En la época de la siembra, Lushka Nagúlnova casquivana, libertina y separada del marido, se había puesto ya a trabajar en el campo. La habían destinado a la tercera brigada y, de buena gana, se instaló en la caseta de la misma. Durante el día, conducía los bueyes de Afanasi Krasnokútov, y por las noches, junto a la roja caseta donde vivía, oíanse hasta el alba los vibrantes sones de la balalaika y las notas, graves como suspiros o agudas como parloteos, del acordeón, mientras las mozas y los mozos cantaban y bailaban. Todo aquel jolgorio lo dirigía Lushka.
Para ella, el mundo siempre había sido luminoso y simple. Ni una sola arruga de preocupación o inquietud surcaba la carita de Lushka, jamás abrumada por los pensamientos. Leve y firme el paso, iba por el camino de la vida, alzadas las cejas con gesto acariciante, como si esperase de un momento a otro el advenimiento de una nueva alegría. Al día siguiente mismo de su divorcio, había dejado ya de pensar en Makar Nagúlnov. Timoféi el Desgarrado estaba lejos, muy lejos, pero no era Lushka de esas mujeres que penan por la pérdida de sus allegados… «¡Nunca me faltarán a mí garañones de esos!», decía con aire desdeñoso a las mozas ya las comadres, cuando le recordaban que no era ni casada ni viuda.
Y, verdaderamente, no sólo no le faltaban, sino que le sobraban. Los mozos y los casados jóvenes de la tercera brigada disputábanse el amor de Lushka. Por las noches, en el campamento, cerca de la caseta, a la pálida luz azulada de la luna, los cosacos perdían las crujientes suelas de sus zapatos o sus botas altas, bailando «cracovianas» o «polonesas taconeadas». Mas, con frecuencia, entre los labradores, sembradores y rastrilladores que danzaban y pretendían la intimidad con Lushka estallaban disputas, pródigamente adobadas con ajos y tacos, que se convertían en encarnizadas peleas. Y todo por culpa de Lushka. Pues parecía muy amiga de hacer favores. Además, el caserío entero conocía sus obscenas relaciones con Timoféi el Desgarrado, y a cada cual le habría halagado grandemente ocupar la vacante dejada muy a pesar suyo por Timoféi y de muy buena gana por Nagúlnov.
Agafón Dubtsov intentó convencer a Lushka, pero su fracaso fue rotundo.
—Yo cumplo en el trabajo, y en cuanto al baile y al amor, nadie tiene derecho a prohibírmelos. De modo, tío Agafón, que no te sulfures; tápate bien con la anguarina y duerme. Y si te da envidia y quieres tomar parte en nuestras diversiones, ven a ellas. Admitimos también a los picados de viruelas. ¡Dicen que sois muy ardientes para el amor! —rio Lushka a carcajadas, burlándose de él.
Entonces Agafón, en el primer viaje que hizo a Gremiachi, recurrió a Davídov:
—¡Vaya un modo que tiene usted de organizar las cosas, camarada Davídov! —se lamentó indignado—. A Liubishkin le endosa usted en la brigada al abuelo Schukar, y a mí, a la Lushka Nagúlnova… ¿Nos los manda para que saboteen o para qué? Pásese cualquier noche por el campamento y verá lo que ocurre allí. La Lushka me ha alborotado a todos los muchachos. Reparte a todos sonrisas, como prometiendo favores, y los mozos se pelean por ella igual que gallitos. Bailan hasta las tantas, armando un jaleo de mil demonios. ¡Da lástima verles romperse los talones golpeando la tierra, como locos! Cerca de la caseta han apisonado el terreno de tal modo, que le han dejado como una era. Hasta después de apagarse las estrellas, sigue una algarabía en el campamento, que parece que está uno en plena feria… Durante la guerra con Alemania, a mí me hirieron, y estuve una temporada en el hospital de Járkov. Pues, bueno, cuando nos reponíamos, las damas enfermeras nos llevaban a la ópera… ¡El zipizape que allí se armaba! Unos cantaban dando unos alaridos como si los estuvieran degollando, otros bailaban, otrosrascaban el violín con furia, como el que sierra un leño. ¡No comprendía uno nada! ¡Aquella música le ponía a uno la cabeza como un bombo! Pues lo mismo pasa en nuestro campamento: berrean canciones, alborota la charanga, bailan, gritan… En fin, ¡talmente una coyunda de perros y perras! Se están de juerga hasta la madrugada, y luego, ¿qué trabajo van a hacer? Se duermen de pie, se caen de sueño al lado de los bueyes… Camarada Davídov, una de dos: o echa usted de la brigada a esa peste de Lushka, ole dice que se porte como corresponde a una mujer casada.
—¿Pero por quién me has tomado a mí? —se enfureció Davídov—. ¿Es que yo soy su preceptor?.. Mira, ¡veté a hacer puñetas!… Acudís a mí con toda clase de porquerías… ¿Qué quieres? ¿Que la enseñe a ser pudorosa? Si trabaja mal, échala de la brigada, ¡y se acabó! Habéis tomado la mala costumbre de venir a la administración por la menor cosa: «¡Camarada Davídov, se ha roto un arado!» «¡Camarada Davídov, se ha puesto mala una yegua!» Y ahora: «Allí hay una mujer que menea las caderas». ¿Y qué? ¿Según tú, yo tengo que enseñarla a ser decente? ¡Iros al cuerno! Los arados rotos, ¡al herrero! Las yeguas y los caballos enfermos, ¡al veterinario! ¿Cuándo aprenderéis a tener iniciativa propia? ¿Hasta cuándo voy a tener yo que llevaros de la mano? ¡Anda, lárgate!
Agafón se fue, muy descontento de Davídov. Este, cuando se quedó solo, fumóse dos emboquillados, uno tras otro, cerró la puerta con estrépito y corrió el pestillo.
El relato de Dubtsov le había impresionado. Mas su furia y sus gritos anteriores no eran porque los jefes de brigada, sin comprender sus obligaciones, le asediaban verdaderamente, pidiéndole que resolviera toda clase de cuestiones menudas de la hacienda koljosiana, sino porque Lushka, según palabras de Dubtsov, repartía «a todos sonrisas, como prometiendo favores».
A partir de aquellas bromas cruzadas con Lushka, cuando la encontró cerca de la administración, y ella, con la vista baja, ocultando una sonrisa tras las pestañas, después de pedirle que le buscase «algún novio» que anduviese «por ahí suelto», se le ofreciera como mujer, Davídov, sin advertirlo el mismo, había ido cambiando de actitud con respecto a ella. Últimamente, cada vez con mayor frecuencia, aquella individua —en realidad, absurda y casquivana como pocas— venía siendo objeto de sus pensamientos. Si antes le inspiraba indiferencia y una leve compasión desdeñosa, ahora sus sentimientos eran muy distintos… Y el hecho de que Dubtsov hubiera venido con sus necias quejas por la conducta de Lushka sirvió a Davídov de puro pretexto para desfogar su ira.
Sentíase atraído por Lushka en tiempo muy inoportuno, en plena siembra, precisamente cuando se requería el máximo esfuerzo. Al surgimiento de aquella nueva pasión había contribuido sin duda la circunstancia de que Davídov había pasado el invierno en «castidad arzobispal», como le decía bromeando Andréi Razmiótnov y, quizás, también la primavera, que ejercía su imperio sobre la carne flaca del intachable presidente del koljós de Gremiachi Lag, que había sabido salir airoso de todas las campañas económicas y políticas.
Cada vez con mayor frecuencia, despertábase por las noches sin motivo y se ponía a fumar, contraído el rostro en dolorosa mueca ascética, prestando oído a los gorjeos y trinos de los ruiseñores; luego, cerraba con rabia el ventanillo, tapábase la cabeza con la manta de borra y permanecía en el lecho hasta los primeros resplandores de la aurora, sin pegar ojo, apretado contra la almohada el ancho pecho tatuado.
Y la primavera de 1930 —impetuosa y prematura— había poblado los huertos y los árboles ribereños de multitud de ruiseñores que llenaban con su sonoro canto el oscuro vacío de la noche y no se apaciguaban ni con la luz del día. Las cortas noches primaverales no bastaban para calmar sus amorosos ardores. «¡Cantan dos turnos seguidos los muy bribones!», murmuraba al amanecer Davídov, atormentado por aquel fastidioso deseo y luchando bravamente contra el insomnio.
Lushka Nagúlnova estuvo en la brigada hasta el final de la siembra, pero apenas terminaron los trabajos de escarda, se marchó del campo y, aquella misma noche, fue a ver a Davídov.
Este, después de cenar, se había echado en la cama y leía la Pravda. En el zaguán, alguien arañó suavemente la puerta, como un ratoncillo; luego, oyóse una dulce voz femenina:
—¿Se puede?
—Adelante —Davídov se tiró de la cama y se puso la chaqueta precipitadamente.
Lushka entró y cerró tras de sí la puerta sin hacer ruido. Una pañoleta negra cubría su cabeza, envejeciendo el rostro, más moreno, atezado por el viento. En sus mejillas, tostadas por el sol, se destacaban las pecas, menudas y abundantes. Pero los ojos, bajo el oscuro dosel de la pañoleta, chispeaban reidores, más relucientes que nunca.
—Vengo a hacerte una visita.
—Pasa, siéntate.
Davídov, asombrado y contento de su llegada, le acercó un taburete, abotonóse la chaqueta y se sentó en el borde del lecho.
Callaba expectante, sintiéndose desazonado y cohibido. En cambio, Lushka se aproximó a la mesa con desenvoltura, recogióse la falda con hábil e imperceptible movimiento, para no arrugarla, y se sentó tranquila.
—¿Qué tal vives, presidente del koljós?
—Vamos viviendo.
—¿No te aburres?
—No tengo tiempo ni motivo.
—¿Y no me echas de menos?
Davídov, que nunca se desconcertaba, enrojeció ligeramente y frunció el entrecejo. Lushka, con fingido recato, bajó la mirada, pero en las comisuras de sus labios retozaba, incontenible, una sonrisa.
—¡Qué ocurrencias tienes! —repuso él, algo vacilante.
—¿De modo que no me echas de menos?
—No, ¡eso es la pura verdad! ¿Vienes a algún asunto?
—Sí… ¿Qué dicen de nuevo los periódicos? ¿Qué se habla de la revolución mundial? —Lushka se acodó sobre la mesa y dio a su rostro una expresión seria, a tono con el tema de la conversación. En sus labios no quedaba ya ni huella de la diabólica sonrisa de hacía un momento.
—Dicen muchas cosas… Bueno, ¿qué es lo que querías? —apremió Davídov, haciéndose fuerte.
Era muy probable que su conversación la estuviese escuchando la patrona. Davídov se sentía como sobre ascuas. Su situación era violentísima, ¡completamente insostenible! Al día siguiente, la patrona esparciría por todo Gremiachi la noticia de que la ex mujer de Nagúlnov venía por las noches a ver a su pupilo, ¡y allí acabaría para siempre la intachable reputación de Davídov! A vidas de chismes, las comadres empezarían a murmurar sin descanso en los callejones y junto a los pozos; los koljosianos, al cruzarse con él, le dirigirían irónicas sonrisas comprensivas. Razmiótnov se burlaría sarcástico del camarada caído en las redes de Lushka; la cosa llegaría a la cabeza del distrito, y lo más seguro era que en la Unión Agrícola del mismo, le abriesen un expediente, pues dirían: «Si no terminó la siembra hasta el día 10, fue porque recibía mujeres en su casa. ¡Por lo visto, se ha dedicado más a los escarceos amorosos que a las siembras!» No en vano, el Secretario del Comité Comarcal había dicho, antes de repartir por los distritos el grupo de los veinticinco mil: «Hay que mantener muy alto en el campo el prestigio de la clase obrera, vanguardia de la revolución. Tenéis que comportaros, camaradas, con sumo cuidado. Sin hablar ya de las cosas grandes, hasta en las pequeñas cuestiones de la vida diaria debéis andar con mucha prudencia. En la aldea, te gastas un kopek en vodka y te lo convierten inmediatamente, en sus murmuraciones, en cien rublos políticos…»
A Davídov le entraban sudores con sólo pensar en todas las posibles consecuencias de la visita de Lushka y de una libre conversación con ella. El peligro de comprometerse era manifiesto. Pero Lushka no advertía en absoluto las emociones que torturaban el alma de Davídov. Este, con voz ligeramente enronquecida por la agitación, le preguntó; ya en tono severo:
—En fin ¿qué te trae por aquí? Dilo y lárgate. Yo no tengo tiempo para hablar de vaciedades contigo. ¡Eso es la pura verdad!
—¿Recuerdas lo que me dijiste entonces?… Yo no le he pedido permiso a Makar, pero sé que estará en contra…
Davídov se levantó de un salto y agitó las manos:
—¡No tengo tiempo! ¡Después! ¡Más tarde!
En aquel momento estaba dispuesto hasta a taparle la reidora boca, con tal de que se callara.
Ella lo comprendió y arqueó las cejas desdeñosa.
—¡Ay, calamidad! Y todavía… Bueno, deme un periódico que sea interesante. Aparte de eso, no tengo nada que decirle. Perdone por la molestia…
Se fue, y Davídov lanzó un suspiro de alivio. Pero al cabo de un minuto, sentado a la mesa, se tiraba ya de los pelos con encarnizamiento, pensando: «¡Qué zoquete soy! ¡A más no poder! Si hablan, ¿a mí qué? ¡Valiente cosa! ¿Es que ni siquiera voy a tener derecho a recibir a una mujer en mi cuarto? Después de todo, ¡no soy ningún fraile! Eso no le importa a nadie. Si me gusta, puedo pasar con ella todo el tiempo que me dé la gana… Siempre que no vaya en perjuicio del trabajo, ¡lo demás me tiene sin cuidado! Pero ahora, ya no vendrá más, ¡eso es la pura verdad! He estado muy grosero con ella; además, se ha dado cuenta de que yo tenía un poco de miedo… Maldita sea mi estampa, ¡bien he hecho el imbécil!»
Mas sus temores eran vanos: Lushka no pertenecía a esa clase de mujeres que abandonan la partida. Entre sus planes, figuraba el de conquistar a Davídov. Al fin y al cabo, ella no iba a ligar su suerte a la de cualquier mozo de Gremiachi. ¿Para qué? ¿Para derrengarse en la estepa conduciendo bueyes durante la labranza y consumirse hasta la vejez junto al horno? Davídov, al menos, era un muchacho sencillote, ancho de espaldas, agradable… No se parecía en nada a Makar, enfrascado de continuo en sus asuntos y esperando siempre la revolución mundial. Tampoco se parecía a Timoféi… Verdad era que tenía un pequeño defecto: una mella —y además, en el sitio más visible, en medio de la boca— pero Lushka se resignaba a aquella insuficiencia externa de su elegido. Su vida breve, pero rica en experiencia amorosa, le había enseñado que los dientes no son lo principal para apreciar a un hombre en su justo valor…
Al día siguiente, al obscurecer, se presentó de nuevo; esta vez muy emperifollada y más provocativa aún. El pretexto de su visita eran los periódicos.
—Vengo a devolverle el periódico… ¿Puede darme otros? ¿Y no tendría usted libritos? Déjeme alguno atrayente, de amor…
—Toma los periódicos, pero libros no tengo. Yo no soy ninguna biblioteca rural.
Lushka, sin esperar a que la invitasen, tomó asiento y se puso a hablar muy seriamente de la siembra en la tercera brigada y de las anormalidades que había observado en la granja lechera organizada en Gremiachi Log. Con candorosa inocencia, se adaptaba a Davídov, interesándose por las cosas que, a su juicio, debían apasionarle más.
Davídov, al principio, la escuchaba incrédulo, pero luego, entusiasmado con la conversación, le habló de sus planes para mejorar la granja, comunicándole de paso los novísimos adelantos técnicos conseguidos en el extranjero respecto al tratamiento de la leche. Por último, no sin amargura, dijo:
—Necesitamos un montón de dinero. Hay que comprar terneras procedentes de vacas que den mucha leche, hay que adquirir un toro de buena raza… Y todo esto es preciso hacerlo lo antes posible, ¡Pues una acertada instalación de la granja reportaría enormes beneficios! No cabe duda de que con ello el koljós reforzaría considerablemente sus ingresos. ¿Y qué es lo que tienen allí ahora? Una desnatadora del año de la nana, que no vale ni un kopek y no puede cubrir en absoluto las necesidades del ordeño de primavera. Y para de contar. En cuanto a bidones, ni uno; siguen vertiendo la leche al modo antiguo, en cántaros de barro. ¿Está bien eso? Tú dices que la leche se les agria. ¿Y sabes por qué? Pues, seguramente, porque la echan en las cántaros sucios.
—Los cántaros se secan mal en el horno. Por eso se les corta la leche.
—Es lo que yo digo. No tienen las vasijas como es debido. Ocúpate tú de ese asunto y ponlo en orden. Haz todo lo que haga falta, la administración te ayudará siempre. Porque, de lo contrario, ¿qué va a suceder? La leche se perderá continuamente, si no se cuida de las vasijas y las mujeres siguen ordeñando como yo he visto hace poco: se sienta una ordeñadora junto a la vaca, no le lava las ubres, los pezones están llenos de mugre, de estiércol… y las manos de la ordeñadora no están tampoco muy limpias que digamos. ¡Vete a saber lo que ha tocado ella antes!… Y con las manos sucias, agarra las tetas de la vaca. Yo no he tenido tiempo hasta ahora de ocuparme de este asunto. Pero me ocuparé de él, ¡desde luego! Y tú, en lugar de empolvarte tanto la cara para ponerte más guapa, deberías poner orden en la granja. ¿No te parece? Te nombraremos encargada de la granja, irás a hacer unos cursos, aprenderás a dirigirla de un modo científico y serás una mujer calificada profesionalmente.
—¡Ah, no, que la dirijan sin mí! —suspiró Lushka—. Ya tienen bastante gente para poner las cosas en orden. Yo no quiero ser encargada, ni ir a hacer ningunos cursos. Sería mucho ajetreo… Lo que a mí me gusta es un trabajito ligero, para poder vivir a mis anchas, mientras que allí, ¿qué me esperaría?… No, no. ¡El trabajo para los tontos!
—¡Ya estás diciendo otra vez sandeces! —lamentóse Davídov con despecho, pero no se puso a convencerla.
Poco después, Lushka se levantó para marcharse. Davídov la acompañó. Fueron los dos juntos por el oscuro callejón sin pronunciar palabra durante largo rato. Luego, Lushka, que había sabido captar con extraordinaria rapidez todas las inquietudes de Davídov, le preguntó:
—¿Has ido hoy a ver el trigo del Kubán?
—Sí.
—¿Y qué?
—¡Va mal! Si no llueve esta semana… temo que no salga. ¿Y tú te das cuenta de lo que va a pasar entonces? ¡Maldita sea! Los vejetes que vinieron a pedirme permiso para salir en procesión, a hacer plegarias, se regocijarán venenosos. ¡Eso es la pura verdad! «Bien empleado le está —dirán—. No nos dejó hacer los rezos, ¡y Dios no ha mandado la lluvia!» Cuando Dios no tiene nada que ver en esto, es el barómetro el que se ha empeñado en marcar «tiempo variable». ¡Pero vete a explicarles a ellos, seguirán con sus estúpidas creencias! De todos modos, es una verdadera desgracia, ¡qué duda cabe! Y nosotros mismos tenemos parte de culpa… En vez de prestar tanta atención a las sandías, el girasol y demás, deberíamos haber sembrado antes el trigo del Kubán. ¡Ese fue nuestro error! Y con el trigo melionopus,lo mismo… Bien le demostré a ese alcornoque de Liubishkin que, en nuestras condiciones y según todos los datos agronómicos, esa especie es la más conveniente —Davídov había vuelto a entusiasmarse, y hubiera seguido hablando con pasión, largamente, de su tema favorito, de no haberle interrumpido Lushka con manifiesta impaciencia:
—Mira, ¡déjate ya de trigos! Mejor será que nos sentemos ahí un ratito —y señaló al borde de una zanja azulada por la luz de la luna.
Se acercaron. Lushka se arremangó la falda y, cuidadosa de la ropa, le propuso:
—¿Por qué no extiendes la chaqueta sobre la hierba? Temo mancharme la falda; es la de los días de fiesta…
Y cuando se hubieron sentado, muy juntos, sobre la extendida chaqueta, ella, aproximando a la cara burlona de Davídov su rostro, que se había tornado grave y mucho más bello, le dijo:
—¡Basta ya de trigo y de koljós! No es ahora momento de hablar de eso… ¿Notas cómo huelen las hojitas nuevas de los álamos?…
…Y allí se acabaron las vacilaciones de Davídov, que deseaba a Lushka y temía al propio tiempo las consecuencias que el liarse con ella tendría para su prestigio…
Más tarde, cuando él se levantó y a sus pies rodaron hacia el fondo de la zanja unos terroncillos de arcilla seca, Lushka continuaba tendida boca arriba, abiertos los brazos; cerrados los ojos de cansancio. Permanecieron callados unos instantes. Luego, ella se incorporó con inesperada viveza, abarcó sus rodillas con las manos y estremecióse toda en un acceso de irrefrenable risa. Reía como si la hicieran cosquillas.
—¿Qué te pasa? —inquirió Davídov, perplejo y ofendido.
Pero Lushka dejó de reír tan súbitamente como había empezado, estiró las piernas y, acariciándose las caderas y el vientre, exclamó soñadora, con voz un poco ronca, dichosa:
—¡Qué ligera me siento ahora!…
—¿Sólo te falta plumas para volar? —repuso Davídov irritado.
—Haces mal en enfadarte. Muy mal… Es que me siento tan ligera, ¿sabes? Como vacía… Por eso me entró risa. ¿Qué querías, estrafalario, que llorase? Anda, siéntate, ¿por qué te has levantado tan de prisa?
Davídov obedeció a pesar suyo. «¿Qué hacer ahora? Habrá que formalizar esto de alguna manera. Porque será violento ante Nagúlnov, y en general… ¡Cuando menos se espera, el diablo te enreda!»; pensaba Davídov, mirando a la cara de Lushka, cetrina a la luz de la luna. Ella, sin tocar la tierra con las manos, se levantó ágilmente y, sonriendo, entornados los ojos, le preguntó:
—¿Soy buena mujer, eh?
—No sé qué te diga… —contestó Davídov impreciso, estrechando los frágiles hombros de Lushka.