Capítulo XXX

En Gremiachi Log, durante una semana, cerca de cien campesinos abandonaron el koljós. El éxodo mayor se produjo en la segunda brigada, donde solamente quedaron veintinueve haciendas, con la circunstancia de que entre sus dueños figuraban personas que, como decía el jefe de la brigada, Liubishkin, estaban esperando la primera «vacante» para huir.

Los acontecimientos conmovían el caserío. Cada día traía a Davídov nuevos disgustos. A su segunda demanda sobre si había que devolver a los que se marchaban sus bestias de tiro y aperos de labranza inmediatamente o después de la siembra, la Unión Agrícola y el Comité Distrital del Partido respondieron con una amenazadora orden que se reducía a que los de Gremiachi debían impedir, por todos los medios y con todas sus fuerzas, el derrumbamiento del koljós, retener la marcha del mayor número posible de koljosianos y aplazar hasta el otoño la liquidación de cuentas y la devolución de bienes de los que se iban.

Poco después, un día llegó a Gremiachi el jefe de la Sección de Agricultura y miembro del Buró Político del Comité Distrital del Partido, Beglij. Examinó la situación de prisa y corriendo —porque aquel mismo día tenía que visitar varios Soviets rurales— y declaró:

—Ahora no devuelvas, de ninguna manera, el ganado ni los aperos a los que se van. Aguarda hasta el otoño, y entonces ya veremos.

—¡Pero es que la gente nos aprieta el gañote! —trató de objetar Davídov.

Beglij, hombre decidido y firme, limitóse a sonreír:

—Pues aprieta tú también. Claro es que, en realidad, deberíamos devolver todo, pero la orientación del Comité Comarcal es restituir solamente en casos excepcionales y ateniéndose al principio de clase.

—¿Es decir?

—Debes comprender la cosa, ¡sin ningún «es decir»! Devolver a los campesinos pobres, y a los medios, prometerles que para el otoño. ¿Entendido?

—¿Y no ocurrirá, Beglij, como con el cien por cien de colectivización? Pues en el Comité del Distrito la orientación era: «Aprieta hasta conseguir el den por cien, a toda costa y lo antes posible». Y resultó que los éxitos se nos subieron a la cabeza… No devolverle las bestias al campesino medio significa, de hecho, apretarle las clavijas, ¿no es así? ¿Con qué va a arar y a sembrar?

—No te preocupes tanto por él. No pienses en el campesino individual, sino en tu koljós. ¿Con qué vas a trabajar tú si devuelves el ganado? Además, la orientación no es nuestra, sino del Comité Comarcal. Y nosotros, soldados de la revolución, estamos obligados a obedecer incondicionalmente. Pues bien, ¿cómo piensas tú cumplir el plan si la mitad del ganado pasa a manos de los campesinos individuales? ¡No hay más que hablar! ¡Nada de discusiones! Sujeta el ganado con los dientes y con las manos. Si no cumples el plan de siembra, ¡responderás con la cabeza!

Y al subir a la tachanka, soltó, como de pasada:

—En general, ¡la cosa está que arde! Por los excesos, hermanete, habrá que pagar, que sacrificar a alguien… Tal es la costumbre. Nuestra gente de la cabeza del distrito está hecha una fiera contra Nagúlnov. ¿Qué es lo que ha armado aquí? Le ha pegado a un campesino medio, ha hecho detenciones, ha amenazado con el revólver… Me lo ha contado Samojin. Tiene listo todo un expediente contra él. Sí, Nagúlnov se ha destacado como un «izquierdista» de gran envergadura. Y ahora, ¿sabes cuál es el criterio? ¡Pegar de firme, llegando hasta la expulsión del Partido! Ea, que te vaya bien. ¡Cuidado, mucho cuidado con las bestias!

Beglij partió para Voiskovól. Y aún no había borrado el viento las huellas de las ruedas de sutachanka, cuando llegó corriendo, muy agitado, Agafón Dubtsov, jefe de la tercera brigada.

—¡Camarada Davídov! Esos que se han ido del koljós me han quitado los bueyes y los caballos. ¡Se los han llevado a la fuerza!

—¿Cómo que se los han llevado? —gritó Davídov, enrojeciendo de coraje.

—Pues muy sencillo, llevándoselos. Han encerrado al boyero en el henil, han desatado a los bueyes y se han largado con ellos a la estepa. Con diez y ocho pares de bueyes y siete caballos. ¿Qué hacemos?

—¿Y tú? ¿Qué hacías tú, papanatas? ¿Dónde estabas? ¿Por qué lo has permitido? ¿Dónde estabas, maldito? ¡Contesta!

En el rostro de Agafón, picado de viruelas, aparecieron unas placas blancas. Y él también alzó el gallo:

—¡Yo no tengo la obligación de pasar la noche en la cuadra o en la boyera! ¡Y no me grite! Si es tan valiente, vaya usted mismo por los bueyes. ¡Puede que le rompan unas estacas en las costillas!

Hasta la caída de la tarde no lograron recuperar los bueyes en el pastizal de la estepa, adonde los condujeran sus dueños bajo una fuerte escolta. Liubishkin, Agafón Dubtsov, en unión de otros seis koljosianos de la tercera brigada, habían montado a caballo y partido al galope para la estepa. Cuando Liubishkin divisó a los bueyes, pastando en la vertiente opuesta del barranco, dividió a su pequeña tropa en dos grupos.

—Agafón, toma tres hombres, cruza el barranco al trote ligero y avanza desde el flanco derecho. Yo los rodearé desde el izquierdo —Pável Liubishkin se atusó los bigotes, negros como ala de cuervo, y dio la voz de mando—: ¡Aflojad las riendas! ¡Al trote, a-de-lan-te!

La cosa no terminó sin lucha. Zajar Liubishkin, primo hermano de Pável, que guardaba los bueyes en unión de otros tres disidentes del koljós, se las ingenió para agarrar de una pierna a Mishka Ignatiónok, que galopaba hacia los bueyes, y, en menos que se cuenta, lo desmontó del caballo y lo arrastró cruelmente por la tierra, haciéndole un sinfín de cardenales y desgarrándole toda la camisa. En tanto acudía al galope Pável Liubishkin y, sin echar pie a tierra, le atizaba a su primo unos fustazos con el largo y grueso arápnik[63], los demás rechazaron a los pastores, apoderándose de los bueyes y los condujeron al trote hacia el caserío…

Davídov ordenó que, durante la noche, se cerrasen con candados las cuadras y las boyeras y puso ante ellas una guardia de koljosianos.

Mas, a pesar de todas las medidas tomadas para la custodia del ganado, los disidentes se las arreglaron para llevarse, durante dos días, siete pares de bueyes y tres caballos a la estepa, hacia los barrancales lejanos. Y a fin de que no se notase la ausencia de los adultos, encomendaron a unos mozalbetes el pastoreo del ganado.

Desde por la mañana hasta la noche, en la administración del koljós y en el Soviet, se amontonaba la gente. La amenaza de que los disidentes se apoderaran de las tierras tomaba ya visos de gran realidad.

—O nos dais tierna inmediatamente, ¡O empezamos a arar las que eran nuestras! —asediaban a Davídov.

—¡Os daremos tierra, estad tranquilos, ciudadanos campesinos individuales! Mañana empezaremos el reparto. Dirigiros a Ostrovnov, él se encargará de este asunto. ¡Os lo aseguro! —trataba de tranquilizarles Davídov…

—¿Y dónde nos la vais a dar? ¿Qué tierra?

—Donde haya disponible.

—Puede que esa disponible esté al final del caserío, ¿y entonces, qué?

—¡Déjate de engaños, camarada Davídov! Todas las tierras cercanas han pasado al koljós. Por lo tanto, ¿a nosotros nos entregaréis las que están donde Cristo dio las tres voces? No nos devolvéis nuestros animales de tiro. Entonces, ¿qué? ¿Vamos a arar y a sembrar tirando nosotros mismos, o con las vacas? Y encima, ¿sólo nos corresponden las tierras lejanas? ¡Esa es la justicia del Poder!

Davídov procuraba convencerles; les explicaba que él no podía distribuir la tierra a gusto de cada cual, porque para ello sería necesario fraccionar la superficie colectivizada, cortarla en franjas y cuñas, desorganizando la ordenación de cultivos planeada en otoño. Los disidentes, después de alborotar un rato, se marchaban, pero al cabo de unos minutos irrumpía un nuevo grupo, que reclamaba desde el umbral:

—¡Dadnos tierra!… ¿Qué significa esto? ¿Con qué derecho retenéis nuestras tierras? ¡Habrase visto, no nos dejáis ni sembrar! Y el camarada Stalin, ¿qué es lo que ha escrito acerca de nosotros? Nosotros también podemos escribirle a él diciéndole que no sólo no nos devuelven nuestras bestias; sino que nos quitan la tierra, todos nuestros derechos y bienes. ¡Y él os arreglará las cuentas!

—Yákov Lukich, dales mañana temprano las tierras que hay más allá del Estanque de los Cangrejos.

—¿Esas tierras vírgenes? —gritaban los disidentes.

—¡Qué han de ser vírgenes! Son baldíos. Las araron; claro que hace tiempo, unos quince años —explicaba Yákov Lukich.

E inmediatamente, turbulento y airado, se alzaba un clamor:

—¡No queremos tierras duras!

—¿Con qué las vamos a arar?

—¡Dadnos tierras blandas!

—Devolvednos las bestias, ¡entonces labraremos las duras!

—¡Mandaremos emisarios al mismo Moscú, a Stalin!

—¿Por qué no nos dejáis vivir?

Las mujeres estaban furiosas. Los cosacos las apoyaban unánimes, de buen grado. Hacía falta un gran esfuerzo para apaciguar aquel tumulto. Davídov, cuando las entrevistas tocaban ya a su fin, solíaperder los estribos, y empezaba a gritar:

—¿Qué queréis? ¿Que se os dé la mejor tierra? Pues os quedaréis con las ganas, ¡eso es la pura verdad! El Poder Soviético concede todas las ventajas al koljós, y no a los que van contra él. ¡Largo de aquí! ¡A hacer puñetas!…

En algunos sitios, los campesinos individuales habían empezado a arar y cultivar las tierras que les pertenecieran antes y que luego pasaran al koljós. Liubishkin los echó de los campos koljosianos; entre tanto, Yákov Lukich, armado de un doble metro de madera, marchó a la estepa, más allá del Estanque de los Cangrejos, y, en dos días, distribuyó allí parcelas entre los individuales.

La brigada de Diomka Ushakov salió el día 25 a labrar las tierras grises. Davídov eligió a los koljosianos más trabajadores, los puso a disposición de los agricultores expertos y repartió las fuerzas. La mayoría de los viejos se incorporaron de buena gana a las brigadas, en calidad de labradores, rastrilladores y sembradores. Se acordó no efectuar la siembra a voleo. Hasta el viejísimo Akim Besjliébnov, el ex «Tientagallinas», manifestó su deseo de ir a trabajar de sembrador. Davídov nombró a Schukar palafrenero adjunto a la administración del koljós. Todo estaba ya preparado, pero la siembra hubo de demorarse a causa de las largas lluvias que, durante dos días, regaron pródigas los oteros y los campos labrados en otoño, envueltos por las mañanas en el blanco cendal de las evaporaciones.

El éxodo del koljós había terminado. Quedaba en él un núcleo seguro y fuerte. La última baja fue el adorado tormento de Andréi Razmiótnov: Marina Poiárkova. Alguna desavenencia ignota minaba la vida marital de la pareja. Marina había vuelto sus ojos hacia Dios, se había hecho muy devota y observaba rigurosamente toda la Cuaresma, comiendo de vigilia. Desde la tercera semana de la misma, empezó a ir todos los días a rezar a la iglesia de Tubianskói, donde se confesaba y comulgaba. Sumisa y callada, oía los reproches de Andréi, sin contestar a sus insultos, y se mostraba cada vez más silenciosa, pues no quería «manchar el pan eucarístico». Una noche, Andréi, al llegar tarde a casa, vio que ante los iconos había una lamparilla encendida. Sin pararse a pensarlo, echó el aceite en las palmas de sus manos, se engrasó con él, cuidadosamente, las resecas botas altas y pisoteó la lamparilla hasta hacerla añicos.

—¡Maldita sea! Con la de veces que se les ha dicho a estos imbéciles que esto es opio y obscurecimiento de los cerebros… ¡Y siguen en sus trece! Continúan rezando ante unas tablas de madera, quemando aceite, gastando cera en balde… ¡Ay, Marina, estás pidiendo a voces unos buenos latigazos! Por algo has empezado tú a frecuentar tanto la iglesia…

En efecto, por algo era: Marina, el día 26, presentó una declaración de salida del koljós, basándose en que permanecer en él era «ir contra Dios».

—¿Y acostarte con Andréi en la misma cama, no es ir contra Dios? ¿O ése es un pecado dulce? —le preguntó Liubishkin sonriendo.

Marina calló aquella vez; por lo visto, no sospechaba ni remotamente que unos minutos más tarde su mansedumbre iba a convertirse en impetuoso torbellino y que con sus labios había de manchar «el pan eucarístico».

Andréi, pálido y enfurecido, volvió corriendo del Soviet. Enjugándose con la manga el sudor de la frente, cruzada por la cicatriz, le rogó, delante de Davídov y de Yákov Lukich:

—¡Marisha![64] ¡Querida mía! ¡No me pierdas, no me cubras de vergüenza! ¿Por qué te vas del koljós? ¿Es que yo no te amaba, condenada? ¿No te trataba con cariño? Te hemos devuelto la vaca… ¿Qué más quieres? Y después de esto, ¿cómo voy a poder yo compartir este amor contigo, que corres tras la vida individual? Te hemos devuelto las aves de corral, tus gallinas, tu gallo del pescuezo desplumado… y además, aquel ganso holandés que tantas lágrimas te hizo verter. Todos están de nuevo instalados en tu corral… ¿Qué más te hace falta, reconcho? ¡Retira la declaración!»

—¡No, no y no! —gritaba Marina, contraídos de ira los oblicuos ojos—. Aunque me lo pidas de rodillas, ¡no quiero! ¡No quiero estar en el koljós! ¡No quiero caer con vosotros en el pecado! Devolvedme mi carrito, mi arado y mi rastrillo.

—¡Marina, recapacita! Mira que tendré que dejarte…

—¡Vete con viento fresco, rubio del diablo! ¡Faldero cochino, perro maldito! ¿Parpadeas, espíritu maligno? ¿Se te saltan los ojos rabiosos, eh? ¿Quién estaba anoche en el callejón arrimado a Malashka Ignatiónkova? ¿No eras tú? ¡Ah, charrán, hijo de perra! ¡Déjame, me las arreglaré sin ti! Hace tiempo que pensabas hacerlo, ¡a mí no me la das!

—Marisha, cielo mío, ¿de dónde has sacado eso? ¿Yo con la Malashka? ¡En la vida me he arrimado a ella! ¿Y qué tiene que ver el koljós con esto? —Andréi llevóse las manos a la cabeza y calló, agotados por lo visto todos los razonamientos…

—¡No te rebajes ante esa víbora! —terció Liubishkin indignado—. No le supliques, ¡ten orgullo de hombre! Un guerrillero rojo como tú, ¿por qué te pones a rogarle, a bailarle el agua? ¡Sacúdele en la cara! Zúrrale bien la badana, ¡y se calmará inmediatamente!

Marina, salpicada la cara de las manchas cereza de un vivo arrebol, dio un respingo, como si la hubieran pinchado, y avanzó hacia Liubishkin sacando el opulento pecho, balanceantes los hombros poderosos, arremangándose igual que un hombre dispuesto a la pelea.

—¿Por qué metes los hocicos donde no te importa, asqueroso? ¡Gitano sietemesino, ídolo negro, feo de Satanás! ¡Yo sí que voy a romperte la cara! ¿Te figuras que te tengo miedo porque eres jefe de brigada? A otros más bragados que tú, los he tirado yo al suelo, ¡patas arriba!

—¡El que te va a tirar soy yo! Y te sacaré todas las mantecas… —rugió Liubishkin, ceñudo, retrocediendo a un rincón y preparándose «para hacer frente a cualquier contingencia desagradable.

Recordaba perfectamente que una vez, en el molino de Tubianskói, Marina se había puesto a luchar con un cosaco del otro lado del Don, hombre muy fuerte en apariencia. Con gran satisfacción de todos los allí presentes, lo había derribado a tierra y abochornado definitivamente con unas mordaces palabras: «Tú, infeliz —le había dicho entonces, jadeante—, no tienes nada que hacer encima de una hembra. Con tus pocas chicha s y tu falta de empuje, no puedes estar más que debajo, babeando». Y dirigióse hacia la báscula, arreglándose los cabellos y el pañuelo de la cabeza, que se le había escurrido durante la refriega. Liubishkin recordaba también el rojo subido que encendiera las mejillas del derribado cosaco, cuando éste se había puesto en pie, todo manchado de estiércol y de la esparcida harina; por ello, adelantando el codo izquierdo, le advirtió:

—No te eches encima, porque te hago polvo, ¡palabra! ¡Apártate! ¡Largo de aquí!

—¿Y tú no has olido nunca esto? —Marina, en un segundo, se levantó las faldas y las sacudió ante las mismas narices de Liubishkin. Rebrillaron las redondeces rosa mate de sus piernas y el amarillo crema de su cuerpo potente y macizo.

Su furor había llegado al límite y se desbordaba hirviente. Y hasta Liubishkin, que los había visto de todas clases, cegado por el poderío y la blancura del cuerpo de Marina, emprendió la retirada, barbotando maravillado:

—¡Vaya una furia! ¡Quieta, condenada! Esto no es una mujer, ¡es un potro salvaje! ¡Apártate, mil veces maldita!… —de medio lado, fue deslizándose frente a la desbocada Marina, que se deshacía en frenéticos alaridos, y salió al zaguán, escupiendo de coraje, soltando rotundos tacos.

Davídov, gacha la cabeza sobre la mesa, entornados los ojos, se moría de risa. Razmiótnov había salido corriendo en pos de Liubishkin, dando un ensordecedor portazo. Únicamente Yákov Lukich trataba de hacer entrar en razón a la desbridada viuda del suboficial de Caballería:

—¿Pero por qué gritas de esa manera? ¡Qué tía más sinvergüenza! ¿A quién se le ocurre levantarse las faldas? Al menos, delante de mí, de un viejo, debería darte un poco de reparo…

—¡Cállate la boca! —le gritó Marina, en tanto se dirigía hacia la puerta—. ¡Yo te conozco bien, viejo verde! El año pasado, por la Trinidad, cuando acarreábamos el heno, ¿qué fue lo que me propusiste? ¿Se te ha olvidado ya? Todos buscáis lo mismo…

Pasó por el patio como una nube de tormenta. Yákov Lukich la acompañó con la mirada, carraspeando turbado y moviendo la cabeza con aire de reproche.

Y media hora más tarde era testigo de cómo Marina se enganchaba ella misma a su carrito y sacaba fácilmente su rastrillo y su arado del patio de la primera brigada. Diomka Ushakov, que había vuelto del campo a causa de la lluvia, la seguía algo lejos —temeroso sin duda de acercarse a una distancia más corta y peligrosa—, llamándola implorante:

—¡Marina! ¡Eh, tú, ciudadana Poiárkova! ¿Me oyes? ¡Yo no te puedo devolver los aperos, figuran en el inventario!

—¡Ya verás cómo puedes!

—¡Pero comprende, cabeza de chorlito, que son aperos socializados! Haz el favor de volverlos a su sitio y déjate de tonterías. ¿Tú eres una persona o qué? ¿Con que te dedicas a robar, eh? ¡Mira que por esta faena te llevarán a los tribunales! ¡Yo no puedo dar nada sin una orden por escrito de Davídov!

—¡Ya verás cómo puedes! —repetía lacónica Marina.

Diomka, bizcando desconcertado los ojos, apretaba implorante las manos contra el pecho, mientras Marina, sudorosa, encendidas las mejillas, tiraba implacable del carrito, acompañada del lastimero tintineo del rastrillo, sujeto a un travesaño…

«Habría que quitarle el carrito, para que aprendiese a no ser deslenguada. Pero, ¡cualquiera se lo quita! Si te metes con ella, te dejará hecho unos zorros», pensaba Yákov Lukich, en tanto torcía, prudentemente, hacia un callejón…

Al día siguiente, Razmiótnov recogió en casa de Marina sus bártulos, el fusil, la cartuchera, sus papeles, y se los llevó a su vivienda. Aquella ruptura con Marina le atormentaba, haciéndole sufrir cruelmente. Huyendo de la soledad, fue a ver a Nagúlnov, para charlar un rato y «quitarse las penas».

La noche caía sobre Gremiachi Log. La luna nueva, lavada por las lluvias, era como una hendidura luminosa en el confín occidental del cielo. El negro silencio marceño, turbado tan sólo por el murmullo cada vez más leve de los arroyos del deshielo, envolvía el caserío. Chapoteando con los pies en el barro, algo endurecido a la llegada de la noche, Andréi caminaba despacio, entregado a sus pensamientos. En el aire húmedo percibíanse ya los efluvios de la primavera: la tierra exhalaba un olor impreciso, un poco acre; de las eras venía un tufillo a podrido, un aroma a vino fuerte llenaba los huertos, y la hierba recién brotada junto a los setos expandía una intensa y embriagadora fragancia de juventud.

Andréi aspiraba con avidez los distintos olores de la noche; observaba cómo, bajo sus pies, las estrellas reflejadas en el agua de los charcos se hacían añicos esparciendo brillantes destellos, y al pensar en Marina, sentía que sus ojos se anegaban en ardientes lágrimas de dolor y agravio.