Aquel día, por la mañana temprano, veintitrés carros koljosianos del caserío de Yarskói llegaron a Gremiachi Log. Bánnik, que, con un rozal al hombro, iba a la estepa a buscar a su yegua, los encontró cerca del molino. Cuando le alcanzó el primer carro, Bánnik saludó:
—¡Buenos días, ciudadanos cosacos!
—Buenos nos los dé Dios —le contestó un cosacazo de barba negra que guiaba unos caballos colines.
—¿De dónde vienen estos carros?
—De Yarskói.
—¿Y cómo es que vuestros caballos no tienen cola? ¿Por qué les habéis hecho ese estropicio?
—¡SÓ-o-o!¡Quieto, diablo! Le han dejado sin cola, y todavía sigue traveseando… ¿Dices que por qué no tienen cola? Se las hemos cortado para entregárselas al Estado. Las mujeres de la ciudad se espantarán las moscas con ellas… ¿No tienes por ahí un poco de tabaco, buen hombre? Convídame, pues nosotros andamos pobres de eso —y el cosaco saltó de la carreta.
Los carros que venían detrás se detuvieron. Bánnik lamentaba ya haber trabado conversación. Sacó la bolsita de mala gana, al ver que otros cinco hombres acudían desde los carros, cortando sobre la marcha tiras de papel de periódico para liar también un cigarro.
—Me vais a dejar sin mota… —barbotó el tacaño Bánnik.
—Ahora son tiempos de koljós, ¿no lo sabes? Todo debe ser de todos —le advirtió severo el barbudo. Y como si la bolsa fuera suya, sacó un buen pellizco de tabaco campesino.
Se pusieron a fumar. Bánnik se guardó presuroso la bolsita en las profundidades del bolsillo de los bombachos, mientras sonreía, mirando con compasión y repugnancia a los caballos con las colas cortadas casi hasta la misma penca. Las moscas primaverales, ávidas de sangre, se posaban sobre los sudorososflancos y en las desolladuras hechas por las colleras. Los caballos, por costumbre, trataban de sacudirse las moscas, pero las pobres pencas, feas, despojadas de pelo, no surtían efecto alguno.
—¿A dónde señala ése con el resto de la cola? —preguntó Bánnik, sarcástico.
—Allí mismo, al koljós. ¿Y a los vuestros, no se las han cortado?
—Sí, pero unos ocho dedos nada más.
—Esto ha sido cosa de nuestro Presidente del Soviet. A él le han dado un premio, pero cuando vengan los tábanos, ¡los caballos estarán perdidos! Bueno, en marcha. Gracias por el tabaquillo. Hemos echado un cigarro, y se ha aliviado el corazón. Pues todo el camino hemos venido penando, con unas ganas tremendas de fumar.
—¿A dónde vais?
—A Gremiachi.
—A nuestro caserío entonces. ¿Y a qué?
—Vamos por trigo para la siembra.
—¿Por trigo?… ¿Y cómo es eso?
—Han ordenado de la cabeza del distrito que recojamos cuatrocientos treinta puds de vuestro fondo de semillas. ¡Arre!…
—¡Me lo figuraba! —exclamó Bánnik. Y agitando el ronzal, echó a correr hacia el caserío.
No habían llegado aún los carros a la administración del koljós, cuando medio caserío sabía ya que los de Yarskói habían venido por el trigo destinado a la siembra. Bánnik, sin compadecerse de sus piernas, había trotado de casa en casa, comunicando la noticia.
Primero, se reunieron las mujeres en los callejones y empezaron a alborotar, rumorosas como bandadas de perdices asustadas.
—¡Se nos llevan el trigo, queridas!
—¿Con qué vamos a sembrar?
—¡Ay, que desgracia tan grande!
—Ya nos decía la buena gente que no había que llevarlo al granero común…
—¡Si nos hubieran hecho caso nuestros cosacos!…
—¡Hay que ir a decirles que no entreguen el trigo!
—¡Nosotras mismas no lo permitiremos! ¡Hala, mujercitas, a los graneros! ¡Nos armaremos de estacas y no dejaremos a ésos ni acercarse a los candados!
Luego, aparecieron los cosacos, y entre ellos empezaron también agitadas conversaciones. De callejón en callejón, de calle en calle, fue juntándose una multitud, bastante considerable que se dirigió hacia los graneros.
Entre tanto, Davídov leía la nota del Presidente de la Unión Agrícola del distrito que habían traído los de Yarskói…
«Camarada Davídov —decía Lupétov—: Tú tienes en el almacén 73 quintales métricos de trigo, de los acopios que no habéis entregado aún al Estado. Haz el favor de dar ese trigo (los 73 Qm.) al koljós de Yarskói. Ellos no tienen bastante para la siembra. Ya he arreglado el asunto con la Delegación de la Dirección Central del Trigo, que está de acuerdo».
Davídov, después de leer la nota, ordenó que se entregase el grano. Desde el patio de la administración del koljós, los de Yarskói se dirigieron hacia los graneros. Pero cerca de éstos, la multitud obstruía la calle. Unas doscientas personas, entre mujeres y cosacos, rodearon los carros.
—¿A dónde vais?
—¿A arramblar con nuestro trigo? ¡Malos diablos os traen!
—¡Volveros por donde habéis venido!
—¡No os lo entregaremos!
Diomka Ushakov fue corriendo en busca de Davídov. Este acudió presuroso a los graneros.
—¿Qué ocurre, ciudadanos? ¿Qué significa esta aglomeración?
—¿Por qué les das nuestro trigo a los de Yarskói? ¿Lo trajimos aquí para ellos?
—¿Quién te ha dado ese derecho?
—¿Y con qué vamos a sembrar nosotros?
Davídov se subió a la rampa del granero más próxima y explicó tranquilo que, por orden de la Unión Agrícola del distrito, entregaba el grano no del fondo de semillas, sino del remanente que quedaba de los acopios para el Estado.
—No paséis cuidado, ciudadanos, que nadie tocará nuestro trigo. Y en vez de estar ganduleando y comiendo pepitas de girasol, lo que tenéis que hacer es ir al campo. Tened presente que los jefes de brigada llevan cuenta de los que no van al trabajo. Y el que falte, será multado.
Parte de los cosacos abandonaron la calle. Muchos, tranquilizados por las palabras de Davídov, se dirigieron al campo. El encargado del almacén empezó a dar trigo a los de Yarskói. Davídov se fue a la administración. Pero al cabo de media hora, en el estado de ánimo de las mujeres —que, a pesar de todo, seguían montando guardia al lado de los graneros— se produjo un brusco cambio. Yákov Lukich había contribuido a ello, diciendo al oído a algunos cosacos:
—¡Davídov miente! ¡Se llevan la semilla! El koljós sembrará, pero lo que entregaron los campesinos individuales, eso se lo darán al koljós de Yarskói.
Las mujeres se agitaron. Bánnik, Demid el Callado, el abuelo Donetskov y otros treinta cosacos, después de cambiar impresiones, se acercaron a las básculas.
—¡No daremos el trigo! —declaró Donetskov en nombre de todos.
—¡A ti no te ha pedido nadie permiso! —le respondió tajante Ushakov.
Ambos empezaron a lanzarse palabras gruesas. Los de Yarskói salieron en defensa de Diomka. El mismo cosacazo de barba negra al que Bánnik convidara a tabaco alzóse en la carreta, en toda su talla, y, durante cosa de cinco minutos, estuvo soltando furiosos ajos; luego, se puso a vociferar:
—¡Cómo! ¿No obedecéis las órdenes del Poder? ¿Por qué nos tratáis de tan mala manera? Hemos recorrido cuarenta verstas, dejándolo todo abandonado, en la época de más faena, para venir aquí, ¿y vosotros queréis retener el trigo del Estado? ¡La GPU os está llamando a gritos! ¡A todos, hijos de mala madre habría que mandaros a Solovkí! Sois como el perro del hortelano: ¡ni coméis ni dejáis comer! ¿Por qué no vais a trabajar al campo? ¿Es que hoy es día de fiesta para vosotros?
—¿Y a ti que te pasa? ¿Te molestan las barbas?… ¡Pues te las vamos a peinar en un dos por tres! —aulló uno de los Besjliébnov, Akim el Pequeño, en tanto avanzaba a empellones hacia la carreta, arremangándose. El barbudo cosacazo se tiró de la carreta y no se arremangó la descolorida camisa marrón, pero acogió a Akim el Pequeño con tan certero y tremendo puñetazo en la mandíbula, que le hizo saltar a varios metros de distancia, empujando a la gente y agitando los brazos lo mismo que un molino sus aspas.
Armóse una pelea descomunal, como no la había visto Gremiachi Log desde hacía muchísimo tiempo. Los de Yarskói recibieron lo suyo. Fundidos, ensangrentados, tiraron los sacos de trigo, montaron en los carros y, atizando latigazos a los caballos, abriéronse paso entre la multitud de chillonas mujeres.
A partir de aquel momento, todo Gremiachi Log, de punta a punta, encrespóse alborotado. Querían quitarle a Diomka Ushakov las llaves de los graneros donde se guardaban las semillas, pero el perspicaz Diomka habíase escabullido a tiempo, durante la refriega, y había corrido a la administración…
—¿Dónde escondemos las llaves, camarada Davídov? Los nuestros les están zurrando a los de Yarskói. ¡Y lo más probable es que vengan en seguida a sacudirnos a nosotros!
—Dámelas —dijo Davídov tranquilo.
Tomó las llaves, se las metió en el bolsillo y se fue a los graneros. Entre tanto, las mujeres habían sacado del Soviet a Andréi Razmiótnov y le exigían a grito pelado:
—¡Abre un mitin ahora mismo!
—¡Mujercitas! ¡Queridas mías! ¡Madrecitas de mi alma! Ahora no es tiempo de mítines. Lo que hay que hacer es sembrar, y no mitinear. ¿Para qué necesitáis un mitin? Para tener derecho a ello, hay que hacer lo que los soldados… Pasarse tres años en las trincheras, padecer en la guerra, criar muchos piojos… Y luego, ya se puede hablar de mítines —trataba Razmiótnov de hacerlas entrar en razón.
Pero ellas no le hacían caso. Aferradas a los bombachos, a las mangas y a los bordes de la guerrera, llevaron al ensombrecido Andréi, a rastras, hasta la escuela, vociferando como desesperadas:
—¡No queremos estar en las trincheras!
—¡No queremos ir a la guerra!
—¡Abre el mitin o lo abrimos nosotras mismas!
—¡Mientes, hijo de perra, al decir que no se puede! ¡Tú eres el Presidente! ¡Tú puedes hacerlo!
Andréi, rechazaba a empujones a las mujeres, tapábase los oídos y les decía, procurando gritar más fuerte que ellas:
—¡Callaros, malditas! ¡Apartaos un poco! ¿Con qué motivo pedís un mitin?
—¡Con motivo del trigo! ¡Queremos hablar del trigo con vosotros!
… Y al fin y a la postre, Razmiótnov hubo de anunciar:
—Se abre la sesión.
—¡Pido la palabra! —exigió la viuda alegre Ekaterina Guliáschaia.
—Desembucha, ¡y que te parta un rayo!
—¡No hables mal, Presidente! Mira que yo también puedo echarte maldiciones… ¿Con permiso de quién os habéis permitido disponer así de nuestro trigo? ¿Quién ha dado la orden de entregárselo a los de Yarskói y para atender a qué necesidades? —y Guliáschaia, en jarras, el busto hacia adelante, esperó la respuesta.
Andréi procuró zafarse de ella, como de una mosca importuna.
—El camarada Davídov ya os lo ha explicado con toda su autoridad. Y si yo he abierto la sesión, no ha sido para oír semejantes tonterías, sino para… —Andréi suspiró— para deciros, estimados ciudadanos, que tenemos que acometer, con todas nuestras fuerzas, a las ratas del campo…
La maniobra de Andréi no tuvo éxito.
—¿Qué ratas ni qué narices?
—¡Nosotros no estamos ahora para ratas!
—¡Dadnos el trigo!…
—¡Pico de oro! ¡Así te pinche un erizo donde más te duela! ¡Nos sale ahora con las ratas!… ¿Y del trigo qué, quién va a hablar del trigo?
—¡De él no hay más que hablar!
—¿Ah, sí? ¡Conque esas tenemos! ¡Devuélvenos nuestro trigo!
Las mujeres, con Guliáschaia a la cabeza, avanzaron hacia el tablado. Andréi estaba en pie, junto a la concha del apuntador. Y aunque observaba a las mujeres con una sonrisilla burlona, en su fuero interno sentía cierta inquietud, pues era demasiado severo el aspecto de los cosacos, que se apiñaban al fondo, tras el campo de margaritas de los blancos pañuelos de las mujeres, numerosos, compactos.
—¡Tú vas con buenas botas altas todo el año, mientras que nosotras no tenemos ni para unos malos zapatos!
—¡Está hecho todo un comisario!
—¿Y hace mucho que ibas con los calzones del difunto de Marina?
—¡Tiene ya una cara como un pan!
—¡Mujeres, vamos a descalzarlo!
Restallaban los gritos como desordenadas descargas de fusilería. Varias decenas de mujeres se agolpaban ya junto al mismo tablado. Andréi hacía esfuerzos para imponer silencio más en vano, porque no se oía en el tumulto.
—¡Quitarle las botas! ¡Vamos, mujeres, todas a una!
En un instante, tendiéronse hacia el tablado multitud de manos. Agarraron a Andréi por la pierna izquierda. El, pálido de coraje, se aferró a la concha del apuntador, pero ya le habían quitado la bota, que había salido lanzada hacia el fondo de la sala. Numerosas manos la atrapaban en el aire y la tiraban aún más lejos, atrás, mientras resonaban risotadas discordes, malas. Allá, en las últimas filas, se alzaron aprobatorias voces masculinas.
—¡Bien, quitárselas!
—¡Que vaya descalzo!…
—¡Tirad de la otra!…
—¡Hala, mujeres! ¡Duro con ese cerdo castrado!…
Le arrancaron la otra bota a Andréi. El se sacudió los peales, rugiendo:
—¿Y los peales, no los necesitáis? ¡Tomadlos! ¡Puede que a alguien le hagan falta para secarse algo!
Varios muchachos se acercaron rápidamente al tablado. Uno de ellos, el campesino individual Efim Trubachiov —un mozallón de abultados labios y tan corpulento como su padre el atamanets— apartando a las mujeres, subió al tablado.
—Nosotros no necesitamos tus peales —dijo sonriendo y respirando fatigoso—. Pero los pantalones te los vamos a quitar, Presidente…
¡Los pantalones sí nos hacen muchísima falta! Porque los campesinos pobres andan sin calzones… No hubo para todos con los de los kulaks —explicó con desenvoltura otro mozo, más joven y de menor talla que el anterior, pero más avispado y al parecer con más aires de cabecilla.
Aquel mozo, apodado el Humillo, tenía el pelo asombrosamente ensortijado. Sus cabellos, semejantes al caracul y de un color rubio ceniciento, estaban tan revueltos como si nunca hubiera pasado el peine por ellos: los rizos asomaban rebeldes, desordenados, bajo el cerquillo de su vieja gorra de cosaco. Al padre del Humillo lo habían matado en la guerra con Alemania; la madre había muerto del tifus. Y el pequeño Humillo había crecido bajo la tutela de su tía. Desde niño empezó a robar pepinos y rábanos en los cercados ajenos, cerezas y manzanas en los huertos; las sandías y los melones se los llevaba por sacos enteros. Cuando se hizo hombre, se dedicó a deshonrar mocitas del caserío, y habíase ganado en este terreno tan mala fama, que no había mujer en Gremiachi Log, madre de una muchacha casadera, que pudiese ver pasar con indiferencia al Humillo, de pequeña estatura, pero bien formado y esbelto como un gavilán. Las madres le echaban una mirada de reojo, y cada una de ellas mascullaba indefectiblemente, luego de escupir con desprecio:
—¡Ya viene ese diablo de los ojos blanquecinos! Siempre anda rondando por el caserío, como un perro salido… —y le decía a la hija—: ¿Por qué le miras de esa manera? ¿Qué haces ahí en la ventana? Como me traigas un crío en el regazo, vas a ver… ¡Lo estrangulo con mis propias manos! ¡Anda, mala pécora, ve por kisiak para encender el horno y sal al encuentro de la vaca!
…El Humillo, con sus zapatos rotos, silbando bajito entre dientes, avanza despacio, con blandas pisadas de felino, a lo largo de los setos y las empalizadas. Entornando las combadas pestañas, sus ojos centelleantes escudriñan patios y ventanas, y en cuanto se vislumbra en cualquier parte el pañuelo de alguna muchacha, el Humillo se transfigura, su aparente pereza y desgarbo desaparecen al instante: con rapidez de gavilán y movimiento breve, preciso, vuelve la cabeza y endereza el cuerpo. Mas no es rapacidad lo que refleja ahora su clara mirada, sino cariño, infinita ternura; hasta sus blanquecinos ojos parecen cambiar de color y se tornan profundamente azules como un cielo de Julio. «¡Fektiushka, encanto mío! En cuanto obscurezca, vendré al trascorral. ¿Dónde vas a dormir esta noche, vidita?» —«¡Oh, déjese usted de tonterías!», contesta la muchacha con aire severo, inaccesible, echando a correr.
Con una sonrisa comprensiva en los labios, el Humillo la sigue, con la mirada hasta que desaparece; luego se va. Y a la puesta del sol, cerca del granero colectivo, toca el acordeón de su deportado amigo Timoféi el Desgarrado. Mas apenas las sombras crepusculares envuelven los huertos y los árboles de la ribera del río, apenas se extinguen las voces de los hombres y los mugidos de las bestias, el Humillo, sin prisas, por una callejuela, se dirige hacia el corral de la casa de Fektiushka, mientras arriba, sobre el melancólico susurro de las copas de los álamos, que rumorean entre sí, sobre el callado caserío, la luna, tan carirredonda y solitaria como el Humillo, sigue también su lento caminar.
Pero no eran las mozas el único consuelo en la vida del Humillo, le gustaba igualmente la vodka, y más aún, el pelear. Donde había una pelea, allí estaba él. Al principio, las manos a la espalda, fuertemente enlazadas, gacha la cabeza, observaba; luego, le empezaban a temblar las rodillas con frecuentes y leves sacudidas; el temblor aquel se hacía irresistible, y el Humillo, incapaz de dominar la pasión que se apoderaba de él, entraba en la liza. A los veinte años, le habían saltado ya media docena de dientes y muelas. En más de una ocasión, le habían golpeado hasta hacerle echar sangre por la boca. Le golpeaban por haber engañado a las mozas, por haberse metido sin que nadie le llamara en esas cuestiones ajenas que suelen ventilarse a puñetazo limpio. El Humillo tosía, escupía sangre, se estaba un mes acostado en lo alto del horno, en casa de su tía, que se pasaba la vida llorando, y luego volvía a aparecer en los esparcimientos, más insaciables los relucientes ojos gris azulados, más ágiles los dedos, que se deslizaban diestros por las dos filas de teclas del acordeón; únicamente su voz, después de cada enfermedad, se tornaba más profunda y ronca, como el resuello del desgastado fuelle del viejecillo acordeón.
Mas desalojar la vida del cuerpo del Humillo no era empresa fácil, pues el mozo se aferraba a la existencia como los gatos. Le habían expulsado del Komsomol y juzgado por actos de golfería y por incendio intencionado. Andréi Razmiótnov lo había detenido más de una vez, por sus escándalos, y encerrado toda la noche en el camaranchón del Soviet. El Humillo le guardaba un rencor grande, reconcentrado desde hacía tiempo, y ahora, considerando el momento propicio, había subido al tablado para ajustar antiguas cuentas…
Se acercaba cada vez más a Andréi y, como le temblaban las rodillas, parecía que avanzaba bailando.
—Tus pantalones los necesitamos… —hizo una pausa, para aspirar aire con ansia, y añadió—: ¡Venga, quítatelos!…
Un torrente de mujeres inundaba el tablado, una multitud, de numerosos brazos, rodeaba a Andréi echándole el cálido aliento en la cara y en la nuca, aprisionándole en un cerco imposible de romper.
—¡Yo soy el Presidente! —gritó Razmiótnov—. ¡Burlarse de mí es burlarse del Poder Soviético! ¡Atrás! ¡No os permitiré que os llevéis el trigo! ¡Se levanta la sesión!…
—¡Nosotros mismos lo tomaremos!
—¡Ja, ja, ja! ¡Ha levantado la sesión!
—¡Nosotros la abriremos!
—Vamos a buscar a Davídov, ¡le zurraremos también la badana!
—¡Hala, en marcha hacia la administración!
—¡Hay que encerrar a Razmiótnov!
—¡Zumbarle, muchachos!…
—¡Partirle la boca!
—¡Está contra Stalin!
—¡A la cárcel!
Una de las mujeres quitó de la mesa presidencial el tapete de satén rojo y, acercándose por detrás a Razmiótnov, se lo echó encima, cubriéndole la cabeza. Y mientras éste trataba de desembarazarse del tapete, que olía a tinta y a polvo, el Humillo, sin tomar impulso, le atizó un puñetazo en la boca del estómago.
Luego de liberar la cabeza, Andréi, ahogándose, loco de coraje y de dolor, sacó el revólver del bolsillo. Las mujeres se dispersaron dando chillidos, pero el Humillo, Efim Trubachiov y otros dos cosacos que habían subido al tablado le sujetaron los brazos y lo desarmaron.
—¡Quería disparar contra la gente, el hijo de perra! —vociferó triunfante Trubachiov, blandiendo sobre su cabeza el revólver, que por cierto estaba descargado: en su tambor no había ni una sola bala…
Davídov, involuntariamente, aminoró el paso al oír el rugido amenazador y unánime que venía de los graneros. «¡Ay-y-y-y-y!», se alzaba estridente el grito de las mujeres sobre el bronco clamor de los hombres. Se destacaba discordante de aquel coro de múltiples voces, como se destaca en otoño en el bosque, cubierto de las primeras escarchas, el entrecortado ladrido, rabioso, plañidero e incitante, de la perra de caza que sigue con la jauría el rastro reciente de un zorro.
«Hay que llamar a la segunda brigada, pues éstos son capaces de arramblar con el trigo», pensó Davídov. Y decidió volver a la administración para esconder en algún sitio las llaves de los graneros en que se guardaba el trigo de siembra. Diomka Ushakov, lleno de desconcierto, estaba parado ante el portón.
—Voy a ocultarme, camarada Davídov. De lo contrario, me echarán mano, creyendo que tengo yo las llaves.
—Eso es cosa tuya. ¿Por dónde anda Naidiónov?
—Está en la segunda brigada.
—¿Y no hay aquí nadie de la segunda?
—Sí, Kondrat Maidánnikov.
—¿Dónde está? ¿Qué hace?
—Ha venido por semillas. ¡Mira, ahí lo tienes!
Maidáhnikov se acercaba a ellos presuroso. Desde lejos, agitando el látigo, gritó:
—¡La gente ha detenido a Andréi Razmiótnov! Lo han encerrado en el sótano y ahora van hacia los graneros. Guárdate, camarada Davídov, no vaya a ocurrirte alguna desgracia… ¡La gente está hecha una furia!
—¡No me esconderé! ¿Te has vuelto loco? Toma las llaves, vete en un vuelo a la brigada y dile a Liubishkin que mande ahora mismo unos quince hombres a caballo. Ya ves lo que pasa aquí… empieza el jaleo. No quiero molestar a los de la cabeza del distrito, nosotros mismos nos arreglaremos. ¿Cómo has venido?
—En una carreta.
—Desengancha un caballo, monta en él, ¡y al galope!
—¡Eso lo hago yo en menos que se cuenta! —Maidánnikov se metió las llaves en el bolsillo y echó a correr por el callejón.
Davídov, con calma, se iba acercando a los graneros. La gente, al verle, se apaciguó un poco y quedó expectante. «¡Ahí viene el enemigo malo!», gritó histérica una mujercilla, señalando a Davídov. Pero éste, sin apresurarse, se detuvo, a presencia de todos, para liar un cigarro; volvióse de espaldas al viento y encendió una cerilla.
—¡Ven aquí, ven aquí! Ya tendrás tiempo de fumar.
—¡Sí, en el otro barrio!
—¿Traes las llaves o no?
—¡Claro que las trae! ¡Sabe el gato ladrón que no le espera perdón!
Lanzando bocanadas de humo, las manos en los bolsillos, Davídov se aproximó a las primeras filas. Su aspecto tranquilo, de hombre seguro de sí mismo, produjo en la multitud un doble efecto: unos percibieron que la fuerza y la superioridad estaban de parte de Davídov, a otros les exasperó su aire sereno. Como el granizo en un tejado de zinc, repiquetearon los apóstrofes:
—¡Danos las llaves!
—¡Disuelve el koljós!
—¡Lárgate de aquí! ¿Quién te ha llamado, cabrón?
—¡Devuélvenos las semillas!
—¿Por qué no nos dejas sembrar?
Un suave vientecillo jugueteaba con las puntas de los pañuelos de las mujeres, hacía susurrar los haces de juncos en las techumbres de los graneros, traía de la estepa el insípido olor de la tierra seca y el aroma de la hierba nueva, embriagador como el del mosto. El melifluo perfume de las henchidas yemas de los álamos era tan dulce y empalagoso, que Davídov, cuando empezó a hablar, tuvo la sensación de que los labios se le pegaban; hasta percibió el sabor de la miel al tocar con la lengua el cielo de la boca.
—¿Qué es esto, ciudadanos? ¿No obedecéis las órdenes del Poder Soviético? ¿Por qué no les habéis dado el trigo a los del koljós de Yarskói? ¿No pensáis que tendréis que responder ante los tribunales por haber hecho fracasar la campaña de siembra de primavera? Responderéis, ¡eso es la pura verdad! ¡El Poder Soviético no os lo perdonará!
—¡Tu Poder Soviético está ahora encerrado con llave! ¡Está metido en el sótano, manso como un corderito! —repuso el campesino individual Mirón Dobrodéiev, un cosaco pequeño y cojo, aludiendo a la detención de Razmiótnov.
Alguien soltó la carcajada, pero Bánnik, adelantándose gritó iracundo:
—¡El Poder Soviético no manda esas cosas que vosotros os inventáis! ¡Nosotros no nos sometemos a ese Poder Soviético que habéis inventado entre el Makar Nagúlnov y tú!
¿Dónde se ha visto que a los labradores no se les deje sembrar? ¿Qué es esto? ¡Esto es una deformación del Partido!
—¿No te dejamos a ti sembrar?
—¿Me dejáis acaso?
—¿Trajiste tu semilla al granero colectivo?
—La traje.
—¿Te la han devuelto?
—Me la han devuelto. Bueno, ¿y qué más?
—Entonces, ¿quién te impide sembrar? ¿Qué haces aquí, rondando los graneros?
Bánnik, algo turbado por el giro que tomaba la conversación, intentó escabullirse:
—Yo no lo siento por mí, sino por la gente que se ha marchado del koljós y a la que no le devolvéis su trigo ni sus bienes. Y en cuanto a mí, ¿qué tierra me habéis adjudicado? ¿Por qué me la habéis elegido tan lejos?
—¡Largo de aquí! —exclamó Davídov sin poderse contener—. Luego echaremos un parrafito contigo. ¡Qué duda cabe! Y no metas las narices en los asuntos del koljós, ¡si no quieres que te las cortemos en un dos por tres! ¡Lo que tú haces es soliviantar a la gente! ¡Largo de aquí, te digo!
Bánnik, mascullando amenazas, retrocedió. Las mujeres le reemplazaron, avanzando unánimes. Empezaron a alborotar todas a la vez, sin permitir a Davídov pronunciar una palabra. Este trataba de ganar tiempo, esperando que llegase Liubishkin con la brigada, pero las mujeres le cercaron lanzando ensordecedores gritos, apoyadas por el aquiescente silencio de los cosacos.
Al mirar en derredor, Davídov divisó a Marina Poiárkova. No lejos de allí, cruzados sobre el pecho los poderosos brazos arremangados discutía animadamente con unas comadres, frunciendo las cejas negro-azulencas, que casi se juntaban en el arranque de la nariz. Davídov captó su mirada hostil y, casi al mismo tiempo, vio cerca de ella a Yákov Lukich que, sonriendo agitado y expectante, le susurraba algo al oído a Demid el Callado.
—¡Vengan las llaves! Dánoslas por las buenas, ¿entiendes?
Una de las mujeres agarró a Davídov por un hombro y le metió la mano en el bolsillo del pantalón.
Davídov la rechazó de un fuerte empellón. La mujer reculó y fue a caer de espaldas, chillando con fingido espanto:
—¡Ay, me ha matado, me ha matado! ¡Socorredme, queridos míos!…
—¿Qué es eso? —alzóse trémula en las últimas filas una aguda vocecilla atenorada—. ¿Empieza a pegar y todo? ¡Espachurrarle las narices!…
Davídov se dirigió hacia la mujer con intención de levantarla, pero un puñetazo hizo saltar la gorra de su cabeza; acto seguido, le golpearon varias veces en la cara y en la espalda, sujetándole los brazos. Sacudiendo bruscamente los hombros, consiguió desasirse de las mujeres que le atacaban, pero ellas se aferraron de nuevo a él, lanzando alaridos. Le arrancaron el cuello de la camisa y, en un abrir y cerrar de ojos, le registraron, volviéndole los bolsillos.
—¡No tiene las llaves!
—¿Dónde están?…
—¡Dánoslas! Si no, ¡saltaremos los candados!
Una vieja de majestuosa presencia, la madre de Mishka Ignatiónok, abrióse paso hacia Davídov y, dando sorbetones y jurando como un carretero, le escupió en el rostro.
—¡Toma! ¡Por demonio, por ateo!
Davídov palideció; poniendo en tensión todas sus fuerzas, intentó liberar los brazos, pero no pudo: por lo visto, algunos cosacos habían acudido presurosos a ayudar a las mujeres. Unas manos enormes, ásperas, le sujetaban los codos a la espalda, oprimiéndolos como tenazas. Davídov dejó de ofrecer resistencia. Comprendió que las cosas habían ido demasiado lejos, que ninguno de los allí presentes le defendería, y decidió cambiar de táctica.
—Yo no tengo las llaves de los graneros, ciudadanos. Están en… —Davídov se mordió la lengua. Iba a decir que las llaves no estaban en su casa, pero al instante cayó en la cuenta de que, en tal caso, la multitud se lanzaría en busca de Diomka Ushakov, lo encontraría sin duda, y entonces, pobre de él: lo matarían. «Voy a decirles —pensó— que las tengo en mi cuarto; una vez allí, haré como que las busco; y luego les diré que las he perdido. Entre tanto, Liubishkin tendrá tiempo de acudir; en cuanto a matarme, no creo que se atrevan… Bueno, después de todo, ¡que se vayan al cuerno!». Guardó silencio un momento, enjugándose con el hombro la sangre que brotaba de su arañada mejilla; después, manifestó—: Las llaves están guardadas en mi vivienda, pero no os las daré. Y si saltáis los candados, caerá sobre vosotros todo el peso de la ley. Tenedlo presente: ¡eso es la pura verdad!
—¡Llévanos a tu casa! Nosotras mismas cogeremos las llaves —insistió porfiada la madre de Ignatiónok.
De la agitación, le temblaban las fláccidas mejillas y la gran verruga de la nariz, por su cara rugosa corrían incesantes chorrillos de sudor. Fue la primera en empujar a Davídov, y éste, de buena gana, aunque despacio, echó a andar hacia su casa.
—¿Pero es seguro que están allí las llaves? ¿No te habrás olvidado de dónde las has puesto? —inquiría Avdotia, la mujer de Bánnik.
—¡Allí están, allí están, comadre! —aseguraba Davídov— bajando la cabeza para ocultar una sonrisa.
Cuatro mujeres le conducían, sujeto por los brazos, otra iba detrás, empuñando una tremenda estaca. A la derecha, toda temblorosa, caminaba con grandes zancadas hombrunas la vieja madre de Ignatiónok, y a la izquierda, dividido en grupos, marchaba el grueso del mujerío. Los cosacos se habían quedado junto a los graneros, esperando las llaves.
—Soltadme los brazos, comadres. No me voy a escapar —pidió Davídov.
—Cualquiera se fía de ti, mala peste. A lo mejor, echas a correr.
—¡Os digo que no!
—Anda, sigue el camino con nosotras. Así vamos más tranquilas.
Llegaron a la casa. Derribando la puertecilla de ramiza y el seto, irrumpieron en el patio.
—Ve por las llaves. Como no las traigas, llamaremos a los cosacos, ¡y te retorcerán el pescuezo en seguidita!
—¡Ay, comadres, qué pronto habéis olvidado al Poder Soviético! ¡Y él no os perdonará esto!
—¡Por mucho malo que se haga, sólo una vez se paga! ¡Lo mismo da acabar ahora, que morirse luego de hambre en el otoño, por no haber tenido qué sembrar! ¡Hala, hala, ve por las llaves!
Davídov entró en su cuarto. Sabiendo que le observaban, hizo como que buscaba con gran afán. Revolvió todo lo que tenía en la maleta y sobre la mesa, sacudió todos los papeles, metióse debajo de la cama y de la mesa coja…
—No están las llaves —declaró, reapareciendo en la terracilla.
—¿Y dónde están?
—Seguramente, en casa de Nagúlnov.
—¡Pero si él se ha marchado!
—¿Y eso qué tiene que ver? Se puede haber marchado y dejar las llaves. Lo más probable es que las haya dejado. Hoy teníamos que dar grano a la segunda brigada.
Lo condujeron hacia la vivienda de Nagúlnov. Por el camino, empezaron a pegarle. Al principio, se limitaban a darle empujones e insultarle; luego, enfurecidas porque él no cesaba de reír y bromear, se pusieron a golpearle de verdad.
—¡Ciudadanitas! ¡Amorcitos de mi alma! Al menos, no me deis palos —les suplicaba, pellizcando a las más próximas, y agachaba la cabeza, sonriendo con esfuerzo.
Le pegaban sin compasión, haciendo resonar sus anchas espaldas encorvadas, pero él se limitaba exhalar débiles quejidos, movía los hombros y, a pesar del dolor, seguía tratando de chancear.
—¡Abuela! Tienes ya un pie en la sepultura y aún te peleas. ¿Me dejas que te sacuda yo uno nada más, eh?
—¡No siente nada el muy bruto! ¡Es una piedra fría! —se lamentaba la jovencita Nastionka Donetskova, a punto de llorar, en tanto martilleaba afanosa en la espalda de Davídov con sus puñitos, pequeños, pero fuertes—. Me he destrozado las manos, y él. ¡Como si tal cosa!…
—¡Con palos, no! —masculló una sola vez Davídov, severo, prietos los dientes, al tiempo que le arrancaba de las manos a una mujercita una vara de sauce y la partía contra su rodilla.
Tenía una oreja desgarrada, la boca y la nariz turnefactas, chorreando sangre, pero continuaba sonriendo con sus labios hinchados, mostrado la mella, mientras rechazaba a las mujeres que más se ensañaban con él. La vieja madre de Ignatiónok, temblequeante de ira la verruga nasal, mostraba un terrible encarnizamiento. Asestábale dolorosos golpes, procurando con empeño acertarle en el arranque de la nariz o en las sienes. No pegaba como las demás, sino con los salientes nudillos de sus crispados puños. Davídov, sin detenerse, intentaba en vano volverle la espalda. Mas la vieja furia, dando sorbetones, corría hasta ponerse delante de él y apartaba a las mujeres, pidiendo con voz ronca:
—¡Dejadme que le sacuda en la jeta! ¡En la misma jeta!
«Aguarda, sapo de Satanás —pensaba Davídov con fría rabia, mientras esquivaba los golpes—, en cuanto aparezca Liubishkin, ¡te voy a meter un trompazo, que vas a dar más vueltas que un tiovivo!»
Pero Liubishkin y sus jinetes seguían sin aparecer. El tropel llegó a la casa de Nagúlnov. Esta vez, al mismo tiempo que Davídov, las mujeres entraron en el cuarto. Rebuscaron por todas partes, tirando papeles, libros y ropa por el suelo, e incluso registraron las habitaciones del patrón y de la patrona de Makar, a la busca de las llaves. No las encontraron, por supuesto, y sacaron a empellones a Davídov a la terracilla.
—¿Dónde están las llaves? ¡Te mataremos!
—Ostrovnov las tiene —repuso Davídov, al recordar la sonrisa sarcástica del administrador cuando éste estaba entre la multitud apiñada junto a los graneros.
—¡Mientes! ¡Ya se lo hemos preguntado! ¡Y él dice que tú debes tenerlas!…
¡Ciudadanitas! —Davídov se tocó con los dedos la nariz, monstruosamente hinchada, y sonrió apacible—. ¡Ciudadanitas mías! Habéis perdido lastimosamente el tiempo pegándome… Porque las llaves están en la administración, en mi mesa. ¡Eso es la pura verdad! Ahora lo recuerdo con certeza.
—¡Mentira! ¡Te burlas de nosotros! —aulló Ekaterina Guliáschaia, que había venido de los graneros a todo correr.
—¡Llevadme allí! ¿Qué burlas caben en esto? Pero, por favor, ¡sin pegarme más!
—Davídov bajó de la terracilla. La sed le atormentaba, estaba lleno de un coraje impotente. Le habían golpeado en varias ocasiones, pero era la primera vez que le vapuleaban unas mujeres, y ello le hacía sentir un profundo malestar. «Con tal de que no me caiga… Porque si me ven en el suelo, enfurecidas, me rematarán. Nada hay más probable. Y sería una muerte bien tonta. ¡Eso es la pura verdad!», pensaba tendiendo con esperanza la mirada hacia el otero. Pero en el camino no se divisaban nubecillas de polvo levantadas por cascos de caballos ni jinetes desplegados para el ataque al modo cosaco. Desierto estaba el otero, que se extendía hasta un lejano túmulo perfilado en el horizonte… Las calles también estaban desiertas. Toda la gente se había congregado junto a los graneros, de donde venía el compacto fragor de multitud de voces.
Antes de llegar a la administración, habían golpeado a Davídov de tal forma, que apenas podía tenerse en pie. No bromeaba ya; cada vez con mayor frecuencia, tropezaba, aunque el camino era llano, y se llevaba las manos a la cabeza, pálido, pidiendo con sorda voz:
—¡Basta! Me vais a matar… No me peguéis en la cabeza… ¡Yo no tengo las llaves!… Podéis llevarme de un lado para otro hasta la noche, pero las llaves no aparecerán… ¡No os las daré!…
—¿Conque hasta la noche, eh?.. —vociferaban las mujeres, exasperadas. Y de nuevo, se prendían al desfallecido Davídov como sanguijuelas, le arañaban, le pegaban, hasta le mordían.
Junto al mismo patio de la administración del koljós, Davídov se sentó en la cuneta. Su camisa de lino estaba empapada de sangre, sus cortos pantalones de ciudad —deshilachados por los bajos de puro viejos— tenían las rodilleras rotas, el desgarrado cuello dejaba al descubierto el pecho, tatuado y moreno. Respiraba anheloso, silbante; su aspecto inspiraba lástima.
—¡Levántate, hijo de perra!… —aullaba la vieja madre de Ignatiónok, pataleando.
—¡Por vosotros, canallas!… —dijo Davídov con voz inesperadamente sonora, mirando en derredor con ojos iluminados de un modo extraño—. ¡Por vosotros hacemos todo esto!… Y en pago, me estáis matando… ¡Ah, canallas! No os daré las llaves. ¿Habéis oído? ¡No os las daré! ¡Eso es la pura verdad! ¿Os enteráis?
—¡Dejadlo!… —gritó una muchacha que había acudido corriendo—. ¡Los cosacos han saltado ya los candados y están repartiendo el trigo!
Las mujeres dejaron a Davídov, maltrecho, cerca de la puerta cochera de la administración, y se lanzaron hacia los graneros.
Haciendo un supremo esfuerzo, Davídov se levantó, entró en el patio, subió a la terracilla una cubeta con agua tibia y bebió con ansia, largo rato; luego, se echó agua en la cabeza. Jadeando, se lavó la sangre del rostro y del cuello, secóse con una manta de caballo que había colgada en la barandilla y se sentó en un escalón.
En el patio no había un alma. Por allí cerca, cloqueaba alarmada una gallina. En el tejado de la casita de los estorninos, echada hacia atrás la cabecilla, cantaba una alondra negra. De la estepa llegaba el silbante chillido de las ratas del campo. Tenues estratos liliáceos ocultaban el sol, y sin embargo, el bochorno era tan sofocante, que hasta los gorriones, casi hundidos en el montón de ceniza que se alzaba en medio del patio, permanecían inmóviles, estirados los cuellecillos, y sólo de vez en cuando agitaban el minúsculo abanico de sus almas abiertas.
Al oír un sordo y blando golpeteo de cascos, Davídov alzó la cabeza: por el portón entró como una centella un bayo de grupa baja, ensillado. Giró en redondo bruscamente, escarbando con las patas traseras, y dio la vuelta al patio con bronco resollar, dejando caer de sus ancas, sobre la tierra cálida, abundantes jirones de blanca espuma. Al llegar a la puerta de la cuadra, se detuvo ante ella, olfateando las tablas.
Traía las riendas colgando y roto el lujoso bridón con adornos de plata, la silla se le había subido hasta las mismas crines, y las saltadas correas del petral caían hasta la tierra rozando los cascos negro-liliáceos. Respiraba fatigoso, con acelerado palpitar de flancos, sus rosáceos ollares se dilataban; en el dorado copete y las revueltas crines habíanse enredado pardas cardenchas del año anterior.
Davídov miraba sorprendido al caballo. En aquel preciso momento, rechinó la puerta del henil y asomó la cabeza del abuelo Schukar. Al cabo de un instante, luego de abrir la puerta, con gran precaución apareció él en persona, mirando medroso alrededor.
Innumerables briznas de heno cubrían la camisa de Schukar, empapada en sudor; su rala barbita hirsuta estaba erizada de desmenuzadas cabecillas de correhuela, de hierbas y hojas secas, de amarillentas florecillas de meliloto. Su rostro, de un vivo color cereza, reflejaba un descomunal espanto, el sudor le corría por las mejillas, desde las sienes hasta la barba…
—¡Camarada Davídov! —dijo con implorante susurro, acercándose de puntillas a los escalones—. ¡Escóndase, por amor de Dios! Puesto que han empezado a robarnos, quiere decir que de un momento a otro llegarán al asesinato. ¡Cómo le han dejado la cara! ¡No hay quien le conozca!… Yo me puse a salvo, enterrándome en el heno… Se ahoga uno, no se puede aguantar, se suda a chorros, pero el corazón está más tranquilo, ¡palabra! ¿Vamos a escondernos los dos un ratito, mientras pasa esta tremolina, eh? Pues estar uno ahí solo es horrible… ¿Qué interés tenemos nosotros en dejar la vida? ¿Y para qué? ¡Nadie lo sabe! Escuche cómo zumban las mujeres, lo mismito que abejorros, ¡las pijoteras! Y a Nagúlnov lo han debido apiolar. Porque ése es su caballo… En él partió esta mañana para la stanitsa. Al salir por la puerta, el animal dio un tropezón. «¡Vuélvete, Makar —le advertí yo—, eso es de mal agüero!» ¿Pero escuchará ése alguna vez a un hombre sensato? ¡En jamás de los jamases! Hacía siempre lo primero que se le venía a la cabeza, y, claro, ¡lo han matado! Si hubiera vuelto, habría podido esconderse tan tranquilamente.
—¿No estará en casa? —insinuó Davídov, dudando.
—¿En casa? Entonces, ¿por qué ha vuelto el caballo sin jinete y por qué resuella como si olfateara la muerte? ¡Estos agüeros los conozco yo muy bien! La cosa está clara: al volver de la cabeza del distrito, ve que están saqueando los graneros. Como es tan vivo de genio, no se puede contener, se opone… y ya está, ¡un hombre menos en el mundo!
Davídov callaba. Cerca de los graneros seguía alzándose un clamor de múltiples voces, oíase el chirriar de las carretas, el traqueteo de las ruedas de los carros.
«Se están llevando el trigo… —pensó Davídov—. Y en realidad, ¿qué habrá sido de Nagúlnov? ¿Será posible que lo hayan matado? ¡Voy a ver!», y se levantó.
El abuelo Schukar, creyendo que Davídov había decidido esconderse con él en el henil, le apremió diligente:
—Hala, hala, apartémonos del mal. No vaya a ser que el diablo mande por aquí a algunos de ésos, nos vean y nos descuarticen. ¡Esos son capaces de hacerla en menos que se cuenta! Y en el henil se está divinamente. El olor del heno es suave, alegra. Yo me habría pasado un mes entero allí, si hubiera tenido qué comer. Pero un maldito macho cabrío me sacó de mi escondrijo… ¡Lo habría matado al muy dañino! Cuando oí que las mujeres estaban saqueando el koljós y que le martirizaban a usted, por lo del trigo, me dije: «Vas a perecer, Schukar, ¡y por menos de un pimiento!» Pues las mujeres saben, todas ellas, que sólo nosotros dos, camarada Davídov, estamos en la plataforma desde el primer día de la revolución, y que fuimos los que montamos el koljós de Gremiachi y expropiamos a Titok. ¿A quiénes tenían que matar antes que a nadie? ¡A usted y a mí! Bien claro estaba… «Feo se pone nuestro asunto pensé—. Hay que esconderse, porque si matan a Davídov y luego me liquidan a mí, ¿quién va a contarle al juez de instrucción la muerte de Davídov?» En un segundo, me hundí en el heno, de cabeza, buceando, y me quedé allí dentro, quietecito, sin atreverme a respirar más que de tarde en tarde. De pronto, oigo que alguien anda por el heno, encima de mí… Se va metiendo en él, y, naturalmente, estornuda del polvillo. «¡Madrecita mía! —me digo—. Me están buscando, no cabe duda, vienen por mi alma, de seguro». Y el otro, metiéndose cada vez más dentro… Ya me pisa la barriga… Y yo, ¡ni moverme! Del miedo, se me para el corazón, pero sigo quieto, aguardando mi fin. ¿Y qué iba a hacer, si ya no podía esconderme más? De repente, me dan un pisotón en la misma cara, yo alargo la mano y, ¡zas!, atrapo una pezuña, ¡velluda toda ella! Los pelos se me pusieron todos de punta y parecía que la piel se me despegaba del cuerpo… Del susto, ¡estaba sin respiración! ¿Qué me había figurado yo al tentar la pezuña peluda? «¡Es el diablo!» Eso me había figurado yo. En el henil hay una oscuridad de lo más terrible, y a todos los espíritus malignos les gustan las tinieblas «Por consiguiente —pienso—, ahora me va a agarrar y empezará a hacerme cosquillas y toda clase de perrerías, hasta matarme… Más vale que me asesinen las mujeres». ¡Cuántos espantos tuve que soportar! ¡Innumerables! Otro, en mi lugar, algún mozo cobardón la habría diñado en un segundo de un reventón del corazón y de las tripas. Pues de los sustos repentinos, revientan siempre las entrañas. En cambio, yo no sentí más que un ligero escalofrío, y seguí allí quieto. Luego, noto un fuerte olor, apestoso, a macho cabrío… Entonces recuerdo que el macho cabrío del expropiado Titok vive en el henil. ¡Me había olvidado completamente del mil veces maldito! Asomé la cabeza y vi que, en efecto, era el macho cabrío de Titok, que andaba por el heno buscando salvia, mordisqueando tallos de ajenjo… Bueno, me levanté y, como es natural, empecé a amansarlo. Lo arrastré, como a un corderito, tirándole de las barbas, ¡y qué paliza le di! «¡Toma, diablo barbudo, para que no te metas en el heno cuando hay sublevación en el caserío! ¡Para que no andes zascandileando por donde no debes, diablo apestoso!» Estaba tan encorajinado, que quería darle muerte allí mismo… Porque, aunque sea un animal, debe comprender las cosas y saber cuándo se puede hacer un viajecito por el heno y cuándo hay que estarse tranquilo y quieto en casa… ¿Pero a dónde va usted, camarada Davídov?
Sin responderle, Davídov pasó de largo frente al henil y se dirigió hacia el portón de la calle.
—¿A dónde va? —repitió espantado, con un hilillo de voz, el abuelo Schukar.
Mirando por la entornada puertecilla de la cerca, vio que Davídov, como empujado por el viento que soplaba huracanado, a impetuosas ráfagas, iba en dirección a los graneros colectivos con paso vacilante, pero rápido.