Capítulo XXXII

Desde el zaguán, mientras se limpiaba con una dura escobilla las pegajosas pellas de barro que se le habían adherido a las botas, Razmiótnov vio un haz de luz que salía oblicuamente por una rendija de la puerta del cuarto de Nagúlnov. «No duerme. ¿Qué será lo que le quita el sueño a Makar?», pensó Andréi al abrir la puerta sin hacer ruido.

El quinqué, cubierto por una chamuscada pantalla de papel de periódico, proyectaba su mortecina luz sobre una esquina de la mesa y un libro abierto. La revuelta cabeza de Makar se inclinaba concentrada sobre la mesa, apoyada la mejilla en la mano derecha, mientras los dedos de la izquierda escarbaban, con encarnizamiento, en los mechones de la frente.

—¡Buenas noches, Makar! ¿Despierto todavía?

Nagúlnov alzó la cabeza y miró a Andréi con descontento.

—¿Qué te trae por aquí?

—Venía a charlar un rato. ¿Te molesto?

—Tanto como molestarme, no… En fin, siéntate; no te voy a poner en la puerta.

—¿Qué, te dedicas a la lectura?

—Sí, he encontrado una ocupación —Makar cubrió el librito con la mano y fijó sus ojos, expectante, en Razmiótnov.

—¿Sabes?, he terminado con Marina. Para siempre… —dijo Andréi, suspirando, y se derrumbó sobre el taburete.

—Hace tiempo que debías haberlo hecho.

—¿Por qué?

—Era para ti un estorbo, y ahora la vida ha tomado un giro, que hay que apartar de uno todo lo que sobre… No son ahora tiempos para que nosotros, los comunistas, nos dejemos dominar por cosas secundarias, ¡sin importancia!

—Pero esto no era cosa sin importancia, puesto que entre los dos existía el amor.

—¿Amor eso? Eso es dogal al cuello, y no amor. Estás dirigiendo una reunión, y ella está allí sentada, sin quitarte ojo, rabiando de celos. Eso hermano no es amor, sino un castigo.

—Entonces, según tú, ¿resulta que los comunistas no podemos ni acercamos a las mujeres? Tiene uno que atársela con una cuerdecita y andar por el mundo como un toro castrado, ¿no es así?

—Así es, ¿qué te habías figurado? Los que hace tiempo cometieron la tontería de casarse, que sigan con sus mujeres hasta el fin de sus días, pero a los jóvenes yo les prohibiría, por decreto, el casarse. ¿Qué revolucionario puede ser el que se acostumbra a estar agarrado a unas faldas? Para nosotros, la mujer es como la miel para una mosca ansiosa. Te quedas pegado a ella inmediatamente. Yo lo sé bien, ¡por propia experiencia! A veces, se pone uno a leer por las noches, para ilustrarse, y la mujer se acuesta. Lees un poco, te acuestas también, y ella te vuelve la espalda. Se siente uno ofendido por semejante situación, y una de dos: o empiezas a regañar con ella o enciendes un cigarro, rabiando sin decir palabra, y el sueño desaparece. A la mañana siguiente, con la cabeza pesada de no haber dormido lo preciso, cometes algún error político. ¡Es cosa demostrada! Y los que, por añadidura, tienen hijos, ésos están perdidos definitivamente para el Partido. En cuanto aprenden a cuidar del crío, en cuanto se acostumbran a su olor a leche, ¡se acabó! Son malos luchadores, no sirven ya para el trabajo. En tiempos del zarismo, yo instruía a los nuevos reclutas cosacos, y los observaba: los mozos solteros tenían la cara alegre, despierta, pero el que acababa de dejar a la mujer joven en casa, al venir al regimiento, ése, en un instante, se entontecía de añoranza, se volvía un pasmarote, un zoquete completo. Se le cerraba la mollera y no había forma de meterle nada en ella. Le hablabas de las ordenanzas militares, y él ponía los ojos como botones. El muy bribón parecía atenderte, pero, en realidad, estaba mirando para dentro, y no veía más que a su mujercita, el canalla. ¿Acaso sirve eso para algo? No, querido camarada, antes podías vivir como te diera la gana, pero ahora, puesto que estás en el Partido, deja a un lado toda clase de tonterías. Después de la revolución mundial, por mí, si quieres, podrás estirar la pata encima de tu mujer, que a mí me importará un bledo, pero ahora, todo tú ser, todas tus fuerzas deben tender hacia un solo objetivo, hacia esa revolución —Makar se puso en pie, estiróse para enderezar los hombros anchos, bien formados, haciendo crujir los huesos, y, con una sonrisa apenas perceptible, le dio a Razmiótnov una palmada en el hombro—. Tú, seguramente, has venido a quejarte, a compartir tu dolor conmigo, para que yo te diga, compadecido: «Desde luego, tu situación es lamentable, Andréi, te será muy difícil vivir sin una mujer. ¿Cómo vas a soportar, pobrecillo, a sobrellevar esa desgracia?..». ¿No es verdad? Pues te equivocas, Andréi. De mí puedes esperarlo todo, ¡menos eso! Yo hasta me alegro de que hayas tarifado con tu suboficiala. ¡Hace tiempo que se merecía unos buenos palos en su gordo trasero! Fíjate en mi ejemplo, me he separado de Lushka, y me va divinamente. Nadie me molesta, soy ahora como una bayoneta, bien afilada, cuya punta está dirigida contra el kulak y demás enemigos del comunismo. Y ya ves, hasta puedo estudiar e instruirme.

—¿Y qué estudias? ¿Alguna ciencia? —preguntó Razmiótnov, maligno y frío.

En el fondo de su alma, le habían ofendido las palabras de Makar, porque éste, lejos de compartir su dolor, incluso había manifestado alegría y dicho unas cosas acerca del matrimonio que eran completamente absurdas en opinión de Andréi. Y al propio tiempo, al oír los razonamientos de Makar, expuestos con entera seriedad y convicción, había pensado, no sin cierto temor: «Afortunadamente, Dios no le da cuernos a la vaca topadora porque si a Nagúlnov le diesen el Poder, ¿qué cosas no haría? Con su empuje, ¡pondría toda la vida patas arriba! A lo mejor, ¡se le ocurría castrar a todo el género masculino, para que no se distrajera del socialismo!

—¿Qué estudio? —repitió Makar, y cerró el libro de golpe—. El inglés.

—¿Cómo?..

—El inglés. Este librito sirve para aprenderlo uno solo.

Nagúlnov observó a Andréi con recelo, procurando captar en su rostro alguna expresión burlona, pero Razmiótnov estaba tan atónito de la sorpresa, que Makar sólo advirtió asombro en sus ojos, un poco malignos, muy dilatados.

—¿Y qué… puedes ya leer o hablar en esa lengua?

Con un disimulado sentimiento de orgullo, Nagúlnov respondió:

—No, todavía no puedo hablar, no creas que esto se consigue inmediatamente, pero alguna que otra palabra impresa, ya empiezo a comprenderla… Hace más de tres meses que estudio.

—¿Y es difícil, eh? —preguntó Razmiótnov, luego de tragar saliva, mirando a Makar y al libro con involuntario respeto.

Makar, al ver que Razmiótnov se interesaba vivamente por sus estudios, contestó, ya de buena gana:

—¡Terriblemente difícil! En estos meses, sólo he aprendido de memoria ocho palabras. Pero, en general, esta lengua hasta se parece un poco a la nuestra. Hay muchas palabras que han tomado de nosotros; no han hecho más que cambiar la terminación, a su manera. Por ejemplo, nosotros decimosproletariat, y ellos también, lo único que difiere es el final. Lo mismo ocurre con las palabras revolucióny comunismo. Sus terminaciones las pronuncian silbando, como si odiasen estas palabras, ¡pero no se podrán zafar de ellas! Han echado profundas raíces en el mundo entero, y, quieras que no, hay que emplearlas.

—Bien… De modo que estudias… ¿Y para qué, Makar, va a servirte esa lengua? —inquirió al fin Razmiótnov.

Con una sonrisa condescendiente, Nagúlnov repuso:

—¡Qué preguntas tienes, Andriuja! Dejas a uno pasmado con tu falta de comprensión… Yo soy comunista, ¿no es eso? En Inglaterra también se implantará el Poder Soviético, ¿verdad? Asientes con la cabeza, por lo tanto, ¿estás de acuerdo? ¿Y crees que hay muchos comunistas rusos que hablen el inglés? Claro que hay pocos. Y los burgueses de Inglaterra se han adueñado de la India, de casi la mitad del mundo, y oprimen a los negros y a toda clase de gentes de color. ¿Es eso justo acaso?, cabe preguntar. Advendrá allí el Poder Soviético, pero muchos comunistas ingleses no sabrán lo que es el enemigo de clase, sin veladuras, al desnudo, y, por falta de costumbre, ignorarán cómo hay que tratarlo. Entonces, yo pediré que me envíen allí para enseñárselo, y como sabré su lengua, iré inmediatamente al grano: «¿Hayrevolushion por aquí? ¿Comunistishion? ¡Pues hala, muchachos, echadles la zarpa a los capitalistas y a los generales! Nosotros en Rusia, el año diez y siete, por ingenuidad, dejamos en libertad a esos canallas, y ellos, luego, empezaron a cortarnos las venas. Echadles bien la zarpa, os digo, para no cometer errores, ¡para que todo marche all right!» —Makar, dilatadas las aletas de la nariz, guiñó el ojo a Razmiótnov—. Ahí tienes para lo que me servirá su lengua. ¿Has comprendido? Me pasaré las noches en vela, perderé la salud que me queda, pero… —y luego de rechinar los dientes, muy juntos y menudos, concluyó—: ¡aprenderé esa lengua! ¡Le hablaré en inglés, sin blanduras, a la contrarrevolución mundial! ¡Ya pueden echarse a temblar los reptiles! ¡Lo que va a decirles Makar Nagúlnov a esos…! ¡Yo mismo, no un blandengue cualquiera! No les daré cuartel: «¿Les has chupado la sangre a las clases obreras inglesas, a los indios, a todas las demás naciones oprimidas? ¿Has explotado el trabajo ajeno? ¿Verdad? ¡Pues hala, al paredón, canalla sanguinario!» ¡Y se habrá terminado la conversación! Esas son las palabras que voy a aprender primero. Así podré decirlas de un tirón.

Estuvieron media hora más hablando de distintas cosas; luego, Andréi se fue, y Nagúlnov volvió a enfrascarse en el manual. Moviendo lentamente los labios, sudando y frunciendo de la tensión las grandes y alzadas cejas, continuó dedicado al estudio hasta las dos y media de la madrugada.

Al día siguiente, se levantó temprano, bebió dos vasos de leche y dirigióse hacia las cuadras del koljós.

—Elígeme un caballito que sea fogoso —le pidió al que estaba de guardia.

Este le trajo un bayo, de grupa baja, fuerte y de poca alzada, famoso por su brío y vivacidad, e inquirió:

—¿Va usted lejos?

—A la cabeza del distrito. Dile a Davídov que volveré esta misma noche.

—¿Le traigo la silla?

—Sí, tráela.

Makar ensilló el caballo, le quitó el cabestro y le puso un lujoso bridón que había pertenecido a Titok; luego, con certero y habitual movimiento puso el pie en el estribo. El bruto arrancó al trote, caracoleando, pero, al pasar por la puerta cochera, de pronto, dio un tropezón, tocó la tierra con las rodillas y estuvo a punto de caer; al momento, enderezóse de un ágil brinco.

—¡Vuélvete, camarada Nagúlnov, eso es de mal agüero! —vociferó, echándose a un lado, el abuelo Schukar, que se había acercado al portón.

Sin responderle, Makar partió al trote por el caserío y desembocó en la calle mayor. Cerca del Soviet había una veintena de mujeres que, agitadas por algo, rumoreaban alborotadoras.

—¡Apartaos, urracas, que os voy a pisotear con el caballo! —les gritó bromeando Makar.

Las mujeres callaron y le abrieron paso, pero cuando las hubo dejado atrás, oyó que una voz, ronca de coraje, decía:

—¡Ten cuidado no vayan a pisotearte a ti, maldito! A lo mejor, se acaba pronto tu galopar…

La reunión del Buró de la célula del Comité Distrital empezó a las once. Figuraba en el orden del día un informe de Beglij, jefe de la Sección de Agricultura, sobre la marcha de la siembra en los primeros cinco días. Además de los miembros del Buró, asistían a la reunión Samojin, Presidente de la Comisión de Control, y el Fiscal del distrito…

—Tu cuestión se examinará entre los «asuntos varios». Quédate hasta el final —advirtió a Nagúlnov el encargado de la Sección de Organización, Jomutov.

El informe de Beglij, que duró media hora, fue escuchado en medio de un silencio penoso, intenso. En diversos lugares del distrito no se había procedido aún a la siembra, aunque el terreno estaba ya preparado; en algunos Soviets rurales, el fondo de semillas no se había reunido por completo; en el Soviet Voiskovói, los antiguos koljosianos habían arramblado con casi todo el trigo destinado a la siembra; en Oljovatski, la propia administración del koljós había repartido la semilla entre los desertores. El informante se detuvo con detalle en las causas de la insatisfactoria marcha de la siembra, y para terminar, dijo:

—Es indudable, camaradas, que nuestro retraso en la siembra, más que retraso, yo diría estancamiento absoluto, obedece a que, en una serie de Soviets rurales, los koljóses surgieron bajo la presión de los funcionarios del lugar, los cuales, a la caza de elevadas cifras de colectivización, obligaban a los campesinos a entrar en el koljós; en algún que otro caserío, como todos sabéis, incluso amenazándoles con el revólver… Tales koljóses, poco firmes, se están derrumbando en la actualidad, como un muro socavado por las aguas; en ellos precisamente reina el desorden: los koljosianos no quieren ir al campo, y cuando van, trabajan de la peor gana.

El Secretario del Comité Distrital del Partido golpeteó advertidor, con el lápiz, en el tapón de la garrafa:

—¡Ha terminado tu tiempo!

—¡Ahora mismo acabo, camaradas! Permitidme que me detenga en las conclusiones: como ya os he informado, según los datos de la Sección de Agricultura, en los primeros cinco días se han sembrado en el distrito solamente trescientas ochenta y tres hectáreas. Considero necesario movilizar inmediatamente a todos los activistas del distrito y lanzarlos sobre los koljóses. A mi parecer, hay que impedir, la desbandada por todos los medios y encomendar a la administración de los koljóses y a los secretarios de las células que lleven a cabo diariamente, entre los koljosianos, una labor aclaratoria, haciendo especial hincapié en informarles, con amplitud y detalle, de las ventajas que el Estado concede a los koljóses, ya que esto no se ha explicado lo más mínimo en numerosos lugares. Muchísimos koljosianos no saben hasta la fecha cuáles son los créditos concedidos a los koljóses, y otras cosas por el estilo. Además, hago la siguiente proposición: que sean examinados con urgencia los expedientes instruidos contra quienes cometieron los excesos, contra los que tienen la culpa de que ahora no podamos proceder a la siembra y que, con arreglo a la disposición del CC del 15 de Marzo, deben ser destituidos. Propongo que se examinen con urgencia esos expedientes y que se exija con rigor, a todos los culpables, responsabilidades ante el Partido. He terminado.

—¿Quiere alguien hablar sobre el informe de Beglij? —preguntó el Secretario del Comité Distrital, abarcando con su mirada a los reunidos y rehuyendo, intencionadamente, la de Nagúlnov.

—¿Para qué hablar? La cosa está bien clara —dijo, suspirando, uno de los miembros del Buró, el jefe de las milicias, mozo fornido, macizo, de marcial apostura, siempre sudoroso, con multitud de cicatrices en la reluciente y afeitada cabeza.

—Entonces ¿tomamos como base de nuestra resolución las conclusiones de Beglij? —volvió a preguntar el Secretario.

—Desde luego.

—Ahora, pasemos al caso de Nagúlnov —el Secretario, por vez primera en toda la reunión, posó sus ojos en Makar, durante unos segundos, con la mirada vaga, ausente—. Vosotros sabéis que él, siendo Secretario de la célula de Gremiachi, ha cometido una serie de graves delitos contra el Partido. A pesar de las instrucciones del Comité Distrital, ha mantenido una línea «izquierdista» durante la colectivización y la recogida del fondo de semillas. Ha golpeado con la culata del revólver a un campesino medio individual y metido en un camaranchón a varios koljosianos. El camarada Samojin ha ido personalmente a Gremiachi, para investigar el asunto, y ha descubierto flagrantes infracciones, por parte de Nagúlnov, de la legalidad revolucionaria y perniciosas deformaciones de la línea del Partido. Tiene la palabra el camarada Samojin. Informa al Buró, camarada Samojin, de todo lo que has comprobado con respecto a la actividad criminal de Nagúlnov —el Secretario entornó los ojos, bajando los abotagados párpados, y seacodó pesadamente sobre la mesa.

Desde el momento de su llegada al Comité Distrital del Partido, Nagúlnov se había dado cuenta de que su asunto marchaba mal, y de que no podía esperar indulgencia alguna. El Secretario le había saludado con extraordinaria reserva y, eludiendo manifiestamente la conversación, se había vuelto en seguida hacia el Presidente del Comité Ejecutivo del distrito, a pretexto de hacerle una pregunta.

—¿Cómo va mi asunto, Korchzhinski? —le preguntó Makar, no sin cierta timidez.

—El Buró decidirá —le respondió aquél de mala gana.

También los demás camaradas rehuían la mirada interrogadora de Makar, se apartaban de él. Sin duda, su asunto había sido resuelto entre ellos de antemano; sólo Balabin, el jefe de las milicias, sonrió a Makar con simpatía, estrechándole fuertemente la mano:

—¡No te amilanes, Nagúlnov! ¿Has cometido una pifia? ¿Te has hecho un lío y has metido la pata? Bueno, ¿y qué? Nosotros, en cuestiones políticas, no andamos muy fuertes… ¡Otros de más mollera que tú se equivocan! —movía su redonda cabeza, recia, pulida como un gran guijarro del río, enjugándose el sudor del cuello, corto y rojo, y chasqueando compasivo los abultados labios…

Makar, reanimándose, contemplaba la cara colorada, sanguínea, de Balabin y le sonreía agradecido, consciente de que aquel mocetón le veía de parte a parte, como si fuera de cristal, le comprendía y le compadecía. «Me endosarán un severo apercibimiento, me destituirán del cargo de Secretario», pensaba Makar, observando con zozobra a Samojin. Aquel hombre pequeño y frentudo, que no toleraba los divorcios, le inquietaba más que ninguno. Y cuando Samojin sacó de la cartera una voluminosa carpeta, Nagúlnov sintió una dolorosa punzada de alarma. Su corazón empezó a palpitar desordenadamente, con forzados latidos, la sangre le afluyó a la cabeza, y le ardieron las sienes mientras una angustia de ebrio le subía a la garganta. Siempre que le iba a dar un ataque le pasaba igual. «¡Que no me dé, ahora, sobre todo ahora!…», se dijo, con un estremecimiento interno, en tanto prestaba oído a las palabras que pronunciaba ya Samojin, lentamente.

—Por mandato del Comité Distrital del Partido y de la Comisión de Control, he investigado este asunto. Mediante los interrogatorios hechos al propio Nagúlnov y a los koljosianos y campesinos individuales de Gremiachi Log, víctimas de sus acciones, así como por las declaraciones de los testigos, he podido establecer lo siguiente: el camarada Nagúlnov no ha justificado, sin duda alguna, la confianza del Partido y le ha causado con sus actos enorme daño. Por ejemplo, en el mes de Febrero, en los momentos de la colectivización, iba de casa en casa, amenazando a la gente con su revólver para que entrase en el koljós. Así consiguió «atraer», valga la expresión, a siete campesinos medios. Esto no lo niega ni el propio Nagúlnov…

—¡Son blancos empedernidos! —dijo Nagúlnov con ronca voz, poniéndose en pie.

—No te he concedido la palabra —le interrumpió severo el Secretario—. ¡Te llamo al orden!

—…Luego, cuando se estaba reuniendo el fondo de semillas, golpeó con la culata del revólver a un campesino medio individual, hasta hacerle perder el conocimiento. Y esto lo realizó a presencia de los koljosianos y de los alguaciles del Soviet. Le golpeó porque se había negado a traer inmediatamente su grano para la siembra al fondo de semillas…

—¡Qué vergüenza! —exclamó el Fiscal.

Nagúlnov se frotó la garganta y palideció, pero no dijo nada.

—Esa misma noche, camaradas, procediendo como un comisario cualquiera de policía rural, encerró a tres koljosianos en un frío camarranchón y los tuvo allí hasta la mañana, amenazándoles con el revólver por haberse negado a traer en el acto el grano para la siembra.

—A ésos no les amenacé…

—Yo digo lo que me dijeron, camarada Nagúlnov, ¡y pido que no se me interrumpa! A instancias de él mismo, fue expropiado como kulak y deportado el campesino medio Gáiev, al que no correspondía en absoluto, expropiar, ya que por su posición material no podía ser, en ningún caso, clasificado como kulak. Sin embargo, se le expropió por presiones de Nagúlnov, y todo ello porque el año 1928 había tenido un bracero. ¿Pero qué bracero era aquél? Era, camaradas, una muchacha, del mismo Gremiachi Log, a la que Gáiev había tomado como jornalera por un mes, durante la siega, y lo había hecho porque en el otoño del año anterior su hijo había sido llamado al Ejército Rojo, y él, cargado de familia, no podía arreglarse solo. La legislación soviética no prohibía esta forma de empleo del trabajo asalariado. Gáiev tenía esa jornalera a base de un contrato firmado con el Comité de Braceros y le pagó puntualmente todo su jornal. Este hecho yo lo he comprobado. Además, Nagúlnov lleva una vida sexual desordenada, y ello tampoco deja de tener importancia para caracterizar a un miembro del Partido. Nagúlnov se ha divorciado de su mujer, mejor dicho, no se ha divorciado siquiera, la ha echado a la calle, como a un perro, por la sola razón de que, según se murmuraba, admitía los galanteos de un mozo del lugar. En resumidas cuentas: se ha aprovechado de unos chismorreos para echarla de casa y quedarse con las manos libres. Yo no sé qué vida llevará él ahora, en punto a relaciones sexuales, pero todo hace suponer, camaradas, que se entrega al libertinaje. Si no fuera así, ¿qué necesidad tenía él de echar a su mujer de casa? La patrona de Nagúlnov me ha dicho que éste, todas las noches, vuelve muy tarde a casa y que ella no sabe por dónde anda, pero nosotros, camaradas, ¡sabemos por dónde puede andar él! No somos niños, y estamos muy al corriente de dónde puede encontrarse un hombre que ha echado de casa a su compañera y busca entretenimiento cambiando de mujeres… ¡Lo sabemos bien! Tal es, camaradas, la sucinta enumeración de las heroicas hazañas (al llegar a esta parte de su acusatorio discurso, Samojin sonrió venenoso) que ha logrado realizar, en tan breve lapso de tiempo, el malhadado Secretario de la célula de Gremiachi Log, Nagúlnov. ¿A qué ha conducido todo esto? ¿Y cuáles son las raíces de tales acciones? Hay que decir francamente que aquí no se trata de que los éxitos se han subido a la cabeza, como ha dicho genialmente nuestro Jefe el camarada Stalin, esto es una auténtica desviación «izquierdista», una verdadera ofensiva contra la línea general del Partido. Nagúlnov, por ejemplo, no sólo se las ingenió para expropiar a los campesinos medios y meterlos en el koljós encañonándolos con el revólver, se las arregló igualmente para que se tomase la decisión de socializar las aves de corral, el ganado menor y las vacas lecheras. También él, según dicen algunos koljosianos, ¡ha intentado implantar en el koljós una disciplina que no se conocía ni en los tiempos de Nicolás el Sanguinario!

—En cuanto a las aves de corral y el ganado, no había instrucciones del Comité Distrital —dijo Nagúlnov en voz baja.

Estaba ya en pie, en toda su talla, apretando convulso la mano izquierda contra el pecho.

—¡Eso no es así, en absoluto! —replicó súbito el Secretario—. El Comité Distrital dio instrucciones. ¡No hay que echar las culpas a otros!… Además, existen los Estatutos del artel agrícola, ¡y tú no eres ningún niño de teta para no saber interpretarlos!

—…En el koljós de Gremiachi se ahoga todo intento de autocrítica —prosiguió Samojin—. Nagúlnov ha impuesto el terror y no deja decir a nadie ni una palabra. En vez de llevar a cabo una labor aclaratoria, grita a los labradores, da patadas en el suelo, amenaza con el arma. Por eso en el koljós de Gremiachi, que lleva el nombre del camarada Stalin, todo anda de cabeza. Allí, tiene lugar ahora una desbandada en masa, la siembra no ha hecho más que empezarse y es seguro que fracasará. La Comisión de Control del Distrito, llamada a depurar el Partido, limpiándolo de toda clase de elementos en descomposición, de oportunistas de toda calaña que nos estorban en nuestra gran edificación, hará, sin duda alguna, las deducciones correspondientes con respecto a Nagúlnov.

—¿Has terminado? —preguntó el Secretario.

—Sí.

—Se concede la palabra a Nagúlnov. Que nos diga cómo ha podido llegar a esto. Habla, Nagúlnov.

El fuego de la ira, terrible, abrasadora, que se apoderara de Nagúlnov cuando el discurso de Samojin tocaba ya a su fin, apagóse de pronto, sin dejar rastro, para dar paso a la incertidumbre y el temor. «¿Qué están haciendo conmigo? ¿Será posible? ¡Quieren hundirme!», pensó desconcertado, en un instante, mientras se acercaba a la mesa. Las airadas réplicas que preparaba durante la intervención de Samojin se habían esfumado por completo. Su cabeza estaba vacía, sin que quedara en su mente ni una sola palabra adecuada. A Makar le ocurría algo insólito…

—Yo, camaradas, desde los tiempos de la revolución, estoy en el Partido… He estado en el Ejército Rojo…

—Todo eso lo sabemos. ¡Al grano, al grano! —le interrumpió impaciente el Secretario.

—Me he batido en todos los frentes contra los blancos… Y en el Primer Ejército de Caballería… Fui condecorado con la Orden…

—¡Habla de tu asunto!

—¿Y qué estoy haciendo?

—¡No te vayas por las ramas, Nagúlnov! ¡No hay por qué recordarnos ahora tus méritos! —le atajó el Presidente del Comité Ejecutivo del distrito.

—¡Dejad hablar al camarada! ¿A qué le atáis la lengua? —gritó indignado Balabin, y la lustrosa coronilla de su redonda cabeza de guijarro tomó al momento un tinte rojo amoratado, apopléjico.

—¡Que se ciña a la cuestión!

Nagúlnov seguía en pie, sin apartar del pecho la mano izquierda, mientras la derecha ascendía lenta hacia la garganta, paralizada por una sequedad punzante. Lívido, prosiguió con esfuerzo:

—Dejadme hablar. Yo no soy un enemigo, ¿por qué me tratáis así? Fui herido combatiendo en el Ejército… Cerca de Kastórnaia, recibí una contusión… Un proyectil de artillería pesada, lanzado desde la plazuela… —y calló; sus labios ennegrecidos sorbían con ansia el aire.

Balabin, precipitadamente, echó agua de la garrafa en un vaso y se lo tendió a Makar, sin mirarle.

Korchzhinski lanzó una ojeada a Nagúlnov, y apartó la mirada con rapidez: la mano de Makar, que apretaba el vaso, temblaba incontenible.

En medio del silencio, oíase con nitidez el repetido tintineo del cristal al chocar con los dientes de Nagúlnov.

—¡Vamos, cálmate y habla! —apremió con enojo Balabin…

Korchzhinski torció el gesto. La compasión, llamaba importuna a su corazón, pidiendo clemencia, pero él supo sobreponerse. Estaba firmemente convencido de que Nagúlnov era un mal para el Partido y de que no sólo había que destituirle del cargo, sino expulsarle del Partido también, y los demás, excepto Balabin, compartían su opinión.

Makar se bebió de un trago el agua del vaso y, tomando aliento, continuó:

—Reconozco lo que ha dicho Samojin. Sí, he hecho todo eso. Pero no porque quisiera atacar al Partido. Eso no, ¡Samojin miente! Y miente también, como un perro, en lo de mi libertinaje. ¡Son puras invenciones! Yo me aparto de las mujeres, tengo otras cosas que hacer…

—¿Por eso has echado a la tuya de casa? —preguntó maligno Jomutov, el encargado de la sección de organización.

—Sí, por eso precisamente —respondió en serio Makar—. Pero lo he hecho… He querido hacerlopara bien de la revolución. Puede que me haya equivocado… No lo sé. Vosotros sois más instruidos que yo. Habéis estudiado en los cursos, y lo sabréis mejor. Yo no trato de disminuir mi culpa. Juzgad como queráis. Sólo pido que comprendáis una cosa… —volvió a faltarle el aire y quedó cortado unos instantes; luego, siguió—: Comprended, hermanos, que todo eso no lo he hecho con mala intención contra el Partido. A Bánnik le golpeé porque se burló del Partido y porque quería echar a los cerdos el trigo de siembra…

—¡Dale, dale a la lengua! —intercaló sarcástico Samojin.

—Estoy diciendo lo que pasó. Y hasta hoy lamento no haber matado al Bánnik ese. No tengo nada más que decir.

Korchzhinski enderezó el cuerpo; el sillón gimió bajo su peso. Tenía ganas de despachar cuanto antes aquel penoso asunto, y dijo apresuradamente:

—Bueno, camaradas, todo está claro. El propio Nagúlnov confiesa. Aunque, en las menudencias, procura escabullirse, justificarse, sus disculpas son poco convincentes. Todo el que se ve acorralado procura siempre echar una parte de su culpa o de su responsabilidad a los demás… Yo considero que Nagúlnov, como elemento que ha infringido premeditadamente la línea del Partido en el movimiento koljosiano, como comunista que se ha convertido en un degenerado en su vida privada, ¡debe ser expulsado de las filas del Partido! No vamos a tener en cuenta los méritos anteriores de Nagúlnov, ésa es una etapa pasada. Debemos castigarle, para escarmiento de los demás. Con todos los que intenten desacreditar al Partido y desviarlo hacia la izquierda o hacia la derecha seremos implacables. No podemos andar con blanduras con gente como Nagúlnov y los de su calaña. Bastantes contemplaciones hemos tenido ya con él. El año pasado, durante la organización de las SLC se desviaba ya hacia la izquierda; yo se lo advertí entonces. No me hizo caso, ¡que no culpe a nadie más que a él! ¿Qué, vamos a votar? ¿Quién está a favor de la expulsión de Nagúlnov del Partido? Votan solamente, por supuesto, los miembros del Buró. Contemos… ¿Cuatro, verdad? ¿Tú estás en contra, camarada Balabin?

Balabin descargó una fuerte palmada sobre la mesa. Unas redecillas de venas azules se hincharon en sus sienes.

—No sólo estoy en contra, ¡sino que protesto categóricamente! Es una decisión injusta de cabo a rabo.

—Puedes reservarte tu opinión —dijo con frialdad Korchzhinski.

—De ninguna manera. ¡Déjame hablar!

—Es tarde para hablar, Balabin. La expulsión de Nagúlnov ha sido ya acordada por mayoría de votos.

—¡Eso es proceder con un hombre de un modo burocrático! Yo me opongo, ¡no permitiré que esto quede así! ¡Escribiré al Comité Comarcal! Expulsara un viejo militante del Partido, a un condecorado con la Orden de la Bandera Roja… ¿Habéis perdido la chaveta, camaradas? ¡Como si no hubiera otras sanciones!

—No hay por qué discutir. ¡Ya hemos votado!

—Por una votación así, ¡habría que romperos los morros!… —la voz de Balabin se alzó en agudo falsete y su tenso cuello hinchóse hasta tal punto, que parecía que bastaría tocarlo levemente, con un dedo, para que la sangre liberada brotase silbante.

—Bueno, eso de los morros, ya será menos… —insinuó avieso Jomutov, el encargado de la sección de organización—. A ti también podemos llamarte al orden. Esto no es la Jefatura de las Milicias, sino el Comité Distrital del Partido.

—¡Ya lo sé, sin que tú me lo digas! ¿Y por qué no me dejáis hablar?

—¡Porque yo lo considero innecesario! —gritó Korchzhinski acalorado, tan cárdeno como Balabin, aferrándose a los brazos del sillón. Yo soy aquí el Secretario del Comité Distrital. Te privo del uso de la palabra, y si tienes ganas de hablar, salte afuera, ¡a la calle!

—Balabin, ¡no te sulfures! ¿Por qué te pones así? Si quieres, escribe al Comité Comarcal diciendo cuál es tu opinión. Nadie te lo impide. Pero, ¿a qué hacer uso del derecho al pataleo, cuando está decidida la cuestión? —trataba de convencer al jefe de las milicias el Presidente del Comité Ejecutivo del distrito.

Agarró a Balabin de la manga de la guerrera y se lo llevó a un rincón, diciéndole algo, en voz baja.

Entre tanto, Korchzhinski, enfurecido por el altercado con Balabin, alzaba hacia Makar los ojillos, que rebrillaban de enojo entre los abotagados párpados, y le decía, sin disimular ya su hostilidad:

—¡Se acabó, Nagúlnov! Por acuerdo del Buró, has sido expulsado de nuestras filas. El Partido no necesita tipos como tú. ¡Deja aquí el carnet! —y dio una palmada en la mesa con su mano cubierta de vello rojizo.

Nagúlnov se puso pálido como un muerto. Un fuerte temblor le estremecía, y su voz era apenas perceptible cuando dijo:

—El carnet del Partido yo no lo doy.

—Te obligaremos a hacerlo.

—¡Ve al Comité Comarcal, Nagúlnov! —le gritó Balabin, desde el rincón. Y cortando su conversación con el Presidente del Comité Ejecutivo, salió, dando un tremendo portazo.

—¡El carnet del Partido yo no te lo doy!… —repitió Makar. Su voz era ya más firme, la palidez azulenca iba desapareciendo de su frente y de sus protuberantes mejillas—. Todavía seré útil al Partido… ¡Yo sin el Partido no puedo vivir! ¡Pero a ti no me someto!… Mira, el carnet lo tengo aquí, en el bolsillo de la guerrera… ¡Anda, prueba a cogerlo! ¡Te retorceré el pescuezo!…

—¡Vaya, empieza la tragedia! —exclamó el Fiscal, encogiéndose de hombros—. Déjate de histerismos…

Makar, sin hacer caso de sus palabras, miraba con fijeza a Korchzhinski y decía lentamente, como reflexionando:

—¿A dónde voy yo sin el Partido? ¿Y para qué? ¡No, el carnet del Partido yo no lo doy! Toda mi vida… toda entera la he puesto… —y de pronto, mísero, desvalido como un viejo caduco, empezó a moverse torpemente, a palpar la mesa con las manos, mientras farfullaba confuso, trabucándose—: Mejor será que me mandes… ordénaselo a los muchachos… Hay que mandarme fusilar… No me queda nada… Ya no necesito la vida, expulsadme también de ella… Por consiguiente, Serkó mentía… Antes era preciso… Ahora, el caballo es viejo, ¡y al muladar! …

El rostro de Makar estaba inmóvil, como una máscara de escayola; solamente sus labios temblaban. Pero al decir las últimas palabras, de sus ojos estáticos brotaron, por primera vez desde que era hombre, abundantes lágrimas. Corrían bañando pródigas las mejillas, deteniéndose en la dura pelambre de la barba, sin afeitar hacía tiempo, e iban a caer sobre el pecho, cuajando de lunares negros la guerrera.

—Bueno, ¡basta ya! ¡Pues eso no te va a ayudar, camarada! —exclamó el Secretario, con una mueca de malestar.

—¡Tú no eres camarada mío! —vociferó Nagúlnov—. ¡Tú eres un lobo carnicero! ¡Y todos vosotros sois unos reptiles venenosos! ¡Os habéis encumbrado! ¡Habéis aprendido a discursear bien! ¿Y tú, Jomutov, por qué enseñas los dientes como una p…? ¿Te ríes de mis lágrimas? ¿Tú? Tú que el año veintiuno, cuando Fomín y su banda merodeaban por el contorno, viniste al Comité Comarcal… ¿No te acuerdas, rastrero?… Viniste y devolviste el carnet del Partido, diciendo que querías dedicarte a la agricultura… ¡Le tenías miedo a Fomín! Por eso tiraste el carnet… Y luego, te volviste a deslizar en el Partido, ¡como una cochinilla resbaladiza entre las piedras!… Y ahora, ¿votas contra mí? ¿Y te burlas de este dolor que me mata?

—Basta ya, Nagúlnov, haz el favor de no dar más voces. Tenemos que resolver aún otras cuestiones —dijo conciliador, sin alterarse, con la misma sonrisita bajo el bigote negro, el guapo y moreno Jomutov.

—Con vosotros basta, sí. ¡Pero yo lograré que se me haga justicia! ¡Iré al Comité Central!

—¡Ve, ve! ¡Allí lo arreglan todo en un momento! Hace tiempo que te están esperando… —repuso Jomutov sin abandonar su sonrisa.

Makar echó a andar despacio hacia la puerta. Al darse un golpe en la sien, contra una jamba, lanzó un gemido. El último arrebato de cólera le había extenuado por completo. Sin pensamientos, sin sentimientos, llegó al portón de la calle, desató de la cerca al caballo y llevándolo de la brida, emprendió el camino. A la salida de la stanitsa, quiso montar, pero no pudo: cuatro veces alzó el pie hacia el estribo, y otras tantas, tambaleándose como un borracho, se desprendió del arzón.

Sentado en el terraplencillo de la última jata, había un viejo, animoso, de aspecto juvenil aún. Bajo la desconchada visera de la gorra de cosaco, sus ojos estuvieron observando atentamente cómo Makar intentaba montar a caballo; luego, sonrió alentador.

—¡Buena la has agarrado, aguilucho! Aún no es el mediodía, y ya no puedes ni levantar los pies. ¿Con qué motivo has empinado el codo tan temprano? ¿Es fiesta hoy?

—¡Claro que es fiesta, abuelo Fedot! —le respondió un vecino que estaba mirando a través del seto—. Hoy es Santa Jarana bendita, día de visitar los tabernáculos desde la mañanita.

—Ya lo veo, ya… —sonrió el viejo—. Por consiguiente, ¿la vodka es más fuerte que los mozos de temple? Mira, ¡no le deja subir a la silla! ¡Animo, cosaquillo!

Makar rechinó los dientes y, tocando apenas el estribo con la punta de la bota, saltó a la silla, como un pájaro.