Capítulo XXVII

Por la noche, entre sueños, Yákov Lukich había oído unos pasos y ruido junto al portillo de la valla, pero por más esfuerzos que hacía, no podía despertarse. Cuando lo consiguió al fin, percibió, ya sin lugar a dudas, el crujir de una tabla bajo el peso de un cuerpo y un sonido metálico. Abalanzóse a la ventana y pegó el rostro a la mirilla. En las profundas sombras precursoras de la amanecida, vislumbró a un hombre que saltaba la valla. El hombre aquel debía ser corpulento y pesado, porque resonó un golpe sordo cuando saltó. Por la papaja, que blanqueaba en la noche, reconoció a Pólovtsev. Echóse la chaqueta sobre los hombros, cogió de lo alto del horno las botas de fieltro y salió. Pólovtsev ya había metido el caballo en el patio y cerrado con la tranca el portón. Yákov Lukich tomó de sus manos las riendas. El animal venía bañado en sudor hasta las crines, se tambaleaba con bronco resollar. Pólovtsev, sin responder al saludo de Yákov Lukich, preguntó en un susurro, con enronquecida voz:

—¿Está ahí ese… Liatievski?

—Sí, durmiendo. Es un tormento con él… En todo este tiempo no ha parado de beber vodka…

—¡Maldita sea su estampa! Canalla… Me parece que he reventado el caballo…

La voz de Pólovtsev era muy queda, desconocida. Yákov Lukich le pareció forzada, llena de gran inquietud y cansancio…

Ya en su cuartucho, Pólovtsev se quitó las botas, sacó de la bolsa de la silla de montar unos bombachos azules, de cosaco, con rojas franjas en las perneras, y se los puso. Luego, colgó sobre la litera de junto al horno, para que se secasen, los pantalones que se acababa de quitar, empapados hasta la alta pretina.

Yákov Lukich permanecía ante el umbral, observando los lentos movimientos de su jefe. Este se sentó en la litera, abarcó sus rodillas con ambas manos y, mientras se calentaba las plantas de los pies descalzos, quedó un minuto inmóvil, como adormecido. Aunque, al parecer, se moría de sueño, abrió los ojos con esfuerzo y miró largamente a Liatievski, que, borracho, dormía como un tronco, e inquirió:

—¿Hace mucho que bebe?

—Desde que usted se marchó. ¡Y cómo empina el codo!… Tanto, que ya me da reparo de la gente… Cada día tengo que ir por vodka… Pueden sospechar.

—¡Canalla! —masculló Pólovtsev con inmenso desprecio, prietos los dientes. Y, sentado, se adormeció de nuevo, inclinando una y otra vez la canosa cabeza.

Después de haber cedido unos instantes a la turba oleada de sueño que le invadía, estremecióse sobresaltado, puso los pies en el suelo y abrió los ojos.

—Hace tres días que no duermo… Los ríos se están deshelando. El vuestro, el de Gremiachi, he tenido que pasarlo a nado.

—¿Por qué no se acuesta usted, Alexandr Anísimovich?

—Me acostaré. Dame tabaco. El mío está mojado.

Luego de dar con ansia dos chupadas, se reanimó. La soñolienta neblina desapareció de sus ojos, su voz se hizo más fuerte.

—Bueno, ¿y cómo van las cosas por aquí?

Yákov Lukich le informó con brevedad, y preguntó a su vez:

—¿Y ustedes, qué tal? ¿Será pronto?

—Uno de estos días… o nunca. Mañana por la noche iré contigo a Voiskovói. Hay que empezar la sublevación desde ese caserío. Está más cerca de la stanitsa. Allí se encuentra ahora la columna de agitadores. Con ella probaremos nuestras fuerzas. Tú me haces mucha falta en este viaje. Los cosacos de allí te conocen, tu palabra les dará ánimos —Pólovtsev calló. Durante largo rato, estuvo acariciando con su manaza al gato negro que había saltado a sus rodillas; luego, murmuró, con cálidos acentos de ternura, inhabituales en él—: ¡Gatito! ¡Minino! ¡Mo-rron-guito mío! ¡Qué negro eres, lo mismo que un cuervo! ¡Me gustan los gatos, Yákov Lukich! El caballo y el gato son los animales más limpios… Yo tenía en casa uno siberiano, enorme, afelpado… Siempre dormía conmigo… Su pelo era de un color… —Pólovtsev entornó evocador los ojos y sonrió, moviendo los dedos— de un color gris de humo, con manchas blancas. ¡Soberbio gato! ¿Y a ti, Lukich, no te gustan los gatos? En cambio, a los perros no los quiero, ¡los odio! ¿Sabes lo que me ocurrió cuando era pequeño? Yo tendría entonces unos ocho años. Había en nuestra casa un perrillo chiquitín. Una vez, jugando con él, debí lastimarle, porque me agarró el dedo y me mordió hasta hacerme sangre. Enfurecido, cogí una vara y empecé a pegarle. El se escapa, yo lo alcanzo y le sacudo, ¡zas! ¡zas!… con verdadera fruición. Corre a ocultarse bajo el suelo del granero, y yo tras él; se mete bajo los peldaños de la escalerilla, lo saco de allí y sigo dándole varazos, golpe tras golpe. Le pegué tanto, que el perrillo se orinó todo él. ¿Y sabes?, ya no aullaba, gemía, jadeaba… Entonces, lo tomé en brazos… —Pólovtsev sonrió con aire de culpa, confuso, torciendo la boca—. Lo cogí y me eché a llorar a lágrima viva; me daba tanta lástima de él, ¡que se me encogió el corazón! Empecé a sentir convulsiones… Vino mi madre corriendo, y me encontró caído en tierra, ante la cochera, al lado del perrillo, agitando en el aire las piernas… Desde aquel día, detesto a los perros. En cambio, a los gatos los quiero con delirio. Y a los niños también. A los pequeñitos. Los quiero mucho, con un cariño que es hasta morboso. No puedo oír el llanto de los niños… Se me parte el corazón. ¿Y a ti, viejo, no te gustan los gatos?

Pasmado ante aquella efusión de sentimientos humanos, tan sencillos, y las inusitadas palabras de su jefe —viejo oficial endurecido, que en la guerra con Alemania se había distinguido ya por la crueldad con que trataba a los cosacos—, Yákov Lukich denegó con la cabeza. Pólovtsev calló, su rostro volvió a tornarse severo y, ya con sequedad, preguntó en tono ejecutivo:

—¿Hace mucho que no viene el correo?

—Ahora, con el deshielo, hay grandes arroyadas, los caminos están intransitables. Hace ya cosa de una semana y media que no recibimos correspondencia.

—¿Se ha oído algo por el caserío acerca del artículo de Stalin?

—¿De qué artículo?

—Lo han publicado los periódicos. Trata de los koljóses.

—No, no se ha oído nada. Por lo visto, esos periódicos no han llegado aquí. ¿Y qué decía el artículo, Alexandr Anísimovich?

—¡Bah!, vaciedades… A ti no te interesa eso. Bueno, vete a dormir. Dale de beber a mi caballo dentro de unas tres horas. Y para mañana por la noche, consigue un par de caballos del koljós. En cuanto obscurezca, saldremos para Voiskovói. Tú irás montado a pelo, no está lejos de aquí.

Por la mañana, Pólovtsev estuvo hablando largo rato con Liatievski, al que ya se le había pasado la borrachera. Terminada la conversación, Liatievski entró en la cocina, pálido, malhumorado.

—¿Quiere usted beber algo para quitarse la reseca? —le preguntó precavido Yákov Lukich. Pero Liatievski, tendida la vaga mirada en la lejanía, por encima de la cabeza de Ostrovnov; contestó, recalcando las palabras:

—Ahora, ya no necesito nada —y metióse en el cuartucho, donde se echó de bruces sobre la cama.

Aquella noche, en las cuadras del koljós, estaba de guardia uno de los afiliados por Ostrovnov a la «Alianza para la Liberación del Don», Iván Batálschikov, pero ni a él le dijo Yákov Lukich adónde iba ni cuál era el motivo del viaje. «Vamos ahí cerca, a un asunto de nuestra causa», repuso evasivo a la pregunta de Batálschikov. Y ello bastó para que éste, sin vacilar, desatase a dos de los mejores caballos. Por detrás de las eras, los llevó Yákov Lukich a la ribera del río, los dejó allí, atados a unos árboles, y se fue a avisar a Pólovtsev. Al acercarse a la puerta del cuartucho, oyó que Liatievski gritaba: «¡Pero eso significa nuestra derrota, compréndalo!» En respuesta, Pólovtsev barbotó algo, severamente, con su voz de bajo, y Yákov Lukich, angustiado por un mal presentimiento, dio unos suaves golpecitos.

Pólovtsev sacó la silla. Salieron. Tomaron los caballos. Partieron al trote. Cuando hubieron dejado atrás el caserío, vadearon el riachuelo. Durante todo el viaje, Pólovtsev guardó silencio. Había prohibido fumar y dado orden de no ir por el camino, sino a unos cien metros de él.

En Voiskovói les esperaban. En el kurén de un cosaco amigo de Yákov Lukich se habían reunido unos veinte hombres del caserío, viejos en su mayoría. Pólovtsev saludó a todos, dándoles la mano; luego, se llevó aparte a uno, junto a la ventana, y estuvo cuchicheando con él unos cinco minutos. Los demás miraban alternativamente a Pólovtsev y a Yákov Lukich. Este, que había tomado asiento cerca del umbral, se sentía desconcertado, cohibido entre aquellos cosacos extraños, a quienes apenas conocía…

Las ventanas, cubiertas por dentro con esterillas, tenían las maderas herméticamente cerradas; en el patio, el yerno del dueño de la casa vigilaba… Y sin embargo, Pólovtsev empezó a hablar a media voz:

—Bueno, señores cosacos; ¡se acerca la hora! Vuestra esclavitud toca a su fin. Hay que empezar. Nuestra organización de combate está dispuesta. Pasado mañana, por la noche, comenzaremos. A vuestro caserío de Voiskovói llegará media centuria de caballería, y, al primer disparo, debéis lanzaros para cazar en sus madrigueras a todos esos… a todos esos tipos de la columna de agitadores. ¡Que no quede ni uno vivo! Confiero el mando de vuestro grupo al podjorunzhi Marin. Antes de entrar en acción, os aconsejo que os prendáis en los gorros cintas blancas, para no confundir en la oscuridad a los vuestros con los enemigos. Cada uno de vosotros deberá tener preparado su caballo, las armas que posea: un sable, un fusil o incluso una escopeta de caza; y víveres para tres días. Cuando hayáis liquidado a la columna de agitadores y a los comunistas del caserío, vuestro grupo se incorporará a la media centuria que vendrá a ayudaros. Asumirá el mando de todos el jefe de ella. Obedeceréis sus órdenes e iréis adonde él os lleve —Pólovtsev aspiró profundamente aire, sacó del cinturón de la blusa tolstoyana los dedazos de la mano izquierda, enjugóse con el reverso el sudor de la frente y prosiguió, en voz más alta—: Ha venido conmigo de Gremiachi Log el cosaco Yákov Lukich Ostrovnov, compañero mío de regimiento, a quien todos conocéis. El os confirmará que la mayoría de sus convecinos están dispuestos a ir con nosotros a la gran empresa de liberar el Don del yugo de los comunistas. ¡Habla, Ostrovnov!

La dura mirada de Pólovtsev alzó a Yákov Lukich del taburete. Levantóse con presteza, aunque sentía gran pesadez en todo el cuerpo y ardor en la reseca garganta. Mas no llegó a hablar, pues se le adelantó uno de los asistentes a la reunión, el cosaco más viejo en apariencia, miembro del consejo eclesiástico y, antes de la guerra, ex tutor inamovible de la escuela parroquial de Voiskovói. Levantóse al mismo tiempo que Yákov Lukich y, sin dejarle pronunciar una palabra, preguntó:

—¿Y usted, señor esaul no ha oído usía nada acerca de…? Pues antes de que usted llegara nos hemos estado aconsejando… Incluso apareció un periodiquito muy interesante…

—¿En?.. ¿Qué estás diciendo, abuelo? —inquirió Pólovtsev, ronca la voz.

—Digo que ha llegado un periodiquito de Moscú, y en él hay una carta del Presidente de todo el Partido…

—¡Del Secretario! —le corrigió uno de los que se agrupaban junto al horno.

—Bueno, del Secretario de todo el Partido, del camarada Stalin. Aquí está el periodiquito. Es del día dos del mes corriente —el viejo hablaba pausado, con su cascada vocecilla aguda, y ya estaba sacando del bolsillo interior de la chaqueta un periódico plegado cuidadosamente en cuatro dobleces. Lo hemos leído en voz alta, reunidos, poco antes de que usted llegara, y… ¡resulta que este periodiquito nos separa de usted! Resulta que nosotros, es decir, los labradores, tenemos otro camino en la vida… Ayer oímos hablar de ese periódico, y esta mañana, monté a caballo y, a pesar de mis años, salí al galope para lastanitsa. Tuve que pasar a nado la Barranca del Zurdo. Muchas fatigas me costó, pero la crucé. Encontré al fin el periódico en casa de un amigo mío de la stanitsa, y se lo pedí por amor de Dios… Lo compré y pagué… ¡Quince rublitos pagué! El precio no lo vimos hasta después. Está ahí marcado: ¡cinco kopeks! No importa, entre todos me devolverán el dinero, a razón de diez kopeks por familia. Así lo hemos decidido. Pero hay que decir que el periódico vale lo que ha costado… Y hasta puede ser que valga más…

—¿De qué hablas, abuelo? ¿Nos estás contando cuentos del Don y de la mar? ¿Es que chocheas ya? Además, ¿quién te ha autorizado a hablar en nombre de todos los presentes? —preguntó Pólovtsev con voz trémula de coraje.

Entonces, avanzó un cosaco pequeñajo, de unos cuarenta años, con bigotillo dorado y aplastada nariz. Se adelantó de un grupo que estaba arrimado a la pared y dijo desafiante, con rabia:

—Usted, camarada ex oficial, no grite así a nuestros viejos, que ya les ha gritado bastante en otros tiempos. Entonces, erais señores, pero aquello se os acabó, y ahora hay que tratar a la gente con educación, sin grosería. En el régimen soviético hemos perdido la costumbre de ese trato. ¿Entiende usted? Y nuestro viejo ha dicho la verdad. Sí, nos hemos aconsejado y, en vista de ese artículo de la «Pravda»[60], hemos decidido no sublevamos. ¡Nuestro camino y el vuestro se han separado para siempre! El Poder, en nuestro caserío, ha hecho tonterías. A alguno que otro lo han metido en el koljós a la fuerza, a muchos campesinos medios los han expropiado como kulaks, sin necesidad… Y lo que no ha comprendido nuestro Poder en el caserío es que a una moza se la puede forzar, pero no a un pueblo entero. Nuestro Presidente del Soviet nos ha tirado tanto de las riendas, que nadie se atreve a decir en las asambleas ni una sola palabra contra él. ¡Bien nos ha apretado la cincha!, no puede uno ni respirar; mientras que el buen amo de hacienda, cuando lleva el carro por un camino malo, arenoso, le afloja al caballo la sufra, procura aliviarle la marcha… Antes, nosotros creíamos que la orden de sacamos el jugo venía de arriba; nos figurábamos que toda esa propaganda la lanzaba el Comité Central de los comunistas, pues «cuando no hay viento, no giran las aspas del molino», nos decíamos. Por eso decidimos sublevamos y entramos en vuestra «Alianza». ¿Se entera usted? Pero ahora resulta que a esos comunistas locales que metían a la gente en el koljós a la fuerza y cerraban las iglesias sin pedir consejo a nadie, Stalin les sacude a diestro y siniestro y los echa de sus cargos. Resulta que el labrador va a respirar a sus anchas, pues le han aflojado la cincha. Si quiere, ingresa en el koljós, y si no quiere, continúa viviendo como campesino individual. Por eso hemos decidido separarnos de usted por las buenas… Devuélvanos los papelitos que firmamos por necedad y lárguese adonde le parezca. No le vamos a hacer daño, porque nosotros mismos estamos pringados…

Pólovtsev retrocedió a la ventana, apoyó la espalda contra una jamba y se puso tan pálido, que todos lo advirtieron, pero su voz resonó firme y seca cuando abarcando a todos con la mirada, preguntó:

—¿Qué es esto, cosacos? ¿Una traición?

—Llámelo como quiera —repuso otro viejo—, pero nosotros llevamos ahora distinto camino que usted. Ya que el mismo patrón sale en nuestra defensa, ¿para qué vamos a mantenemos aparte? A mí, por ejemplo, me privaron injustamente del derecho al voto y querían expulsarme del lugar, pero mi hijo está en el Ejército Rojo, y, por lo tanto, conseguiré de nuevo mi derecho a votar. Nosotros no estamos contra el Poder Soviético, sino contra los abusos que se cometen aquí, en el caserío. Mientras que usted quería enfrentarnos con todo el Poder Soviético. ¡No, eso no nos conviene! Devuélvanos los papelitos, por las buenas, antes de que se los pidamos de otra manera…

Después, le tocó el turno a otro cosaco, ya entrado en años. Acariciándose calmoso, con la mano izquierda, la ensortijada barbita, manifestó:

—Nos hemos equivocado, camarada Pólovtsev… ¡Bien sabe Dios que nos hemos equivocado! Mal hicimos en liamos con vosotros. En fin, con probar nada se perdía, y así, de ahora en adelante, andaremos sin más tropezones… La última vez, nos prometió usted el oro y el moro. Y, por eso nos entusiasmamos demasiado, pues sus promesas no eran de mucho peso. Nos dijo que, en caso de sublevación, los aliados nos mandarían en un vuelo armas y todo el material de guerra. Y nosotros no tendríamos que hacer más que matar a los comunistas. Pero después lo pensamos mejor y nos dijimos: Nos traerán armas, cosa bastante barata, pero, ¿no se meterán ellos mismos en nuestra tierra? Y si se meten, ¡luego no habrá manera de quitárnoslos de encima! ¿No tendremos que echarlos de la tierra rusa a metrallazos? Los comunistas, al fin y al cabo, son de nuestra casta, de los nuestros, por así decirlo, naturales de aquí… Mientras que ésos, ni el diablo entiende en que lengua hablan, van siempre muy orgullosos, pero no te dan ni los buenos días, y si caes en sus manos, ¡no esperes compasión! Yo estuve el año veinte en el extranjero, comí el pan de los franceses en Gallípoli, ¡y soñaba con escapar de allí! ¡Su pan es muy amargo! También he visto gente de muchas naciones, y os diré que no hay pueblo de corazón más tierno y más entrañable que el ruso. En Constantinopla y en Atenas, trabajé en el puerto; y vi de cerca a ingleses y franceses. Pasa por tu lado un bicharraco de ésos, limpio, bien planchado, y tuerce el morro porque uno va sin afeitar, sucio como el fango, porque huele a sudor. Y sólo de mirarte, le dan ganas de vomitar. El es como la yegua de un oficial, que la lavan y la cepillan con la almohaza hasta por debajo de la cola; por eso anda tan orgulloso y nosotros le damos asco. A veces, sus marineros, en las tabernas, se metían con nosotros y, por menos de nada, se liaban a golpes, con su boxeo. Pero nuestros muchachos del Don y del Kubán se han acostumbrado un poquillo a la vida del extranjero, ¡y han empezado también a zumbarles! —el cosaco sonrió, sus dientes relumbraron entre la barba como una cuchilla azulada—. En cuanto uno de los nuestros le atiza un trompazo, a lo ruso, a algún inglés, éste cae patas arriba, se echa las manos a la cabeza y se queda en el suelo casi sin aliento. Son blandos ésos para el puño ruso, y aunque comen bien, tienen pocas chichas. ¡A los aliados esos los conozco yo de primera; ya los he probado! No, gracias. Ya haremos aquí, como sea, las paces con nuestro Poder… Los trapos sucios hay que lavarlos en casa… ¡Y tenga usted la bondad de devolvernos los papelitos!

«Ahora va a saltar por la ventana, ¡y yo me quedaré aquí como un cangrejo en un banco de arena! ¡En la que me he metido! … ¡Ay, madrecita mía, en mala hora me trajiste al mundo! ¿Por qué me liaría yo con este maldito? ¡Algún espíritu maligno me empujó!», pensaba Yákov Lukich, removiéndose en el banco, sin quitar ojo a Pólovtsev. Este, entre tanto, seguía tranquilo en pie junto a la ventana. No era ya la palidez lo que cubría sus mejillas, sino el azul sombrío de la ira y de la resolución. En su frente, se abultaban dos venas transversales; sus manos estaban aferradas al reborde de la ventana.

—Bueno, señores cosacos, sois dueños de hacer lo que os parezca. ¿No queréis ir con nosotros? No os rogaremos, no vamos a mendigar vuestro consentimiento. En cuanto a los papeles, no los devolveré; yo no los tengo, están en el Estado Mayor. Y hacéis mal en inquietaros, pues yo no voy a ir a la GPU a denunciaros…

—Desde luego —asintió uno de los viejos.

—…Pero no es a la GPU a quien tenéis que temer… —Pólovtsev, que hasta aquél momento había hablado lentamente, con voz reposada y baja, gritó de pronto, con toda la fuerza de sus pulmones—: ¡A nosotros es a quien tenéis que temer! ¡Os fusilaremos como traidores!… ¡Paso! ¡Apartaos! ¡A la pared!… —y empuñando el revólver, se dirigió hacia la puerta.

Los cosacos, sobrecogidos, le dejaron paso, mientras Yákov Lukich, adelantándose a Pólovtsev, abría la puerta de un empellón y salía disparado al zaguán, como una piedra lanzada por una honda.

En la oscuridad, desataron a los caballos y partieron del patio al trote. Del kurén llegaba un rumor de agitadas voces. Pero nadie salió, ni un solo cosaco intentó detenerlos…

Cuando regresaron a Gremiachi Log y Yákov Lukich llevó los caballos, sudorosos de la carrera, a las cuadras del koljós, Pólovtsev le llamó a su cuartucho. Sin quitarse la zamarra ni la papaja, en cuanto entró, ordenó a Liatievski que se prepara para marchar, leyó una carta, que le habían mandado, antes de su regreso, con un correo a caballo, la quemó en el horno y empezó a meter sus cosas en las bolsas de cuero de la silla.

Yákov Lukich, al entrar en el cuartucho, lo encontró sentado a la mesa. Liatievski, reluciente el ojo, limpiaba su pistola «máuser»; con movimientos rápidos y exactos, iba montando las piezas, untadas de aceite de fusil. Al oír el chirrido de la puerta, Póiovtsev retiró la mano de su frente y volvióse hacia Yákov Lukich, y éste, por vez primera, vio correr por el rostro del esaul unas lágrimas que brotaban de sus hundidos ojos enrojecidos y hacían brillar el ancho arranque de la nariz…

—Lloro porque nuestra empresa ha fracasado… esta vez… —dijo Pólovtsev con vibrante voz y, amplio el ademán, se quitó la blanca papaja de piel de cordero y enjugóse con ella los ojos—. Pocos buenos cosacos quedan ya en el Don, y abundan los canallas: los traidores y los malvados… Ahora, Yákov Lukich, nos vamos, ¡pero volveremos! He recibido esta carta… En Tubianskói y en mi stanitsa,los cosacos también se niegan a sublevarse. Stalin los ha engatusado con su artículo. A ese… si cogiera yo ahora a ese… —en la garganta de Pólovtsev oyóse un estertor, como un gorgoteo, mientras sus mandíbulas se apretaban convulsas y los dedos de sus manazas se doblaban para cerrarse en puños, crispados hasta la hinchazón de las coyunturas. Luego de lanzar un suspiro, ronco y profundo, fue abriendo lentamente las manos y sonrió, torciendo la boca—. ¡Qué gentuza! ¡Canallas!… Imbéciles, ¡malditos de Dios!… No comprenden que ese artículo es una vil añagaza, ¡una maniobra! Y lo creen… como chiquillos. ¡Ah, gusanos miserables! Engañan a esos mentecatos, pescándoles como a siluros inexpertos, con fines de alta política. Les aflojan la cincha, para no asfixiarlos por completo, y ellos toman todo esto por oro de ley… ¡¿Bah? no importa! Ya comprenderán algún día, y se arrepentirán, pero será tarde. Nos vamos, Yákov Lukich. Que Dios te premie por tu hospitalidad, por todo. Escucha mi mandato: no te vayas del koljós, haz todo el daño que puedas. Y a los que pertenecían a nuestra «Alianza» transmíteles mis firmes palabras: por el momento, retrocedemos, pero no estamos derrotados. Volveremos aún, y entonces, ¡ay del que se haya apartado de nosotros, del que haya traicionado a nuestra causa… a la gran causa de liberar a la Patria y al Don del Poder de la judería internacional! Su castigo será la muerte, bajo un sable cosaco. ¡Díselo así!

—Se lo diré —prometió Yákov Lukich en un susurro.

Las palabras y las lágrimas de Pólovtsev le habían conmovido, pero en su fuero interno estaba contentísimo de librarse de aquellos peligrosos huéspedes, de que todo hubiese terminado felizmente y de no tener ya que arriesgar sus bienes y la propia piel en lo sucesivo.

—Se lo diré —repitió. Y atrevióse a preguntar—: ¿Y a dónde va usted, Alexandr Anísimovich?

—¿Para qué lo quieres saber? —inquirió Pólovtsev, poniéndose en guardia.

—Para nada… A lo mejor, le necesitamos alguna vez o alguien viene a preguntar por usted.

Pólovtsev denegó con la cabeza y se puso en pie.

—No te lo puedo decir. Pero dentro de tres semanas, poco más o menos, espérame. Adiós —y le tendió su mano fría.

Ensilló él mismo el caballo, estirando cuidadosamente el sudadero, y le apretó la cincha al bruto. Liatievski, ya en el patio, despidióse de Yákov Lukich, deslizándole en la mano dos billetes.

—¿Va usted a pie? —le preguntó Yákov Lukich.

—No, esto es sólo por tu patio; en la calle me espera mi automóvil —bromeó el alférez sin perder el ánimo y, cuando Pólovtsev hubo montado a caballo, le cogió el estribo y declamó—: En marcha, príncipe, hacia el campo enemigo lanza tu corcel, que yo, aunque voy a pie, ¡no me rezagaré!

Yákov Lukich acompañó a sus huéspedes hasta la calle. Luego, con una sensación de inmenso alivio, echó la tranca del portón, santiguóse y, preocupado, sacó del bolsillo el dinero que le diera Liatievski. Durante largo rato, en la oscuridad precursora de la amanecida, trató de distinguir el valor de los billetes y de averiguar, por el tacto y el crujido del papel, si eran falsos.