Capítulo XXXVI

En el patio de la administración del koljós, cubierto ahora de hierba, reinaba igual silencio que en el pastizal de más allá del caserío. Las enmohecidas tejas de la techumbre del granero brillaban con tenue fulgor cálido a la luz del sol de mediodía, pero a la sombra de los cobertizos, en la hollada hierba, pendían aún, grandes y compactas como granos de trigo, las gotas de un rocío gris liliáceo.

Una oveja de raída piel, fea en su delgadez, abiertas las mugrientas patas, estaba en medio del patio, y junto a ella, de rodillas, una cordera, de blancas lanas como la madre, mamaba empujando la ubre con destreza.

Liubishkin entró en el patio a lomos de una pequeña yegua madre. Al pasar frente a un cobertizo, dio con rabia un fustado a un cabritillo que, encaramado en el tejado, le miraba con sus ojos verdes, diabólicos, y masculló:

—¡Siempre te estás subiendo a todas partes, chivo de Satanás! ¡Largo de aquí!

Enfadado y ceñudo venía Liubishkin. Acababa de llegar de la estepa y, sin pasar por casa, se había dirigido a la administración. Tras su yegüita baya, con manchas amarillentas, corría un potrillo fino de remos y de anchas cuartillas, haciendo tintinear el cascabel que pendía de su cuello y balanceando la alzada cola a diestro y siniestro. Para la talla de Liubishkin, la yegua era tan pequeña, que los sueltos estribos colgaban más abajo de las rodillas del animal. Y parecía que, como en cierto cuento, era el encorvado caballero quien llevaba al flaco rocín entre sus piernas de bogatyr… Diomka Ushakov, que le estaba observando desde la terracilla, le dijo zumbón:

—Te pareces a Jesucristo entrando en Jerusalén, montado en el borrico…, ¡Te pareces una barbaridad!

—¡El borrico lo eres tú! —respondió con acritud Liubishkin, acercándose a los escalones de la terracilla.

—¡Recoge esas piernas, que vas arando la tierra con los pies!

Liubishkin, sin dignarse a contestar a Diomka, se apeó, enrolló las riendas en la barandilla y preguntó severo:

—¿Está ahí, Davídov?

—Aquí está. Consumiéndose de la pena de no verte. Hace ya tres días que no come ni bebe y no hace más que preguntar: «¿Por dónde andará mi inolvidable amigo Pável Liubishkin? Sin él, yo no puedo vivir, ¡nada en el mundo tiene aliciente para mí!»

—¡Dime una palabra más! ¡Anda, atrévete! ¡Te voy a cerrar la boca con ésta!

Ushakov miró de reojo a la larga fusta y se calló, mientras Liubishkin, con recias pisadas, entraba en la administración.

Davídov y Razmiótnov acababan de examinar, con las delegadas de una asamblea de mujeres, la cuestión de instalar una casa-cuna. Liubishkin esperó a que se fueran las mujeres; luego, avanzó hacia la mesa. Su camisa de percal, suelta, sin cinturón, polvorienta en la parte de las paletillas, olía a sudor, a sol y a polvo…

—Vengo de la brigada…

—¿Y a qué vienes tú? —inquirió Davídov, frunciendo el entrecejo.

—¡Aquello no marcha! Sólo me quedan veintiocho hombres aptos para el trabajo. Y ésos no quieren dar golpe, hacen el vago… No hay quien los meta en cintura. Ahora, tengo doce arados. A duras penas he conseguido reunir los labradores. Kondrat Maidánnikov es el único que ara como un buey, pero AkimBesjliébnov, Samoja Kuzhenkov, o ese ronco cargante de Atamánchukov y otros muchos son una verdadera calamidad, ¡y no unos labradores! ¡Parece que no han agarrado una mancera en su vida! Aran al buen tuntún. Abren un surco y se sientan a fumar, y no hay quien les mueva ni a empujones.

—¿Cuánto labráis al día?

—Maidánnikov y yo tres cuartos cada uno, pero esos… media hectárea por cabeza, cuando más. Si vamos a seguir labrando así, no sembraremos el maíz ni para el día de la Intercesión.

Davídov, que golpeteaba con el lapicero en la mesa sin decir palabra, preguntó insinuante:

—Bueno, ¿y qué vienes? ¿A qué te limpiemos las lágrimas? —y sus ojos rebrillaron airados.

Liubishkin montó en cólera:

—¡Yo no vengo aquí a lloriquear! Dame hombres y más arados. En cuanto a las bromas, déjalas aparte, ¡que yo también sé bromear, no peor que tú!

—Bromear si sabes, eso es la pura verdad; pero para organizar el trabajo, ¡te falta caletre! ¡Valiente jefe de brigada! ¡No sabe cómo meter en cintura a los gandules! Y está claro que no lo sabrás nunca, ¡puesto que has relajado la disciplina y caído en la tolerancia de principios!

—¡Encuentra tú esa disciplina! —alzó el gallo Liubishkin, sudoroso de la agitación—. El cabecilla de todo es allí Atamánchukov. Me solivianta a la gente, la incita a marcharse del koljós. Y prueba a echarlo… Ese miserable es capaz de llevarse a todos tras él. Dime, Semión Davídov, ¿te estás burlando de mí o qué? No me has dado más que carcamales y enfermos, ¡y aún se te ocurre preguntarme por el trabajo! ¿Qué hago yo con el abuelo Schukar? A ese charlatán del diablo, habría que plantarlo en un huerto, de espantapájaros, y vosotros se lo endosáis a mi brigada, me lo colgáis del cuello, cuando me hace tanta falta como al gitano la madre. ¿Para qué sirve ese trasto? Con el arado, no puede; para boyero, no sirve. Con su voz de gorrión, los bueyes no le toman por un hombre, ¡y no les asusta ni pizca! Se cuelga del yugo el mamarracho ese, y antes de llegar al final del surco, ¡ya se ha caído sus buenas diez veces! Tan pronto se agacha para atarse un zapato como se tumba, con las patas por alto, para remeterse la hernia. Y las mujeres dejan los bueyes, empiezan a reír y a gritar: «¡Ya se le ha salido a Schukar!» Y llegan a todo correr, las curiosonas, para ver cómo se vuelve a encajar Schukar su hernia en las tripas. En vez de trabajo, ¡aquello es una función de circo! Ayer se acordó, en vista de su hernia, que se encargase de la cocina. ¡Pero ni para eso sirve el maldito! Yo le había dado un cacho de tocino, para que lo echase en las gachas, pero él se lo zampó. Y las gachas estaban saladísimas, con una espuma sospechosa por encima… Entonces, ¿dónde lo pongo yo? —a Liubishkin, bajó los negros bigotes, le temblaron de rabia los labios. Alzó la fusta, descubriendo una obscura mancha redonda de sudor bajo el sobaco de la descolorida y sucia camisa, al tiempo que decía con desesperación—: ¡Quitadme de jefe de brigada, estoy harto de bregar con semejante gentuza! ¡Me tienen atado de pies y manos!

—Oye tú, ¡no te hagas más la víctima! Nosotros sabemos cuándo hay que quitarte, eso es la pura verdad. Y ahora, lárgate al campo, que para la tarde estén aradas doce hectáreas. Si no las aras, ¡no te quejes luego! Dentro de un par de horas, iré yo para allá a comprobarlo. Vete.

Liubishkin salió, dando un tremendo portazo, y bajó corriendo los escalones de la terracilla. La yegua continuaba atada a la baranda, con la cabeza tristemente gacha. En sus ojos violáceos, cuajados de motitas de oro, relucía el sol. Luego de arreglar sobre la recalentada silla la funda de burdo lienzo, Liubishkin montó lentamente. Diomka Ushakov, entornando los ojos, le preguntó socarrón:

—¿Qué, ha labrado mucho tu brigada, camarada Liubishkin?

—Eso a ti no te importa…

—Hombre, hasta cierto punto… Cuando tenga que tomarte a remolque, ¡ya verás si me importa o no!

Liubishkin se revolvió en la silla y, apretando el puño hasta que se tornó azulado, masculló:

—¡Prueba a presentarte allí! ¡Verás cómo te pongo los ojos en su sitio, bizco de Satanás! ¡Y te retorceré el pescuezo de manera que puedas andar de culo sin mirar para atrás!

Diomka escupió con desprecio:

—¡Vaya un curandero que me ha salido! Mejor harías en curar primero a tus labradores, para que arasen con mas brío…

Liubishkin, como si se lanzara al ataque, salió por el portón al galope, hacia la estepa. Aún no se había extinguido el tintineo, cada vez más lejano, del balanceante cascabel del potrillo, cuando Davídov se asomó a la terracilla y le dijo a Diomka, con precipitación:

—Me voy por unos días a la segunda brigada. Te dejo de substituto mío. Ocúpate de la instalación de la casa-cuna, ayúdales. Y a la tercera brigada no le des avena, ¿me oyes? Si ocurre algo, ve a avisarme en un vuelo. ¿Comprendido? Engancha un caballo al coche y dile a Razmiótnov que vaya a buscarme. Estaré en casa.

—¿Y si yo fuera con mis hombres para ayudar a Liubishkin a roturar el campo? —propuso Diomka, pero Davídov soltó un terno y gritó:

—¡Valiente ocurrencia! ¡Ellos solos deben arreglarse! En cuanto llegue, les haré entrar en vereda, ¡y ya verás cómo no me labran más a razón de media hectárea! Eso es la pura verdad. ¡Anda, engancha!

Razmiótnov llegó a casa de Davídov en el drozhki de la administración, tirado por uno de sus caballos. Davídov le esperaba ya junto al portón, con un hatillo bajo el brazo.

—Monta. ¿Qué llevas ahí? ¿Comida? —le preguntó sonriendo Razmiótnov.

—No; ropa.

—¿Ropa? ¿Para qué?

—Sí, una muda.

—¿Pero para qué la necesitas?

—No me des más la lata. ¡En marcha! Llevo una muda para no criar piojos, ¿te enteras? Voy a la brigada, y he decidido quedarme allí hasta que se termine la labranza. Cállate la boca, y arrea.

—¿Andas bien de la cabeza? ¿Qué vas tú a hacer allí hasta el fin de la labranza?

—Arar.

—¿Abandonas la dirección y te vas a arar?.. ¡Qué ocurrencias tienes!

—En marcha, en marcha —repitió Davídov, torciendo el gesto.

—¡No tengas tanta prisa! —Razmiótnov, por lo visto, empezaba a enfadarse—. Explícame la cosa como es menester. ¿Crees que allá no se van a arreglar sin ti? Tu obligación es dirigir, y no empuñar la mancera. Para algo eres el presidente del koljós…

Los ojos de Davídov centellearon de ira.

—¡Lo que faltaba!… ¿Quieres darme lecciones?… Yo, primeramente, soy comunista, ¿te enteras? Y después, presidente del koljós. ¡Eso es la pura verdad! Va a fracasar la labranza, ¿y yo debo estarme aquí mano sobre mano? ¡Te he dicho que arrees!

—Bueno, después de todo, ¿a mí qué? ¡Arre, condenado, espabílate de una vez! —y Razmiótnov dio un latigazo al caballo.

La, inesperada arrancada echó hacia atrás a Davídov, haciendo que se diera un doloroso golpe en el codo contra el respaldo del asiento. Las ruedas empezaron a traquetear suavemente por el camino de verano, en dirección a la estepa.

Al salir del caserío, Razmiótnov puso el caballo al paso y enjugóse la frente, cruzada por la cicatriz.

—¡Vas a cometer una tontería, Davídov! Pon el trabajo en marcha y vuélvete al caserío. Eso de labrar, hermano, no es ninguna cosa del otro jueves. Y te diré que el buen jefe de unidad no debe marchar en las filas, sino mandar a su gente con talento.

—¡Déjate ya de ejemplos, haz el favor! Lo que yo debo es enseñarles a trabajar, y les enseñaré, ¡eso es la pura verdad! ¡Y eso es precisamente dirigir! La primera y la tercera brigadas ya han terminado la siembra de cereales, mientras que allí tengo una brecha. Liubishkin, está claro, es incapaz de taponarla. Y tú me sales con «el buen jefe de unidad» y otras zarandajas… ¿Es que quieres hacerme ver lo blanco negro? ¿Te figuras que yo no he visto nunca buenos jefes de unidad? El bueno es el que, en un momento difícil, arrastra a los demás con su ejemplo. ¡Y eso es lo que debo hacer yo!

—Mejor harías pasándoles un par de arados de la primera brigada.

—¿Y la gente? ¿De dónde la saco? ¡Arrea, arrea, haz el favor!

Hasta el mismo altozano fueron en silencio. Sobre la estepa, ocultando el sol y empinado por el viento, se alzaba en el cenit un nubarrón liliáceo oscuro, de granizada. Sus blancos bordes rizosos brillaban con fulgores de nieve, pero su negra cima erguíase amenazadora en su pesada inmovilidad. Por un desgarrón, orlado de color naranja, el sol desplegaba en abanico, de luminosa cenefa, sus oblicuos rayos. Finos como largas lanzas en la altura del vasto cielo, esparcíanse en torrentes, al aproximarse a la tierra para inundar de luz los lejanos ribazos, alzados sobre el horizonte de la parda estepa, a la que embellecían dándole una juventud maravillosa, radiante.

Obscurecida por la sombra del nubarrón, la estepa, sumisa y callada, esperaba la lluvia. El viento levantaba por el camino nubecillas de polvo gris azulado. Traía ya el aroma de la humedad pluvial. Y un minuto más tarde, parcas y espaciadas, empezaron a caer las gotas. Grandes y frías, penetraban en el polvo del camino, convirtiéndose en minúsculas bolitas de barro. Chillaron alarmadas las ratas campestres, oyóse, más distinto, el rumor de una pelea de codornices, cesó el llamamiento ardiente, apasionado, del sisón. Una ráfaga de viento bajo corrió por los rastrojos del mijo, erizándolos susurrantes. La estepa se llenaba del seco murmullo de la maleza del año anterior. Junto a la misma base del nubarrón, dando bandazos, captando con las desplegadas alas las corrientes de aire, un cuervo bogaba hacia el Oriente. Fulguró albo un relámpago, y el cuervo, lanzando un sonoro y bronco graznido, picó de repente hacia la tierra. Durante un segundo, iluminado por un rayo de sol, refulgió como una llameante antorcha de resina. El viento, atravesando las plumas de sus alas, silbaba con ulular de tempestad, pero al llegar a unos cincuenta metros de la tierra, el pájaro alióse bruscamente, aleteando, y al momento, retumbó un trueno con un estruendo seco, ensordecedor.

Se perfilaba ya sobre el altozano el campamento de la segunda brigada, cuando Razmiótnov divisó a un hombre que bajaba por la pendiente, hacia ellos. Venía a campo traviesa, saltando las arrolladas y emprendiendo de vez en cuando un cansino trotecillo de viejo. Razmiótnov dirigió hacia él el caballo y, desde lejos, reconoció al abuelo Schukar. Todo su aspecto denotaba que le había ocurrido algún percance… Schukar acercóse al coche. Sus cabellos estaban pegados por la lluvia a su descubierta cabeza, abundantes granos de mijo cocido le salpicaban la mojada barbita y las cejas. Su rostro tenía una lividez de espanto y a Davídov le asaltó un mal presentimiento: «Algo ha ocurrido en la brigada… ¡Se ha armado algún lío!»

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—¡He escapado de la muerte por milagro! —repuso Schukar, luego de tomar aliento—. Me querían asesinar…

—¿Quiénes?

—Liubishkin y los demás.

—¿Por qué?

—Por capricho… Todo empezó por lo de las gachas… Yo que, cuando me pongo a hablar, soy muy temerario, no me pude contener… y entonces, el Liubishkin agarró un cuchillo y echó a correr detrás de mí… De no ser por mi ligereza, ¡a estas horas estaría ya degollado! ¡Me habría dejado allí seco!…

—Anda, vete al caserío; eso lo aclararemos más tarde —le ordenó Davídov, respirando aliviado.

…La historia de lo ocurrido en el campamento, media hora antes, era la siguiente: El abuelo Schukar, que la víspera había echado demasiada sal a las gachas, decidió rehabilitarse ante la brigada. Para ello, al atardecer, se marchó al caserío, pasó la noche en su domicilio y, muy de mañana, tomó un saco vacío y emprendió el regreso a la brigada. Al salir del caserío, torció hacia la era de Krasnokútov, que vivía en la última jata, saltó la cerca y se ocultó furtivo tras un montón de salvado. El plan del abuelo Schukar era de una sencillez genial: acechar una gallina, echarle el guante con tiento y decapitaría para hacer con ella unas buenas gachas y ganarse así la estima y el respeto de la brigada. Permaneció escondido cosa de media hora, conteniendo la respiración, pero las gallinas, como adrede, escarbaban al pie del seto, sin pensar ni remotamente en venir a picotear en el montón de salvado. Entonces, el abuelo Schukar empezó a llamarlas bajito: «¡Pitas, pitas, pitas!… ¡Venid, gallinitas!… ¡Bonitas mías! ¡Ti, ti, ti!…», les decía en un susurro, pero agazapado como una fiera en acecho. El viejo Krasnokútov se encontraba casualmente no lejos de la era. Al oír la melosa vocecilla que llamaba a sus gallinas, se acurrucó detrás del seto… Las gallinas se acercaron confiadas al montón de salvado, y en aquel mismo momento, Krasnokútov vio que una mano salía del salvado y agarraba de una pata a una pinta. Schukar la estranguló con la rapidez de un hurón ejercitado. Empezaba ya a meterla en el saco, cuando oyó una pregunta en voz queda: ¿Te dedicas ahora a tentar gallinitas?, y vio a Krasnokútov, que se alzaba ya tras el seto. El abuelo Schukar se desconcertó de tal manera, que tiró el saco, quitóse el gorro y saludó sin venir a cuento: «¡Buenos días, Afanasi Petróvich! —”Buenos nos los dé Dios —contestó éste—. Pero yo te pregunto si te interesas ahora por las gallinas». —«¡Justamente! Pasaba por aquí, cuando, de pronto, ¿qué es lo que veo? ¡Una gallina pinta! Tenía unas plumas de colores tan sorprendentes, que no me pude contener. ¡Qué ave tan rara!, me digo. Vaya cogerla para mirarla más cerca. ¡En mi vida he visto cosa más curiosa!».

La astucia de Schukar era extemporánea a todas luces, y Krasnokútov la cortó en ciernes: «¡No mientas, viejo penco castrado! ¡Nadie mete las gallinas en los sacos para mirarlas! Confiesa: ¿para qué te la querías llevar?» Y Schukar reconoció su culpa, declarando que deseaba agasajar a los labradores con unas gachas con gallina. Grande fue su asombro cuando Krasnokútov, sin hacer objeción alguna, se limitó a aconsejarle: «Siendo para los labradores, nada hay de malo en ello. Ya que le has retorcido el cuello a una, métela en el saco. Y además, toma, tírale mi muleta a otra. No, a ésa no; a aquella que no pone, a la moñuda… Con una gallina no hay bastante para toda la brigada. Agarra pronto la otra y lárgate en seguida, porque si —¡Dios nos libre!— se presenta mi vieja, ¡nos sacará las tripas a los dos!»

Schukar, contento a más no poder del giro que había tomado el asunto, atrapó la otra gallina y volvió a saltar la cerca. En dos horas, se plantó en el campamento. Y cuando Liubishkin llegó del caserío, el agua hervía ya en un gran caldero y saltaban, cociéndose en ella, los hinchados granos de mijo, mientras las dos gallinas, cortadas en pedazos, dejaban su grasa, dorando el caldo. Las gachas salieron riquísimas. Lo único que temía el abuelo Schukar era que tuviesen cierto regusto a cieno, pues el agua la había sacado de un estanque cercano, cubierto de una fina capa de verdín. Pero sus temores eran injustificados: todo el mundo comió con deleite y colmó de alabanzas al cocinero. El propio jefe de la brigada, Liubishkin, manifestó: «¡En mi vida he comido nada mejor! ¡Te doy las gracias, abuelo, en nombre de toda la brigada!»

El caldero se vaciaba con rapidez. Los más diligentes empezaban ya a extraer del fondo espeso caldo y trozos de gallina. Y en aquel preciso momento ocurrió algo que habría de estropear para siempre la carrera culinaria de Schukar… Liubishkin, que había sacado un pedacito de carne, iba ya a llevárselo a la boca cuando, de pronto, echóse hacia atrás y palideció.

—¿Qué es esto? —le preguntó a Schukar con aire siniestro, alzando con la punta de los dedos el trocito de carne blanca y cocida.

—Debe ser un alón —contestó tranquilo el abuelo Schukar. Liubishkin se iba poniendo cárdeno, de espantoso furor.

—¿Un alón?.. ¡Acércate y mira bien, cocinero cochino! —rugió.

—¡Ay, queriditas mías! —chilló una de las mujeres—. ¡Pero si tiene garras!…

—¡Figuraciones tuyas, maldita! —arremetió contra ella el abuelo Schukar—. ¿Garras en un alón? ¡Búscatelas más bien debajo de la falda!

Tiró la cuchara sobre el extendido lienzo que hacía de mantel y miró: en la trémula mano de Liubishkin se balanceaba un frágil huesecillo terminado por una patita palmípeda, con diminutas uñas…

—¡Hermanos! —clamó Akim Besjliébnov, muy agitado—. ¡Nos hemos comido una rana!…

Los ánimos se encresparon al instante. Una de las escrupulosas mujercitas lanzó un hipido, levantóse de un brinco y, tapándose la boca con ambas manos, corrió a ocultarse tras la caseta. Kondrat Maidánnikov, al ver los ojos saltones del abuelo Schukar, dilatados de inmenso asombro, cayó de espaldas y empezó a revolcarse de risa, mientras gritaba, entrecortada la voz: «¡Ay, mujercitas, hoy habéis faltado a la vigilia!» Los cosacos que se caracterizaban por tener menos escrúpulos le hicieron coro. «¡Ahora no os darán la comunión!, dijo Kuzhenkov con fingido espanto. Pero Akim Besjliébnov, indignado ante aquella hilaridad, vociferó furioso: «¿Qué motivo hay aquí de risa? ¡Romperle el alma a ese Schukar ya todos los de su ralea!…»

—¡De dónde ha podido caer la rana en el caldero? —insistía Liubishkin tenaz.

—El sacó el agua del estanque; por lo tanto, es que no la vio…

—¡Hijo de perra! ¡Viejo capado!… ¿Qué nos has hecho comer? —puso el grito en el cielo Aniska, la nuera de Donetskov. Y añadió con aullidos de loba—: ¡Yo estoy ahora preñada! ¿Y si mal paro por culpa tuya, charrán?…

E inmediatamente, o ¡zas!, le tiró al abuelo Schukar a la cara las gachas de su escudilla.

El alboroto que se armó fue de los grandes. Las mujeres tendían unánimes sus manos hacia la barba de Schukar sin reparar en los gritos del desconcertado y despavorido abuelo:

—¡Calmaos unas miajas! ¡Eso no es una rana! ¡Os juro por Cristo que no es una rana!

—¿Y qué es entonces? —le asediaba Aniska Donetskova, terrible en su furor.

—¡Una imaginación vuestra! ¡Una visión! —intentaba zafarse astuto Schukar.

Sin embargo, negóse rotundamente a chupar el hueso de aquella «visión», como le proponía Liubishkin. Tal vez la cosa no hubiese pasado a mayores, si Schukar, exasperado hasta el límite por las mujeres, no hubiera tenido la mala ocurrencia de decir:

—¡Meonas! ¡Diablos con faldas! Me metéis las manos en la cara, y no comprendéis que eso no es una rana, ¡sino una ostra!

—¿Una qué?.. —preguntaron asombradas las mujeres.

—Una ostra, ¡os lo estoy diciendo con todas sus letras! La rana es un ser vil, mientras que la ostra es de sangre azul. Un compadre mío, durante el antiguo rígemen, fue ordenanza del general Filimónov, nada menos, ¡y contaba que el general se las zampaba en ayunas a centenares! ¡Completamente crudas! Aún no había salido la ostra de su concha, cuando él la sacaba ya de allí con la punta del tenedor. La atravesaba de parte a parte, ¡y lista! La pobre chillaba lastimera, pero él, sin hacer caso, se la metía en la boca, ¡y hala, adentro! ¿Qué sabéis vosotros? A lo mejor ese bichejo es del mismo género de las ostras. Y puesto que a los generales les gustaban, puede que yo lo haya echado al caldero, para haceros un favor, imbéciles, para que el caldo estuviese más sabroso…

Al llegar Schukar a este punto, Liubishkin no pudo contenerse: empuñó el cucharón de cobre y se levantó, gritando a voz en cuello:

—¿Generales? ¿Para dar grasa al caldo, eh?… A mí, a un guerrillero rojo, ¡¿quieres hacerme comer carne de rana como si yo fuese cualquiera de esos generales cabrones?!

Al abuelo le pareció que en la mano de Liubishkin relumbraba un cuchillo, y puso pies en polvorosa sin volver la cabeza…

De todos estos detalles, Davídov había de enterarse más tarde, a su llegada al campamento. Entre tanto, después de despachar a Schukar, le pidió a Razmiótnov que fustigase al caballo. Al cabo de poco tiempo, estaban ya en el campamento de la brigada. La lluvia continuaba tamborileando en la estepa. Desde Gremiachi Log hasta el estanque lejano un espléndido arco iris alzaba su policroma giba en mitad del cielo. En el campamento no había un alma. Davídov, después de despedirse de Razmiótnov, se dirigió al sector más próximo de los campos de labranza. Cerca de él, pastaban unos bueyes desuncidos; el labrador —Akim Besjliébnov—, que por pereza no había querido ir al campamento, habíase tumbado en un surco y, tapada la cabeza con la anguarina, dormitaba arrullado por el susurro de la lluvia. Davídov le despertó.

—¿Por qué no aras?

Akim se levantó de mala gana, bostezó y sonrió.

—Cuando llueve, no se puede arar, camarada Davídov. ¿No lo sabía usted? Un buey no es un tractor. En cuanto se le moja el pelo del cuello, el yugo le roza hasta hacerle sangre, ¡y ya no sirve el buey para el trabajo! ¡Cierto, cierto! —repitió, al advertir en los ojos de Davídov incredulidad, y le aconsejó—: Mejor sería que fuese usted a separar a esos guerreros… Desde esta mañana, andan liados Kondrat Maidánnikov y Atamánchukov… Mire, ahora están a trompazos en ese sector. El Kondrat le manda que desunza los bueyes, y el Atamánchukov le contesta: «¡Como toques a mi yunta, te rompo la cabeza!» ¡Fíjese, me parece que se están agarrando del pecho!

Davídov miró hacia el final del segundo sector, que se extendía tras un repliegue del terreno, y vio que, efectivamente se había entablado allí una especie de pelea: Maidánnikov blandía como un sable una varilla de hierro, mientras el alto Atamánchukov le apartaba del yugo con una mano y tenía la otra a la espalda, crispado el puño. No se oían voces. En tanto iba presuroso hacia allá, Davídov gritó desde lejos:

—¿Qué es lo que pasa?

—¿No lo ves, Davídov? Está lloviendo, ¡y éste sigue arando! ¡Les va a desollar el cuello a los bueyes! Yo le digo: «Desúncelos hasta que escampe», y él me insulta y me contesta: «¡Eso a ti no te importa!» Entonces, ¿a quién le importa, hijo de perra? ¿A quién, ronco del diablo? —empezó a dar voces Maidánnikov, dirigiéndose ya a Atamánchukov y amenazándole con la varilla de hierro del yugo…

Por lo visto, ya se habían zurrado de firme: Maidánnikov tenía un ojo como una ciruela negra; Atamánchukov, el cuello de la camisa desgarrado y por su rasurado labio tumefacto se deslizaba la sangre.

—¡No permitiré que se haga daño al koljós! —gritaba Maidánnikov, envalentonado por la llegada de Davídov—. Dice que los bueyes no son suyos, que son del koljós. Bueno, y porque sean del koljós, ¿hay que desollarlos, según tú? ¡Apártate de los bueyes, maldito!

—¡Tú a mí no me mandes! ¿Te enteras? ¡Y no tienes derecho a pegar! ¿Mira, que saco la cuchilla y te desfiguro la cara! ¡Tengo que cumplir mi norma de labranza, y me estás estorbando! —repuso con su voz ronca Atamánchukov, pálido el semblante, tratando de abotonarse el cuello de la camisa con la mano izquierda.

—¿Es que se puede arar con la lluvia? —preguntó Davídov, quitándole a Maidánnikov la varilla de hierro y arrojándola a sus pies.

A Atamánchukov le centellearon los ojos. Torciendo el delgado cuello, masculló con rabia:

—Para un amo, no, ¡pero para el koljós, sí!

—¿Cómo que sí?

—Pues muy sencillo, ¡hay que cumplir el plan! Llueva o no llueva, hay que arar. Porque si no, Liubishkin le está royendo a uno todo el día como al hierro el orín.

—Cuidado con las palabritas… Y ayer, que hacía buen tiempo, ¿cumpliste tu norma?

—¡Aré lo que pude!

Maidánnikov se echó a reír sarcástico.

—¡Un cuarto de hectárea aró! ¡Y fíjate qué bueyes tiene! No les llega a los cuernos con la mano. ¿Y qué ha labrado? Ven, Davídov, y verás —agarró a éste por la mojada manga del abrigo y le condujo a lo largo del surco. Con voz entrecortada de la agitación, barbotaba—: Se había acordado ahondar no menos de quince centímetros y medio. ¿Y esto qué es? ¡Mide tú mismo!

Davídov agachóse y hundió los dedos en el surco blando, pegajoso. Desde su fondo hasta los bordes, cubiertos de hierba, no había más de siete u ocho centímetros.

—¿Esto es arar? ¡Esto es rascar la tierra, y no ararla! Hoy, por la mañana, me estaban dando ya ganas de sacudirle por el celo que demuestra. Puedes recorrer sus campos, ¡en todas partes ha arado a la misma profundidad!

—¡Oye tú, ven aquí! ¡Te digo que vengas! —gritó Davídov a Atamánchukov, que, de mala gana, estaba desunciendo los bueyes.

Atamánchukov acercóse remolón.

—¿Así labras tú? —le preguntó Davídov en voz baja, mostrando la mella.

—¿Y qué es lo que queréis? ¿Qué se hagan surcos de treinta y cinco centímetros? —Atamánchukov entornó maligno los ojos, quitóse la gorra de la rapada cabeza y se inclinó en irónica reverencia—: ¡Muchas gracias! ¡Probad vosotros mismos a arar más hondo! Todos sabemos darle a la lengua, pero cuando se trata de dar el callo, ¡no aparece nadie!

—¡Lo que queremos nosotros es echarte del koljós, canalla! —gritó Davídov, poniéndose cárdeno—. ¡Y te echaremos!

—¡No necesitáis molestaras! ¡Me iré yo solo! Yo no soy ningún forzado para dejarme aquí la vida por vosotros… ¡No estoy dispuesto a desriñonarme sin saber para qué! —y se fue, silbando, hacia el campamento.

Al anochecer, en cuanto toda la brigada se hubo reunido en el campamento, Davídov dijo:

—Quiero preguntar a la brigada una cosa: ¿Qué hay que hacer con el falso koljosiano que engaña al koljós y al Poder Soviético y, en vez de dar a los surcos quince centímetros de profundidad, estropea la tierra dándole sólo siete? ¿Qué hay que hacer con quien estropea los bueyes haciéndoles arar bajo la lluvia y, cuando el tiempo es bueno, no cumple más que la mitad de la norma?

—¡Echarlo! —repuso Liubishkin.

Las mujeres le apoyaron con singular celo.

—Pues bien, entre vosotros hay uno de esos koljosianos saboteadores. ¡Ahí lo tenéis! —y Davídov señaló a Atamánchukov, que estaba sentado en la lanza de una carreta—. La brigada se encuentra reunida. Someto la cuestión a votación. ¿Quién está a favor de que se expulse al saboteador y vago Atamánchukov?

De los veintisiete presentes, veintitrés votaron por la expulsión. Davídov contó las manos alzadas y dijo a Atamánchukov con sequedad:

—Lárgate. Ya no eres koljosiano, ¡eso es la pura verdad! Dentro de un añito veremos: si te corriges, se te volverá a admitir. Ahora, camaradas, voy a deciros unas breves palabras acerca de algo muy importante. Casi todos trabajáis mal. ¡Muy mal! Nadie, a excepción de Maidánnikov, cumple la norma. ¡Y esto es un hecho vergonzoso, camaradas de la segunda brigada! De seguir así, mancharemos nuestra reputación. Por este camino, podemos ir a parar a la pizarra negra en menos que se cuenta, y quedarnos en ella para los restos. En un koljós que lleva el nombre de Stalin, y de pronto, ¡semejante escándalo! ¡Hay que cortar esto de raíz!

—¡Es que la norma es demasiado alta! Los bueyes no resisten ese trabajo —alegó Akim Besjliébnov.

—¿Demasiado alta? ¿No resisten los bueyes?… ¡Sandeces! ¿Y por qué pueden entonces los bueyes de Maidánnikov? Yo voy a quedarme en vuestra brigada, tomaré los bueyes de Atamánchukov y os demostraré, prácticamente, cómo se puede labrar una hectárea al día, y hasta una y cuarto…

—¡Qué listo eres, Davídov! ¡No te chupas el dedo, no! —comentó riendo Kuzhenkov, recogida en el puño la corta y abundante barba cana—. Con los bueyes de Atamánchukov, no ya la tierra, ¡se le pueden romper los cuernos al mismo diablo! Con ellos, yo también labraría una hectárea…

—¿Y con los tuyos, no la labras?

—¡En la vida!

—Bueno, ¿quieres que cambiemos? Tú, con los de Atamánchukov, y yo, con los tuyos… ¿De acuerdo?

—Probaremos —repuso Kuzhenkov, prudente y grave, luego de pensarlo un poco.

… Davídov pasó la noche intranquilo. Acostado en la caseta del campamento, se despertó varias veces, ya porque el viento hacía resonar las chapas de hierro del tejado, ya a causa del frío de la medianoche que penetraba bajo su abrigo, mojado aún de la lluvia, o por culpa de las pulgas que poblaban densamente la zamarra, extendida en el suelo, sobre la que él yacía…

Al amanecer le despertó Kondrat. Maidánnikov. Ya había puesto en pie a toda la brigada. Davídov salió presuroso de la caseta. Por Occidente, brillaban todavía las estrellas, con débil fulgor, mientras la luna, en cuarto creciente, era como un arco de oro que adornaba la azulada cota de malla del cielo. En tanto se lavaba Davídov con el agua del estanque, Kondrat, que permanecía en pie junto a él, dijo, mordiéndose enojado una guía del amarillento bigote:

—Una hectárea. y pico por día es mucha faena… ¡Ayer te excediste un poco en tus ofrecimientos, camarada Davídov! ¿No quedaremos mal?…

—Todo está en nuestras manos, todo es nuestro. ¿De qué tienes miedo, estrafalario? —le animó Davídov, pero se dijo para sus adentros—: «¡Aunque reviente en el surco, haré lo que me propongo! Trabajaré hasta de noche, a la luz de un farol, pero araré la hectárea y cuarto. Tengo que hacerlo por fuerza. De lo contrario, sería una vergüenza para toda la clase obrera…»

Mientras Davídov se secaba la cara con el faldón de la blusa tolstoyana, Maidánnikov terminó de uncir sus bueyes y los de aquél y le grito:

—¡Vamos!

Acompañado del chirriar de las ruedas de los arados, Maidánnikov le explicó a Davídov los sencillos principios, establecidos en el decurso de muchos decenios, de la labranza con bueyes.

—Para nosotros, el mejor arado es el Saccov. Tomemos, por ejemplo, el Axays. Es bueno, ni que decir tiene, ¡pero se queda muy atrás del otro! No tiene su calidad. Nosotros hemos decidido labrar de la siguiente manera: le señalamos a cada uno su sector, y que lo trabaje él solo. Al principio, Besjliébnov, Atamánchukov, Kuzhenkov y hasta el propio Liubishkin, que también se sumó a ellos, resolvieron arar en hilera. «Puesto que trabajamos en koljós —decían—, nuestros arados deben ir unos tras otros». Y así fuimos todos. Pero yo vi que la cosa no marchaba… Cuando se paraba el de delante, los demás tenían que pararse también. Y si el que iba en cabeza araba con flojera, los otros, quieras que no, se veían obligados a hacer igual. Y yo me sublevé: «O ponedme a mí delante —les dije— o dadnos a cada uno un sector». Entonces Liubishkin comprendió también que aquel modo de arar no servía. No se veía el trabajo de nadie. Empezamos a labrar por sectores, y yo les saqué a esos diablos diez tantos de ventaja. Cada sector nuestro es de una desiatina: trescientos cuarenta metros de largo y treinta y dos de ancho.

—¿Y por qué no se ara el campo a lo ancho? —preguntó Davídov, abarcando con la mirada a un sector labrado.

—Verá por qué: cuando se termina de abrir un surco a lo largo, hay que darles la vuelta a los bueyes, ¿verdad? Pues bien, si ésta es muy cerrada, se les golpea el cuello a las bestias con el yugo, ¡y se acabaron para la labranza! Por eso, se abre el surco a lo largo, y luego se vuelve el arado y se recorren treinta y dos metros con la reja alzada. El tractor vira en redondo fácilmente, hasta echa las ruedas por delante, y tira otra vez en dirección contraria. ¿Pero se puede hacer lo mismo con tres o cuatro pares de bueyes? Ellos tendrían que girar como los soldados en el Ejército, sobre el pie izquierdo, para que no quedase, al dar la vuelta, ningún trozo de tierra sin labrar. Esa es la causa de que en los sectores grandes no se pueden emplear los bueyes. El tractor, cuanto más largo es el camino, va mejor, pero con los bueyes labro los trescientos cuarenta metros a lo largo, y luego mi arado va de vacío, con la reja levantada. Se lo voy a dibujar —y Kondrat, deteniéndose, trazó en la tierra un rectángulo con la afilada punta de la cuchilla—. Supongamos que aquí hay cuatro desiatinas. Trescientos cuarenta metros de largo y ciento veintiocho de ancho. Pues bien, yo abro el primer surco lateral, fíjese: si labro una desiatina, tendré que recorrer de vacío, al dar la vuelta, treinta y dos metros, pero si son cuatro desiatinas, serán ya ciento veintiocho metros. ¿Verdad que eso no conviene? ¿Lo comprende? Se pierde mucho tiempo…

—Lo comprendo, me lo has demostrado prácticamente.

—¿Ha labrado usted alguna vez?

—No, hermano; nunca he tenido ocasión. El arado lo conozco aproximadamente, pero no sé ponerlo en marcha. Enséñame, yo no soy cerrado de mollera.

—Voy a ponerle su arado a punto; abriré con usted un par de surcos, y luego, arrégleselas solo.

Kondrat reguló el arado de Davídov; cambió de lugar el gancho de la cadena de elevación, marcó una profundidad de quince centímetros y medio y, pasando inadvertidamente al tuteo, le explicó a Davídov, sobre la marcha:

—Empecemos a arar y tú mismo irás viendo lo que hay que hacer. Si los bueyes van muy agobiados, dale una vuelta o vuelta y media a esa pieza. Nosotros la llamamos el «tonelete». ¿Lo ves? Está ahí, sobre la cadena móvil; la que regula el surco es fija. Le das vuelta al «tonelete», y la reja se ladea un poco; inclinada, cortará la tierra no con toda su anchura de ocho pulgadas, sino con seis. Y para los bueyes será menos penoso tirar. Bueno, ¡en marcha! ¡Arre, Calvo! ¡Arre!… ¡No tengas miedo, Davídov, a perder la barriga!

El boyero de Davídov, un mozalbete, restalló el arápnik, y los bueyes delanteros tiraron a un tiempo. Davídov, con cierta emoción, empuñó la mancera y echó a andar tras el arado, viendo cómo las negras capas de tierra grasienta, cortadas por la cuchilla, se alzaban de la reja, ascendían por la lustrosa vertedera y caían luego de lado, semejantes a grandes peces dormidos.

Al final del surco, cuando había que dar la vuelta, Maidánnikov llegó corriendo y aleccionó a Davídov:

—Vira el arado hacia la izquierda, a fin de que vaya a ras de tierra. Y para que no tengas que limpiar tú mismo la vertedera, ¡mira! —echó el cuerpo sobre el brazo derecho de la mancera, puso el arado «de costado», y los terrones que se deslizaron prensados y oblicuos, por la vertedera, le quitaron el compacto barro pegado a ella, como si la lamieran, hasta dejarla limpia—. ¡Así hay que hacer! —Kondrat volcó el arado y sonrió—. ¡Esto tiene también su técnica! Y si no lo pones «de costado», has de limpiar tú mismo la suciedad de la vertedera, mientras los bueyes van a lo ancho del campo. Ahora tienes el arado como si lo acabaras de lavar y, sobre la marcha, puedes echar un cigarro para alegrar el alma. ¡Toma!

Le tendió a Davídov la enrollada bolsa del tabaco, lió un cigarrillo y dijo, señalando hacia sus bueyes con la cabeza:

—¡Mira cómo trabaja mi costilla! El arado está a punto, no salta más que de tarde en tarde, y ella puede labrar sola.

—¿Llevas a tu mujer de boyero? —preguntó Davídov.

—Sí. Con ella se entiende uno mejor. Aunque le suelte alguna palabrota de vez en cuando, no se enfada, y si se enfada, le dura sólo hasta la noche. Por la noche, siempre se hacen las paces. Al fin y al cabo, es la mujer de uno…

Kondrat sonrió y, a pasos largos, balanceante el cuerpo, echó a andar por el campo.

Antes del primer descanso para almorzar, Davídov había labrado cerca de un cuarto de hectárea… Sin ganas, tomó unas gachas, esperó a que terminasen de comer los bueyes y le hizo una seña a Kondrat:

—¿Seguimos?

—Yo estoy listo. ¡Aniutka, trae los bueyes!

Y de nuevo —surco tras surco—, cortada por la cuchilla, hendida por la reja, va abriéndose la tierra compacta, prensada por los siglos, mientras las hierbas tienden hacia el cielo sus raíces, muertas, retorcidas, y se derrumban las musgosas crestas del surco para ocultárse en la negrura del fondo. La tierra de las laderillas se desmorona, removiéndose ondulante, como si flotase. Dulce, vivificante es el olor impreciso de la tierra negra. El sol aún está alto, y el buey de la derecha ya tiene obscurecida por el sudor la raída piel…

Al atardecer, Davídov sentía un fuerte dolor en los pies, rozados por los zapatos, y en los riñones. Tropezando a cada paso, midió su sector, y una sonrisa dilató sus labios agrietados, ennegrecidos por el polvo: durante la jornada, había labrado una hectárea.

—¿Qué, cuánto has hecho? —inquirió maligno Kuzhenkov, sonriendo casi imperceptiblemente, cuando Davídov, caminando a duras penas, llegó al campamento…

—¿Cuanto crees?

—¿Una media hectárea, verdad?

—Maldita sea tu estampa… ¡Una hectárea y diez áreas!

Kuzhenkov, ocupado en untarse con grasa de marmota las cortaduras que le habían hecho en un pie los dientes de una grada, carraspeó y dirigióse hacia el sector de Davídov para medir… Al cabo de una media hora, cuando las sombras del crepúsculo eran ya densas, volvió y se sentó lejos del fuego.

—¿Por qué estás tan callado, Kuzhenkov? —le preguntó Davídov.

—Es que me duele el pie… ¿Y qué voy a decir? Has labrado una hectárea… ¡Valiente cosa! —repuso de mala gana y se tumbó, más cerca de la lumbre, cubriéndose con la anguarina la cabeza.

—¿Te han tapado la boca, eh? ¡Ya no ladras! —comentó Kondrat, soltando la carcajada, pero Kuzhenkov calló, como si no le hubiera oído.

Davídov se echó junto a la caseta y cerró los ojos. De la hoguera llegaba el olor de la ceniza caliente. Le ardían las plantas de los pies, rendidos de la caminata, sentía dolorosos pinchazos en las pesadas piernas y, como quiera que las colocase, siempre estaba incómodo y deseoso de cambiar de postura… Apenas se hubo echado, vio vagar ante sus ojos la gleba negra, removida: la hoja blanca de la reja resbalaba silenciosa, mientras la masa obscura de la tierra se deslizaba por un lado, cambiando de contornos, semejante a alquitrán hirviendo… Al sentir un leve mareo, acompañado de náuseas, Davídov abrió los ojos y llamó a Kondrat.

—¿Qué, no puedes dormirte? —le preguntó éste.

—No, la cabeza me da vueltas… Veo correr la tierra, bajo el arado…

—Eso ocurre siempre —y en la voz de Kondrat se percibía cierta ironía compasiva—. Después de pasarse uno el día entero mirando hacia abajo, se tienen mareos, es natural. Además, el olor de la tierra es endiablado, puro, hasta emborracha. Tú, Davídov, no mires mañana tanto a tus pies, interésate más por lo que pasa a los lados…

Durante la noche, Davídov no notó las picaduras de las pulgas, ni oyó el relinchar de los caballos ni el graznar de una tardía bandada de gansos silvestres que pernoctaba en la cumbre del altozano: dormía como un tronco. Cuando ya despuntaba el alba, se despertó y vio a Kondrat, que venía hacia la caseta envuelto en su anguarina.

—¿Dónde has estado? —indagó Davídov, medio dormido, alzando la cabeza.

—Cuidando de tus bueyes y de los míos… Han comido de primera. Los he llevado al barranquillo, allí la hierba es buena…

La voz, un poco ronca, de Kondrat empezó a alejarse con rapidez y se apagó… Davídov no oyó el final de la frase: el sueño le hizo echar de nuevo la cabeza sobre la zamarra, húmeda del rocío, sumiéndole en la inconsciencia.

Al atardecer de aquel día, Davídov había labrado una hectárea y veinte áreas; Liubishkin, una hectárea justa; Kuzhenkov, poco menos de una. E inesperadamente para todos, ocupó el primer puesto Antip Grach, que hasta entonces se encontraba en el grupo de los rezagados, llamado en broma por Davídov el «equipo de los débiles». Antip, que trabajaba con los enflaquecidos bueyes de Titok, no había dicho a la hora del almuerzo cuánto había arado; después de almorzar, su mujer, que trabajaba con él de boyera, dio a los animales en su halda las diez libras de pienso concentrado que les correspondían de ración. Antip hasta recogió de la arpillera las migas de pan que quedaran del almuerzo y se las echó a su mujer en la falda para que se las diera a las bestias. Liubishkin, al observarlo, sonrió burlón:

—¿Quieres adelantarnos a la chita callando, Antip?

—¡Y os adelantaré! ¡Los de mi casta nunca se quedan atrás! —le repuso Grach, desafiante, aún más ennegrecido el rostro por el sol primaveral.

Cumplió su palabra: al atardecer, resultó que había labrado una hectárea y cuarto. Mas, cuando ya había anochecido y Davídov le preguntó a Kondrat Maidánnikov, que llevaba los bueyes al campamento: «¿Cuánto has hecho?», éste le contestó con voz enronquecida: «Me han faltado diez áreas para la hectárea y media. Déme tabaco… No he fumado desde mediodía…», y le miró con ojos entornados de cansancio, pero triunfantes.

Después de la cena, Davídov hizo el balance:

—La emulación socialista, camaradas de la segunda brigada, ¡marcha, ya aquí de primera! El ritmo de labranza que se ha tomado es muy decente… ¡En nombre de la administración del koljós, expreso a la brigada nuestro agradecimiento bolchevique! Estamos taponando la brecha, queridos camaradas, ¡eso es la pura verdad! ¿Y cómo no la vamos a taponar si se ha demostrado, con los hechos, que la norma señalada se puede cumplir? Ahora, hay que volcarse en lo del gradeo. ¡Y gradar, sin falta, en fila de tres! Le damos especialmente las gracias a Maidánnikov, ¡pues ha demostrado ser un auténtico trabajador de choqué!

Las mujeres fregaron los cacharros, los labradores se acostaron, los bueyes fueron llevados a pastar. Dormitaba ya Kondrat, cuando su mujer se deslizó en el lecho, bajo la anguarina. Dándole con el codo, inquirió:

—Oye, Kondrasha, Davídov te ha llamado… como para elogiarte… trabajador de choque. ¿Qué es eso?

Aunque Kondrat había oído muchas veces aquella denominación, era incapaz de explicarla. «¡Debía haberle preguntado a Davídov!», pensó con cierto enojo. Pero tenía que dar respuesta; pues de lo contrario, desmerecería grandemente ante los ojos de su mujer, y explicó cómo pudo:

—¿Trabajador de choque? ¡Qué tonta eres, mujer! ¿Trabajador de choque? Hum… ¿Cómo explicártelo para que lo entiendas mejor? Lo haré con un ejemplo. Hay en el fusil una pieza que choca contra el cebo, haciéndolo detonar. En el fusil, esa pieza es la principal; sin ella no se puede disparar… Pues lo mismo ocurre en el koljós: el trabajador de choque es la figura principal. ¿Has comprendido? Bueno, y ahora, ¡duérmete y no te arrimes tanto!