El año 1930 desapareció por vez primera la «estación muerta». En los años pasados, cuando la gente vivía a la antigua, aquellos dos meses se llamaban, con sobrados motivos, la «estación muerta». Terminada la siembra, los dueños de las haciendas se preparaban sin prisas para la siega. Los bueyes y los caballos reposaban en los pastizales, acumulando fuerzas, mientras los cosacos, despaciosos, construían rastrillos, reparaban las carretas y las guadañadoras… Muy contados eran los que iban a labrar los barbechos de Mayo. Los caseríos estaban sumidos en agobiante silencio. Al mediodía, no se encontraba un alma por las calles muertas. Los cosacos, si no estaban de viaje, descansaban en suskuréns o manejaban el hacha con desgana; las adormiladas mujeres, instaladas en algún lugar fresco, se buscaban unas a otras los piojos. El vacío y una soñolienta calma reinaban en los caseríos.
Pero el primer año de vida koljosiana vino a alterar la «estación muerta» en Gremiachi Log. Apenas brotaron los trigos, empezó la escarda.
—Escardaremos tres veces, ¡para que no quede en los campos koljosianos ni una mala hierba! —declaró Davídov en la asamblea.
Yákov Lukich Ostrovnov se sentía a sus anchas, en su elemento. A él, hombre dinámico e inquieto, le gustaba sobremanera aquel modo de llevar una explotación agrícola: todo el caserío estaba en movimiento, dedicado al trabajo, en afanoso trajinar. «Muy alto está volando el Poder Soviético, ¿no se dará el batacazo? Quiere escardar los trigales, labrar los barbechos, alimentar bien el ganado, reparar los aperos… Pero, y la gente, ¿querrá trabajar? ¿Se podrá obligar a las mujeres a que escarden? ¡Pues esto es algo nunca visto! Antes, en toda la región de los cosacos del Don, no se escardaban jamás los trigales. Y mal hecho, porque la cosecha habría sido más abundante. Yo también, viejo necio, tenía que haber escardado. De todos modos, las malditas mujeres se pasaban el verano entero ganduleando», pensaba, lamentando en el alma no haber escardado sus trigales cuando, siendo campesino individual, procuraba engrandecer su hacienda.
Hablando con el propio Davídov, le decía:
—Este añito tendremos una enormidad de trigo, camarada Davídov. En cambio, antes, el campesino echaba la semilla y se limitaba a esperar lo que saliera. Junto con el trigo crecía la correhuela y la cerraja, la ballueca, el euforbio y toda clase de mala hierba. Llegaba la trilla, y el grano parecía bueno; pero cuando se pesaba, apenas resultaban cuarenta puds por hectárea, y hasta menos aún.
A raíz de que los gremiachinos arramblaran con las semillas guardadas en los graneros koljosianos, Davídov había querido destituir a Ostrovnov del cargo de administrador. Graves sospechas asaltaban a Davídov… Recordaba que cuando le viera entre la multitud agolpada junto a los graneros, el rostro del viejo tenía no sólo una expresión de desconcierto, sino una sonrisa en los labios, maligna, expectante… Al menos, así le había parecido entonces.
Al día siguiente, Davídov llamó a Yákov Lukich a su habitación y mandó salir a los que se encontraban en ella. Entre ambos, tuvo lugar una conversación a media voz.
—¿Qué hacías tú ayer junto a los graneros?
—Trataba de convencer a la gente, camarada Davídov. Les decía a nuestros enemigos que se recobrasen y no cogieran por su cuenta y riesgo el trigo koljosiano —repuso Yákov Lukich sin inmutarse.
—Y a las mujeres… ¿Por qué les dijiste tú a las mujeres que yo debía tener las llaves de los graneros?
—¿Cómo? ¿A quién le he dicho yo eso? ¡Dios mío!… En la vida…
—Las mismas mujeres me lo repitieron cuando me llevaban detenido…
—¡Mentiras! Se lo juro. Calumnias… Eso es porque me tienen rabia.
Y Davídov empezó a dudar de la justeza de su decisión. Por añadidura, poco después, Yákov Lukich desplegaba una actividad tan intensa para preparar los trabajos de escarda y organizar el abastecimiento de víveres, hacía llover sobre el Consejo de administración tal cantidad de proyectos de explotación racional, que Davídov quedó de nuevo subyugado por la energía de su administrador.
Yákov Lukich propuso al Consejo de administración construir en los sectores de las brigadas varios nuevos estanques. Hasta señaló los barrancos donde sería más fácil embalsar el agua del deshielo. Según su proyecto, la construcción de los nuevos estanques debía hacerse de manera que el ganado no tuviera que recorrer más de medio kilómetro para ir al abrevadero. Y tanto Davídov como todos los miembros del Consejo hubieron de reconocer el valor de la propuesta de Ostrovnov, ya que los antiguos embalses se habían hecho sin tener en cuenta las necesidades de la hacienda koljosiana. Estaban esparcidos sin orden ni concierto por la estepa, y en primavera, el ganado de las brigadas había que llevarlo a beber a dos kilómetros y medio o tres de distancia. La pérdida de tiempo era enorme. Los bueyes se cansaban; para ir al abrevadero y regresar al campamento se necesitaban casi dos horas, en cuyo tiempo se habría podido arar o gradar más de una hectárea. El Consejo de administración dio su conformidad para la construcción de los nuevos embalses, y Yákov Lukich, aprovechando una pausa en las labores, procedió, con autorización de Davídov, al acopio de madera para las presas.
Además, Yákov Lukich hizo la propuesta de construir una fábrica de ladrillos y demostró fácilmente a Arkashka Menok, dudoso del rendimiento de la empresa, que era muchísimo más económico tener cerca sus propios ladrillos para la edificación de la cuadra y la boyera de mampostería que acarreados desde la cabeza del distrito, situada a veintiocho kilómetros del caserío, y pagar encima cuatro rublos y cincuenta kopeks por cada centenar. También fue Yákov Lukich quien convenció a los koljosianos de la tercera brigada para que cegasen la Barranca Mala, cuyas arrolladas se llevaban todos los años las fértiles tierras cercanas al caserío, en las que crecía magníficamente el mijo y se criaban unas sandías de enorme tamaño y gran dulzura. Bajo su dirección, la barranca fue entibada con maderos, la rellenaron de estiércol, ramaje y piedras y plantaron en sus laderas álamos y salces para que sus raíces sujetasen y afianzaran el movedizo terreno. De este modo, una considerable superficie de tierra quedó protegida de los derrublos.
Todas aquellas circunstancias, reunidas, reforzaron la vacilante situación de Yákov Lukich en el koljós. Davídov decidió con firmeza no desprenderse de ninguna manera de su administrador y apoyar por todos los medios su continua iniciativa, verdaderamente inagotable. Hasta Nagúlnov había suavizado un poco su actividad con respecto a Yákov Lukich.
—Aunque, por su espíritu, es persona ajena a nosotros, sabe bien cómo hay que llevar una hacienda. Mientras no formemos un hombre nuestro, tan entendido como él en estas cosas, mantendremos a Ostrovnov en el cargo de administrador del koljós. Nuestro Partido tiene enorme talento. Cuenta con millones de cerebros, de ahí proviene su gran agudeza. Hay más de un ingeniero que es un reptil y un contrarrevolucionario en el fondo; por su espíritu, había que haberlo mandado al paredón hace ya tiempo, pero no se le manda, sino que se le da trabajo y se le dice: «¡Tú eres un hombre de ciencia! Toma dinero, llénate la panza hasta que no puedas más, cómprale a tu querida medias de seda para que se consuele, pero devánate los sesos, haz obras de ingeniería, ¡para bien de la revolución mundial!» Y las hace. Tiende el hocico hacia la vida de otros tiempos, pero las hace. Y si lo fusilas, ¿qué provecho sacarás de ello? Quedarán unos pantalones con brillo en las culeras. Quizá un reloj con dije, y nada más. Mientras que así da beneficios de muchos miles de rublos. Lo mismo ocurre con Ostrovnov: que tape barrancas, que haga embalses… ¡Todo eso va en provecho del Poder Soviético y acerca la hora de la revolución mundial! —dijo en una reunión de la célula.
La vida de Yákov Lukich había vuelto a adquirir cierto equilibrio. Ostrovnov comprendía que las fuerzas que respaldaban a Pólovtsev y dirigían los preparativos de la insurrección habían perdido la partida por aquella vez; tenía el profundo convencimiento de que ahora no habría ya sublevación, pues se había dejado escapar el momento y en el estado de ánimo de los cosacos, hasta en los más hostiles al Poder Soviético, habíase producido algún cambio. «Por lo que se ve, Pólovtsev y Líatievski han debido cruzar la frontera», pensaba Yákov Lukich. Y a la gran pena de que el Poder Soviético no hubiese sido derribado, se unía una gran alegría sosegadora, un sentimiento de satisfacción: en adelante nada amenazaría ya la plácida existencia de Yákov Lukich. Ahora, cuando veía llegar a Gremiachi Log al miliciano del sector, no se sentía desfallecer de miedo, mientras que antes, con sólo vislumbrar su capote negro, le entraban unos temblores de indescriptible espanto.
—¿Qué, terminará pronto el Poder de los infieles? ¿Vendrán pronto los nuestros? —le preguntaba a Ostrovnov su vieja madre, cuando se quedaban a solas.
Y Yákov Lukich, exasperado por aquella pregunta inoportuna, le contestaba con amarga irritación:
—¿A usted qué le importa eso, madrecita?
—¡No me va a importar! Han cerrado las iglesias, han desposeído a los popes… ¿Es eso justo?
—Tiene usted ya muchos años, ocúpese de rezarle a Dios… Y no se meta en los asuntos terrenos. ¡Qué cargante es usted, madrecita!
—¿Y a dónde se han ido los oficiales? Ese mala cabeza, el tuerto, el que siempre estaba fumando, ¿a dónde ha volado ese pájaro? ¡Y tú también estás bueno!… No hace mucho me pedías la bendición, ¡y ahora sirves de nuevo a este Poder! —insistía terca la vieja, sin acertar a comprender por qué razón su Yákov no quería ya «cambiar de régimen».
—¡Ay, madrecita, me está usted quemando la sangre! ¡Déjese de una vez de decir tonterías! ¿A qué viene recordar eso? Y es usted capaz de soltarlo todo delante de la gente… Va a conseguir que me corten la cabeza, madrecita. Usted misma decía: «Todo lo que Dios hace, bien hecho está». ¿Verdad? Pues viva tranquila. Cállese la boca y métase la lengua donde le quepa… Nadie le niega un cacho de pan… ¿Qué más necesita usted, santo Dios?
Después de aquellas conversaciones, Yákov Lukich salía raudo del cuartucho, como gato escaldado, y durante largo rato no podía recobrar la calma. Con la mayor severidad, ordenaba a Semión y a las mujeres:
—¡Ojo con la abuela, mucho ojo! ¡Acabará por perderme! En cuanto se acerque a la puerta algún extraño, encerradla en el cuartucho.
A partir de entonces, la vieja permanecía día y noche encerrada con candado. Pero los domingos la dejaban en libertad. Y ella se iba a ver a sus amigas, de su misma edad avanzada, para contarles sus cuitas, llorando a lágrima viva:
—¡Ay, amigas mías, queridas! Mi Yákov y su mujer me tienen siempre encerrada con candado… No como ya más que pan seco y sólo bebo mis lágrimas. En cambio antes, durante la Cuaresma, cuando vivían con nosotros los oficiales, el jefe de Yákov y su amigo, medaban buena sopita de coles y, a veces, un vaso de compota… Pero ahora están enfurecidos conmigo, si supierais… Los dos, el hijo y la nuera… ¡Ay, qué dolor tan grande!… Lo que he llegado a ver, queridas: mi propio hijo está hecho una fiera conmigo, ¡cómo me trata! ¿Y todo esto por qué? Yo misma no lo sé. No hace mucho, vino a pedirme la bendición para destruir este poder de los infieles. Y ahora, en cuanto digo una palabra en contra de ellos, me insulta, me pone de vuelta y media…
…Sin embargo, aquella apacible existencia de Yákov Lukich, ensombrecida tan sólo por las conversaciones con la madre, acabó pronto, de un modo inesperado…