Davídov volvió de su viaje a la estación seleccionadora con doce puds de trigo escogido; venía alegre, contento de su suerte. La patrona, en tanto le servía la comida, le contó que, en su ausencia, Nagúlnov había golpeado a Grigori Bánnik y tenido encerrados en el Soviet, durante toda una noche, a tres koljosianos. Por lo visto, la noticia había corrido ya por todo Gremiachi Log. Davídov comió precipitadamente y, alarmado, fue a la administración. Allí le confirmaron el relato de su patrona, añadiendo detalles. No todos apreciaban la conducta de Nagúlnov de la misma manera: unos la aprobaban, otros la censuraban; algunos callaban su opinión… Liubishkin, por ejemplo, se puso resueltamente de parte de Nagúlnov, mientras que Yákov Lukich, fruncidos los labios, parecía tan ofendido como si él mismo hubiera sido víctima de los procedimientos persuasivos de Nagúlnov. Poco después, llegó a la administración el propio Makar. Tenía un aspecto más severo que de ordinario. Reservado, saludó a Davídov, pero al hacerlo, le dirigió una mirada de expectante inquietud. Cuando se quedaron los dos solos, Davídov, sin poder contenerse, le interrogó con brusquedad:
—¿Qué es lo que has hecho?
—Si lo sabes, ¿para qué lo preguntas?
—¿Con semejantes métodos empiezas tú a hacer propaganda para la recogida de semillas?
—¡Que él no me hubiera dicho esas canalladas! Yo no he hecho nunca promesa de tolerar las burlas del enemigo, ¡de los reptiles blancos!
—¿Y no pensaste en el efecto que eso produciría en los demás? ¿No recapacitaste sobre las consecuencias políticas de tu acción?
—Entonces, yo no tenía tiempo para pensar.
—¡Eso no es una respuesta! ¡Desde luego! Deberías haberlo detenido por insulto al Poder, ¡pero no golpearle! Semejante acción es bochornosa para un comunista. ¡Eso es la pura verdad! Y hoy mismo plantearemos la cuestión en la célula. ¡Nos has hecho un daño enorme! ¡Y nosotros debemos condenar tu proceder! Hablaré del caso en la asamblea del koljós, sin esperar la autorización del comité del distrito. ¡No te quepa duda! Porque si callamos, ¡los koljosianos se figurarán que estamos de común acuerdo contigo y que compartimos en este asunto tu misma falta de principios! ¡No, hermanito! No nos solidarizamos contigo y te condenamos. Tú, un comunista, y has procedido como un gendarme. ¡Qué vergüenza! ¡Maldita sea tu estampa y tu ocurrencia!
Pero Nagúlnov, obstinado como un buey, se mantuvo en sus trece. A todos los argumentos que empleaba Davídov para demostrarle lo inadmisible que era en un comunista semejante acción, y lo perniciosa, desde el punto de vista político, respondía:
—¡Hice bien en sacudirle! Pero ni siquiera le sacudí, fue sólo un golpecillo. Había que haberle dado más. ¡Déjame en paz! Ya es tarde para reeducarme; yo he sido guerrillero, y sé cómo tengo que defender a mi Partido contra los ataques de toda clase de canallas.
—Yo no digo que ese Bánnik sea de los nuestros. ¡Mal rayo le parta! Lo que digo es que no debías haberle pegado. Y en cuanto a defender de los insultos al Partido, podías haber empleado otro procedimiento. ¡Eso es la pura verdad! Bueno, vete, cálmate un poco, recapacita, y a la noche, cuando vengas a la célula, ya verás como dices que yo tenía razón. ¡Eso es la pura verdad!
Por la noche, antes de empezar la reunión de la célula, apenas hubo entrado el enfurruñado Makar, lo primero que le preguntó Davídov fue:
—¿Has recapacitado?
—Sí.
—¿Y qué?
—Que le zurré poco a ese hijo de perra. Debía haberlo matado.
La brigadilla de la columna de agitadores, en pleno, se puso de parte de Davídov y votó por que se le hiciese a Nagúlnov un severo apercibimiento. Andréi Razmiótnov se abstuvo en la votación y permaneció callado todo el tiempo. Pero cuando iban ya a marcharse, y Nagúlnov barbotó testarudo: «Yo sigo manteniendo mi justa opinión», Razmiótnov se levantó de un salto, escupió con rabia y, soltando tacos, salió precipitadamente de la habitación.
En el oscuro zaguán Davídov encendió un cigarro, y al observar, a la luz de la cerilla, el rostro de Makar, sombrío y demacrado en un solo día, dijo conciliador:
—Haces mal en guardarnos rencor. ¡Eso es la pura verdad!
—Yo no guardo rencor.
—Tú sigues trabajando con los antiguos métodos guerrilleros, y ahora los tiempos son otros, no de ataques bruscos, sino de lucha de posiciones… Todos hemos pasado la enfermedad del guerrillerismo, especialmente nosotros, los de la Flota, y yo también, claro está. Tú andas mal de los nervios, pero de todos modos, querido Makar, hay que saber… refrenarse, ¿no te parece? Fíjate en nuestro relevo; ahí tienes a nuestro komsomol de la columna de agitadores, a Vaniushka Naidiónov. ¡Hace milagros!… De su sector es de donde llega más semilla; ya han entregado casi toda. A primera vista, es un muchacho poco despierto, pecoso, pequeñajo… Pero trabaja mejor que todos vosotros. ¡Ni el diablo sabe cómo se las arregla! Va de casa en casa, bromea, dicen que les cuenta a los mujiks no sé qué cuentos… Y ellos traen el trigo, sin necesidad de andar a golpes ni de meter en «chirona» a nadie. ¡Eso es la pura verdad! —al hablar de Naidiónov, la voz de Davídov tomaba un tono cálido, afectuoso, y Nagúlnov sentía rebullir en su interior una especie de envidia al avispado komsomol—. Aunque no sea más que por curiosidad, vete mañana con él a recorrer las casas, y observa los procedimientos que emplea para lograr esos resultados —continuó Davídov—. En ello no hay nada humillante para ti, ¡palabra! Nosotros, hermano, a veces tenemos que aprender de los jóvenes. Está surgiendo una juventud que no se parece en nada a nosotros; son más adaptables…
Nagúlnov no respondió, pero a la mañana siguiente, en cuanto se levantó, fue en busca de Vaniushka Naidiónov y, como de pasada, le dijo:
—Hoy estoy libre, y quiero ir contigo, a echarte una mano. ¿Cuánto trigo queda aún por entregar en tu tercera brigada?
—¡Una insignificancia, camarada Nagúlnov! Vamos, ¡los dos juntos será más divertido!
Echaron a andar. Naidiónov caminaba con una ligereza a la que Makar no estaba acostumbrado, y contoneándose, con balanceo de pato. Llevaba desabrochada la cazadora de cuero, que exhalaba un agradable aroma a aceite de girasol, y encasquetada hasta las orejas la gorra a cuadros. Nagúlnov observaba de reojo, escudriñador, la cara —corriente, salpicada de pequillas de chicuelo— de aquel komsomol a quien Davídov, con una ternura inhabitual en él, había llamado «Vaniushka» el día anterior. Tenía aquella cara algo impreciso, que la hacía entrañable y extraordinariamente simpática; tal vez fuesen los ojos, gris azulados, o la barbilla, saliente y tesonera, pero que no había perdido aún su redondez infantil…
Llegaron a casa del abuelo Akim Besjliébnov, el ex Tientagallinas, en el preciso momento en que toda la familia estaba desayunando. El abuelo estaba sentado a la mesa en el rincón de frente a la puerta; junto a él, el hijo, hombre de unos cuarenta años, llamado también Akim y apodado el Pequeño; a la diestra de éste, su mujer y su suegra, una viuda ya viejecilla; al otro extremo, se habían instalado las hijas, dos mozas ya, y a ambos costados de la mesa, numerosos como moscas, estaban pegados los chiquillos.
—¡Buenos días tengáis, patrones! —Naidiónov se quitó la grasienta gorra y alisóse los mechones que se habían alzado rebeldes.
—Y vosotros también, si venís por las buenas —repuso, con una sonrisa apenas perceptible, Akim el Pequeño, hombre llanote y alegre en su trato.
Nagúlnov, en respuesta al saludo burlón, habría fruncido las arqueadas cejas y dicho con la mayor severidad: «No tenemos tiempo de bromas. ¿Por qué no has entregado aún el trigo?», pero Naidiónov, como si no hubiera advertido la frialdad y la reserva en los semblantes de los dueños de la casa, replicó sonriendo:
—¡Buen provecho, amigos!
Antes de que Akim abriera la boca para dar unas lacónicas «gracias», sin invitarles, o contestar, zumbón y grosero: «Buen provecho nos hará, pero no lo catarás», ya estaba diciendo Naidiónov:
—¡Pero no se molesten! ¡No hace falta! Aunque no vendría mal tomar un bocado… Confieso que estoy todavía en ayunas. El camarada Nagúlnov es de aquí, y naturalmente, ya se habrá metido algo en el cuerpo, pero nosotros comemos un día sí y otro no a lo sumo… Vivimos como los pajaritos del cielo…
—Por consiguiente, ¿sin sembrar y sin segar, podéis la panza llenar? —preguntó Akim, echándose a reír.
—Con ella llena o vacía, nunca nos falta alegría —y dichas estas palabras, Naidiónov, en menos que se cuenta, quitóse la cazadora de cuero y, con gran pasmo de Nagúlnov, se sentó a la mesa.
El abuelo Akim, al ver aquella falta de cumplidos del huésped, carraspeó, mientras Akim el Pequeño soltaba la carcajada:
—¡Eso es, cumplimientos entre soldados están excusados! Has tenido suerte en ganarme la mano, pues yo pensaba ya contestarte: «Buen provecho nos hará, pero no lo catarás». ¡Muchachas, dadle una cuchara!
Una de las mozas se levantó con rapidez y, espurreando el delantal al soltar la risa, acercóse al vasar; pero entregó la cuchara ceremoniosamente, como corresponde servir a un hombre, inclinándose ante él. La animación y la alegría reinaban ya en la mesa; Akim el Pequeño invitó también a Nagúlnov, pero éste rehusó y sentóse sobre un arca. La mujer del Pequeño, de claras cejas rubias, le tendió al huésped un pedazo de pan. La moza que le había dado la cuchara corrió a la habitación grande y volvió con una toalla limpia, que extendió sobre las rodillas de Naidiónov. Akim el Pequeño, observando con curiosidad y aprobación mal disimulada la cara pecosa de aquel muchacho, que mostraba una osadía no corriente en el caserío, dijo:
—Ya ves, camarada, le has gustado a mi hija. En la vida le ha traído una toalla limpia a su padre; en cambio a ti, nada más instalarte, ya te la ha puesto. Si me pides a la chica en matrimonio, ¡te la daré en seguida!
La broma del padre puso a la moza toda colorada; tapándose la cara con la mano, se levantó de la mesa, mientras Naidiónov aumentaba el regocijo general devolviendo la broma:
—Ella, seguramente, no querrá casarse con un pecoso. Yo sólo puedo buscar novia cuando anochece; entonces estoy guapo y en condiciones de gustar a las mozas.
Sirvieron la compota. La conversación cesó. Ya no se oía más que el ruido de las bocas que masticaban y de las cucharas de madera que raspaban el fondo del lebrillo. El silencio sólo se interrumpía cuando la cuchara de algún chicuelo comenzaba a describir círculos en el interior del lebrillo, a la busca de una pera cocida. Y entonces, el abuelo Akim, después de haber lamido su cuchara, le daba con ella al infractor un sonoro golpe en la frente, aleccionándole:
—¡No pesques!
—Qué callados estamos todos, como en la iglesia —comentó el ama de la casa.
—En la iglesia no siempre hay silencio —replicó Vaniushka, que se había atracado de gachas y de compota—. Una vez, en la de mi pueblo, en vísperas de Pascua, ocurrió un caso… ¡como para morirse de risa!
El ama de la casa dejó de limpiar la mesa. Akim el Pequeño lió un cigarro y sentóse en un banco, dispuesto a escuchar. Hasta el abuelo Akim, regoldando y santiguándose, prestó oído a las palabras de Naidiónov. Nagúlnov, con evidentes muestras de impaciencia, pensó: «¿Y cuándo empezará a hablar del trigo? Aquí, por lo visto, ¡no tenemos nada que hacer! Estos Akims son los dos muy duros de pelar; a testarudos, no hay quien les gane en todo Gremiachi. ¡Y cualquiera les mete miedo! Pues el Pequeño ha servido en el Ejército Rojo, y, además, es un cosaco nuestro, ¡de pies a cabeza! No, no entregará el trigo, por su apego a la propiedad y por su avaricia. Ese no da ni los buenos días. ¡Yo le conozco bien!»
Entre tanto, luego de esperar, un momento oportuno, Vaniushka Naidiónov continuó:
—Yo soy del distrito de Tatsin, y en la iglesia de nuestro pueblo ocurrió, en vísperas de Pascua, lo que os voy a contar. Se celebraban los oficios vespertinos de Cuaresma. La iglesia estaba de bote en bote; los fieles se apretujaban, apenas podían respirar. El pope y el diácono, cumpliendo su oficio, cantaban sus oraciones, y mientras tanto, los chicos jugueteaban ante la verja. Había en nuestra barriada una vaquilla, de un año y de tan malas pulgas, que en cuanto se la tocaba, embestía dispuesta a cornear. La vaquilla estaba comiendo hierba tranquilamente junto a la verja, pero los chiquillos la pusieron tan furiosa, que arremetió contra uno de ellos. ¡Parecía que lo iba a coger de un momento a otro! El chico se metió a todo correr en el patio, y la vaquilla, detrás; él se lanza al atrio, y ella le sigue. En el pórtico había un sinfín de gente, no cabía ni un alfiler. Y allí, la vaquilla alcanza al fugitivo y le atiza en el trasero un topetazo tremendo. El chico sale disparado y va a caer a los pies de una vieja, tirándola patas arriba. La vieja empieza a chillar como una desesperada: «¡Socorro, buena gente! ¡Ay, que me mareo!…» El marido de la vieja alza la muleta y le sacude al chico un trastazo en la espalda: «¡Mal diablo te lleve, condenado!…» La vaquilla suelta un «mu-u-u» y apunta los cuernos hacia el viejo. ¡La que se armó! El pánico se apoderó de todos… Los que estaban cerca del altar no se habían enterado de lo que pasaba, pero al oír ruido en el pórtico, dejaron de rezar, y, muy inquietos, empezaron a preguntarse unos a otros: «¿Por qué alborotan afuera?», «¿Qué pasa ahí?»
Vaniushka, entusiasmado, imitaba las caras y cuchicheos de sus asustados paisanos con tanta propiedad, que Akim el Pequeño, sin poder contenerse más, fue el primero en soltar el trapo.
—¡Buena la armó la vaquilla!
Mostrando en una sonrisa sus dientes blancos, Vaniushka prosiguió:
—Y entonces, un mozuelo, con ganas de broma, lanza un bulo: «¡Es un perro rabioso! ¡Sálvese el que pueda!» A su lado, había una mujer embarazada. La mujer, muerta de miedo, se pone a dar unos chillidos que retumban en toda la iglesia: «¡A-ay, madrecita mía! ¡Nos va a morder a todos!» Los de atrás empujan a los de delante, y derriban los candeleros, que se apagan echando humo… Todo queda a obscuras. Y en ese momento, alguien empieza a bramar: «¡Fuego!» El zipizape fue de los grandes: «¡Un perro rabioso!», «¡Fuego-o-o!»… «¿Pero qué pasa?…» «¡El fin del mundo»!, «¿Qué-e-e?… ¿El fin del mundo? ¡Mujercita mía, vámonos a casa!» La gente se precipita a las puertas laterales, se atropella; quieren salir todos a un tiempo, y no sale nadie. Vuelcan el tenderete de la venta de velas; ruedan las monedas de cinco kopeks, y el cerero cae al suelo, gritando: «¡Auxilio, que me roban!…» Las mujeres, como un rebaño de ovejas, se empujan hacia el ambón, y el diácono, con el incensario, empieza a repartir golpes en sus cabezas: «¡So-o-o, quietas! ¿Os habéis vuelto locas? … ¿A dónde vais? ¿No sabéis, impuras, que a vosotras os está prohibido subir al altar?» Y el alcalde del pueblo, un gordinflón con una cadena cruzada sobre la barriga, se abre camino, a empellones, hacia la puerta, ordenando severo: «¡Dejadme pasar, malditos! ¡Paso a la primera autoridad!» Pero, ¿cómo le iban a hacer caso si aquello era ya el «fin del mundo»?
Interrumpido por las carcajadas, Vaniushka terminó:
—En nuestra barriada había un cuatrero llamado Arjip Chójov. Todas las semanas se llevaba algún caballo, y nadie podía echarle el guante, de ninguna de las maneras. Arjip estaba también en la iglesia, rezando para que le perdonasen sus pecados. Y cuando comenzaron a gritar: «¡El fin del mundo! ¡Estamos perdidos, hermanos!», se lanzó a una ventana y rompió los cristales, queriendo saltar por ella. Pero la ventana tenía una reja. La gente se amontonaba toda contra las puertas, y Arjip corría de un lado para otro, buscando salida. De pronto se para, junta las manos y dice con aflicción: «Ahora sí que me han cogido. ¡Bien cogido estoy!»
Las mozas, Akim el Pequeño y su mujer reían hasta saltárseles las lágrimas, hasta darles hipo. Incluso el abuelo Akim mostraba en silencio sus desdentadas encías. Únicamente la abuela, que sólo había oído el relato a medias y no se había enterado de nada a causa de su sordera, echóse a llorar de pronto, sin que se supiera el motivo, y, limpiándose los ojos, enrojecidos e hinchados del llanto, farfulló:
—Por consiguiente, ¡prendieron al pobrecito! ¡Ay, Virgen santa! ¿Y qué le hicieron?
—¿A quién, abuela?
—Pues a ese pobre peregrino.
—¿A qué peregrino, abuelita?
—A ése de que hablabas, querido… a ese bendito de Dios.
—¿Pero de qué bendito hablaba yo?
—No lo sé, hijito… Me estoy volviendo un poco sorda; sí, querido, un poco… Y no entiendo todo muy bien…
El diálogo con la abuela provocó una nueva explosión de hilaridad. Akim el Pequeño, enjugándose las lágrimas que le brotaban de la risa, preguntó sus buenas cinco veces:
—¿Cómo dijo el ladronazo? «¿Ahora sí que me han cogido?» Bueno, muchacho, ¡eso que nos has contado tiene la mar de gracia! —y, lleno de ingenuo entusiasmo, le daba palmadas en la espalda.
Pero Vaniushka, pasando con rapidez e inadvertidamente de las bromas a las veras, dijo suspirando:
—La cosa tiene gracia, desde luego… Pero ocurren ahora otras cosas que no tienen gracia ninguna… Hoy, al leer el periódico, me ha dolido el corazón…
—¿Te ha dolido? —inquirió Akim, que esperaba un nuevo relato jocoso.
—Sí, me ha dolido al enterarme de lo bárbaramente que se escarnece y tortura al ser humano en los países capitalistas. Oíd lo que he leído. Había en Rumania dos jóvenes comunistas que se dedicaban a abrirles los ojos a los campesinos, diciéndoles que debían quitarles la tierra a los terratenientes y repartírsela entre ellos. En Rumania, los labradores viven en una miseria muy grande…
—Cierto. Es mucha su pobreza. Lo sé porque lo vi yo mismo cuando estuve con mi regimiento, el año diez y siete, en el frente rumano —confirmó Akim.
—Pues bien, hacían propaganda para derribar el capitalismo y organizar en Rumania el Poder Soviético. Pero los feroces gendarmes les echaron mano. A uno lo golpearon hasta matarlo, al otro lo torturaron terriblemente. Le sacaron los ojos, le arrancaron todos los cabellos. Luego, calentaron al rojo un hierrecillo y se lo clavaron en las uñas…
—¡Ah, malditos! —exclamó la mujer de Akim, juntando las manos—. ¿En las uñas, dices?
—Sí, en las uñas… Le interrogan: «Dinos quiénes son los otros miembros de tu célula y reniega de la Unión de Juventudes Comunistas». «¡No os diré nada, vampiros, no reniego de nada!» —contesta con firmeza el joven comunista. Entonces, los gendarmes, con sus sables, le cortan las orejas y la nariz. «¿Hablarás?», «No —responde—, vuestras manos sanguinarias me darán la muerte, ¡pero no hablaré! ¡Viva el comunismo!» Enfurecidos, le cuelgan del techo, por los brazos, y encienden fuego debajo…
—¡Recristo, qué verdugos hay por el mundo! ¡Es espantoso! —comentó indignado Akim el Pequeño.
—Con el fuego, empiezan a quemarle los pies, y él, sin exhalar una queja, llora lágrimas de sangre, pero no delata a ninguno de sus camaradas de las Juventudes Comunistas. Tan sólo repite: «¡Viva la revolución proletaria y el comunismo!»
—¡Hizo muy bien en no delatar a sus compañeros! ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Muere con honra, pero no entregues a tus amigos! Hasta las Sagradas Escrituras lo dicen: «Darás la vida por el prójimo…» —sentenció el abuelo Akim, descargando un puñetazo sobre la mesa, y apremió al narrador—: ¿Y después, qué pasó después?
—Pues que lo torturan y atormentan de todas las maneras, pero él sigue callado. Y así, desde por la mañana hasta la noche. Cuando pierde el conocimiento, los gendarmes le echan agua fría, y continúan su faena. Al ver que no pueden sacarle nada, detienen a la madre y la traen a su ojranka. «Mira —le dicen— lo que hacemos con tu hijo. Aconséjale que se someta; de lo contrario, ¡lo mataremos y echaremos su carne a los perros!» La madre se desmaya. Al volver en sí, se abalanza al hijo, lo abraza y le besa sus manos ensangrentadas…
Vaniushka, pálido, calló un momento. Con una mirada de sus dilatadas pupilas abarcó a sus oyentes: las mozas, cuajados de lágrimas los ojos, escuchaban con la boca abierta; la mujer de Akim se sonaba con el delantal, balbuceando entre sollozos: «¡Dios mío!… ¡Qué dolor de la pobrecita madre… al ver a su hijo!…» Akim el Pequeño carraspeó de pronto y empezó a liar precipitadamente un cigarro; tan sólo Nagúlnov, sentado en el arca, conservaba una calma aparente, pero su mejilla temblaba y la boca se le torcía de un modo sospechoso…
—«…¡Hijo de mi alma! Hazlo por mí, por tu madre, ¡sométete a estos malvados!», le pide la madre. Pero él, al oír su voz, contesta: «No, madre querida, no traicionaré a mis camaradas; moriré por mi idea. No me pidas eso, y bésame… Así será menos dura mi muerte…»
Vaniushka, trémula la voz, terminó su relato sobre la muerte del joven comunista rumano martirizado por sus verdugos, los gendarmes. Durante un minuto se hizo el silencio; luego, el ama de la casa preguntó, toda llorosa:
—¿Y qué edad tenía el pobre mártir?
—Diez y siete años —respondió sin titubear Vaniushka, e inmediatamente se encasquetó la gorra a cuadros—. Sí, ha muerto un héroe de la clase obrera, nuestro querido camarada el joven comunista rumano. Ha muerto para que los trabajadores vivan mejor. Nuestro deber es ayudarles a derrocar el capitalismo y a establecer el Poder de los obreros y de los campesinos, mas para ello es preciso organizar los koljóses, reforzar la economía koljosiana. Pero hay todavía entre nosotros algunos labradores que, por inconsciencia, ayudan a gendarmes como ésos entorpeciendo la organización de los koljóses al no dar el trigo para las siembras… Bueno, patrones, ¡gracias por el desayuno! Y ahora, hablemos del asunto que nos ha traído aquí: es preciso que, inmediatamente, llevéis al fondo de semillas el trigo que os corresponde. Vuestra casa debe entregar setenta y siete puds justos. Conque, ¡hala, patrón, cárgalo ahora mismo!
—Es que… yo no sé… Casi no tenemos… —balbuceó Akim el Pequeño, sorprendido por un ataque tan inesperado. Pero la mujer, lanzándole una furibunda mirada, le interrumpió bruscamente:
—¡No pongas pretextos! ¡Ve a llenar los sacos y llévalo!
—Pero setenta puds no tengo… Además no está limpio… —se resistía Akim débilmente.
—Anda, Akímushka, llévalo… Si hay que entregarlo, ¿a qué oponerse? —apoyó a la nuera el abuelo Akim.
—Nosotros no somos gente orgullosa, os ayudaremos a limpiarlo —se apresuró a ofrecerse Vaniushka—. ¿Tendréis una criba?
—Tenemos… Pero está un poco estropeada…
—¡Valiente cosa! ¡La arreglaremos! Hala, hala, de prisita, patrón, que ya hemos perdido bastante tiempo hablando…
Media hora más tarde, Akim el Pequeño traía de los establos del koljós dos carretas de bueyes, y Vaniushka, salpicado el rostro de gotas de sudor tan diminutas como sus pequillas y semejantes a abalorios, sacaba del cobertizo del salvado al poyo del granero unos sacos llenos de trigo bien cribado, cuyos gruesos y duros granos tenían rubicundos reflejos de oro puro.
—¿Por qué guardáis el trigo donde el salvado, teniendo como tenéis un granero tan hermoso? —le preguntó a una de las hijas de Akim, guiñando el ojo con picardía—. ¡Eso no es de buenos amos!
—Cosas de mi padre… —respondió turbada la moza.
Cuando Besjliébnov hubo llevado sus setenta y siete puds al granero colectivo y Vaniushka y Nagúlnov, después de despedirse de los dueños de aquella casa, se dirigían hacia otra, Makar, mirando con alegre emoción al rostro fatigado de su compañero, inquirió:
—Bueno, esa historia del joven comunista, ¿te la has inventado tú, verdad?
—No —respondió aquél con aire distraído—, la leí no sé cuándo, hace mucho tiempo, en una revista del Socorro Rojo.
—Pero tú has dicho que la has leído hoy…
—¿Y qué más da? Lo esencial es que el caso ocurrió, ¡desgraciadamente, camarada Nagúlnov!
—Sin embargo, tú… ¿has añadido de tu cosecha para inspirar lástima? —insistió Nagúlnov tenaz.
—¡Eso qué importa! —replicó Vaniushka con enojo. Encogiéndose de frío, abrochóse la cazadora de cuero y añadió—: Lo importante es que la gente sienta odio a los verdugos y al régimen capitalista y simpatía por nuestros luchadores. Lo importante es que traigan la semilla… Además, no he añadido casi nada. En cuanto a la compota de la patrona, estaba dulcecita, ¡riquísima! ¡Has hecho mal, camarada Nagúlnov, en no probarla!