A un lado del camino, se alza un túmulo. En la cima, lamida por los vientos, se agitan con fúnebre murmullo las desnudas ramillas de ajenjo y meliloto del año anterior; los parduscos cardos y abrojos se inclinan lúgubres hacia la tierra, mientras por las laderas, desde la cumbre hasta la falda, descienden los amarillos penachos de la estipa plumosa. Tristes, sin brillo, descoloridos del sol y del mal tiempo, extienden sobre el viejo y oreado terreno sus fibrosos filamentos. Incluso en primavera, cuando hierbas y plantas están en jubilosa florescencia, tienen un aspecto caduco, de senil abatimiento, y hasta que no llega el otoño, no brillan esplendorosos, con la arrogante blancura de las primeras escarchas. Tan sólo en otoño el túmulo adquiere majestuosa prestancia: vestido con su argentada cota de malla, parece un guerrero guardando la estepa.
En verano, a la hora del véspero, un águila real de la estepa desciende de las nubes para posarse en la cima. Batiendo rilmorosa las alas, cae sobre el túmulo, da torpemente dos o tres saltitos y empieza a limpiar con su pico corvo el abanico castaño de un ala extendida y el buche, cubierto de plumas de un color de herrumbre; luego, queda quieta, como adormecida, echada hacia atrás la ladeada cabeza, fijo en el cielo eternamente azul el ojo de ámbar, engastado en un anillo negro. Inmóvil, como una gran gema pardoamarillenta; el águila real descansa un poco, antes de la caza vespertina luego, se despega fácilmente de la tierra y vuelve a levantar el vuelo. Hasta la puesta del sol, la sombra gris de sus reglas alas surcará más de una vez la estepa.
¿A dónde la llevarán los frescos vientos otoñales? ¿A las montañas azules del Cáucaso? ¿A la estepa de Mugán? ¿A Persia? ¿Al Afganistán?
Y ya en invierno, cuando el túmulo funerario está envuelto en el manto de armiño de la nieve, cada día, entre la bruma gris azulada precursora de la amanecida, se perfila en la cima un viejo zorro rojizo, de cuello y vientre plomizos. Permanece allí estático largo rato, con inmovilidad de muerte, como esculpido en mármol de Carrara con reflejos de fuego. Su cola bermeja descansa sobre la nieve liliácea, mientras el agudo hocico, con negrura de hollín junto a las fauces, se adelanta al encuentro del viento. En estos instantes, sólo su húmeda nariz de ágata vive en el poderoso mundo de múltiples olores entremezclados, captando ávida, con las aletas dilatadas, temblantes, el insípido olor de la nieve que se expande por doquier, el amargor pertinaz del ajenjo, muerto por las heladas, el alegre tufillo a heno que exhalan las boñigas de caballo en el cercano camino y el aroma, apenas perceptible, tentador, incitante, de una nidada de perdices oculta en la maleza de un lindero lejano.
Hay en el olor de esas avecicas tantos matices, sólidamente fundidos, que el zorro, para saciar el olfato, ha de bajar del túmulo y deslizarse luego a un centenar de metros, sin apartar las patas de la nieve, centelleante con fulgor de estrellas, arrastrando el vientre casi ingrávido, ornado de diminutos carámbanos, por las cabezuelas, de la mala hierba. Solamente entonces penetrar por las negras y abiertas ventanas de la nariz, en odorífero y picante chorrillo, la intensa acidez del excremento reciente y el doble olor del plumaje: la pluma, húmeda de nieve, que ha rozado las hierbas, exhala el amargor del ajenjo y el rancio tufillo de la artemisa, mientras que el azulenco cañón, incrustado en la carne, huele a sangre caliente y salada…
… Los vientos secos erosionan la tierra endurecida, compacta, del túmulo, el sol del mediodía la recalienta, los fuertes aguaceros la derrubian, las heladas de Enero la desgarran, pero el túmulo, indestructible, sigue dominando la estepa como hace muchos siglos, cuando fuera erigido sobre los restos de un príncipe de Polovietsk, muerto en combate y enterrado, con todos los honores, por sus mujeres de brazos morenos, adornados con pulseras, y por sus guerreros, familiares y esclavos…
Se alza el túmulo en el altozano a unas ocho verstas de Gremiachi Log. Los cosacos le llaman de antiguo Túmulo de la Muerte. Cuenta la leyenda que al pie de él murió, en tiempos remotos, un cosaco herido, quizá aquél de quien dice la vieja canción.
…Con él filo de su sable, él mismo cortó las ramas para encender una hoguera con ajenjo y con retama.
Tomó agua de un manantial y se puso a calentarla.
Con el agua está lavando sus cinco heridas mortales:
«¡Heridas, heridas mías, me habéis dejado sin sangre, y ya se me desfallece el corazón indomable!…»
… Desde la stanitsa, Nagúlnov fue al galope unas veinte verstas y no detuvo al caballo hasta cerca del Túmulo de la Muerte. Allí, echó pie a tierra y limpió con la palma de la mano la jabonosa espuma que cubría el cuello del bruto.
Un calor suave, excepcional en el comienzo de la primavera, expandíase por doquier. El sol caldeaba la tierra como en Mayo. Una tenue neblina ondulaba en el horizonte. El viento traía, de un lejano estanque de la estepa, el graznar de los gansos, el parpar multitónico de los patos silvestres y el plañidero grito de las becadas.
Makar le soltó el freno al caballo, le ató las riendas a una de las patas delanteras y le aflojó la cincha. El animal tendió ávidamente el hocico hacia la hierba nueva, tronchando en su camino las secas matas de correhuela del año anterior.
Sobre el túmulo, con rítmico y tenso silbido, pasó rauda una bandada de lavancos y empezó a descender hacia el estanque. Makar, ausente el pensamiento, la siguió con la mirada y vio cómo caían pesadamente, igual que piedras, agitando en remolinos el agua, cerca de un islote de juncos. De la presa, alzó al instante el vuelo bandada de asustados ánsares de negras alas.
La estepa estaba muerta, solitaria. Makar permaneció largo rato tendido al pie del túmulo. Primero oyó, no lejos de allí, los resoplidos y pisadas de su caballo y el tintineo de su bocado suelto; luego, el animal bajó al fondo de la barranca, donde la hierba era más abundante, y se hizo en derredor ese silencio intenso, absoluto, que únicamente reina a fines del otoño en la estepa, después de la siega, cuando la han abandonado ya los hombres.
«En cuanto llegue al caserío, me despediré de Andréi y de Davídov, me pondré el capote con el que vine del frente polaco y me levantaré la tapa de los sesos. ¡Ya no me ata nada a la vida! Y la revolución no perderá mucho con ello. ¡Hay tantos que la siguen! ¿Qué importa uno más o uno menos?… —pensaba indiferente Makar, como si se tratase de otro, echado de bruces y mirando con fijeza los enmarañados filamentos de la estipa plumosa—. Puede que Davídov diga al pie de mi tumba: «Aunque Nagúlnov había sido expulsado del Partido, era un buen comunista. El hecho de su suicidio no lo aprobamos, ¡eso es la pura verdad!, pero la causa por la que él ha combatido frente a la contrarrevolución mundial, ¡la defenderemos hasta el fin!» Y con singular nitidez, Makar se imaginó cómo Bánnik, ufano y sonriente, se pasearía entre la multitud atusándose los claros bigotes rubios y diciendo: «Al menos, uno ha estirado ya la pata, ¡gracias a Dios! El que vive como un perro, ¡como un perro muere!»
—¡Pues no, bicharraco de mala sangre! ¡No me mataré! ¡Antes, acabaré con todos los de vuestra ralea! —dijo Makar en voz alta, rechinando los dientes, y se levantó de un brinco, como si le hubiera picado una avispa. Aquellos pensamientos acerca de Bánnik le habían hecho cambiar de decisión; buscando con los ojos al caballo, se decía ya—: «¡Ni hablar! Primeramente, os enterraré a todos, y después, ¡me marcharé tranquilo al otro barrio! ¡No os daré el gustazo de celebrar mi muerte! Y respecto a Korchzhinski, ¿es que su palabra es inapelable? En cuanto terminemos la siembra, iré al Comité Comarcal. ¡Me readmitirán! Iré a la capital de la región, ¡incluso a Moscú!… Y si no lo hacen, como un sin partido, ¡seguiré combatiendo a esos reptiles!»
Con mirada más lúcida, examinó el mundo que se extendía a su alrededor. Y le pareció que su situación no era tan irreparable y desesperada como le pareciera hacía unas horas.
Presuroso, se dirigió a la barranca donde se habla metido su caballo. Una loba recién parida, asustada por sus pasos, surgió de la maleza y subió al borde de la barranca. Estuvo allí unos instantes, baja la frentuda cabeza, observando de hito en hito al hombre; luego, gachas las orejas y con el rabo entre las piernas, corrió medrosa hacia el fondo. Sus negras mamas colgantes se balanceaban fláccidas bajo el hundido vientre.
Apenas empezó Makar a acercarse al caballo, éste sacudió indócil la cabeza. Las riendas atadas a la pata se rompieron.
—¡Só-o-o! ¡Vasiok! ¡Vasiok! ¡só-o-o, quieto! —trataba de convencer le Makar, a media voz, intentando aproximarse por detrás al desenfrenado bruto, para agarrarle por las crines o por un estribo.
El bayo, meneando bruscamente la cabeza, apretó el paso, en tanto miraba de reojo a su jinete peatón. Makar emprendió el trote, pero el caballo no le dejó llegar hasta él; soltó un par de coces y cruzando el camino, partió en dirección al caserío a un galope impetuoso, sonoro.
Makar lanzó un taco rotundo y siguió las huellas de su caballo. Recorrió unas tres verstas, a campo traviesa; hacia unas tierras labradas en otoño que se divisaban cerca del caserío. De los herbazales, levantaban el vuelo los sisones y parejas que perdices; a lo lejos, en la vertiente de un largo barranco, el macho de una avutarda que estaba durmiendo iba y venía junto a ella, velando el reposo de su hembra. Aguijonada por el irrefrenable deseo de la cópula, desplegaba en abanico la corta cola rojiza, con blanquecina cenefa mohosa, y abría las alas arañando la tierra seca, perdiendo las plumas, revestidas junto a los cañones de un plumón rosáceo…
Una inmensa labor fecundante se llevaba a cabo en la estepa: las hierbas crecían exuberantes, los pájaros y los animales se buscaban para la cópula, solamente los campos de labranza, abandonados por el hombre, tendían hacia el cielo su humeante vaho y las grietas de sus surcos estériles, sin sembrar…
Enfurecido, iracundo, Makar caminaba por los secos terrenos. Agachándose rápidamente, cogía un puñado de tierra y lo desmenuzaba entre sus palmas. La tierra negra, atravesada por crujientes filamentos de hierbas muertas, estaba cálida y reseca. ¡La labranza de otoño se perdía! Era preciso, inmediatamente, pasar las gradas tres o cuatro veces por su compacta superficie musgosa, desgarrar con los dientes de hierro el endurecido terreno, y luego, meter por los mullidos surcos las sembradoras, de modo que los dorados granos de trigo cayeran lo más hondo posible.
«¡Nos hemos retrasado! ¡Se desaprovechará la tierra! —pensaba Makar, mirando con ardiente compasión los negros campos yermos, espantosos en su desnudez—. Un par de días más, y no servirá para nada la labranza de otoño. La tierra es como la yegua: cuando está en celo, hay que cubrirla sin tardanza. Porque, pasado el tiempo, ¡maldita la falta que le hace el semental! Lo mismo tiene que proceder el hombre con la tierra… Aparte de nosotros, las personas, todo esto se hace con limpieza y bien: cualquier bestia, el árbol, la tierra saben cuándo es su época de fecundación; en cambio las personas… ¡nosotros somos peores y más sucios que el último de los animales! Estos elementos no van a sembrar porque el instinto de la propiedad se rebela… ¡Ah, malditos! En cuanto llegue, ¡los echo a todos al campo! ¡A todos sin excepción!».
Apretaba de continuo el paso, casi corriendo a trechos. Por debajo del gorro le caía el sudor, tenía la guerrera obscurecida por la espalda y los labios resecos; el arrebol enfermizo que cubría sus mejillas se iba haciendo cada vez más intenso.