Capítulo XXVI

El 10 de Marzo, a la caída de la tarde, la niebla se abatió sobre Gremiachi Log, y hasta el amanecer, la nieve derretida estuvo cayendo rumorosa de los tejados, mientras del Sur, de los altozanos de la estepa, llegaba en veloces ráfagas un viento templado y húmedo. La noche recibió a la primavera en Gremiachi envuelta en negros cendales de bruma, sumida en el silencio, oreada por los vientos primaverales. Bien entrada la mañana, desvanecióse la niebla rosácea, dejando al descubierto el cielo y el sol, y, del Sur, ya en potente avalancha, irrumpió huracanado el viento; desprendiendo humedad, con sonoro susurro, empezó a asentarse la nieve, de gruesos granos, en tanto los tejados se tornaban pardos y se cubrían los caminos de obscuros manchones. Y al mediodía, por barrancos y cañadas, el agua montañera, transparente como las lágrimas, comenzó a borbotear con furia para lanzarse, en innumerables arroyuelos, hacia las hondonadas, hacia los árboles ribereños y los huertos, bañando las amargas raíces de los cerezos e inundando los juncales que bordeaban el río.

Unos tres días más tarde, estaban ya limpios de nieve los oteros, abiertos a todos los vientos, y en sus laderas, lavadas hasta el mismo pie, relucía húmeda la arcilla. El agua de los ribazos habíase enturbiado y llevaba sobre sus rizosas ondas burbujeantes amarillos penachos de batida espuma, raíces de trigo, hierbas secas de los campos y ramillas de arbustos desgajadas por la avenida.

En Gremiachi Log se había desbordado el río. De lejos, de su curso superior, bajaban flotando bloques de hielo azules, tocados ya por el sol. En los recodos, salíanse del lecho y giraban restregándose unos con otros, como enormes peces en la época del desove. A veces, la corriente los arrojaba contra la escarpada orilla; otras, un témpano, arrastrado por algún torrente que había irrumpido en el río, iba a parar a los huertos, donde flotaba entre los árboles, chocaba crujiente contra los troncos, derribaba los arbolillos jóvenes, dañaba los manzanos y combaba el espeso ramaje de los cerezales.

Más allá del caserío, negreaban los campos labrados en otoño, libres de nieve, llamando al trabajo. Removida por la reja del arado, la compacta tierra negra humeaba en los sitios caldeados. Grande, augusta era la calma que reinaba en la estepa a la hora del mediodía. Sobre los campos labrados, el sol, un vaho blanco lechoso, el conmovedor canto de la primera alondra y el vibrante crotorar de una bandada de grullas que hundía la punta de su cuña en el azul intenso del cielo sin nubes. Un suave calorcillo cubre los túmulos de temblantes tules. El dardo agudo de una brizna de hierba verde empuja el tallo muerto del año anterior, buscando afanoso el sol. Secado por el viento, el centeno que se sembrara en otoño se alza ahora como de puntillas tendiendo sus diminutas hojas hacia los luminosos rayos. Pero hay todavía poca vida en la estepa: aún no se han despertado de su invernal letargo las marmotas y los musgaños. Los animales salvajes se han internado en el bosque o metido en las quebradas. Solamente, de tarde en tarde, corre una rata de campo por entre la maleza seca, mientras las perdices, en parejas nupciales, vuelan hacia las tierras labradas en otoño.

El 15 de Marzo, en Gremiachi Log, ya estaba reunido por completo el fondo de semillas. Los campesinos individuales habían llevado las suyas a un granero aparte, cuya llave se guardaba en la administración del koljós. Los koljosianos habían llenado hasta el techo los seis graneros colectivos. El grano se limpiaba en la clasificadora combinada, por la noche, a la luz de tres faroles. En la herrería de Ippolit Shali, la bocaza del fuelle respiraba jadeante, hasta el obscurecer, mientras golpeteaba cantarín el mallo, haciendo saltar dorados granos de fuego. Shali apretó de firme, y para el 15 de Marzo ya tenía arreglados todos los rastrillos, gradas, sembradoras y arados que le habían traído para su reparación. Y el 16, al atardecer, en la escuela, Davídov le entregaba como premio, ante los numerosísimos koljosianos allí reunidos, las herramientas que se trajera de Leningrado, y pronunciaba estas palabras:

—A nuestro querido herrero, al camarada Ippolit Sídorovich Shali, por su trabajo, verdaderamente de choque, que todos los demás koljosianos deben tratar de igualar, en nombre de la administración del koljós, le hacemos entrega de las presentes herramientas.

Davídov —que, con motivo del solemne acto en honor del herrero de choque, estaba recién afeitado y con la camiseta limpia— tomó de la mesa las herramientas, extendidas sobre un trozo de tela roja, mientras Razmiótnov empujaba hacia el tablado al purpúreo Shali.

—El camarada Shali ha terminado hoy la reparación, en el cien por cien. ¡Eso, ciudadanos, es la pura verdad! En total, ha arreglado cincuenta y cuatro rejas y puesto en disposición de combate doce sembradoras, catorce rastrillos y otras máquinas. ¡Eso es la pura verdad! Recibe, pues, querido camarada, este regalo fraternal como recompensa a tus esfuerzos, y te deseamos, ¡qué duda cabe!, que en adelante sigas trabajando con igual ímpetu, para que todos los aperos de nuestro koljós se encuentren siempre… ¡de primera! ¡Eso es! Y vosotros, los demás ciudadanos, debéis hacer el mismo trabajo de choque en los campos. Solamente así justificaremos el nombre de nuestro koljós; de lo contrario, nos cubriremos de vergüenza y oprobio ante toda la Unión Soviética. ¡Eso es la pura verdad!

Dichas estas palabras, Davídov envolvió el premio en el retazo de satén rojo, de tres metros, y se lo tendió a Shali. La gente de Gremiachi no había aprendido todavía a expresar su aprobación por medio de aplausos, pero cuando Shali tomó con manos trémulas el envoltorio rojo, un fuerte rumorea alzóse en la escuela:

—¡Se lo merece! ¡Ha trabajado de firme!

—Lo ha dejado todo como nuevo.

—Las herramientas para él, y la tela para que su mujer se haga un vestido.

—¡Ippolit, torazo negro, tienes que convidar!

—¡Hay que darle un manteo, balanceado!

—¡Cállate, condenado! Buenos balanceos se ha dado ya el hombre con el mallo…

Las exclamaciones se fundieron en un griterío general, pero el abuelo Schukar supo ingeniárselas para perforar el ruido con su voz penetrante como la de una mujer:

—¿Por qué estás ahí plantado sin decir ni pío? ¡Habla ya, alma mía! ¡Contesta! Pareces hijo de un poste y una estaca.

La gente apoyó a Schukar. Medio en broma y medio en serio, empezaron a dar voces:

—¡Que hable por él Demid el Callado!

—¡Ippolit! Desembucha pronto, ¡mira que te vas a caer!

—Fijaros, es verdad, ¡le tiemblan las piernas!

—¿Te has tragado la lengua, del alegrón?

—Esto es más difícil que golpear con el martillo, ¿eh?

Pero Andréi Razmiótnov, gran amigo de toda clase de solemnidades y que esta vez dirigía la ceremonia, dominando el ruido, apaciguó a la agitada asamblea:

—¡Calmad un poco vuestros ardores! ¿Por qué os habéis puesto otra vez a vociferar? ¿Es que la primavera se os ha subido a la cabeza? Batid palmas como la gente bien educada, ¡no hay por qué soltar esos berridos! Haced el favor de callar, ¡y dejad al hombre que corresponda con sus palabras! —volviósehacia Ippolit y, metiéndole el puño por el costado, sin que se apercibiera nadie, le aconsejó en un susurro—: Toma todo el aire que puedas, de una bocanada, y desembucha. Pero haz el favor, Sídorovich, de hablar largo y tendido, como un hombre de letras. Tú eres hoy el héroe de la jornada, y tienes que pronunciar un discurso «espacioso», con todas las de la ley.

Ippolit Shali nunca había sido objeto de solicitudes ni atenciones, en la vida había pronunciado «espaciosos» discursos y solamente había recibido, como recompensa de su trabajo, algunos parcos convites a vodka de los vecinos del caserío; por ello, aquel regalo de la administración y las circunstancias solemnes de su entrega le habían hecho perder definitivamente su habitual ecuanimidad. Le temblaban las manos, que apretaban contra el pecho el envoltorio rojo; le temblaban las piernas, las mismas piernas que, de ordinario, se mantenían firmes y seguras, esparrancadas sobre el suelo de la herrería… Sin soltar el envoltorio, se enjugó con la manga una parca lágrima y la cara, roja de lo mucho que se la había refrotado y lavado con motivo de aquel acontecimiento tan extraordinario para él, y dijo con enronquecida voz:

—Las herramientas, claro, le hacen falta a uno… Se agradece… y a la administración, y por todo esto… ¡Gracias, muchas gracias! En cuanto a mí, como le tengo tanto apego a la herrería, puedo siempre… Y ahora, que soy koljosiano, con el alma y la vida… y el satén, desde luego, le vendrá bien a mi mujer… —perdido el hilo, recorrió con los ojos la abarrotada clase de la escuela buscando a su mujer, con la secreta esperanza de que ella le echaría una mano; pero al no verla, dio un suspiro y terminó su nada «espacioso» discurso—: Por las herramientas que van en el satén, y por el trabajo de uno… a usted, camarada Davídov, y al koljós, ¡mil gracias!

Razmiótnov, al darse cuenta de que el emocionado discurso de Shali tocaba ya a su fin, hacía en vano desesperadas señas al sudoroso herrero para que continuara. Pero éste, sin querer advertidas, saludó con una profunda reverencia y bajó del tablado llevando el envoltorio en los brazos, como a un niño dormido.

Nagúlnov, precipitadamente, se quitó la papaja y agitó la mano en el aire; la orquesta, integrada por dos balalaikas y un violín, empezó a tocar «La Internacional».

Todos los días, los jefes de brigada Dubtsov, Liubishkin y Diomka Ushakov iban a caballo a la estepa, a ver si la tierra estaba ya en condiciones para la labranza y la siembra. La primavera avanzaba por las estepas, esparciendo el aliento seco de sus vientos. Como los días eran buenos, la primera brigada disponíase ya a arar las tierras grises y arenosas de su sector.

La brigadilla de la columna de agitadores había sido llamada al caserío de Voiskovói, pero Kondratko, a petición de Nagúlnov, había dejado en Gremiachi a Vaniushka Naidiónov, para la temporada de la siembra.

Al día siguiente de la entrega del premio a Shali, Nagúlnov se divorció de Lushka. Ella se instaló en casa de una tía segunda suya, que vivía en las afueras, y estuvo un par de días sin aparecer por parte alguna. Luego, al encontrar a Davídov, cuando éste iba a la administración del koljós, le detuvo.

—¿Cómo voy a vivir ahora, camarada Davídov? Aconséjeme usted.

—¡Valiente problema! Mira, pensamos organizar una casa-cuna; puedes ir a trabajar allí.

—¡Quiá, no, muchas gracias! Yo no he tenido hijos, ¿y ahora voy a ponerme a cuidar de los niños ajenos? ¡Qué ocurrencia!

—Bueno, entonces vete a trabajar a una brigada.

—Yo no estoy hecha pare el trabajo. Las faenas del campo me dan dolor de cabeza, me marean…

—¡Vaya, que delicada eres! Pues paséate todo lo que quieras, pero pan no tendrás. Entre nosotros, ¡”el que no trabaja no come»!

—Lushka suspiró y, escarbando la húmeda arena con la aguda punta de su zapatito, agachó la cabeza.

—Mi amigo del alma, Timoshka el Desgarrado, me ha escrito una carta… Está en la ciudad de Kotlas, de la región del Norte… Me promete volver pronto.

—¡Que se cree él eso! —dijo Davídov sonriendo—. Y si vuelve, lo mandaremos más lejos aún.

—Entonces, ¿no habrá perdón para él?

—¡No! Y en vez de esperarle, ganduleando, lo que tienes que hacer es trabajar. ¡Eso es la pura verdad! —respondió Davídov con rudeza. E iba ya a seguir su camino, cuando Lushka, un poco turbada, le retuvo. Arrastrando las palabras, le preguntó, con cierto dejillo burlón y provocativo:

—¿Y por qué no me busca usted algún novio que ande por ahí suelto?

Davídov, mostrando rabioso los dientes, masculló:

—¡Yo no me dedico a esas cosas! ¡Adiós!

—¡Espere un momentito! ¡Voy a hacerle otra pregunta!

—¿Cuál?

—¿Y usted, no me querría para mujer? —La voz de Lushka era ya francamente provocadora y burlona.

Ahora le tocó turbarse a Davídov. Enrojeciendo hasta la raíz de los cabellos, peinados hacia atrás, movió los labios en silencio.

Míreme usted, camarada Davídov —continuó Lushka afectando humildad—. Soy una mujer guapa de veras, y buena para el amor… Fíjese en que mis ojos son bonitos, lo mismo que mis cejas, mis piernas y todo lo demás… —con la puntita de los dedos se había levantado ligeramente la falda verde de lana y, cimbreándose, giraba ante el atónito Davídov—. ¿Soy fea acaso? Si es así, dígamelo…

Con furioso ademán, Davídov echóse hacia atrás la gorra y contestó:

—Desde luego eres una chica agraciada. ¡Qué duda cabe! Y tus piernas son bonitas… Sólo que, con esas piernas, no vas por donde debieras ir. ¡Eso es la pura verdad!

—¡Yo voy por donde me da la gana! Bueno, por consiguiente, ¿no tengo que confiar en usted?

—Desde luego, mejor será que no confíes.

—No se vaya a creer que me muero de amor por usted o que busco mi bienestar… Lo que ocurre es que me ha dado lástima. Yo me digo: «Un hombre joven como él, y vive tan solo, sin mujer, sin hacer caso de las hembras…» Y al ver los ojos hambrientos con que me miraba, sentí compasión…

—Oye tú, ¿qué estás diciendo ahí?… Bueno, ¡hasta más ver! No tengo tiempo de hablar contigo —y agregó en broma—: Cuando acabemos la siembra puedes acometer si quieres a este antiguo marinero de la Flota. Pero a condición de que le pidas permiso a Makar. ¡Eso es la pura verdad!

Lushka soltó la carcajada y dijo, en pos de él:

—Makar tenía siempre un pretexto para rehuirme: la revolución mundial. Y usted, ahora, la siembra, ¡se lo agradezco! ¡Maldita la falta que a mí me hacen alelados semejantes! Lo que yo necesito es amor, amor ardiente… Y vosotros, con vuestros asuntos, ¡tenéis la sangre de horchata y un cacharro frío en vez de corazón!

Davídov se dirigió hacia la administración, sonriendo desconcertado. Por un momento, pensó: «A esta mujercita hay que colocarla como sea, porque si no, se apartará del buen camino… Hoy es día de trabajo, y va toda emperejilada; ¡qué palabritas dice…». Pero luego, rechazó aquella idea: «¡Que se vaya al diablo! Después de todo, ya no es ninguna niña y debe comprender. ¿Soy yo acaso una dama burguesa para dedicarme a la beneficencia? Ya le he ofrecido trabajo. ¿No lo quiere?, ¡pues que haga lo que le parezca!»

A Nagúlnov le preguntó conciso:

—¿Te has divorciado?

—¡No me hagas preguntas, por favor! —gruñó Makar, examinando, con demasiada atención, las uñas de sus largos dedos.

—Hombre, no te pongas así…

—¡Yo no me pongo de ningún modo!

—¡Vete al cuerno! No puede uno ni preguntarte siquiera.

—Ya es hora de que la primera brigada salga, y anda remoleando.

—Tienes que poner a Lushka en buen camino, porque si no, ¡es capaz de soltarse el pelo y descarriarse por completo!

—¡Déjame en paz! ¿Soy yo un pope para ocuparme de su salvación? Te estoy diciendo que es preciso que la primera brigada salga mañana para el campo…

—La primera saldrá mañana… ¿Tú te figuras que la cosa es tan sencilla, que no hay más que divorciarse y desentenderse del asunto? ¿Por qué no has educado a esa mujer en el espíritu del comunismo? Desde luego, ¡eres una calamidad!

—Mañana iré yo mismo al campo con la primera brigada… ¿Por qué te pegas a mí como una cardencha? ¡Educar, educar! ¿Cómo diablos la iba a educar si yo mismo soy un ignorante? Bueno, ya me he divorciado. ¿Qué más hace falta? ¡Eres peor que la tiña, Semión!… Tengo encima lo de ese Bánnik… Me basta con mis preocupaciones, y me vienes ahora con lo de mi antigua mujer…

Davídov iba a contestarle, pero en aquel momento resonó en el patio de la administración un bocinazo de automóvil. Balanceándose, surcando con el parachoques un charco que formara la nieve derretida, el Ford del CED se acercaba. Abrióse la portezuela, y por ella salió el Presidente de la Comisión de Control del Distrito, Samojin.

—Ese viene por mi asunto… —dijo Nagúlnov torciendo el gesto y lanzando a Davídov una furibunda mirada—. ¡Cuidado, no vayas a contarle, además, cuentos acerca de mi mujer!… Acabarías de perderme. ¡Tú no conoces a ese Samojin! Inmediatamente arremetería contra mí: «¿Por qué te has divorciado, qué motivos tenías?» Para él, cuando un comunista se divorcia, es como si le dieran una puñalada. No es un inspector de la IOC[59], sino un pope. ¡A ese tío frentudo no lo puedo tragar! ¡Ay, que me ha liado el Bánnik! Si hubiera matado a ese reptil…

Samojin entró en la habitación. Sin soltar su cartera de lona ni saludar, dijo medio en broma:

—¿Qué, Nagúlnov, la has armado buena, eh? Y ahora, por culpa tuya, tengo yo que andar dando tumbos por esos caminos, en pleno deshielo. ¿Quién es este camarada? ¿Davídov, si no me equivoco? Ea, buenos días —estrechó la mano a Nagúlnov y a Davídov, y se sentó a la mesa—. Tú, camarada Davídov, déjanos solos una media horita. Tengo que echar un párrafo con este estrafalario —y señaló a Nagúlnov.

—Bien; les dejo.

Davídov se levantó y, con gran sorpresa suya, oyó que Nagúlnov, que hacía un instante le había pedido no hablar de su divorcio, declaraba imprudente, decidiendo sin duda que «de perdidos, al río»:

—Es verdad que he golpeado a un contrarrevolucionario. Pero eso no es todo, Samojin…

—¿Y qué más has hecho?

—¡He echado a mi mujer de casa!

—¡¿Cómo?!… —inquirió espantado el frentudo y magro Samojin. Y lanzando terribles resoplidos, empezó a rebuscar en la cartera, prietos los labios, haciendo susurrar los papeles…