Capítulo XL

Veinticuatro horas después de la lluvia torrencial que cayera sobre Gremiachi Log, Yákov Lukich iba a caballo al Robledal Rojo. Tenía que marcar con su propia mano los robles que debían ser talados, porque al día siguiente casi toda la tercera brigada tendría que ir allí a hacer acopio de madera para la construcción de las presas.

Yákov Lukich había salido muy de mañana. Su caballo, meneando la cola, cuidadosamente trenzada, marchaba despacio. Los cascos delanteros, desherrados, resbalaban de continuo en el pegajoso barro. Pero Ostrovnov no levantó ni una sola vez la fusta, pues no tenía prisa alguna. Había echado las riendas sobre el arzón y fumaba, observando la estepa que se extendía alrededor de Gremiachi Log, donde cada barranco, cada cañada y madriguera de marmotas le eran conocidas desde la infancia y cercanas a su corazón. Se recreaba contemplando la mullida tierra de los campos, henchidos de humedad y los trigos lavados e inclinados por el aguacero, mas pensaba con gran despecho y amargura: «¡Se han cumplido las profecías de ese diablo mellado! Ya ha llovido. ¡Saldrá el trigo del Kubán! ¡Parece que hasta el mismo Dios está por este maldito Poder! Antes, las cosechas siempre eran malas o se perdían; en cambio, desde 1921, ¡son espléndidas! Toda la Naturaleza se pone de parte del Poder Soviético, y así, podemos esperar sentados su caída. Si los aliados no nos ayudan a echar a los comunistas, nosotros solos no haremos nada. No habrá Pólovtsev que valga, por mucho talento que tenga. La fuerza rompe hasta las peñas, y no hay manera de ir contra ella. Y además, la maldita gente se ha vuelto mala. Se denuncian unos a otros, venden hasta a su padre. Cada cual se preocupa de vivir él, y todo lo demás le importa un pimiento al hijo de perra. Malos tiempos vivimos. Y los que vengan, dentro de un año o dos, ni Cristo sabe cómo serán… Pero yo he debido nacer con buena estrella; de lo contrario, mi asunto con Pólovtsev no habría terminado tan felizmente. A estas horas, me habrían echado ya el lazo. Pero, gracias a Dios, he salido limpio de polvo y paja. Veremos a ver lo que pasa más adelante. Por esta vez, no ha habido ocasión de separarse del Poder Soviético, ¡tal vez la próxima comience algo más serio!»,

En los canutillos de hierba que se desplegaban al sol y en los vigorosos brotes del trigo, temblaban, como abalorios engarzados, las gotas de rocío. El viento del Oeste las sacudía, haciéndolas desprenderse para caer, con irisados destellos, sobre la tierra, adorable, acariciante, olorosa de la lluvia.

El agua, no absorbida aún por el terreno, permanecía estancada en los carriles del camino, pero sobre Gremiachi Log, encima de los álamos, flotaban ya las rosáceas neblinas de la aurora, mientras, en el azul mate del cielo, la luna de plata, como lavada por la torrencial lluvia reciente, palidecía sorprendida por el amanecer.

Fino y suave, como cincelado, el gajo de la luna presagiaba copiosos aguaceros, y Yákov Lukich, al observarlo, se reafirmó en su idea: «¡Habrá buena cosecha!»

Llegó al robledal cerca del mediodía. Trabó las patas al caballo y lo dejó pastar. Luego, sacó del cinto una pequeña hacha de carpintero y se puso a marcar los robles de la sección que había destinado para el koljós de Gremiachi el inspector forestal.

Haciendo un corte en la base de los troncos, marcó cinco o seis robles y acercóse al siguiente. Era soberbio, alto como el mástil de un navío, y se erguía orgulloso, con una rectitud poco frecuente, sobre los achaparrados olmillos enanos y los añosos olmos. En su misma copa, sobre el lustroso follaje verde, negreaba un nido de cornejas. A juzgar por el grosor de su tronco, el roble aquel era casi de la misma edad que Yákov Lukich, y éste, después de escupirse en las palmas, miró con compasión y pena al árbol condenado a muerte.

Dio unos tajos y escribió con lápiz tinta en la superficie liberada de la corteza: «KG.» Después de apartar con el pie las húmedas astillas, que rezumaban savia, se sentó a echar un cigarro. «¡Cuántos años has vivido, hermano, sin que nadie te abatiera! Y ya ves, te ha llegado la hora de morir. Te derribarán, te harán pedazos, despojándote con el hacha de tus galas —tus ramas y retoños— para llevarte al embalse, donde, hincado en tierra, servirás de pilote de la presa… —pensaba Yákov Lukich, mirando desde abajo a la fastuosa copa del roble—. Y permanecerás en el embalse koljosiano hasta que te pudras por completo. Luego, una primavera, el agua desbordada te arrastrará a algún barranco, ¡y allí terminarás tus días!»

Aquellos pensamientos embargaron de pronto a Yákov Lukich de una tristeza y una zozobra extrañas. Se sentía desazonado. «¿Qué, te perdono la vida? ¿Te dejo en pie? No todo ha de ir al koljós, a perecer en él… —y, con una gozosa sensación de alivio, decidió—: ¡Vive! ¡Crece! ¡Disfruta de tu hermosura! ¿Qué te impide vivir? Para ti no hay impuestos ni contribuciones, tú no tienes que ingresar en el koljós… ¡Vive, pues, como te ha mandado Dios!»

Se levantó diligente, tomó un puñado de arcilloso barro y embadurnó con cuidado la marca que hiciera. Alejóse del tronco, satisfecho, más tranquila el alma…

Luego de marcar los sesenta y siete robles, el emocionado Yákov Lukich montó a caballo y partió, bordeando la linde del bosque.

—¡Yákov Lukich, aguarda un poco! —le gritó una voz al cruzar el lindero.

E inmediatamente, de detrás de un espino albar, surgió un hombre con gorro de astracán negro y desabrochada cazadora de paño de capote. Tenía el rostro curtido por los vientos, descarnados los pómulos hundidos los ojos en sus cuencas. Sobre los pálidos labios cuarteados, se destacaba un crecido bigote, suave y negro, como trazado con carboncillo…

—¿No sabes quién soy?

El hombre aquel se quitó el gorro; miró receloso en derredor y salió al calvero. Sólo entonces Yakóv Lukich reconoció a Timoféi el Desgarrado.

—¿De dónde vienes? —preguntó, asombrado de aquel encuentro y de todo el aspecto de Timoféi, tan terriblemente enflaquecido, que parecía otro.

—De donde no se vuelve nunca… Del destierro… De Kotlas.

—¿Cómo? ¿Te has evadido?

—Me he evadido… ¿Llevas algo de comer, tío Yákov? ¿Un poco de pan?

—Sí.

—¡Dame un cacho, por amor de Dios! —demandó, mientras su garganta se estremecía con gorgoteo convulso—. Hace cuatro días… que no como más que acerolas podridas…

Le temblaban los labios, sus ojos relucían como los de un lobo en tanto observaba cómo la mano de Yákov Lukich sacaba del pecho un gran pedazo de pan.

Se abalanzó a él con tal furia, que Yákov Lukich se quedó mirándole, pasmado. Timoféi mordía voraz la dura corteza tostada, desgarraba la miga con sus dedos ganchudos y tragaba con ansia, casi sin masticar, moviendo con esfuerzo la saliente nuez. Y hasta dar fin al último bocado, no levantó, hacia Yákov Lukich sus ojos de ebrio, que habían perdido ya el brillo febril de hacía unos instantes.

—Buena gazuza tienes, muchacho… —dijo Yákov Lukich compasivo.

—Ya te he dicho que llevo cuatro días sin comer más que acerolas podridas o algunas majuelas secas del año pasado… Estoy en los huesos.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí?

—A pie, desde la estación. Caminando por las noches —respondió Timoféi con voz cansada.

Palidecía a ojos vistas, diríase que había gastado en comer sus últimas fuerzas. Un hipo incontenible le sacudía todo, contrayéndole el rostro en una mueca de dolor.

—¿Y tu padre, vive? ¿Está bien la familia? —prosiguió Yákov Lukich, atento, pero sin apearse del caballo y mirando de vez en cuando a los lados, lleno de inquietud.

—Mi padre murió de una inflamación de las entrañas, mi madre y mi hermanilla se han quedado allá… ¿Qué hay de nuevo por el caserío? ¿Sigue viviendo allí Lushka Nagúlnova?

—Lushka, muchacho, se ha separado del marido…

—¿Y dónde está ahora? —indagó Timoféi, reanimándose.

—Vive con su tía, de pupila.

—Mira, tío Yákov… Cuando vuelvas, dile que me traiga hoy mismo comida. Sin falta, ¿eh? Estoy completamente agotado, no puedo andar más; tengo que reponer fuerzas, descansar un diíta. La caminata me ha reventado. ¿Tú sabes lo que es recorrer ciento setenta verstas de noche, por lugares desconocidos? Va uno a tientas… Sí, que me traiga comida. Y en cuanto me reponga un poco, iré al caserío… ¡Echo mucho de menos el terruño! Me muero sin él —y sonrió con aire de culpa.

—¿Y cómo piensas vivir en adelante? —inquirió Yákov Lukich, desagradablemente impresionado por aquel encuentro.

Timoféi, endurecido el semblante, repuso:

—¿No lo sabes? Yo ahora soy igual que un lobo solitario. Apenas descanse unas miajas, me llegaré de noche al caserío y desenterraré el fusil… Lo tengo enterrado en la era… ¡Y empezaré a buscarme la vida! Mi camino ya está trazado. Puesto que me matan, mataré yo también. A más de uno le alojaré una bala en el cuerpo… ¡para que sepa lo que es bueno! Luego, me refugiaré en el robledal, hasta el otoño. Y cuando lleguen las primeras heladas, me largaré al Kubán o a alguna otra parte. El mundo es grande… Y habrá más de un centenar de hombres como yo…

—Parece que la Lushka de Makar se ha empezado a entender con el presidente del koljós —le informó indeciso Yákov Lukich, que había visto más de una vez a Lushka entrar en casa de Davídov.

Timoféi se dejó caer al pie de unos arbustos. Un terrible dolor de estómago le había derribado. Pero, aunque con pausas, barbotó:

—A Davídov, a ese enemigo, será al primero que me cargue… Cuéntalo ya entre los muertos… Pero Lushka me es fiel… Los viejos amores no se olvidan… No es como un favor cualquiera… Siempre encontraré el camino de su corazón… No se habrá cerrado para mí… Me has matado, tío Yákov, con tu pan… se me desgarra el vientre… Bueno, dile a Lushka… que me traiga tocino y pan… ¡Mucho pan!

Yákov Lukich le advirtió a Timoféi que al día siguiente empezaría la tala en el robledal. Cuando salió del bosque, dirigióse a los campos de la segunda brigada, para ver el sector sembrado de trigo del Kubán. Sobre toda la superficie de la tierra labrada, negra como el carbón hacía poco, extendíase ahora el sutilísimo encaje verde de los tallos, brotados al fin…

Lukich no volvió al caserío hasta la noche. Desde la cuadra koljosiana se encaminó a casa, bajo la penosa impresión, que no le había abandonado todo el día, de su encuentro con Timoféi el Desgarrado. Y en su casa le esperaba un disgusto muchísimo, más grande…

Apenas hubo entrado en el zaguán, su nuera salió presurosa de la cocina y le previno en un susurro:

—Padre, tenemos huéspedes…

—¿Quiénes?

—Pólovtsev y ese… tuerto. Llegaron al obscurecer… cuando la madre y yo estábamos ordeñando las vacas… Están en el cuartucho. Pólovtsev trae una melopea tremenda, y el otro, no sabe una… Los dos vienen hechos unos andrajosos… Llenos de piojos… ¡Les corren hasta por encima de la ropa!

…En el cuartucho se oía una conversación. Liatievski, entre carraspeos, decía mordaz y burlón:

—… ¡Desde luego! ¿Quién es vuesa merced? Le pregunto quién es usted, respetabilísimo señor Pólovtsev. ¿Quiere que se lo diga yo?.. ¡Pues escuche! Es usted un patriota sin patria, un gran capitán sin ejércitos, y si estas comparaciones le parecen demasiado elevadas y abstractas, un jugador sin blanca en el bolsillo.

Al oír la sorda voz de bajo de Pólovtsev, Yákov Lukich, desfallecido, apoyó la espalda contra la pared y llevóse las manos a la cabeza…

El pasado volvía a comenzar.