno. ¡Me ocurrirá una desgracia!» —decidió para su coleto, sintiendo en el corazón un peso desagradable y escupiendo de asco, ya bien despierto, ante el solo recuerdo de lo que acababa de ver en sueños.

Abatido por los más sombríos pensamientos, se vistió y ofendió de obra al gato, que se le había acercado cariñoso; mientras desayunaba, llamó sin motivo alguno «imbécil» a su mujer, y a la nuera, que se había mezclado inoportunamente en una conversación sobre asuntos domésticos, llegó a amenazarla con la cuchara, como si en vez de una mujer hecha y derecha fuese una niña pequeña. La irascibilidad del padre regocijó a su hijo Semión; poniendo cara de tonto asustado, guiñó el ojo a su mujer, que se agitó toda a impulsos de la risa contenida. Esto acabó de sacar de sus casillas a Yákov Lukich: tiró la cuchara sobre la mesa y gritó con voz que la ira quebraba:

—¡Reíos, reíos, puede que pronto tengáis que llorar!

En señal de protesta intentó levantarse de la mesa, sin haber terminado de desayunar, pero con tan mala fortuna que apoyó la mano en el borde de la escudilla y se vertió sobre los pantalones la caliente sopa de coles que en ella quedaba. La nuera se tapó la cara con las manos y salió disparada al zaguán. Semión continuó sentado a la mesa, la cabeza abatida sobre los brazos; pero su musculosa espalda se estremecía y sus omoplatos de acero subían y bajaban de la risa. Hasta la mujer de Yákov Lukich, eternamente seria, dejó escapar la carcajada.

—¿Qué te pasa hoy, padre? —preguntó riendo—. ¿Te has levantado con el pie izquierdo o has tenido algún mal sueño?

—¿De dónde lo sabes tú, vieja bruja? —gritó Yákov Lukich, fuera de sí, y se levantó de la mesa como impelido por un resorte.

En la puerta de la cocina se enganchó en un clavo que sobresalía de una jamba y se desgarró hasta el codo la camisa nueva de satén. Volvió a su habitación y se puso a buscar en el arca otra camisa, pero la tapa, mal apoyada contra la pared, cayó y, grávida, le dio un sonoro golpe en la coronilla.

—¡Maldita sea! ¡Vaya día! —exclamó furioso Yákov Lukich, dejándose caer, sin fuerzas, sobre un taburete y palpando con cuidado el morrocotudo chichón que le había salido.

Se mudó de ropa en un periquete, cambió por otros los pantalones empapados de sopa de coles y la desgarrada camisa, pero, como estaba nervioso y se daba mucha prisa, se le olvidó abrocharse la bragueta. Con aspecto tan poco presentable llegó Yákov Lukich a las inmediaciones de la administración del koljós, maravillándose para sus adentros de que todas las mujeres que encontraba en su camino sonrieran de un modo enigmático al saludarle y volvieran rápidamente la cabeza hacia otro lado. Su asombro fue disipado, sin ceremonias, por el abuelo Schukar, que iba a su encuentro a pasito corto.

—¿Qué, te estás haciendo viejo, querido Yákov Lukich? —le preguntó compasivo, deteniéndose.

—¿Y tú qué, te vuelves joven? ¡Pues no se te nota! Tienes los ojos colorados como un conejo, y llenos de lágrimas.

—Los ojos me lloran de la letura nocturna. A mis años, leo y adquiero diversa instrucción superior, pero voy con decencia; en cambió tú te has vuelto olvidadizo, talmente como un viejo…

—¿De qué me olvido yo?

—Te has olvidado de cerrar la puerta de tu corral. Se te va a escapar el ganado…

—Semión la cerrará —repuso Yákov Lukich distraído.

—Esa puerta no te la cerrará Semión…

Acometido por un desagradable barrunto, Yákov Lukich bajó los ojos y lanzó una exclamación de sorpresa; sus dedos se movieron diligentes. Como remate de todas las desgracias y males que se abatieron sobre él en aquella malhadada mañana, al llegar al patio de la administración, Yákov Lukich pisó una patata dejada caer por alguien, la aplastó, dio un resbalón y cayó cuan largo era.

¡Aquello era ya demasiado, y nada ocurría por casualidad, no! El supersticioso Yákov Lukich estaba profundamente convencido de que le acechaba una gran desgracia. Pálido, trémulos los labios, entró en el despacho de Davídov y dijo:

—Me he puesto enfermo, camarada Davídov; permítame que hoy falte al trabajo. El encargado del almacén me sustituirá.

—Mala cara tienes, Lukich —le respondió Davídov con lástima—. Vete y descansa. ¿Irás tú mismo a ver al practicante o te lo mando a casa?

Yákov Lukich hizo un ademán de desaliento:

—Lo que tengo no me lo puede quitar el practicante; me curaré yo solo…

Ya en casa, mandó cerrar las maderas de las ventanas, desnudóse y se metió en la cama a la paciente espera de la desgracia que había de venir… «¡Y todo por culpa de este maldito Poder! —gruñía para sus adentros—. ¡Ni de día ni de noche me deja tranquilo! Por las noches tengo unos sueños idiotas, que jamás vi en los viejos tiempos; durante el día, las desgracias se suceden como salchichas enristradas… Con este Poder no viviré yo los días que me ha señalado el Señor. ¡Hincaré el pico antes de tiempo!»

Sin embargo, los angustiosos temores de Yákov Lukich fueron vanos aquel día: la gran desgracia se entretuvo en alguna parte y no llegó hasta dos días más tarde, y por donde menos la esperaba él…

Antes de acostarse, Yákov Lukich se metió en el cuerpo, para darse ánimos, un vaso de vodka; aquella noche durmió tranquilo, sin sueños, y por la mañana, sintiéndose de buen ánimo, pensó jubiloso: «¡Ya ha pasado el peligro!» El día aquel transcurrió en el afanoso ajetreo cotidiano, pero al siguiente, que era domingo, observó antes de cenar que su mujer estaba alarmada por algo, y le preguntó:

—¿Qué te pasa, madre? Te encuentro un poco trastornada… ¿Se ha puesto mala la vaca? Ayer yo también me di cuenta de que estaba tristona, cuando volvía del pastizal.

El ama de la casa se dirigió al hijo:

—Semión, vete por una hora; tu padre y yo tenemos que hablar…

Peinándose ante el espejo, Semión rezongó descontento:

—¿Qué secretos son esos que os traéis todos? En la habitación grande, esos amigos del padre, que el diablo nos ha colgado del cuello, están cuchicheando día y noche; aquí, vosotros… Pronto, con vuestros secretos, no se podrá vivir en esta casa. Esto, en vez de casa, es un convento de monjas: no se oyen más que bisbiseos y murmullos.

—¡Eso a ti no te importa, cabeza de chorlito! —montó en cólera Yákov Lukich—. ¿Te han dicho que te vayas?, ¡pues vete! Muy charlatán te estás volviendo… Ten cuidado y no muevas la lengua, ¡que es muy fácil hacer que te la muerdas!

Semión enrojeció al punto, volvióse hacia su padre y dijo con voz sorda:

—Usted, padrecito, ¡no amenace tanto! En la familia no hay gente miedosa ni niños pequeños. No vaya a ser que, si empezamos por amenazarnos unos a otros, acabemos todos mal…

Y se fue, dando un portazo.

—Ahí tienes a tu hijito, ¡recréate! ¡Vaya un valiente que nos ha salido el hijo de perra! —exclamó colérico Yákov Lukich.

La mujer, que nunca había entrado en disputas con el marido, le dijo moderada:

—Todo depende, Lukich, de cómo se consideren las cosas. A nosotros, esos parásitos de tus pupilos tampoco nos regocijan gran cosa. Estamos siempre tan en vilo, con tanto temor, que es imposible aguantarlo. Cuando menos se piense, pueden hacernos un registro las autoridades del caserío, ¡Y, entonces, estamos perdidos! Esto no es vida, es un continuo sobresalto; nos asusta el menor ruido, temblamos cada vez que llaman a la puerta. ¡A nadie le dé el Señor una vida como ésta! Cuando pienso en ti y en Semión, me duele el alma. Como se sepa lo de nuestros inquilinos, los prenderán y se os llevarán a vosotros también. Y entonces, ¿qué vamos a hacer solas nosotras, las mujeres? ¿Pedir limosna por esos mundos?

—¡Basta! —la interrumpió Yákov Lukich—. No necesito tus consejos ni los de Semión, yo sé lo que me hago. ¿De qué querías hablarme? ¡Desembucha!

Cerró herméticamente las dos puertas y se sentó muy cerca de su mujer. Al principio, la escuchó sin denotar la inquietud que le embargaba, pero cuando ella daba ya fin a su relato, perdido el dominio de sí mismo, se levantó del banco de un salto y se puso a andar agitadamente por la cocina, murmurando desconcertado:

—¡Estamos perdidos! ¡Me ha buscado la ruina mi propia madrecita! ¡Me ha dejado sin cabeza!

Algo más tranquilo, se bebió, uno tras otro, dos jarrillos de agua y, sumido en tristes pensamientos, se derrumbó sobre el banco.

—¿Qué vas a hacer ahora, padre?

Yákov Lukich no respondió a la pregunta de su mujer. Ni la había oído siquiera…

Por el relato de su mujer se había enterado de que poco atrás se habían presentado cuatro viejas, rogando con insistencia que les dejasen ver a los señores oficiales. Las viejas estaban impacientes por saber cuándo los oficiales, con la ayuda de Yákov Lukich, su protector, y otros cosacos de Gremiachi Log, darían comienzo a la sublevación y derribarían al impío Poder soviético. En vano les aseguró la mujer de Yákov Lukich que en la casa no había habido ni había oficial alguno. En respuesta, la abuela Loschílina, jorobada y maligna, le soltó iracunda: «¡Muy joven eres tú, madrecita, para decirme mentiras a mí! Tu misma suegra nos ha asegurado que unos oficiales viven con vosotros, desde el invierno, en la habitación grande. Sabemos que se esconden de la gente, pero nosotras no hablaremos a nadie de ellos. ¡Llévanos a donde está el jefe, ese que se llama Alexandr Anísimovich!»

…Al entrar a ver a Pólovtsev, Yákov Lukich sentía aquel estremecimiento de temor que tan bien conocía ya. Seguro de que Pólovtsev, al enterarse de lo que ocurría, se pondría furioso y se le irían las manos, esperaba el castigo, sumiso y tembloroso como un perro. Pero cuando le hubo referido, a trompicones por la emoción, mas sin ocultar nada, todo lo que había oído de labios de su mujer, Pólovtsev se limitó a sonreír irónico.

—¡Vaya, buenos conspiradores estáis hechos!… En fin, era de esperar. ¿Quiere decir, Lukich, que nos la ha jugado tu madrecita? ¿Qué crees que debemos hacer ahora?

—¡Tienen ustedes que marcharse de mi casa, Alexandr Anísimovich! —dijo Yákov Lukich con decisión, animado por la acogida.

—¿Cuándo?

—Cuanto antes, mejor. No hay que pensado mucho.

—Eso no hace falta que me lo digas. ¿Y a dónde?

—No lo sé. ¿Y dónde está el camarada…? ¡Perdone, por favor, la equivocación! ¿Dónde está el señor Vaclav Avgustovic?

—Ha salido. Vendrá mañana por la noche; lo esperarás cerca del huerto. ¿Atamánchukov vive también en la linde del caserío? Pues allí pasaré unos cuantos días, contados… ¡Llévame!

Llegaron, ocultándose sigilosos, y, antes de separarse, Pólovtsev le dijo a Yákov Lukich:

—Bueno, ¡que sigas bien, Lukich! Piensa con respecto a tu madrecita… Puede echar a rodar todo nuestro asunto. .. Piensa en ella… Espera a Liatievski y dile dónde me encuentro ahora.

Abrazó a Yákov Lukich, le rozó con sus labios resecos la mejilla, áspera, cubierta de pelambre, y, confundiéndose con la pared de la casa, sin enjalbegar hacía tiempo, se desvaneció…

Yákov Lukich volvió a casa y, cuando se hubo acostado, empujó a la mujer hacia la pared, con rudeza desacostumbrada, y le dijo:

—Oye, tú… no le des más de comer a la madre… ni agua tampoco… De todos modos, si no hoy, mañana, se tiene que morir…

La mujer de Yákov Lukich, que había pasado con él largos años de una vida muy azarosa, exclamó horrorizada:

—¡Yákov! ¡Lukich! ¡Pero si tú eres su hijo!

Y entonces Yákov Lukich, por vez primera en su cordial vida en común, dio un fuerte revés a su mujer, diciéndole con voz sofocada y ronca:

—¡A callar! ¡Bien cara nos va a salir! ¡A callar! ¿Quieres ir al destierro?

Yákov Lukich se levantó pesadamente, le quitó al arca el candado, no muy grande, salió con sigilo al cálido zaguán y cerró la puerta de la habitación de su madre.

La vieja había oído sus pasos. Desde hacía ya mucho tiempo, estaba acostumbrada a reconocerle por ellos. ¿Cómo no iba a haber aprendido a distinguir, incluso a distancia, las pisadas del hijo? Hacía más de cincuenta años, ella, a la sazón cosaca joven y guapa, prestaba atención, con jubilosa sonrisa, interrumpiendo los quehaceres de la casa o de la cocina, al ruido que hacían al deslizarse inseguros y con pausas, por el suelo de la habitación contigua, los piececillos desnudos de su primogénito, de su querido hijito Yáshenka, que poco antes andaba todavía a gatas. Más tarde oía el golpeteo de los piececitos de Yáshenka, que repiqueteaban saltarines en los escalones de la terracilla cuando el pequeño volvía de la escuela. Entonces era alegre y vivaracho como un cabritillo. No recordaba haberle visto nunca andar a aquella edad, corría tan sólo, pero no como los demás, sino dando brincos, como un cabritillo precisamente… Uno tras otro transcurrieron años de vida, de una vida igual que la de todos —rica en largos pesares, pobre en breves alegrías—, y hete aquí que la madre, ya de edad madura, prestaba oído descontenta, por las noches, a las leves y quedas pisadas del hijo, de Yasha, mozo garrido y despierto, de quien ella se enorgullecía en secreto. Cuando volvía tarde de rondas y bailes, parecía que sus plantas no tocaban las tablas del piso, ¡tan alado y rápido era su juvenil andar! Sin que ella se apercibiera, el hijo se hizo hombre y cabeza de familia. Su andar se tornó más pesado y seguro. Hacía ya tiempo que resonaban por la casa los pasos del amo y marido, hombre ya maduro, casi un viejo, mas para ella continuaba siendo Yáshenka y, con frecuencia, le veía en sueños chiquitín, despabilado, de rubios cabellos claros…

Aquella vez, al oír sus pasos, preguntó con voz sorda y cascada:

—Yasha, ¿eres tú?

El hijo no respondió. Estuvo unos instantes parado ante la puerta y salió presuroso al patio. Entre sueños, la vieja pensó: «¡Buen cosaco he parido y buen amo he criado, gracias a Dios! Mientras todos duermen, él sale al corral, se cuida de la hacienda». Y una sonrisa de orgullo maternal retozó en sus labios descoloridos, resecos…

A partir de la noche aquella, en la casa empezaron malas jornadas…

Extenuada, sin fuerzas, la vieja vivía aún; suplicaba que le dieran aunque no fuese más que un pedazo de pan y un sorbo de agua, y Yákov Lukich, al pasar por el zaguán, sigiloso como un ladrón, oía su ahogado susurro, casi imperceptible ya:

—¡Yáshenka! ¡Hijo mío querido! ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¡Dadme un poco de agua siquiera!

…Todos rehuían permanecer en la espaciosa vivienda. Semión y su mujer pasaban el día y la noche en el patio, y la mujer de Yákov Lukich, cuando los quehaceres domésticos la obligaban a entrar en la casa, salía de ella agitada por convulsivos sollozos. Al segundo día por la noche, cuando estaban sentados a la mesa, cenando, Yákov Lukich, luego de un largo silencio, dijo: «Vivamos, mientras dure esto, en la cocina de verano». Semión, todo él estremecido, levantóse de la mesa y, tambaleándose como si le hubieran dado un empellón, se alejó…

…Al cuarto día, se hizo el silencio en la casa. Yákov Lukich quitó con mano trémula el candado y, en unión de su mujer, entró en la habitación donde viviera su madre. La anciana yacía en el suelo, junto al umbral; una manopla de cuero, olvidada en invierno en el sobradillo del horno, aparecía triturada por sus desdentadas encías… El agua, a juzgar por todas las apariencias, no le había faltado del todo: la hallaba en el alféizar, donde, por unas rendijas de las maderas, penetraba la lluvia —tan menuda, que era casi imperceptible a la vista y al oído— y tal vez se depositasen gotas del rocío de aquel brumoso verano…

Las amigas de la difunta lavaron su cuerpo magro y arrugado, la amortajaron y vertieron abundantes lágrimas, pero no hubo en el entierro persona alguna que llorase con tanta amargura y desconsuelo como Yákov Lukich. El dolor, el arrepentimiento, el peso de la terrible pérdida, todo, como un espantoso fardo, le abrumaba aquel día, oprimiéndole el corazón…