Capítulo XXXV

Llegó al caserío cuando el reparto del trigo de siembra estaba en todo su apogeo. Liubishkin y su brigada seguían en el campo; cerca de los graneros se apretujaba la gente. Los sacos de grano eran arrojados con precipitación sobre la báscula, carros y más carros llegaban de continuo, los cosacos y las mujeres se llevaban el trigo en costales, en sacos, en los delantales, y el grano desparramado cubría la tierra y las escalerillas…

Nagúlnov comprendió inmediatamente lo que ocurría. Dando empellones a los vecinos del caserío, abrióse paso hacia la báscula.

Pesaba y entregaba el trigo el ex koljosiano Iván Batálschikov, ayudado por el pequeñajo Apolón Pieskovatskov. Ni Davídov, ni Razmiótnov, ni ninguno de los jefes de brigada se encontraban allí. Únicamente, entre la multitud apareció fugaz, por un segundo el rostro desconcertado del administrador del koljós Yákov Lukich, pero ocultóse al instante tras el muro de las carretas.

—¿Quién ha dado permiso para repartir el trigo? —gritó Makar, apartando de un empujón a Batálschikov y subiéndose a la báscula.

La multitud guardaba silencio…

—¿Quién te ha autorizado a pesar el trigo? —preguntó Makar a Batálschikov sin bajar el tono.

—El pueblo…

—¿Dónde está Davídov?

—¡Yo qué sé!

—¿Dónde están los miembros de la administración? ¿Ha permitido ella esto?

Demid el Callado, que estaba en pie cerca de la báscula, sonrió y enjugóse el sudor con la manga. Su voz de trueno resonó firme y bonachona:

—Nosotros solos nos lo hemos permitido, sin ella. ¡Nosotros mismos nos lo llevamos!

—¿Vosotros mismos?.. ¿Ah, sí? ¿¡Conque esas tenemos!? —Nagúlnov, de dos saltos, plantóse en la rampa del granero, derribó de un puñetazo al mozo que estaba en el umbral, cerró la puerta con violencia y, apoyando fuertemente la espalda contra ella, vociferó—: ¡Disolveos! ¡No doy el trigo! ¡A todo el que intente meterse en el granero, le declaro enemigo del Poder Soviético!…

—¡Huy qué miedo! —exclamó burlón el Humillo, que ayudaba a uno de los vecinos a cargar trigo en un carro.

Para la mayoría, la aparición de Nagúlnov había sido una sorpresa. Antes de que partiera para la cabeza del distrito, corrían por el caserío insistentes rumores de que Nagúlnov sería juzgado por haber golpeado a Bánnik; le destituirían del cargo y, seguramente, le meterían en la cárcel… Bánnik, enterado muy de mañana de la partida de Makar, había manifestado:

—¡Nagúlnov no volverá más! ¡El Fiscal en persona me ha dicho que será castigado con toda severidad! ¡Bien va a rascarse el Makarka! Cuando le echen del Partido, sabrá lo que significa pegar a un labrador. ¡Ahora no rigen las leyes de antes!

Por ello, la aparición de Nagúlnov junto a la báscula había sido acogida con aquel silencio de expectación y perplejidad. Pero cuando saltó a la rampa del granero para tapar con su cuerpo la puerta, el estado de ánimo de la mayoría se definió. La exclamación del Humillo desencadenó una lluvia de improperios:

—¡Nosotros tenemos ahora nuestro Poder!

—¡El del pueblo!

—¡Abuchearle, muchachos!

—¡Vete por dónde has venido!

—¡Al c… el mandón!

Contoneándose con bravuconería y volviendo de vez en cuando la cabeza, sonriente, el Humillo fue el primero en dirigirse hada el granero. Varios cosacos más le siguieron, no muy resueltos. Uno de ellos, sobre la marcha, agachóse y cogió una piedra…

Nagúlnov, calmosamente, sacó el revólver del bolsillo de los bombachos, lo amartilló y puso el dedo en el gatillo. El Humillo se detuvo indeciso. Los demás hicieron lo propio. El cosaco que había cogido la gruesa piedra le dio unas vueltas entre las manos y la tiró. Nagúlnov había puesto el dedo en el gatillo, y todo el mundo sabía que, en caso de necesidad, no vacilaría en apretarlo. Makar lo confirmó inmediatamente:

—Antes de que entréis en el granero, me cargaré a siete reptiles. ¿Quién quiere ser el primero? ¡Venga, que se acerque!

No surgió ningún voluntario… Hubo un instante de desconcierto general. El Humillo estaba parado, pensativo, sin atreverse a avanzar hacia el granero. Nagúlnov, encañonando a la gente, gritó:

—¡Disolveos!… ¡Disolveos ahora mismo, o disparo!…

No había terminado aún la frase, cuando, encima mismo de su cabeza, chocó con estrépito contra la puerta una clavija maestra, de hierro. La había lanzado, apuntando a la testa de Makar, el amigote del Humillo, Efim Trubachiov. Pero al ver que el golpe había fallado, agachóse ágilmente, tras la carreta. Nagúlnov tomaba ya decisiones rápidas, como en pleno combate: luego de esquivar una piedra arrojada desde la multitud, disparó al aire y se tiró veloz de la rampa. El gentío retrocedió; empujando a los de atrás, los que estaban delante iniciaron la huída, comenzaron a crujir las varas de carros y carretas. Una mujercita, derribada por los cosacos, prorrumpió en terribles alaridos.,

Bánnik, surgido, no se sabía de dónde alentaba a los fugitivos, tratando de detenerlos:

—¡No corráis! ¡No le quedan más que seis balas!

Makar volvió al granero, pero en vez de subirse a la rampa, se plantó de espaldas al muro para tener a la vista los demás graneros.

—¡No os acerquéis! —gritó al Humillo, a Trubachiov y otros que avanzaban de nuevo hacia la báscula—. ¡No os acerquéis, muchachos! ¡Los dejo secos a todos!

De la multitud, estacionada a unos cien pasos de los graneros, se destacaron Iyán Batálschikóv, Atamánchukov y otros tres disidentes del koljós. Habían decidido recurrir a la astucia. Cuando llegaron a unos treinta pasos de los graneros, Batálschikov alzó la mano previniendo que iban en son de paz.

—¡Camarada Nagúlnov! Espera un poco, baja el arma.

—¿Qué queréis? ¡Os digo que os disolváis!…

—Ahora mismo nos vamos, pero haces mal en acalorarte de ese modo… Pues el trigo nos lo llevamos con permiso…

—¿Con permiso de quién?

—Ha venido un hombre de la capital de la comarca… Bueno, uno que es del Comité Ejecutivo o algo por el estilo, y nos ha dado permiso.

—¿Y dónde está? ¿Y Davídov? ¿Y Razmiótnov?

—Están reunidos en la administración.

—¡Mientes, vil gusano!… ¡Te digo que te apartes de la báscula! ¿No te vas?… —Nagúlnov dobló el brazo izquierdo y apoyó sobre el cañón del revólver, blanco, perdido el pavón del mucho uso.

Batálschikov, sin asustarse, continuó:

—¿No nos crees? Pues ve allí y lo verás tú mismo, y si no quieres ir, te los traeremos en un vuelo. Deja ya, de amenazar con el arma, camarada Nagiílnov, ¡porque puede acabar mal la cosa! ¿Contra quién vas? ¡Contra el pueblo! ¡Contra todo el caserío!

—¡No te acerques! ¡Ni un paso más! ¡Tú no eres camarada mío! ¡Tú eres un contrarrevolucionario, puesto que robas el trigo del Estado!… No os permitiré pisotear el Poder Soviético.

Batálschikov iba a decir algo más, pero en aquel preciso momento, por una esquina del granero asomó Davídov. Terriblemente apaleado, lleno de cardenales, arañazos y desolladuras, venía tambaleándose, dando traspiés. Al verle, Nagúlnov se abalanzó hacia Batálschikov, gritando con voz ronca: «¡Ah, reptil miserable! ¿Querías engañarnos?… ¿Molemos a palos, eh?…»

Batálschikov y Atamanchukov pusieron pies en polvorosa. Nagúlnov les disparó dos tiros, pero no les acertó. El Humillo, cerca de allí, estaba arrancando una estaca de la empalizada; los demás, sin retroceder, rumoreaban sordamente.

—¡No os permitiré… pisotear…el Poder Soviético! —rugía Nagúlnov, prietos los dientes, corriendo hacia la multitud…

—¡Zumbarle!…

—¡Si yo tuviera algo, aunque no fueses más que un escopetucho! —se lamentaba en las últimas filas Yákov Lukich, juntando las manos y maldiciendo de la inoportuna desaparición de Pólovtsev.

—¡Cosacos!… ¡Agarrad a ese valentón, por los brazos!… —resonaba, ardiente e iracunda, la voz de Marina Poiárkova. La viuda del suboficial empujaba a los cosacos hacia Makar, que venía a todo correr, y le preguntaba a Demid el Callado, con odio, zarandeándole—: ¿Pero qué cosaco eres tú?… ¿Tienes miedo, calzonazos?

De pronto, la multitud escindióse, se lanzó hacia los lados, desparramada, y en dirección a Makar.

—¡¡¡Las milicias!!! —gritó Nastionka Donetskova, loca de espanto.

Por el otero, desplegados para el ataque, al modo cosaco, descendían unos treinta hombres a caballo, avanzando, al galope hacia el caserío. Los cascos levantaban nubecillas de polvo de primavera, cómo columnas de humo, tenue, transparente…

Cinco minutos más tarde no quedaban en la plaza desierta, junto a los graneros, más que Davídov y Makar. El golpeteo de los cascos se oía cada vez más cercano. Ya asomaban los jinetes por el pastizal. Delante, en el amblador de Lapshinov, venía raudo Pável Liubishkin; a su derecha, armado de un garrote, Agafón Dubtsov, picado de viruelas, terrible en su resolución, y detrás, diseminados, a lomos de caballos de diverso pelaje, los koljosianos de la segunda y de la tercera brigadas…

A la caída de la tarde, llamado por Davídov, llegó de la cabeza del distrito un miliciano. Detuvo en los campos a Iván Batálschikov, Apolón Pieskovatskov, Efim Trubachiov y otros cuantos «activistas» disidentes del koljós. La vieja madre de Ignatiónok fue detenida en su casa. A todos, acompañados de los testigos, se les envió a la cabeza del distrito… El Humillo se presentó él mismo en el Soviet.

—¡Ah! ¿Ya estás aquí, palomito? —preguntó Razmiótnov con aire triunfante.

—Aquí estoy —respondió el Humillo, mirándole burlón—. No hay por qué jugar al escondite, cuando ya se ha perdido por exceso de tantos…

—¿Por exceso de tantos? —inquirió Razmiótnov, frunciendo el ceño.

—Sí, como ocurre con las cartas. A veces, quiere uno hacer veintiún tantos, y se pasa… ¿A dónde me vais a mandar?

—A la cabeza del distrito.

—¿Y dónde está el miliciano?

—Ahora mismo viene, ¡no tendrás que aguardar mucho! El tribunal popular te enseñará a no pegar a los presidentes. ¡El te dará los tantos que te hagan falta!…

—¡De eso no cabe duda! —asintió de buen grado el Humillo y, bostezando, pidió—: Tengo sueño, Razmiótnov. Llévame al almacén, echaré allí una siestecita mientras llega el miliciano. Pero haz el favor de encerrarme con llave, porque, a lo mejor, me escapo en sueños.

Al día siguiente, se procedió a la recuperación del grano robado. Makar Nagúlnov entraba en las casas de los que habían cogido trigo la víspera y, sin saludar, desviando la mirada, preguntaba reservón:

—¿Te llevaste trigo?

—Me llevé…

—¿Lo devolverás?

—Habrá que devolverlo…

—Pues hazlo —y, sin despedirse, se marchaba del kurén.

Muchos de los disidentes del koljós habían cogido más trigo del que entregaran. La distribución se había hecho a base de un simple interrogatorio: «¿;Cuánto trajiste?» —preguntaba impaciente Batálschikov—. «A razón de siete puds por cada hectárea». —«¡Echa los sacos a la báscula!»

Y en realidad, el que recibía el grano había entregado al fondo de semillas de siete a catorce puds menos. Además, las mujeres se habían llevado, sin pesarlo, cerca de cien puds en delantales y capachos.

Al atardecer, ya había sido recuperado todo, a excepción de algunos puds. Sólo faltaban unos veinte de cebada y algunos sacos de maíz. Aquella misma tarde se distribuyó la totalidad de la semilla perteneciente a los campesinos individuales…

Ya había obscurecido cuando comenzó h asamblea general de vecinos de Gremiachi. Davídov, ante una extraordinaria afluencia de gente, congregada en la escuela, decía:

—¿Qué significa, ciudadanos, la acción realizada ayer por quienes hace poco eran koijosianos y por una parte de los campesinos individuales? ¡Eso significa que se han puesto al lado de los kulaks! Al lado de nuestros enemigos. Eso es la pura verdad. Y es un hecho vergonzoso para vosotros, ciudadanos, que saqueaseis ayer el trigo de los graneros, pisotearais el precioso grano y arramblaseis con él hasta en delantales. De entre vosotros, ciudadanos, se alzaron inconscientes voces incitando a las mujeres a que me pegasen… Y ellas lo hicieron con todo lo que encontraron a mano. Hubo una ciudadana que hasta se echó a llorar porque yo no daba muestras de debilidad. ¡A ti me refiero, ciudadanita! —y Davídov señaló a Nastionka Donetskova, que estaba junto a la pared y se había apresurado a taparse el rostro con el pañuelo de la cabeza en cuanto Davídov empezara a hablar—. Sí, tú misma me martilleabas las espaldas con los puños y llorabas de coraje, diciendo: «Le pego, le pego, y el muy bruto, ¡igual que una piedra!»

El tapado rostro de Nastionka ardía de terrible vergüenza. Toda la asamblea miraba, y ella, con la vista baja, llena de confusión y azoramiento, movía solamente los hombros, frotando la convulsa espalda contra la cal de la pared.

—Miradla, se retuerce la maldita como una culebra ensartada en un horcón —gritó Diomka Ushakov, sin poder contenerse.

—¡Va a quitar con la espalda toda la cal de la pared! —le apoyó el picado de viruelas Agafón Dubtsov.

—¡No te vuelvas, ojos saltones! ¡Ya que supiste pegar, sabe ahora mirar a la asamblea de frente, a la cara! —rugió Liubishkin.

Davídov prosiguió implacable, mas por sus destrozados labios se deslizaba ya una sonrisa cuando dijo:

—…¡Ella hubiera querido que me pusiese de rodillas, que implorara clemencia, que le diese las llaves de los graneros! Pero, ciudadanos, ¡nosotros, los bolcheviques, no somos de una pasta que permita a cualquiera moldearnos a su antojo! En la guerra civil, los cadetes también me golpearon y sin embargo, ¡no pudieron romperme! Los bolcheviques no se han puesto nunca de rodillas ante nadie, ¡ni se pondrán jamás! ¡Eso es la pura verdad!

—¡Bien dicho! —asintió Nagúlnov con toda su alma trémula, ronca de emoción la voz.

—…Somos nosotros, ciudadanos, quienes estamos acostumbrados a poner de rodillas a los enemigos del proletariado. Y los pondremos.

—¡En escala mundial! —metió baza de nuevo Nagúlnov.

—… Lo haremos en escala mundial. Mientras que vosotros, ayer, os pusisteis al lado de esos enemigos, les prestasteis ayuda. ¿Cómo calificar, ciudadanos, vuestras acciones? Habéis saltado los candados de los graneros, me habéis golpeado; a Razmiótnov, primero lo atasteis y lo encerrasteis en el sótano; luego, lo llevasteis conducido al Soviet y, por el camino, queríais colgarle una cruz al cuello. ¡Estas son acciones netamente contrarrevolucionarias! La madre de nuestro koljosiano Mijaíl Ignatiónok, hoy detenida, gritaba cuando conducían a Razmiótnov: «¡Llevan al Anticristo! ¡Al mismísimo Satanás!…» y quería colgarle al cuello, con ayuda de otras mujeres, un cordón con una cruz, pero nuestro camarada Razmiótnov, cual corresponde a un comunista, ¡no podía tolerar semejante escarnio! Y les habló como es menester a las mujeres y a esas viejas dañinas alucinadas por los popes: «¡Ciudadanas! Yo no soy cristiano ortodoxo, ¡soy un comunista! ¡Largaos de aquí con vuestra cruz!» Pero ellas continuaron asediándole hasta que él rompió el cordón con los dientes y empezó a rechazarlas a puntapiés y cabezazos. ¿Eso qué es, ciudadanos? ¡Contrarrevolución pura! Y el tribunal popular castigará severamente a quienes han cometido tales desmanes, como a la madre de ese mismo Mijaíl Ignatiónok.

—¡Yo no respondo por mi madre! Ella tiene su propia voz de ciudadana. ¡Que responda ella misma! —replicó el hijo desde las primeras filas.

—No me refiero a ti. Yo me refiero a esos tiparracos que ponían el grito en el cielo, protestando del cierre de las iglesias. Cuando se cerraban las iglesias, no les gustaba, pero cuando ellos mismos han querido colgar una cruz, a viva fuerza, del cuello de un comunista, ¡eso no tiene importancia alguna!… ¡Bien han descubierto su hipocresía! Los instigadores de tales desórdenes y los que han tomado parte activa en ellos están ya detenidos. Pero los demás, los que han mordido el anzuelo del kulak, deben recapacitar y comprender que han caído en un error. Y esto os lo digo con motivo… Un ciudadano, que no da su nombre, acaba de pasar a la mesa una notita en la que pregunta: «¿Es verdad que todos los que se han llevado trigo serán deportados y confiscados sus bienes?» ¡No, no es verdad, ciudadanos! Los bolcheviques no se vengan, castigan sin piedad solamente a los enemigos. Pero a vosotros, aunque habéis abandonado el koljós, cediendo a los instigadores de los kulaks, aunque habéis robado el trigo y nos habéis golpeado, no os consideramos como enemigos. Vosotros sois campesinos medios, vacilantes, extraviados temporalmente, y no vamos a aplicaros sanciones administrativas, sino a abriros los ojos a la verdad.

Por la escuela expandióse un rumor de sofocadas voces. Davídov prosiguió:

—Y tú, ciudadanita, no temas, destápate la cara, que nadie te va a hacer nada, aunque ayer me sacudiste más que a una estera. Pero si mañana, cuando vayamos a sembrar, trabajas mal, te zurraré la badana a modo, ¡no te quepa duda! Sólo que yo no te pegaré en la espalda, sino más abajo, ¡para que no puedas sentarte ni tenderte, condenada!

Una tímida risilla corrió por la sala, haciéndose cada vez más fuerte, y al llegar a las últimas filas, estalló en una atronadora carcajada de alivio.

—…Se ha remoloneado, ciudadanos, haciendo trastadas, ¡y basta ya! La labranza de otoño va a perderse; el tiempo pasa y, en vez de hacer el tonto; hay que trabajar, ¡eso es la pura verdad! Cuando acabemos la siembra, podremos damos mamporros y luchar a brazo partido si queréis…Pero ahora, yo planteo la cuestión de un modo tajante: los que estén a favor del Poder Soviético, que vayan mañana al campo; los que estén en contra, pueden quedarse en su casa, comiendo pepitas de girasol. Pero a los que no vayan a sembrar, nosotros, el koljós, ¡les cogeremos la tierra y la sembraremos por nuestra cuenta!

Davídov se retiró de las candilejas y se sentó a la mesa presidencial. Cuando tendía la mano hacia la garrafa, de las filas de atrás, entre las sombras del crepúsculo, levemente esclarecidas por la anaranjada luz de la lámpara, alzóse una voz abaritonada, afectuosa y alegre, que decía conmovida:

—¡Davídov, bribonazo! ¡Te, queremos, Davídov!… Porque no guardas rencor, porque sabes olvidar lo malo… La gente está inquieta… da vergüenza mirarte a la cara, remuerde la conciencia… Y a las mujercitas, un color se les va y otro se les viene… Pero tenemos que vivir juntos… Y agua pasada no mueve molino. ¡Venga, Davídov, borrón y cuenta nueva! ¿De acuerdo?

A la mañana siguiente, cincuenta labradores pidieron ser readmitidos en el koljós. Los campesinos individuales y las tres brigadas del koljós de Gremiachi habían marchado a la estepa al despuntar la aurora.

Liubishkin había propuesto a Davídov dejar una guardia junto a los graneros, pero éste contestó burlón:

—Me parece que ahora ya no hace ninguna falta…

En cuatro días, el koljós sembró casi la mitad de sus campos labrados en otoño. Y el 2 de Abril, la tercera brigada pasaba ya a la labranza de primavera. Durante todo ese tiempo, Davídov no estuvo en la administración más que una vez. Había lanzado al campo a toda la gente apta para el trabajo. Hasta al abuelo Schukar lo había relevado temporalmente de sus funciones de palafrenero para mandarlo a la segunda brigada. El propio Davídov, en cuanto amanecía, iba a los sectores de las brigadas y no regresaba al caserío hasta muy pasada la medianoche, cuando los gallos empezaban ya a despertarse unos a otros con sus sonoros kikirikís.