Capítulo I

La tierra estaba henchida del agua de las lluvias y, cuando el viento desgarraba el toldo de las nubes, se sumía en dulce laxitud, acariciada por el sol radiante, y exhalaba un azulado vaho. Por las mañanas, del riachuelo y los enaguazados hondones pantanosos se alzaban nieblas. En anubarradas olas se arrastraban a través de Gremiachi Log hacia los oteros de la estepa y allí se desvanecían, invisibles, en un tenue cendal turquesa, y en las hojas de los árboles, en las techumbres de juncos de las casas y cobertizos, en todas partes, yacían, cual perdigones esparcidos, abundantes gotas de rocío, que, grávidas como el plomo, encarnaban la hierba hasta el mediodía.

En la estepa, la correhuela llegaba hasta más arriba de la rodilla. Pasados los pastizales, florecía el meliloto. A la caída de la tarde, su olor a miel se expandía por todo el caserío, despertando una dulce inquietud en los corazones de las mozas. El trigo sembrado en otoño se alzaba en compacto muro verdinegro, que iba a perderse en el horizonte, mientras los cereales de primavera alegraban la vista con sus brotes, tupidos como en los mejores años. Los espesos dardos del maíz joven erizaban las grises tierras arenosas.

A mediados de junio, dejó de llover, ni una sola nube empañaba ya el cielo, y la estepa, lavada por la lluvia, extendía al sol su policromo manto de flores. Recordaba una madre joven: singularmente bella, tranquila, un poco cansada y resplandeciente por la maravillosa sonrisa, feliz y pura, de la maternidad.

Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, Yákov Lukich Ostrovnov se echaba sobre los hombros el viejo impermeable de lona y salía del caserío a contemplar los trigales. Permanecía largo rato parado junto al nacimiento de los surcos, donde comenzaba la riada esmeraldina, chispeante de rocío, del trigo sembrado en otoño. Inmóvil, gacha la cabeza, como un viejo y cansado matalón, se decía: «Si al madurar el grano no sopla el kalmik[1] si al trigo no lo agosta la sequía, se abarrotarán los graneros del koljós, ¡Dios lo maldiga y confunda! ¡Tiene suerte el maldito Poder soviético! Cuando cada uno tenía su hacienda, ¡cuántos años no llovía a su tiempo! Ahora, en cambio, el agua ha caído a mares… Y si hay una buena cosecha, a los koljosianos les tocará mucho trigo por los trudodiéns[2]. ¿Acaso será entonces posible volverlos por las buenas contra el Poder soviético? ¡En la vida! Hambriento, el hombre es como el lobo en el bosque, va a donde sea; pero ahíto es como el cerdo junto a la gamella: no hay quien lo mueva de su sitio. No sé qué piensa el señor Pólovtsev. ¿Qué espera? Es el momento más oportuno para meterle el empujón al Poder soviético, y él no se da ninguna prisa…»

Yákov Lukich, cansado de esperar la sublevación prometida por Pólovtsev, razonaba así movido por su enojo, naturalmente. Sabía muy bien que Pólovtsev no estaba mano sobre mano y que aguardaba algo, no sin razones para ello. Casi todas las noches, por el barranco que bajaba desde la montaña hasta el mismo huerto de Ostrovnov, acudían mensajeros de lejanos caseríos y de otras stanitsas[3]. A la casa llegaban a pie: por lo visto dejaban los caballos en lo alto del barranco, donde había bosque. A una señal convenida —unos leves golpes—, Yákov Lukich les abría la puerta, sin encender el quinqué, y les conducía a la habitación en que se encontraba Pólovtsev. Allí las dos ventanas que daban al patio tenían las maderas cerradas día y noche; por dentro, las cubrían completamente unas telas de burda lona gris. Incluso en los días de sol estaba la habitación oscura como una cueva, y como una cueva olía a moho y a humedad; el aire, renovado muy de tarde en tarde, era hediondo, irrespirable. Durante el día, ni Pólovtsev ni Liatievski salían de casa; un cubo de zinc, dispuesto bajo una tabla desclavada del piso, servía de retrete a aquellos presos voluntarios.

A todos los que llegaban por las noches, furtivos como ladrones, los examinaba Yákov Lukich de una ojeada, encendiendo una cerilla en el zaguán, pero ni una sola vez vio una cara conocida; todos eran gente extraña y, por lo visto, de lejanos lugares. En cierta ocasión, Yákov Lukich se atrevió a preguntar en voz baja a uno de los enlaces:

—¿De dónde vienes, staníshnik[4]?

La oscilante llamita de la cerilla iluminó, bajo el barlak[5], el rostro barbudo y bondadoso de un cosaco ya entrado en años, y Yákov Lukich vio, unos ojos entornados y unos dientes brillantes, que una sonrisa burlona dejaba al descubierto.

—¡Del otro mundo, staníshnik! —le respondió, el llegado, también en un susurro, y agregó autoritario: —Llévame pronto adonde está el jefe en persóna, ¡y no seas tan curioso!

Al cabo dedos días, el barbudo llegó de nuevo, acompañado de otro cosaco más joven. Pisando con cuidado, casi sin hacer ruido, metieron en el zaguán algo de mucho peso. Yákov Lukich encendió una cerilla y vio que el barbudo llevaba en las manos dos sillas de montar, de oficial, y unas bridas con adornos de plata colgadas del hombro; el otro sostenía también en el hombro un objeto alargado y disforme, envuelto en un capote caucasiano, negro y peludo.

El barbudo le guiñó el ojo a Yákov Lukich, como a un viejo conocido, y preguntó:

—¿Se halla en su habitación? ¿Están los dos en casa? —y sin esperar respuesta, entró en el cuarto.

La cerilla se consumió, quemándole los dedos a Yákov Lukich. En la oscuridad, el barbudo tropezó con algo y soltó un taco a media voz.

—Aguarda, ahora enciendo —dijo Yákov Lukich, sacando una cerilla con dificultad, pues los dedos no le obedecían.

Pólovtsev en persona abrió la puerta y dijo en voz baja:

—Pasen ustedes. ¡Pero pasen!, ¿qué hacen ahí? Entra tú también, Yákov Lukich, te necesito. No hagan ruido, ahora alumbro una luz.

Y encendió un farol, pero le echó la cazadora por encima, dejando tan sólo una estrecha franja de luz, que caía oblicuamente sobre las tablas del suelo, pintado con almagre.

Los recién llegados saludaron con respeto y dejaron junto a la puerta lo que traían. El barbudo dio dos pasos al frente, hizo chocar sus tacones y se sacó una carta del pecho. Pólovtsev rasgó el sobre, ojeó rápido la misiva, acercándola al farol, y dijo:

—Denle las gracias a Sedói. No habrá respuesta. Espero sus noticias el doce, a más tardar. Pueden retirarse. ¿No les amanecerá en el camino?

—No. Llegaremos en un vuelo. Tenemos buenos caballos —repuso el barbudo.

—Está bien, váyanse. Les agradezco el buen servicio.

—¡A sus órdenes!

Los dos dieron media vuelta a un tiempo, como uno solo, entre chocaron los tacones, y salieron. Yákov Lukich pensó admirado: «¡Qué destreza! ¡Bien se ve que aprendieron la instrucción en el viejo ejército! Pero, ¿por qué no le llamarán nunca por su nombre y patronímico?…»

Pólovtsev se acercó a él y le puso la manaza en el hombro. Automáticamente, Yákov Lukich se cuadró, abombando el pecho y pegando los brazos al cuerpo.

—¿Has visto qué águilas? —Pólovtsev rió quedamente—. Esos no nos harán ninguna jugada. Irán conmigo al mismo infierno; no son como algunos canallas y descreídos del caserío de Voiskovói. Bueno, vamos a ver qué nos han traído…

Hincada una rodilla en el suelo, Pólovtsev desató con prontitud y habilidad las correas que fajaban apretadamente el capote caucasiano y, desenrollándolo, sacó las piezas de un fusil ametrallador desmontado y cuatro discos, de un brillo mate, envueltos en una grasienta arpillera. A continuación, extrajo cuidadosamente dos sables. Uno de ellos era sencillo, de cosaco, y estaba metido en una vaina despellejada, testigo de cien combates; el otro era de oficial, y su larga empuñadura de plata la adornaba un cordón, ya desteñido, con los colores de San Jorge; la vaina, con incrustaciones de plata nielada, pendía de un negro biricú caucasiano.

Pólovtsev, hincadas ya ambas rodillas en el suelo, sostenía el sable sobre las palmas de las manos, tendidas adelante, y, la cabeza echada hacia atrás, parecía contemplar los débiles fulgores de la plata; luego, estrechó el arma contra su pecho y dijo con voz trémula:

—¡Hermoso, querido mío! ¡Mi viejo fiel! ¡Aún me has de prestar leal servicio!

La maciza mandíbula inferior le temblequeaba, unas lágrimas de furia y arrebato hervían en sus ojos, pero logró recobrarse, con gran esfuerzo, y, volviendo hacia Yákov Lukich su rostro pálido, demudado, preguntó con voz recia:

—¿Lo reconoces, Lukich?…

Yákov Lukich tragó saliva convulso y asintió en silencio. Conocía el sable aquel: lo había visto por vez primera el año 1915, en manos del joven y bizarro alférez de cosacos Pólovtsev, en el frente austriaco…

Liatievski, que yacía callado, con aire indiferente, se sentó en la cama y se estiró con un crujir de huesos; su único ojo centelleaba sombrío.

—¡Emocionante encuentro! —exclamó con ronca voz—. Un idilio de sublevados, por decirlo así. ¡No me gustan estas escenas sentimentales aderezadas con un patetismo chabacano!

—¡Basta, cállese! —dijo Pólovtsev con rudeza.

Liatievski se encogió de hombros:

—¿Qué es lo que basta? ¿Por qué debo callarme?

—¡Le ruego que se calle! —profirió muy bajo Pólovtsev, poniéndose en pie, y despacio, como si evitara hacer ruido, se dirigió hacia la cama.

En la mano izquierda, estremecida por fuertes sacudidas, empuñaba el sable; con la derecha se desabrochaba, se desgarraba el cuello de su camisa tolstoyana gris. Yákov Lukich vio con espanto que los ojos de Pólovtsev casi se juntaban de ira, convergiendo en el entrecejo, mientras su rostro abotargado se tornaba del color de la camisa.

Tranquilo, calmoso, Liatievski se acostó en la cama y cruzó las manos bajo la nuca.

—¡Muy teatral! —dijo, sonriendo burlón y mirando al techo con su único ojo—. Todo eso ya se lo he visto más de una vez a malas compañías de provincias. ¡Y estoy harto de ello!

Pólovtsev se detuvo a dos pasos de él, alzó la mano lentamente, con gran cansancio, y se enjugó el sudor de la frente; luego, la mano cayó débil, como si todos sus músculos se hubieran aflojado.

—Nervios… —pronunció confusamente, con lengua torpe, como un paralítico, mientras su rostro se torcía en larga y convulsiva, mueca semejante a una sonrisa.

—Esto también lo he oído más de una vez. ¡Basta ya de aspavientos mujeriles, Pólovtsev! Repórtese.

—Nervios… —mugió Pólovtsev—. Bromas de los nervios... Yo también estoy harto de esta oscuridad, de esta tumba…

—La oscuridad es amiga de los sabios. Propicia las divagaciones filosóficas acerca de la vida, y los nervios son, únicamente, para las señoritas anémicas y granujosas y para las matronas que padecen jaquecas e incontinencia verbal. Para un oficial, los nervios son una vergüenza y un deshonor. Pero lo de usted no es más que fingimiento, Pólovtsev, usted no tiene nervios en absoluto, ¡puro camelo! ¡No le creo! ¡Palabra de oficial que no le creo!

—Usted no es un oficial, ¡es un cerdo!

—Eso también se lo he oído a usted más de una vez; pero, de todos modos, no le desafiaré a un duelo, ¡váyase al diablo! Eso está ya anticuado y es inoportuno, hay asuntos más importantes. Además, como usted sabe, respetabilísimo señor mío, los caballeros se baten únicamente a espada y no con sabluchos de guardia urbano como el que usted, con tanta emoción y ternura, acaba de estrechar contra su pecho. Como viejo artillero, desprecio esos abrelatas. Además, hay otra razón para que no le desafíe: usted, por su origen y sangre, es un plebeyo, mientras que yo soy un noble polaco de una de las más viejas familias que…

—¡Oye, tú, noblecillo polaco de mi…! —le interrumpió groseramente Pólovtsev, y su voz adquirió de pronto su habitual firmeza y su timbre metálico, de mando—. ¿¡Te burlas de un arma con los colores de San Jorge!? Si dices una sola palabra más ¡te mato de un sablazo, como a un perro!

Liatievski se incorporó en el lecho, en sus labios no quedaba ya ni asomo de la reciente sonrisa irónica. Serio, se limitó a decir:

—¡Esto sí lo creo! Su voz delata los sinceros y buenos propósitos que le animan, por eso me callo.

El polaco se volvió a echar, cubriéndose hasta la barbilla con la vieja manta de muletón.

—De todos modos, te mataré —repitió testarudo Pólovtsev, en pie ante el lecho, gacha la cabeza como un toro dispuesto a embestir—. Con esta misma hoja de acero, haré, de un ilustrísimo cerdo polaco, dos cerdos, ¿y sabes cuándo será? ¡En cuanto derribemos en el Don el Poder soviético!

—En este caso, puedo vivir tranquilo hasta la más avanzada vejez o quizás eternamente —repuso Liatievski, sonriendo sarcástico, y, soltando un terno rotundo, se volvió de cara a la pared.

Yákov Lukich permanecía junto a la puerta, inquieto, como sobre ascuas. Varias veces había querido escabullirse, pero Pólovtsev lo había detenido con un ademán. Al fin, no pudiendo soportar aquello por más tiempo, suplicó:

—¡Permítame retirarme, déjeme que me vaya, usía! Pronto amanecerá, y yo tengo que ir temprano al campo…

Pólovtsev se sentó en una silla, puso sobre sus rodillas el sable y, apoyadas en él las manos, profundamente encorvado, guardó silencio largo rato. Tan sólo se oía su fatigoso y ronco respirar y el tictac de su gran reloj de bolsillo sobre la mesa. Yákov Lukich creyó que Pólovtsev dormitaba, pero el oficial levantó del asiento su cuerpo macizo, pesado, y dijo:

—Coge, Lukich, las sillas de montar; yo llevaré lo demás. Vamos a esconder todo esto en sitio seguro y seco. Puede que en… ¿cómo se llama?, ¡maldita sea!… Bueno en el cobertizo donde tienes recogido elkisiak[6], ¿qué te parece?

—El sitio es apropiado, vamos —asintió Yákov Lukich de buen grado, ansioso de escapar de la habitación aquella.

Iba ya a coger una silla de montar, pero, en aquel preciso momento, Liatievski saltó de la cama como si le hubieran escaldado, centelleante de rabia el único ojo, y masculló con voz silbante:

—¿Qué va usted a hacer? Le pregunto, ¿qué se permite usted hacer?

Pólovtsev, que estaba inclinado sobre el capote caucasiano, se enderezó, preguntando con frialdad:

—¿Qué ocurre? ¿Qué mosca le ha picado?

—¿Cómo no comprende usted? Esconda, si quiere, las sillas y esa chatarra, ¡pero el fusil ametrallador y los discos déjelos aquí! No vive usted en la casa de campo de un amigo, y el fusil ametrallador nos puede hacer falta en cualquier momento. Confío en que esto lo comprenderá.

Después de un instante de meditación, Pólovtsev accedió:

—Tal vez tenga usted razón, engendro de Radziwill. Entonces, que quede todo aquí. Vete, Lukich, a dormir, estás libre.

¡Cuán firmemente se conservaba la solera militar! Antes de que Yákov Lukich tuviese tiempo de pensar nada, ya habían girado solos sus pies descalzos, dando «media vuelta a la izquierda», y chocado secamente sus fatigados talones, con ruido apenas perceptible. Al observarlo, Pólovtsev esbozó una sonrisa, y Yákov Lukich, apenas hubo cerrado la puerta tras sí, comprendió su coladura, carraspeó avergonzado y se dijo: «¡Con su traza de militar, ese barbudo del diablo me ha trastornado la cabeza!»

Hasta el amanecer no pegó ojo. Las esperanzas en el éxito de la sublevación alternaban con los temores de su fracaso y con un arrepentimiento tardío por haber ligado su destino, con excesiva precipitación, al de gente de tantas conchas como Pólovtsev y Liatievski. «¡Ay, me he ido de ligero, me he metido en el asunto a tontas y a locas! —pensaba contristado Yákov Lukich—. Lo que debía haber hecho, imbécil de mí, era esperar al margen, no dar ninguna respuesta, de momento, a Alexandr Anísimovich. Si les ganaban a los comunistas, yo podría arrimarme a ellos y sacar tajada, mientras que así, lo más probable es que me lleven, como a un burro del ronzal, a la ruina… Pero si yo me quedo al margen, y el otro hace lo mismo, y el de más allá también, ¿qué ocurrirá? ¿Llevaremos toda la vida sobre el lomo al Poder soviético? ¡Tampoco nos conviene eso! Y por las buenas, no se apeará él solo, ¡no se apeará, no! Ojalá llegue cuanto antes el fin que sea… Alexandr Anísimovich promete un desembarco del extranjero y ayuda de los del Kubán. Promete mucho, pero ¿qué saldrá? ¡Sólo el Señor misericordioso lo sabe! ¿Y si los aliados se rajan en lo del desembarco, qué pasará? Nos mandarán, como en el 19, unos capotes ingleses, se quedarán en casita tomando café y retozando con sus mujeres y, entonces, ¿qué vamos a hacer nosotros con sus capotes nada más? ¡Limpiamos con los faldones la sangre de las narices, y sanseacabó! Nos zurrarán los bolcheviques, ¡vive Dios que nos zurrarán! Para ellos, eso no es cosa nueva. Y entonces, todos los que nos hayamos levantado contra su poder, pereceremos. ¡Se cubrirán de humo las tierras del Don!»

Estos pensamientos pusieron triste a Yákov Lukich; sentía tanta lástima de sí mismo, que estaba a punto de llorar. Pasó largo rato carraspeando, gimiendo, persignándose, susurrando oraciones; luego le acometieron de nuevo fastidiosos pensamientos terrenos: «¿Y por qué: Alexandr Anísimovich no parte peras con el tuerto polaco? ¿Por qué andan siempre a la greña? En vísperas de una empresa tan grande, viven como dos perros furiosos en una misma garita. Y ese tuerto ladrador es el que arremete más; tan pronto dice una cosa como otra. Mal bicho, no me fío de él ni un tanto así. No en balde dice el refrán: “No te fíes de los tuertos, ni de los jorobados, ni de tu mujer”. Lo matará Alexandr Anísimovich, ¡como hay Dios que lo matará! Bueno, que el Señor lo ampare, al fin y al cabo no es de nuestra misma religión».

Arrullado por este pensamiento tranquilizador, Yákov Lukich se hundió en un sueño breve y angustioso.