Capítulo XXXVII

Para el 15 de Mayo, en todo el distrito, la siembra de cereales estaba ya terminada en lo fundamental. El koljós Stalin de Gremiachi Log había cumplido íntegramente su plan con anterioridad. El 10, al mediodía, en cuanto la tercera brigada acabó de sembrar las ocho hectáreas de maíz y girasol que quedaban, Davídov mandó un correo a caballo al Comité Distrital del Partido con un parte en el que se le comunicaba el fin de la siembra.

El trigo temprano alegraba la vista con sus tallos. Pero en el sector de la segunda brigada se encontraban cerca de cien hectáreas de trigo del Kubán que no se habían sembrado hasta los primeros días de Mayo, y Davídov temía que aquel retraso impidiese al trigo brotar bien. Liubishkin compartía sus temores. Yákov Lukich manifestó rotundamente:

—¡No brotará! ¡De ninguna manera! ¿Queréis sembrar durante el año entero y que salga algo? Los libros dicen que en Egipto se siembra y se recoge dos veces al año. Pero Gremiachi Log, camarada Davídov, no es Egipto, ¡aquí hay que sembrar muy a su tiempo!

—Oye tú, ¿qué oportunismo andas propagando? —le reprochó Davídov enfadado—. ¡Nuestro trigo tiene que salir! Y si hacen falta dos cosechas al año, las recogeremos. La tierra es nuestra, nos pertenece, y sacaremos de ella lo que queramos, ¡eso es la pura verdad!

—Habla usted como un niño.

—Ya lo veremos. Pero tú, ciudadano Ostrovnov, muestras en tus palabras una desviación derechista, cosa que en el Partido es indeseable y dañina… Esa desviación ha sido condenada suficientemente. Que no se te olvide…

—Yo no hablo de desviaciones, sino de la tierra. De las desviaciones de ustedes yo no entiendo.

A Davídov, aunque confiaba en el poder germinativo del trigo del Kubán, no dejaba de atormentarle la duda. Todos los días ensillaba un caballo de la administración y se iba a ver los campos, calcinados por el sol, preparados ya, pero cubiertos de una negrura fúnebre, siniestra.

La tierra se secaba rápidamente. El grano, mal nutrido, no tenía fuerzas para lanzar el germen a la superficie. El agudo dardo del tallo, tierno y débil, yacía mustio bajo los desmenuzados terrones, recalentados, olorosos del sol, esforzándose por salir a la luz, sin poder atravesar aquella endurecida corteza, carente de humedad. Davídov se apeaba del caballo; de rodillas, escarbaba la tierra con la mano y al examinar en la palma el granillo mísero, en el que despuntaba apenas un fino tallito, sentía una amarga compasión hacia aquellos millones de granos enterrados, ansiosos de sol y casi condenados ya a muerte. La conciencia de que era impotente para evitarlo, lo ponía furioso. Si lloviese, el trigo del Kubán extendería por el campo su terciopelo verde. Pero no llovía, y el terreno estaba ya cubierto de mala hierba que, poco exigente, crecía espesa y vigorosa.

Un atardecer, llegó a casa de Davídov una delegación de viejos.

—Venimos a hacerle un humilde ruego —dijo Akim el Tientagallinas, después de saludar, buscando en vano con la mirada algún icono ante el que poder santiguarse.

—¿Qué ruego?.. No busques, abuelo, aquí no hay iconos.

—¿No hay? Bueno, no importa… Nos arreglaremos sin ellos… Pues, en nombre de los viejos, queríamos hacerle una petición.

—¿Cuál?

—El triguillo de la segunda brigada, por lo que se ve, no crece.

—Todavía no se ve nada, abuelo.

—No se ve, pero así parece.

—¿Y qué?

—Que hace falta que llueva.

—Cierto, hace falta.

—Entonces, ¿nos permite usted que llamemos al pope? Rezaría unas plegarias, en procesión.

¿Para qué? —inquirió Davídov, enrojeciendo ligeramente…

—¡Vaya una pregunta! Para que Dios nos mande lluvia.

—Mira, abuelo, eso ya es demasiado… Vete y no hables más del asunto.

—¿Cómo que no hable? ¿No es nuestro el triguillo?

—Es del koljós.

—¿Y nosotros qué somos? ¡Koljosianos!

—Y yo soy el presidente del koljós.

—Ya lo sabemos, camarada. Usted no cree en Dios, y no le pedimos que vaya a la procesión, pero déjenos ir a nosotros, que somos creyentes.

—No lo permito. ¿Os ha mandado la asamblea de koljosianos?

—No. La verdad es que lo hemos decidido los viejos solos.

—¿Lo veis? Vosotros sois pocos, y la asamblea, de todos modos, no os habría autorizado. La hacienda, abuelo, hay que gobernarla con ayuda de la ciencia, y no de los popes.

Davídov estuvo hablándoles largo rato y con prudencia, procurando no herir sus sentimientos religiosos. Los abueletes callaban. Cuando la entrevista tocaba ya a su fin, se presentó Makar Nagúlnov. Había oído decir que unos viejos —una delegación de creyentes— habían ido a pedirle permiso a Davídov para salir en procesión a hacer unas preces, y acudió presuroso.

—Entonces, ¿no se puede? —suspiró el abuelo Akim el Tientagallinas.

—Ni se puede ni tiene objeto. Lloverá. Sin necesidad de eso.

Los abuelos salieron. Nagúlnov les siguió al zaguán. Después de cerrar bien la puerta del cuarto de Davídov, les dijo en un susurro:.

—¡Oídme, carcamales! Yo os conozco perfectamente: vosotros, diablos testarudos, no pensáis más que en vivir a vuestro modo. Os pasaríais todo el tiempo organizando fiestas religiosas, llevando en procesión iconos por la estepa, pisoteando el trigo… Si por vuestra cuenta y riesgo llamáis al pope y lo lleváis al campo, me planto allí en el acto con el equipo de bomberos y os riego con las mangas hasta poneros como sopas. ¿Comprendido? Y al pope más le valdría no asomar ni las orejas. Porque si se presenta, a ese semental melenudo lo pelo yo, delante de todo el mundo, con unas tijeras de esquilar carneros. Lo esquilo, para vergüenza suya, y luego lo suelto. ¿Comprendido? —volvió a la habitación de Davídov y, ceñudo, malhumorado, se sentó en el arcón.

—¿Qué estabas cuchicheando ahí con los viejos? —indagó Davídov, lleno de sospechas.

—Hablábamos del tiempo —respondió Makar, sin pestañear siquiera.

—¿Y qué?

—Pues que han decidido firmemente dejarse de procesiones.

—¿Y qué dicen ellos? —preguntó Davídov, volviéndose para ocultar una sonrisa.

—Dicen que han comprendido que la religión es opio… ¿Pero por qué me das tanto la lata, Semión? ¡Eres peor que la tiña! Te pegas a uno, ¡y no hay manera de desprenderse de ti! «¿De qué hablabas? ¿Qué les has dicho?»… Lo que he dicho, dicho está. Tú estás fomentando aquí el democratismo; tratas de convencer, suplicas… Y con esos viejos no hay que hablar así, en absoluto. Todos ellos tienen el mismo espíritu dañino, están completamente intoxicados por ese opio… Por consiguiente. ¿a qué gastar con ellos saliva en balde? Un par de palabritas certeras, ¡y a otra cosa!

Davídov echóse a reír y le dejó por imposible: ¡Decididamente, Makar no tenía cura!

Dos semanas llevaba Nagúlnov fuera del Partido. Entre tanto, en el Comité Distrital la dirección había sido cambiada: a Korchzhinski y Jomutov les habían destituido de sus cargos.

El nuevo Secretario del Comité Distrital, que había recibido de la Comisión de Control la apelación de Nagúlnov, envió a Gremiachi Log a un miembro del Buró para investigar por segunda vez el asunto. Después de lo cual, el Buró acordó revocar su decisión anterior de expulsar del Partido a Nagúlnov. El nuevo acuerdo se basaba en que la sanción, por su severidad, no estaba en consonancia con la falta cometida. Además, varias acusaciones formuladas contra Nagúlnov, como «relajamiento moral» y «libertinaje sexual» fueron desechadas a raíz de la segunda investigación. Se hizo a Makar una amonestación por escrito, y en eso quedó la cosa.

Davídov, que desempeñaba temporalmente las funciones de Secretario de la célula, al hacer entrega de los asuntos a Nagúlnov, le preguntó:

—¿Qué, has aprendido? ¿No volverás a exagerar la nota?

—Sí, he aprendido, y mucho. Pero lo que hace falta es averiguar quién ha exagerado la nota: el Comité Distrital o yo.

—El Comité Distrital y tú. Cada uno un poco.

—Pues yo considero que el Comité Comarcal también está cometiendo excesos.

—¿Cuáles, por ejemplo?

—Los siguientes: ¿Por qué no se ha dado orden de devolver el ganado a los que se fueron? ¿No es eso, acaso, una colectividad forzosa? ¡Qué duda cabe! La gente se va del koljós y no se les da nada: ni ganado ni aperos de labranza. Y claro, como no tienen con qué vivir ni saben qué hacer, vuelven al koljós. Las pían, pero vuelven.

—¡Ten presente que el ganado y los aperos forman parte del fondo indivisible del koljós!

—¿Y para qué diablos se necesita ese fondo si vuelven al koljós a la fuerza? ¡Habría que tirarles sus bienes a la cara!… Y decirles: «Tomad vuestros aperos, ¡coméroslos, y ojalá se os atraganten!» Yo no les dejaría ni acercarse al koljós. En cambio, tú has vuelto a admitir a todo un centenar de camaleones de esos. Y a lo mejor, te figuras que vas a hacer de ellos koljosianos conscientes… ¡Estás listo! Esos individuos, por mucho que estén en el koljós, tenderán siempre el hocico hacia la vida individual, hasta la misma tumba… ¡Yo los conozco perfectamente! El que no se les haya devuelto el ganado y los aperos de labranza es una desviación a la izquierda, y el que tú les hayas admitido de nuevo es una desviación a la derecha. Ahora, hermano, yo también entiendo mucho de política, ¡ya no me apabullas!

—¡Qué has de entender tú! ¡Cuando ni siquiera comprendes que el arreglo de cuentas con los que se marchan no es posible hacerla inmediatamente, sino hasta que termine el año económico!…

—Eso sí lo comprendo.

—¡Ay, Makar, Makar! No puedes vivir sin botaratadas. Con frecuencia se te trastorna la mollera, ¡eso es la pura verdad!

Estuvieron discutiendo largo rato, hasta que acabaron por enfadarse, y Davídov se marchó.

Durante aquellas dos semanas, habían ocurrido muchos cambios en Gremiachi Log: Con gran asombro de todo el caserío, Marina Poiárkova había tomado como marido a Demid el Callado. Este se fue a vivir a la jata de ella; una noche, enganchóse él mismo al carro y trasladó allí sus míseros enseres, después de condenar las puertas y ventanas de su casucha.

«La Marina ha encontrado su pareja. ¡Entre los dos podrán más que un tractor!», decían en Gremiachi.

Andréi Razmiótnov, terriblemente herido por el casorio de la que fuera largos años su adorado tormento, al principio se hizo el fuerte, pero luego no pudo resistir el golpe y, ocultándose de Davídov, se entregó a la bebida. Sin embargo, Davídov se dio cuenta y le advirtió:

—Deja eso, Andréi. No está nada de bien.

—Lo dejaré. Pero me duele en el alma, Semión, ¡cómo no te puedes imaginar! ¡Por quién ha ido a dejarme esa perra! ¡Por quién!…

—Eso es cosa suya.

—Sí, pero a mí tiene que dolerme, ¿verdad?

—Será doloroso si quieres, pero no bebas. No es tiempo de borracheras. Pronto empezaremos la escarda.

Y Marina, como si lo hiciera adrede, se mostraba cada vez más a menudo ante los ojos de Andréi. Parecía satisfecha, dichosa.

Demid el Callado trabajaba en la minúscula hacienda de Marina como un buey de buena raza. En unos días, había arreglado todas las dependencias auxiliares; en veinticuatro horas, cavó una cueva de tres metros y pico de profundidad; llevaba sobre sus espaldas montones de heno de diez puds, cargaba con los arados… Marina lavaba la ropa, le hacía prendas de vestir, le remendaba y zurcía las mudas y no se cansaba de alabar ante las vecinas la capacidad de trabajo de Demid.

—Un hombre así, mujercitas, era el que yo necesitaba en mi hacienda. Tiene unas fuerzas de oso. Todo lo hace en un vuelo. Y el que sea callado, ¿qué importa?… Así regañaremos menos…

Y Andréi, a cuyos oídos llegaban rumores de que Marina estaba contenta de su nuevo marido, se decía nostálgico:

—¡Ay, Marisha! ¿Es que yo no podía haberte arreglado el cobertizo y hecho una cueva? ¡Me has destrozado la vida en mi juventud!

A Gremiachi Log volvió del destierro el expropiado Gáiev. La comisión electoral de la región le había reintegrado en sus derechos de ciudadano. En cuanto el cargado de hijos Gáiev llegó al caserío, Davídov le llamó a la administración del koljós.

—¿Cómo piensas vivir ciudadano Gáiev? ¿Cómo campesino individual o en el koljós?

—Como sea —repuso Gáiev, que aún guardaba rencor por su expropiación ilegal.

—De todos modos, ¿algo habrás decidido?

—Por lo visto, no tendré más remedio que entrar en el koljós.

—Presenta la solicitud.

—¿Y mis bienes?

—Tu ganado está en el koljós; tus aperos también. Lo demás se ha repartido, y la cosa será más complicada. Sin embargo, te devolveremos algo, y por el resto recibirás dinero.

—¿Y qué pan voy a comer? Pues mi trigo os lo llevasteis todo, hasta el último grano…

—Eso tiene fácil solución. Vete a ver al administrador, él le dirá al encargado del almacén que te entregue unos diez puds de harina, para empezar.

—¡Están abriendo a todo Cristo las puertas del koljós! —se alborotó Nagúlnov al enterarse de que Davídov estaba dispuesto a admitir a Gáiev—. Sólo falta que Davídov ponga un anuncio en el Molotdeclarando que todos los deportados que han cumplido la condena serán admitidos en el koljós… —le decía a Andréi Razmiótnov.

Después de la terminación de la siembra, la célula de Gremiachi Log había duplicadó sus efectivos: Pável Liubishkin, que había sido bracero de Titok durante tres años, Néstor Loschilin, koljosiano de la tercera brigada, y Diomka Ushakoveran ya candidatos a miembro del Partido. El día en que iba a reunirse la célula para dar ingreso a Liubishkin y a los demás, Nagúlnov le había propuesto a Kondrat Maidánnikov:

—Ingresa en el Partido, Kondrat. Yo te avalaré de buena gana. Tú serviste, bajo mi mando, en el escuadrón, y lo mismo que entonces eras un heroico soldado rojo de Caballería, hoy eres un koljosiano de primera. ¿Cómo se explica que no hayas entrado aún en el Partido? Las cosas han llegado a tal punto, que la revolución mundial puede estallar de un momento a otro. Quizás tengamos que servir los dos otra vez en el mismo escuadrón para defender el Poder Soviético, y resultará que, después de tanto tiempo, tú seguirás siendo un sin partido como antes. ¡Eso no está nada de bien! ¡Ingresa!

Kondrat dio un suspiro y confesó su secreto:

—No, camarada Nagúlnov, mi conciencia no me permite ingresar por ahora en el Partido… Yo iré de nuevo, si es preciso, a luchar por el Poder Soviético y trabajaré en el koljós honradamente, pero en el Partido no puedo apuntarme…

—¿Por qué? —inquirió Makar, frunciendo el ceño.

—Porque incluso ahora, estando en el koljós, peno por mis bienes… —los labios de Kondrat temblaron, su voz se convirtió en un susurro—. Cuando pienso en mis bueyes, se me parte el corazón… Me dan lástima… No los cuidan como debieran… Akim Besjliébnov tiene la culpa de que mi caballo se haya desollado el cuello con la collera, durante el gradeo; cuando lo vi, me pasé el día entero sin comer… ¿A quién se le ocurre ponerle a un caballo pequeño una collera tan enorme? Por eso, no puedo hacerlo. Puesto que no he renegado aún de la propiedad, mi conciencia no me permite entrar en el Partido. Yo así lo entiendo.

Nagúlnov reflexionó un instante y dijo:

—Tienes razón, no ingreses, espera todavía un poco. Lucharemos implacablemente contra todo lo que no marche bien en la hacienda koljosiana; cada caballo tendrá su collera a la medida. Pero si ves en sueños a tus bueyes, está claro que tú no puedes entrar en el Partido. Al Partido sólo se puede ir cuando ya no se echa de menos la propiedad. Al Partido hay que ir limpio, sin mancha alguna, y con un solo pensamiento: llegar a la revolución mundial. Mi padre vivía con desahogo y, desde que yo era niño, se empeñaba en enseñarme a gobernar la hacienda. Pero a mí no me tiraba nada de aquello, la hacienda me importaba un pito. Renuncié a la vida de abundancia, y a los cuatro pares de bueyes, y me fui a conocer la miseria, a trabajar de jornalero… Por consiguiente, no ingreses de momento, hasta que no te libres de esa cochina sarna de la propiedad.

El rumor de que Liubishkin, Ushakov y Loschilin ingresaban en el Partido se difundió ampliamente por Gremiachi Log. Uno de los cosacos le dijo en broma al abuelo Schukar:

—¿A qué esperas para presentar tu solicitud? Tú eres del activo, ¡preséntala! Te darán un cargo, te comprarás una cartera de cuero y te pasearás con ella bajo el brazo.

Schukar meditó la cosa, y al atardecer, apenas hubo obscurecido, se presentó en la vivienda de Nagúlnov.

—¡Muy buenas tardes, Makárushka!

—Buenas tardes. ¿A qué vienes?

—La gente entra en el Partido…

—¿Y qué?

—No me atosigues, déjame hablar.

—Sigue.

—Seguiré. Y a lo mejor, yo también quiero entrar. No voy a pasarme, hermano, toda la vida junto a los caballos. No estoy casado con ellos.

—¿Y qué es lo que quieres?

—Bien claramente te lo he dicho: quiero entrar en el Partido. A eso vengo, a saber qué cargo me vas a dar; bueno, y los demás detalles… Anda, dime lo que hay que escribir…

—¿Pero tú qué te has creído?… ¿Que se viene al Partido a buscar cargos?

—Aquí, todos los del Partido tienen alguno.

Makar, conteniendo sus ímpetus, cambió de conversación:

—¿Fue el pope a tu casa en la Pascua?

—Claro que fue.

—¿Y le diste algo?

—¡Cómo no! Un par de huevecitos y, naturalmente, un pedazo de tocino, de una media libra.

—Por consiguiente, ¿sigues creyendo en Dios hasta hoy día?

—Desde luego. Claro que no mucho, pero cuando me pongo malo, cuando tengo algún disgusto o, por ejemplo, caen rayos y centellas, entonces sí; rezo y, naturalmente, recurro a Dios.

Makar hubiera querido terminar cortésmente la entrevista con el abuelo Schukar. Limitándose a explicarle por qué no se le podía admitir en el Partido, pero como al entablar aquella conversación inopinada no había tenido tiempo de hacer acopio de paciencia, le soltó inmediatamente un par de coces:

—¡Vete al cuerno, animal de bellota! Les das huevos a los popes, haces Jordanes en el hielo, sueñas con tener cargos, cuando en realidad ni siquiera eres capaz de preparar un mal pienso para los caballos. ¿Para qué diablos necesita el Partido una vieja carraca como tú? ¿Te estás burlando de mí? ¿Te figuras que en el Partido se admite toda clase de basura? Tú sólo sirves para darle a la lengua sin tino, para hacer el payaso y decir mentiras. Ahueca el ala y no me sulfures; mira que yo ando mal de los nervios… Mi salud no me permite conversar tranquilamente contigo. ¡Rala, lárgate! ¿Me oyes?

«¡He elegido mala hora! Debía haber venido después de comer», se lamentaba el abuelo Schukar al cerrar, precipitada y ruidosamente, la puertecilla de la cerca.

La última noticia que produjo gran emoción en Gremiachi Log, sobre todo entre las mozas, fue la de la muerte del Humillo.

Efim Trubachiov y Batálschikov, condenados por el tribunal popular, habían escrito una carta diciendo que, camino de la estación, el Humillo había sentido el ansia de la libertad y la nostalgia de Gremiachi Log e intentado huir.

El miliciano que conducía el grupo de detenidos le dio el alto tres veces. Pero el Humillo, agachado, siguió corriendo a campo traviesa en dirección al bosque. No le quedaban más que unos treinta metros para llegar a los matorrales, cuando el miliciano hincó la rodilla en tierra, se echó el fusil a la cara y, al tercer disparo, abatió al Humillo para siempre.

Aparte de su tía, nadie de la familia quedaba para llorar al Humillo. Las muchachas a quienes él iniciara en el nada difícil arte del amor, si tuvieron alguna pena, se consolaron pronto.

«El muerto al hoyo, y el vivo al bollo»… Las lágrimas de las muchachas son como el rocío a la salida del sol…