El abuelo Schukar recibió jubiloso su nombramiento de cochero permanente de la administración del koljós. Al hacerle entrega de dos caballos que pertenecieran antes a unos kulaks y que habían quedado en la administración para los viajes de servicio, Yákov Lukich le dijo:
—¡Cuida de ellos como de las niñas de tus ojos! Para que no pierdan carnes, procura ir despacio, no les hagas correr demasiado. Ese gris, de Titok en otros tiempos, es un semental de raza, y este bayo es también un pura sangre, del Don. Como nuestros viajes no serán muchos, pronto se los echaremos a las yeguas. ¡Tú respondes de ellos!
—¡No faltaba más! —repuso el abuelo Schukar—. ¿Es que yo no sé cómo hay que tratar a los caballos? Por mis manos han pasado una infinidad. Más que pelos tienen algunos en la cabeza…
En realidad, durante toda su vida, a Schukar sólo le «habían pasado por las manos» dos jamelgos. Uno de ellos lo había cambiado por una vaca; en cuanto al otro, tenía toda una historia. Hacía veinte años Schukar, al volver, muy alegrete por cierto, del caserío de Voiskovói, había comprado una yegüecilla a unos gitanos transeúntes, por la suma de treinta rublos. Cuando la examinó para comprarla, la yegua parecía redondita, de un color gris de ratón; tenía las orejas caídas y una nube en un ojo, pero era muy vivaracha. El abuelo Schukar estuvo regateando con el gitano hasta el mediodía. Unas cuarenta veces se dieron la mano para cerrar el trato, y otras tantas se separaron para volver a juntarse.
—¡Esto no es una yegua, es oro puro! Corre como una centella… No tienes más que cerrar los ojos, y ya no ves la tierra. Es más rápida que el pensamiento. ¡Un pájaro! —juraba y perjuraba el gitano, salpicando saliva y agarrando a Schukar, rendido ya de cansancio, por el borde de la chaqueta.
—No le queda casi ninguna muela, es tuerta, tiene los cascos todos resquebrajados y la barriga colgando… ¿Oro esto? ¡Lágrimas amargas! —ponía defectos al animal el abuelo Schukar, deseando en el alma que el gitano rebajase aquel último rublo que les impedía ponerse de acuerdo.
—¿Y qué te importan a ti las muelas? Así comerá menos. La yegüecilla es joven, ¡que me parta un rayo si miento!, y si ha perdido los dientes, ha sido por una enfermedad casual. Y esa nubecilla, ¿qué te molesta? Además, ni siquiera es una nube, se trata de una conchilla insignificante. Los cascos acabarán por arreglarse, quedarán limpios como una patena… Mi yegüita es gris acero; no muy bonita, cierto, pero tú no la compras para acostarte con ella, sino para labrar el campo. ¿No es verdad lo que digo? Mírala bien. ¿Por qué es barriguda? ¡De la misma fuerza! Cuando corre, retiembla la tierra; cuando cae, no se levanta en tres días… ¡Ay, padrecito! Por lo que veo, tú quieres comprar por treinta rublos un corcel trotador. Vivo no lo comprarás. Y muerto, te darán su carne de balde…
Afortunadamente, el gitano resultó ser hombre de buen corazón: después de mucho discutir, rebajó el rublo regateado, entregó de mano a mano las riendas a Schukar, en prueba de buen acuerdo, y hasta fingió gimotear un poco, enjugándose la bronceada frente con la manga de la larga chaqueta azul clara.
Apenas pasaron las riendas a manos de Schukar, la yegua perdió su tan reciente vivacidad. Echó a andar tras él, sometiéndose de mala gana a los extraordinarios esfuerzos de su nuevo amo y moviendo trabajosamente las combadas patas. Sólo en aquel momento el gitano rompió a reír, mostrando los compactos dientes, blancos como el yeso, y gritó en pos de Schukar:
—¡Eh, padrecito! ¡Eh, cosaco del Don! ¡Recuerda mi bondad! Esa yegüita me ha servido cuarenta años, y te servirá a ti otros tantos; pero no hay que darle de comer más que una vez por semana, porque si no, ¡se pondrá rabiosa!… Mi padre vino de Rumania a lomos de ella, él la había conseguido de los franceses, cuando huían de Moscú. ¡Un animal semejante vale un tesoro!
Gritó algo más en pos de Schukar, que seguía tirando de su adquisición. Cerca de la tienda de campaña, metiéndose por entre las piernas del chalán, alborotaban los gitanillos, bulliciosos y negros como chovas; chillaban y reían a carcajadas las gitanas. Pero el abuelo Schukar, sin hacer caso de nada, continuaba su camino, pensando bonachón: «Ya sé yo la bestia que he comprado. Si hubiera tenido dinero, habría elegido otra, claro está. Y ese gitano es un bromista, un hombre alegre como yo… En fin ya tengo cabalgadura. El domingo, mi mujer y yo, montados en la yegua, iremos al galope al mercado de lastanitsa».
Mas no había llegado aún a Tubianskói, cuando al animal empezaron a ocurrirle cosas sorprendentes… Al volver por casualidad la cabeza, Schukar quedóse pasmado de asombro: Tras él, en vez de la yegua panzuda y bien cebada que había comprado, caminaba cansino un jamelgo esquelético, de vientre enjuto e ijares completamente hundidos. En sólo media hora, había perdido la mitad de sus carnes. Schukar hizo la señal de la cruz y, musitando: «¡Santo, santo, santo!», dejó caer las riendas de las manos. Habíase, parado en seco, y sentía que la borrachera se le iba pasando como por encanto. Y hasta que no dio una vuelta alrededor de la yegua, no comprendió la causa de aquel prodigioso adelgazamiento: por debajo de la estropajosa cola —alzada hacia un lado con insólita desvergüenza— salía en silbante bufido un aire pestilente y unos excrementos líquidos, salpicantes. «¡Atiza!», exclamó Schukar, llevándose las manos a la cabeza. Después de lo cual, aferrado a las riendas, volvió a tirar de la bestia con redobladas fuerzas. La erupción volcánica de las equinas entrañas prosiguió hasta el mismo Tubianskói, dejando en el camino vergonzosas huellas. Es posible que Schukar hubiera llegado felizmente a Gremiachi Log, de haber seguido nevando a la yegua de la brida, pero cuando se aproximaba a la primera casa de Tubianskói, donde vivía su compadre y conocía a muchos cosacos, decidió inmediatamente montar en la recién comprada yegua, para entrar en el caserío cabalgando, aunque fuera al paso, pues siempre sería mejor que presentarse a pie, tirando de la bestia. Se le había despertado de repente un orgullo inaudito, así como el deseo, habitual en él, de jactarse, de demostrar a la gente que también Schukar había salido ahora de la pobreza e iba a lomos de una caballería que, aunque maleja, era de su absoluta pertenencia. «¡So-o-o, maldita! ¡Siempre estás respingando!…», gritó enfurecido Schukar al ver, con el rabillo del ojo, que de la casa frente a la que se había parado salía un cosaco conocido suyo. Pronunciadas estas palabras, tiró de las riendas y empinóse. Su yegua, que seguramente no había respingado ni coceado desde su lejana infancia, en lo que menos pensaba era en retozar. Estaba quieta, tristemente gacha la cabeza, dobladas las patas traseras. «Hay que pasar montado frente a la casa de mi compadre. ¡Que me vea!», se dijo Schukar. Dicho y hecho: dando un salto, echóse de bruces sobre el agudo lomo del animal. Y en aquel preciso momento aconteció un hecho del que, con posterioridad, durante largo tiempo, hablaron los cosacos de Tubianskói: precisamente en aquel lugar fue donde Schukar hubo de sufrir una afrenta inaudita, cuya leyenda se conserva hasta nuestros días y ha de pasar, sin duda, a la generación venidera… Apenas se hubo alzado de la tierra Schukar para quedar atravesado sobre el espinazo de la yegua, con los pies colgando y haciendo esfuerzos para montar a horcajadas, el animal empezó a tambalearse, oyóse en su interior un ruido de tripas y, tal como estaba, se derrumbó sobre el camino, con la cola levantada. Schukar, tendidos los brazos hacia adelante, describió una curva en el aire y fue a caer, despatarrado, sobre el polvoriento llantén que bordeaba el camino. Encorajinado, se puso en pie de un brinco y al advertir que el cosaco había presenciado su vergüenza, trató de enmendar la cosa con unos gritos. «¡No haces más que retozar, bestia de Barrabás!», vociferaba, dando puntapiés a la yegua. Esta se levantó y, como si no hubiera ocurrido nada, alargó el hocico para mordisquear el marchito llantén.
El cosaco que observaba la escena era un guasón de marca mayor. Saltó el seto y acercóse a Schukar. «¡Buenas tardes, amigo! ¿Qué, te has comprado una yegua?» —”Sí, pero me parece que me he equivocado un poco. Tiene resabios la condenada: en cuanto te subes a ella, ¡zas!, se tira al suelo. Por lo visto, es que todavía no la han montado nunca». El cosaco, entornados los ojos, dio dos vueltas alrededor del animal, le miró los dientes de pasada, y dictaminó muy serio: «¡Desde luego, no tiene escuela! Pero se ve que es de sangre azul. A juzgar por la dentadura, tendrá sus buenos cincuenta años, ni uno menos, pero seguramente, por ser de noble raza, nadie ha podido domarla». Schukar, al ver que se interesaba por su suerte, se atrevió a preguntarle: «Dime, Ignati Porffrievich, ¿cómo se explica que haya adelgazado tan pronto? La traigo de la brida, y se me derrite a ojos vistas; primero, suelta unas ventosidades tremendas; después, excremento a chorros, como de una fuente. Ha dejado huellas por todo el camino». — «¿Y dónde la has comprado? ¿No habrá sido a los gitanos?» —”A ellos mismos, tienen su campamento muy cerquita de aquí». — «Pues entonces, ha adelgazado —explicó el cosaco, que era muy entendido en gitanos y en caballos— porque, antes de vendértela, la habían hinchado. Cuando un jamelgo ha enflaquecido de puro viejo, antes de venderlo, le encajan en el agujero posterior una caña hueca, y, por turno, sopla hacia dentro toda la cuadrilla, hasta que le ensanchan los ijares y lo ponen panzudo y orondo. Luego, cuando terminan de inflarlo como una vejiga de buey, le sacan la caña y, en su lugar, le meten un trapo empapado en alquitrán o una estopa, para que no se escape el aire. Y tú has comprado un animal hinchado de ese modo. El tapón ha debido saltar por el camino, y por eso tu yegua ha empezado a adelgazar… Vuélvete y busca el tapón… En menos que se cuenta, la inflaremos otra vez…» —«¡Mal diablo infle a esos bribones!», gritó Schukar desesperado, y se lanzó hacia el campamento de los gitanos. Mas, cuando subió al altozano, advirtió que ya no había nada junto al río: ni tiendas ni carros. Donde antes estuviera el campamento, se elevaba ahora el azulado humillo de una hoguera no apagada aún. A lo lejos, por la senda, reseca del calor estival, giraba en tenues remolinos y se deshacía en el viento una polvareda gris. Los gitanos habían desaparecido como por arte de magia. Schukar vertió unas lágrimas y emprendió el regreso. El amable Ignati Porfírievich salió otra vez de su jata y le propuso: «Yo me pondré debajo, para que no se vuelva a caer de… puro bravía, y tú móntate en ella». Bañado en un sudor de aflicción y vergüenza, Schukar aceptó sus servicios y, arreglándoselas como pudo, consiguió al fin montar. Pero, sin duda, estaba escrito que no terminaran allí sus tribulaciones: la yegua no se cayó esta vez, mas puso de manifiesto que tenía un modo de trotar completamente inverosímil. Avanzaba en alto las patas delanteras, como si fuera a galopar, y coceaba con las de atrás levantándolas más arriba de su espinazo. De esta manera, llevó a Schukar hasta el primer callejón. Durante el furioso bailoteo, el jinetehabía perdido el gorro y, unas cuatro veces, las terribles sacudidas le habían arrancado hipidos del fondo de las entrañas, mientras algo parecía desgarrársele dentro. «¡Dios mío! ¡No es posible continuar así!…», decidió Schukar, y echó pie a tierra en plena carrera. Volvió atrás para recoger su gorro, pero al ver que un tropel de gente venía a su encuentro saliendo de un callejón, apresuróse a retroceder y sacó del caserío a la malhadada yegua, que tan inesperadamente había mostrado sus bríos. La chiquillería le acompañó hasta el molino de viento; luego, quedóse atrás. Sin embargo, Schukar no se atrevió a montarse de nuevo sobre aquel «pensamiento» gitano. Rodeó su caserío a distancia, por el otero, pero, agotadas en él sus fuerzas de tanto tirar de las riendas, decidió dejar que la bestia fuera delante de él. Entonces se dio cuenta de que la caballería que había comprado con tantos trabajos era ciega. Iba derecha hacia los hoyos y zanjas, y, en vez de saltarlos, caía en ellos; luego, afianzándose en las temblantes patas delanteras, se levantaba, resollando fatigosa, y proseguía su caminar. Avanzaba de un modo extraño, describiendo círculos de continuo… Schukar, desconcertado por aquel nuevo descubrimiento, la dejó en completa libertad y vio que, después de haber trazado un círculo, comenzaba otro, sin parada alguna, siguiendo una invisible espiral. Y al instante, sin ayuda de nadie, Schukar adivinó que la yegua aquella había pasado su larga y penosa vida en una noria, dando allí vueltas y más vueltas hasta hacerse vieja y perder la vista.
Como le daba vergüenza presentarse de día en el caserío, dejó a su yegua pastar en el otero hasta el obscurecer. Cuando se hizo de noche, la llevó a casa. La acogida que le tributó su mujer, hembra de buenas carnes y terrible en sus represalias, y los tormentos que hubo de sufrir el flacucho marido por su desafortunada compra quedaron «envueltos en el misterio», como decía el zapatero Lokatéiev, amigote de Schukar por aquel entonces. Únicamente se sabe que, poco después, el animal cogió un sarnazo, perdió todos sus pelos y, con aquel lamentable aspecto, una noche, al filo de las doce, entregó silenciosamente su alma en el patio de Schukar. Este y su compinche Lokatéiev vendieron la piel y se gastaron el dinero en vodka.
Al afirmar a Yákov Lukich que él había visto en su vida muchos caballos, el abuelo Schukar sabía perfectamente que aquél no podía creerle, pues era su convecino y conocía todos los detalles de su existencia. Pero así era por naturaleza el abuelo Schukar: sin poderlo remediar, tenía siempre que jactarse y mentir. Una fuerza irresistible le obligaba a decir cosas de las que se habría retractado con gusto unos minutos más tarde…
Pues bien, el abuelo Schukar viose convertido en cochero y palafrenero, todo a un tiempo. Y en honor a la verdad, hay que decir que no desempeñaba mal sus poco complejas funciones. De su trabajo, lo único que no le gustaba a Nagúlnov, amigo de ir de prisa, eran sus frecuentes paradas. Apenas salían del patio, ya estaba tirando de las riendas: «¡So, queridos, so-o!» —«¿Por qué te paras?», preguntaba Nagúlnov. «Para que los caballos hagan sus necesidades», respondía Schukar. Y se ponía a silbar quedo, incitante, hasta que Nagúlnov sacaba el látigo de debajo del pescante y fustigaba con fuerza los lomos del bruto.
«Hoy día, no es como en los tiempos del zar, cuando el cochero iba en el pescante, y el viajero, detrás, balanceándose cómodamente en su blando asiento. Ahora, ya veis, yo soy cochero, y sin embargo, voy sentado en el drozhki[65] al lado del camarada Davídov. A veces, cuando me entran ganas de fumar, le digo: «Oye tú, ten un poco las riendas que voy a liar un cigarro». —«Con mucho gusto», me contesta. Toma las riendas y, a veces, conduce durante una hora, mientras yo voy como un señor, dándome tono y contemplando el paisaje», se jactaba el abuelo Schukar ante los cosacos. Tenía un aspecto más grave y hasta se había vuelto menos hablador. A pesar de las heladas primaverales, dormía en la cuadra, para estar más cerca de sus caballos. Pero al cabo de una semana, su mujer le obligó a volver al domicilio conyugal, luego de darle una buena paliza y de insultarle delante de todo el mundo, asegurando que mujeres jóvenes venían a pasar la noche con él. Aquello era una invención de los muchachos, que, para burlarse de la vieja, habían calumniado infamemente al abuelo con aquella falsa acusación. Pero él, sin ponerse a contradecirla, volvió a su casa. Dos veces cada noche, iba a visitar a los caballos, escoltado por su celosa costilla.
Había aprendido a enganchar tan de prisa, que rivalizaba en rapidez con los bomberos de Gremiachi. Al sacar a los caballos, que relinchaban contentos de salir de la prolongada quietud, los apaciguaba gritando fuerte, invariablemente: «¡Quie-to-o! ¡Ya te estás encalabrinando, diablo!… ¿Tomas a tu compañero por una yegua? ¡Pues es de igual género que tú!» y después de engancharlos, instalado ya en el coche, decía con presunción: «Bueno, vamos a dar un paseíto, y me habré ganado mi palote[66].. Esta vidita, hermanos, ¡empieza ya a gustarme!».
El día 27, Davídov decidió ir al campo de la primera brigada para comprobar si efectivamente —en contra de sus indicaciones— se gradaba allí siguiendo la dirección de los surcos. Así se lo había comunicado el herrero Ippolit Shali, el cual, al ir a aquel campo a reparar una sembradora, había visto que las gradas, en vez de marchar en sentido transversal a los surcos, lo hacían a lo largo de ellos. En cuanto regresó al caserío, se personó en la administración y, luego de estrecharle la mano a Davídov, le dijo con tono severo:
—La primera brigada está pasando las gradas a lo largo de los surcos. Esa faena, hecha así, no sirve para nada. Vete para allá y diles que trabajen como es menester. Yo ya se lo he dicho, pero Ushakov, ese bizco del diablo, me ha contestado: «Tú ocúpate de golpear el yunque y de soplar el fuelle, y no metas las narices aquí, ¡si no quieres que te las cortemos con la reja del arado!» Y yo le respondí: «Antes de soplar el fuelle, ¡te voy a soplar a ti, bisojo!» Bueno, y por poco no nos liamos a mamporros.
Davídov llamó a Schukar.
—¡Prepara el coche!
No tuvo paciencia para esperar, y él mismo ayudó a enganchar los caballos. Partieron. El cielo encapotado y un vientecillo húmedo que venía del suroeste presagiaban lluvia. La primera brigada trabajaba en el más alejado sector de las tierras grises. Se encontraba a unos diez kilómetros del caserío, más allá del altozano, junto al Estanque Terrible. La brigada araba, preparando el terreno para la siembra de cereales. Era de extrema necesidad gradar cuidadosamente lo arado para que el agua de las lluvias se mantuviese en el sector bien allanado, en lugar de correr por los surcos hacia la hondonada.
—¡Arrea, abuelo, arrea! —le pedía Davídov, mirando a los nubarrones que se amontonaban espesos.
—Arreando estoy… Fíjese en el Gris, ya se va a cubrir de espuma.
Por el otero, no lejos del camino, iban en fila india los escolares, conducidos por su viejo maestro Shpin. Cuatro carros, cargados de toneles de agua, les seguían.
—Ahí va la gente menuda, a matar ratas del campo —dijo Schukar, señalando con el látigo.
Davídov observaba a la chiquillería, conteniendo una sonrisa. Cuando el drozhki llegó frente a los chicos, le pidió a Schukar: «Para». Al recorrerlos con la mirada, sus ojos se fijaron en un chiquillo rublo y descalzo, de unos siete años, y le llamó:
—Ven aquí.
—¿Y para qué voy a ir? —inquirió aquél con aire independiente, echándose hacia atrás la gorra de plato, que era de su padre, con un cerquillo rojo en el que se destacaba la descolorida huella de la escarapela.
—¿Cuántas ratas has matado?
—Catorce.
—¿De quién eres hijo, pequeño?
—Me llamo Fedot Demídich Ushakov.
—Bueno, Fedot Demídich, monta; te pasearé un poco en el coche. Y a ti también, sube —Davídov señaló con el dedo a una niña con un pañuelo a la cabeza. Cuando los pequeños estuvieron instalados, ordenó—: ¡En marcha! —y preguntó al chicuelo—: ¿En qué grado estás?
—En el primero.
—¿En el primero? Entonces, tienes que sonarte los mocos, ¡eso es la pura verdad!
—No se puede. Estoy constipado.
—¿Cómo que no se puede? ¡A ver, trae acá esa nariz! —Davídov limpióse cuidadosamente los dedos en el pantalón y suspiró—. Pásate un día de estos por la administración del koljós. Te daré un bombón, de chocolate. ¿Has comido chocolate alguna vez?
—No-o…
—Pues ven a la administración, a hacerme una visita. Y te convidaré.
—¡Yo no necesito bombones!
—Vaya, vaya. ¿Y por qué no, Fedot Demídich?
—Los dientes se me pican, ya se me han caído unos de abajo, ¡mira! —el chiquillo abrió la sonrosada boca, y en efecto, le faltaban dos dientes de abajo.
—Por lo tanto, Fedot Demídich, ¿resulta que estás mellado?
—¡El mellado lo eres tú!
—¡Oh!… ¡Buena vista tienes!
—A mí me volverán a salir: pero a ti, de seguro, no te saldrán más. Conque, ¡aguántate!…
—¡Te equivocas, amigo! A mí también me saldrán otra vez, ¡eso es la pura verdad!
—¡Qué mentiroso! A los mayores no les salen más. En cambio yo puedo morder con los de arriba, ¡palabra!
—¡Qué has de poder!
—¿No lo crees? ¡Dame el dedo y verás!
Davídov, sonriendo, le tendió el índice, pero al instante, lanzando un ay, lo retiró: sobre la falangeta, el mordisco había dejado unas manchitas azules.
—Bueno, Fedot, ahora me toca a mí. Dame tu dedo para que te lo muerda —le propuso Davídov, pero el chicuelo, después de un momento de duda, saltó del drozhki en marcha, como un gran saltamontes gris; brincando a la patita coja, le gritó:
—¿Te gusta morder, eh? ¡Pues esta vez te quedas con las ganas!…
Davídov soltó la carcajada, bajó del coche a la pequeña y, durante largo rato, estuvo mirando a la gorra de Fedot, que rojeaba en el camino. Sonriendo, sentía que un afecto singular le caldeaba el corazón y que los ojos se le humedecían. «Construiremos una buena vida para ellos, ¡eso es la pura verdad! Ahora Fedot corretea con la gorra cosaca de su padre, y dentro de veinte años, removerá estas mismas tierras con un arado eléctrico. Seguramente, él no tendrá que hacer lo que yo, después de la muerte de mi madre: lavar y zurcir la ropa de las hermanas pequeñas, preparar la comida e ir corriendo a la fábrica… Los Fedots serán dichosos, ¡eso es la pura verdad!», pensaba Davídov, en tanto recorría con la mirada la estepa, inmensa, cubierta de suave verdor. Por un momento, prestó oído al canto sonoro de las alondras, y al ver a lo lejos a un labrador encorvado sobre el arado, mientras el conductor de los bueyes caminaba por el surco, tropezando con los terrones, dio un profundo suspiro: «La máquina hará por el hombre todo el trabajo penoso… y la gente de entonces olvidará seguramente hasta cómo huele el sudor… ¡Quién pudiera vivir hasta esos tiempos! ¡Aunque sólo fuera para verlo! Pues si te mueres, ningún Fedot se acordará de ti. ¡Y morirás, hermanete Davídov, como dos y dos son cuatro! En lugar de descendencia, dejarás en el mundo el koljós de Gretniachi. El koljós se convertirá en comuna, y a lo mejor, ¡quién sabe!, puede que luego le pongan el nombre del mecánico ajustador de la Putílov, Semión Davídov…» Ante el alegre giro que tomaban sus pensamientos, sonrió y le preguntó a Schukar:
—¿Llegaremos pronto?
—En un abrir y cerrar de ojos.
—¡Cuánta tierra desaprovechada tenéis aquí, padrecito! ¡Un verdadero espanto! Dentro de dos quinquenios, habremos construido aquí fábricas. Y todas nos pertenecerán, todas estarán en nuestras manos, ¡eso es la pura verdad! Haz un esfuerzo, vive unos diez años más y en lugar de las riendas, empuñarás el volante de un automóvil, ¡E irás a todo gas, como una centella!
El abuelo Schukar suspiró:
—¡Es un poco tarde! Si hace unos cuarenta años me hubieran hecho obrero, otro gallo me cantaría ahora… En la vida campesina no he tenido suerte. Desde niño, empezó a salirme todo al revés, y así he seguido hasta los últimos tiempos. Para mí, toda la vida ha sido como un viento que me ha estado siempre arrastrando, zarandeando y dándome unos trastazos muy puñeteros, tremendos…
—¿Cómo es eso? —se interesó Davídov.
—Ahora te contaré todo con detalle. Que los caballos sigan al trote su camino, y mientras tanto, yo te abriré mi pecho. Aunque tú eres un hombre sombrío, me comprenderás y compadecerás… Infinidad de veces me han ocurrido casos muy serios. Para empezar, cuando vine al mundo, la comadrona le dijo inmediatamente a mi difunta madrecita: «Tu hijo, cuando crezca, llegará a general. Tiene todo lo que se necesita para ello: la frente estrecha, la cabeza como una calabaza, la barriguita gorda y una voz de bajo profundo. ¡Alégrate, Matriona! Dos semanas más tarde, todo marchaba al revés de lo que había dicho la vieja comadrona… Yo había nacido el día de Santa Evdokía[67], pero aquel día no sólo las gallinas no tenían dónde beber, sino que, según decía mi madrecita, hacía un frío de mil puñetas. ¡Hasta los gorriones se helaban volando! Me llevaron a bautizar a Tubianskói. Tú imagínate qué atrocidad: ¡meter a una criaturita en la pila con aquel frío tan tremendo! Empezaron a calentar el agua. El pope y el sacristán estaban borrachos como cubas. Uno echa en la pila agua hirviendo, el otro, sin mojar siquiera el dedo en ella para probarla, dice: «En nombre de nuestro Señor Jesucristo, yo te bautizo, siervo de Dios», y, ¡cataplum!, me zambulle de cabeza en el agua hirviendo… ¡Me quedé sin pellejo! Cuando me llevaron a casa, estaba todo lleno de ampollas… Y claro, me salió una hernia en el ombligo, de tanto berrear, del dolor, a grito pelado… Desde entonces, fui de mal en peor, ¡era el rigor de las desdichas! Y todo porque me habían traído a un mundo de labradores. Hasta los nueve años, me mordían los perros, los gansos me daban unos picotazos terribles. Una vez, un potrillo me sacudió un par de coces, que me quedé en tierra como muerto. Y desde los nueve años, me empezaron a ocurrir casos cada vez más serios. Acababa de cumplirlos, cuando un día me pescaron al natural, con anzuelo…
—¿Con anzuelo? —se asombró Davídov, que escuchaba el relato del cochero no sin curiosidad.
—Sí, con un anzuelo corriente y moliente, como ésos con los que se pescan peces. Por aquel tiempo había en nuestro caserío, en Gremiachi, un viejo con más años que Matusalén, apodado el Malva. En invierno, cazaba perdices con trampas, y en verano, no se apartaba del río, siempre estaba pescando. Nuestro riachuelo traía entonces más agua, hasta tal punto, que Lapshín tenía allí un molino… En la presa se criaban carpas y unos lucios así de gordos. Bueno, pues el abuelete se instalaba junto a los saucillos con sus cañas. Tendía hasta siete a un tiempo; en una, ponía de cebo un gusanillo; en otra, miga de pan, pero a los lucios los pescaba con pececillos. Y los chicos nos las arreglábamos para quitarle los anzuelos, de un mordisco. El abuelo era sordo como una tapia; podía uno mearle en la oreja, que no se enteraba…Pues verás, nos juntábamos en la orilla, nos desnudábamos cerca del abuelo, tras los matorrales, y uno de nosotros se metía en el agua despacito, para no levantar oleaje, buceaba hasta llegar debajo de las cañas del abuelo y, ¡cric!, cortaba el hilo con los dientes; luego, volvía nadando bajo el agua para salir a los matorrales de la orilla. El viejo tiraba de la caña, y mascullaba, temblando todo él de coraje: «¡Ay, santa madre de Dios, otra vez lo ha cortado el maldito!» Se figuraba que había sido un lucio y, naturalmente, le desesperaba la pérdida del anzuelo. Sus anzuelos eran de la tienda, y como nosotros no teníamos ni un kopek para comprarlos allí, rondábamos los del viejo… Yo me había agenciado ya uno de esa manera, y me entraron ganas de otro. Veo que el abuelo está ensartando gusanos, y me zambullo. Acababa de encontrar a tientas el sedal y ya me lo llevaba a la boca, cuando, ¡zas!, el viejo da un tirón. El anzuelo se me escapa de los dedos y se me clava en el labio de arriba. Voy a gritar, y la boca se me llena de agua. El abuelo sigue tirando de la caña, empeñado en sacar su pesca. Yo, claro está, del tremendo dolor, empiezo a patalear y a revolverme, hincado en el anzuelo, y siento que el abuelo mete en el agua, debajo mismo de mí, un bichero… Entonces, naturalmente, salgo de un brinco a la superficie, lanzando un alarido horrible. El abuelo se queda helado de espanto; quiere santiguarse, y no puede. Del susto, hasta la cara se le había puesto más negra que el carbón. ¿Y cómo no iba a asustarse? Pensaba pescar un lucio, y, de pronto, ¡saca del agua a un chiquillo! Sigue allí pasmado un momento, y de repente, ¡pies para qué os quiero!… ¡Hasta perdió las chancletas!… Yo volví a casa con el anzuelo en el labio. Mi padre me lo sacó, y después, me dio una somanta que me dejó sin sentido… ¿Por qué? ¡Hay cosas que no se comprenden! El labio se me cerró, pero desde entonces me llaman Schukar[68]. Ese necio mote se me ha quedado para toda la vida… Al año siguiente, en primavera, estoy cuidando de mis gansitos junto al molino de viento. Las aspas dan vueltas, los gansos picotean por allí cerca, y sobre ellos vuela un milano. Mis gansos son amarillitos, apetitosos. Y el milano tiene ganas de echarle las garras a alguno de ellos, pero yo, naturalmente, estoy al tanto, ojo alerta, y, para ahuyentar al bicho, me pongo a gritar: «¡U-u-u-ú!» Pero en esto llegan unos chiquillos, compañeros míos de juegos, y empezamos a colgarnos de las aspas del molino: cada uno se agarra por turno a un aspa y se deja levantar en el aire, cosa de un metro y medio; luego, abre las manos, cae y se pega bien a la tierra para que no le enganche el aspa siguiente. Pero los chiquillos ya se sabe, ¡son verdaderos diablos! Se nosocurrió que el que subiese más alto sería «el zar», y que los demás le llevarían en hombros desde el molino hasta la era. Todos, naturalmente, queríamos ser «el zar», y yo me dije: «¡Voy a subir más arriba que ninguno!», olvidándome de los gansos por completo. El aspa empieza a elevarme; y en ese momento veo que el milano se abate sobre los gansos y está a punto de agarrar a uno… Me entró un susto de lo más terrible: buena azotaina me esperaba en casa si se lo llevaba… «¡Chicos —empiezo a gritar—, espantad al milano!…». Con aquello se me olvidó que me encontraba en el aspa y seguía sube que te sube. Cuando quise darme cuenta, ¡yo estaba lejos, lejísimos de la tierra! ¿Qué hacer? Saltar abajo daba un miedo tremendo, pero más espantoso todavía era continuar volando hacia arriba. Mientras lo pensaba, el aspa se puso vertical, y yo, agarrado a ella, quedé con los pies por el aire. Cuando empezaba a bajar hacia la tierra, me desprendí… No se sabe cuánto tiempo estaría yo cayendo, pero a mí me pareció una infinidad… Al fin, llegué a la tierra y, naturalmente, me di un porrazo morrocotudo. Me levanto encorajinado, y veo que, junto a la muñeca, me asoman los huesos de la mano, cada uno por su lado. El dolor era tan terrible, que ya no me importaba nada: el milano se había llevado un gansillo, mas a mí me daba igual. La curandera me encajó los huesos en su sitio, pero de poco me sirvió, porque al año siguiente se me volvieron a salir y una guadañadora a poco no me hace picadillo. Después del día de San Piotr[69], mi hermano mayor y yo fuimos a segar centeno. Yo conducía los caballos, y mi hermano iba sacando los haces de la guadañadora. Los tábanos revoloteaban sobre los caballos, el sol picaba de firme y hacía tanto calor, que yo, completamente rendido, amodorrado, me caía del asiento. De pronto, abro los ojos y veo que sobre un surco, a la derecha de mí, hay una avutarda enormísima, tendida como un látigo. Paro los caballos, y mi hermano me dice: «¡La voy a ensartar con la horquilla!» Y yo le propongo: «¿Quieres que yo salte sobre ella y la coja viva?» — «Bueno, ¡salta!», me contesta. Yo salto y agarro de través a la avutarda, que brinca como una condenada, para escapar. Despliega las alas, y me empieza a sacudir con ellas en la cabeza; levanta un poco el vuelo, y tira de mí. Del miedo, que debía ser muy grande, la avutarda hasta se hizo sus necesidades; me puso perdido de excremento líquido y siguió arrastrándome, como un caballo fogoso arrastraría un rastrillo. No sé qué idea le daría al pajarraco de volver para atrás, pero el caso es que se metió entre las patas de los caballos, y éstos, que eran muy asustadizos, saltaron por encima de mí y salieron disparados. Yo me encontré bajo las cuchillas… Mi hermano, instantáneamente, empuña la palanca y las levanta. Yo, arrastrado, ya estoy debajo de un larguero, y la guadañadora tira de mí para despedazarme, me zarandea a diestro y siniestro… A un caballo le había dado ya un tajo que le llegaba hasta el hueso, cortándole los tendones, y a mí me desfiguró tanto, que no me conocía ni mi madre. Mi hermano, como pudo, paró los caballos, desenganchó a uno, me echó igual que un fardo sobre él y me llevó al caserío. Yo estaba sin sentido, lleno de excremento de avutarda, todo manchado de tierra, mientras que la avutarda se había escapado tranquilamente la muy bribona. Pasé mucho tiempo en cama, y me curé… Seis meses después, venía yo de casa de unos vecinos, cuando aparece el toro padre del caserío y me cierra el paso. Yo trato de esquivarlo, pero él alza el rabo, como un tigre feroz, y dirige sus pitones hacia mí, dispuesto a atravesarme. Como puedes suponer, ¿qué interés tenía yo en dejar mi alma entre sus cuernos? Salí de estampía, pero él me enganchó por una costilla de abajo y me tiró por encima de un seto. La costilla se partió, se fue a hacer puñetas. Si hubiera tenido un centenar, todavía… Pero maldita la gracia que hace perder así, tontamente, una de las pocas que se tienen… Por eso, me dieron inútil para el servicio militar. Desde entonces, he sido una víctima de distintos animales. ¡Los golpes que me han dado no hay quien los cuente! Es como si el diablo me hubiera escogido para eso. Basta que un perro, dondequiera que sea, rompa su cadena, para que se eche sobre mí el muy maldito. Y cuando él no viene a buscarme, yo topo con él casualmente. Me hace trizas la ropa, me destroza a mordiscos los calzones… En fin, ¡ya puedes figurarte el beneficio que yo saco de esto! Los hurones también me han perseguido desde la Barranca de la Culebra hasta el mismo camino del caserío, y en la estepa me han atacado jabalíes. Por culpa de un toro, me dieron una vez de palos y me quedé sin botas. Una noche, iba yo por el caserío, cuando, frente alkurén de los Donetskov, vuelvo a encontrarme cara a cara con un torazo. El hace: «¡Mú-u-u-u!», y empieza a menear el rabo. «No quiero nada contigo —me dije—, ¡ya sé yo lo que se saca del trato con vosotros!» Yo me arrimo más a la pared del kurén, y el toro me sigue. Pongo pies en polvorosa, y siento en mi espalda sus resoplidos. En el kurén había una ventana abierta. Me meto por ella volando, lo mismito que un murciélago; miro alrededor: en la habitación no hay nadie. «No molestaré a la gente —me digo— saldré por donde he entrado». El toro mugió un poco, escarbó con un cuerno el terraplencillo que rodeaba la casa y se fue. Iba yo a saltar ya por la ventana a la calle, cuando me agarran por detrás, de los brazos, y me atizan un golpe en el cogote con algo duro. Era el dueño de la casa, el abuelo Donetskov, que había oído ruido y me había cazado. «¿Qué haces aquí, mocito?» —«He entrado huyendo de un toro». —«¿De un toro?… Tú a mí no me engañas, ¡buenos toretes estáis vosotros hechos! ¿Has venido buscando a mi nuera Oliutka, ¿verdad?». Y empezó a pegarme; primero, como en broma, pero después cada vez más fuerte. El viejo estaba todavía verde, y él mismo retozaba con su nuera. De rabioso que se puso, me rompió una muela. Luego, me preguntó: «¿Volverás a buscar a Oliutka?» —«No, no volveré, ¡pijotero! —le contesté—. Puedes colgarte a tu Oliutka del cuello, en vez de la cruz». — «Bueno —me dijo—, quítate las botas o empiezo de nuevo a sacudirte…» Y tuve que quitarme mis botas altas y dárselas de balde. ¡Maldita la gracia que me hizo, pues no tenía otras! Le tomé tal odio a la Oliutka, que me duró cinco años. ¿Pero qué sacaba yo con eso? Y así sucesivamente me ha venido ocurriendo siempre… No tienes más que tomar un ejemplo: cuando fuimos a expropiar a Titok, ¿por qué razón, pregunto yo, su perrazo me destrozó la zamarra, a mí precisamente? Tenía muchos más motivos para arremeter contra Makar o contra Liubishkin, pero no, el diablo llevó al perro como una centella, alrededor del patio y lo empujó contra mí. Y menos mal que no me saltó a la garganta, pues con que me hubiera apretado el gañote un par de veces, asunto concluido: ¡le habrían cantado a Schukar el gorigori! Sí, yo conozco bien esos malos agüeros. Y la cosa no pasó de ahí porque yo no tenía rivolver. No lo quiso Dios, pues, de haber tenido un rivolver, ¿qué habría ocurrido? ¡Una carnicería! Yo, cuando me acaloro, soy muy fiero. En aquel momento, habría matado al perro, a la mujer de Titok, ¡y al propio Titók le habría metido todas las balas en el buche! En una palabra: un crimen, y otra vez habría pagado el pato Schukar, yendo a parar a la cárcel… ¿Y qué se me ha perdido a mí en la cárcel? Yo tengo otras inclinaciones… ¿Con que iba a ser general, eh? Si viviera la comadrona esa, ¡me la comería cruda! ¡Para que no dijese tonterías! ¡Para que no diera mala suerte a los niños recién nacidos!… Bueno, ahí está el campamento de la brigada, ¡hemos llegado!