Capítulo XXIV

La brigadilla de tres hombres dejada en Gremiachi Log por Kondratko, jefe de la columna de agitadores, puso manos a la obra de reunir el fondo de semillas. Había establecido su comandancia en una de las casas vacías de los kulaks. Desde por la mañana temprano, el joven agrónomo Vetiútnev trazaba y concretaba, con ayuda de Yákov Lukich, el plan de las siembras de primavera, respondía a las consultas que le hacían los cosacos sobre cuestiones de agricultura, y el resto del tiempo lo dedicaba a vigilar de continuo la limpia y desinfección de las semillas que entraban en los graneros. De tarde en tarde, salía, como decía él, a «prestar asistencia veterinaria»: a curar alguna vaca u oveja enferma. Por lo general, cobraba la «visita» en «especie», comiendo en casa del dueño del paciente, y a veces, hasta traía a sus camaradas una botija de leche o un puchero de patatas cocidas. Los otros dos —Porfiri Lubnó, mecánico del molino del Estado de la comarca, e Iván Naidiónov, komsomol de la almazara— citaban a la comandancia a los vecinos de Gremiachi, comprobaban, por la lista del encargado del granero, cuánta semilla había entregado cada ciudadano llamado y realizaban agitación en la medida de sus fuerzas y conocimientos.

Desde los primeros días de trabajo, se puso en claro que habría que reunir el fondo de semillas con no pocas dificultades y un gran retraso del plazo señalado. Todas las medidas tomadas por la brigadilla y la célula local para acelerar el ritmo chocaban con la resistencia encarnizada de la mayoría de los koljosianos y de los campesinos individuales. Corrían por el caserío rumores de que se recogía el trigo para enviarlo al extranjero, de que aquel año no habría siembra, de que la guerra estallaría de un momento a otro… Todos los días, Nagúlnov celebraba reuniones; con ayuda de la brigadilla, explicaba las cosas, desmentía los absurdos rumores, amenazaba con los más severos castigos a quienes fuesen sorprendidos haciendo «propaganda antisoviética», pero el grano seguía recibiéndose con extrema lentitud. Los cosacos se las ingeniaban para ausentarse desde el amanecer; tan pronto iban por leña al bosque como por hierbas secas o se metían en casa de un vecino para esperar con él, en algún sitio oculto, a que pasase el día alarmante en que habían sido citados al Soviet o a la comandancia de la brigadilla. Las mujeres habían dejado en absoluto de asistir a las reuniones, y cuando llegaba a la casa el alguacil del Soviet, salían del paso con una respuesta lacónica: «Mi hombre no está, y yo no sé nada».

Era como si una mano poderosa retuviese el trigo…

En la comandancia de la brigadilla se oían habitualmente conversaciones de este género:

—¿Has traído la semilla?

—No.

—¿Por qué?

—No tengo grano.

—¿Cómo que no tienes?

—Muy sencillo… Pensaba guardar para la siembra, pero luego entregué el sobrante al Estado. Y como no tenía nada que llevarme a la boca, pues me lo he zampado.

—¿Entonces es que no pensabas sembrar?

—Sí, pero ahora, ¿con qué?…

Muchos aseguraban que habían entregado al Estado, a más del sobrante, el de semilla. Davídov en la administración y Vaniuska[54] Naidiónov en la comandancia, rebuscaban en las listas, examinaban los recibos del punto de entrega y demostraban al que aducía tenaz tales razones que había dado datos falsos y que le quedaba grano para la siembra. A veces, para llegar a ello, era preciso calcular aproximadamente lo trillado el año veintinueve, restar la cantidad global de grano entregado al Estado y hallar así el remanente. Pero incluso después de probarle que aún tenía trigo, el testarudo campesino no se rendía:

—Me quedó un poco, no lo niego. ¿Pero sabéis vosotros, camaradas, lo que ocurre en una casa? Nosotros estamos acostumbrados a comer pan sin peso ni medida. A mí me dejaron un pud por boca y por mes, y yo, por ejemplo, soy capaz de comerme tres o cuatro libras al día. Y si como tanto pan es porque en casa se guisa poco. De ahí viene ese exceso de gasto. No tengo trigo, ¡registradme si queréis!

Nagúlnov, en la reunión de la célula, propuso que se efectuasen registros en las haciendas de los campesinos más acomodados del caserío que no habían hecho su entrega para el fondo de semillas, pero Davídov, Lubnó, Naidiónov y Razmiótnov se opusieron a ello. Además, en la directriz del Comité Distrital del Partido se prohibía terminantemente tal medida.

A pesar del trabajo realizado por la brigadilla y la administración durante tres días, el sector koljosiano sólo había dado 480 puds, y los campesinos individuales, 35 en total. Los activistas del koljós habían entregado su parte entera. Kondrat Maidánnikov, Liubishkin, Dubtsov, Demid el Callado, el abuelo Schukar, Arkashka Menok, el herrero Shali, Andréi Razmiótnov y otros habían llevado el grano el primer día. Al siguiente, por la mañana, en dos trineos, cuyos caballos marchaban al paso, llegaron ante el granero colectivo Semión y Yákov Lukich. Este entró inmediatamente en la administración, y su hijo empezó a descargar de un trineo costales de trigo. Diomka Ushakov los recibía y pesaba. Semión había ya vaciado cuatro costales, y cuando desató el quinto, Ushakov abatióse sobre él como un gavilán:

—¿Es éste el grano que quiere sembrar tu padre? —y le puso delante de las narices un puñado.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Semión, enrojeciendo—. Con tus ojos bizcos, habrás tomado el trigo por maíz.

—¡No, no me he equivocado! Yo soy bizco, pero tengo más vista que tú, bribón. ¡Buenos pájaros estáis hechos tú y tu padre! ¡Os conozco bien!… ¿Qué es esto? ¿Grano para semilla? ¡No apartes las narices! ¿Qué es lo que me has echado en el trigo limpio, canalla?

Diomka le metía en la cara la palma de la mano, cubierta de grano sucio, mezclado con tierra y arvejas.

—Ahora mismo llamo a la gente…

—Oye tú, no des voces… —se asustó Semión—. Me he debido equivocar de costal. En seguida me acerco a casa y lo cambio por otro… ¡Qué rarezas tienes! ¡Palabra! ¡Armas más ruido que el caballo de un barrilero! ¿A qué te pones así? Te digo que lo cambiaré… Ha sido una equivocación…

Diomka le desechó seis costales de los catorce que había traído. Y cuando Semión le pidió ayuda para cargarse a la espalda uno de los costales rechazados, se volvió hacia la báscula, como si no le hubiera oído.

—¿Conque no quieres ayudarme, eh? —preguntó Semión, trémula la voz.

—¡Vergüenza debería darte! Seguramente, en casa, te lo cargaste con facilidad… ¿Es que ahora se ha vuelto más pesado? ¡Levántalo tú solo, cabrón!

Congestionado del esfuerzo, rojo como una frambuesa, Semión agarró el costal de través y se lo llevó…

En los dos días siguientes casi no hubo entrada alguna. Reunióse la célula y acordó visitar las casas. Davídov había ido la víspera a la estación seleccionadora del distrito vecino, a fin de conseguir, fuera del plan, un poco de trigo trechel, muy resistente a las largas seguías —que el año anterior había dado en la parcela de experimentación de aquella estación una cosecha magnífica— para sembrar con él aunque no fuera más que unas cuantas hectáreas. Yákov Lukich y el jefe de brigada Agafón Dubtsov habían hablado mucho de aquella nueva variedad, obtenida por la estación seleccionadora cruzando trigo «californiano» importado con el trigo local llamado de «grano blanco», y Davídov, que últimamente, por las noches, se entregaba afanoso a la lectura de las revistas agrotécnicas, decidió hacer aquel viaje.

Regresó el 4 de Marzo. Un día antes de su vuelta había ocurrido lo siguiente: Makar Nagúlnov, incorporado a la segunda brigada, había estado desde por la mañana recorriendo, en unión de Liubishkin, cerca de treinta casas, y al anochecer, cuando se fueron del Soviet Razmiótnov y el secretario, empezó a llamar allí a los dueños de hacienda que no había tenido tiempo de visitar durante el día. Hubo de dejar marchar a cuatro de ellos sin haber conseguido resultados positivos. «No tenemos grano para la siembra. Que lo dé el Estado». Nagúlnov, al principio, trataba de convencerlos con calma, pero luego comenzó a descargar puñetazos sobre la mesa:

—¿Cómo decís que no tenéis trigo? Pues tú, por ejemplo, Konstantín Gavrílovich, ¡trillaste en el otoño unos trescientos puds!

¿Y diste tú por mí el trigo al Estado?

¿Cuánto entregaste?

—Ciento treinta.

—¿Y el resto, dónde está?

—¿Sabes dónde? ¡En mi barriga!

—¡Mientes! Si te hubieras zampado tanto pan, ¡habrías reventado! Una familia como la tuya, de seis personas, ¿se puede comer todo eso? Tráelo, sin rechistar, ¡O te expulsamos del koljós en un dos por tres!

—Echadme, haced lo que queráis, pero yo no tengo trigo. ¡Lo juro por Cristo! Que el Poder lo dé, aunque sea pagándole réditos…

—Tú le has tomado el gusto a chupar del Poder Soviético. ¿Has devuelto el dinero que pediste a la sociedad de crédito para comprarte una sembradora y una segadora? ¡Claro que no! Te embolsaste el dinerito, y ahora se te antoja el trigo. ¿No es eso?

—De todos modos la segadora y la sembradora han ido a parar al koljós. Yo no las he aprovechado; por lo tanto, ¡no tienes que echarme nada en cara!

—Trae el trigo, ¡o lo pasarás mal! ¡Buen embustero estás hecho! ¡Qué vergüenza!

—Si lo tuviera, con el alma y la vida…

Y por más que batalló Nagúlnov, empleando toda clase de exhortaciones y amenazas, hubo de permitir que se fueran los que no querían dar la semilla.

Salieron y quedáronse unos instantes en el zaguán, cambiando impresiones; luego, crujieron los peldaños de la escalerilla. Poco después entró el campesino individual Grigori Bánnik. Debía ya saber cómo había terminado la conversación con los koljosianos que acababan de salir del Soviet, porque una sonrisa de seguridad retozaba provocadora en las comisuras de sus labios.

Nagúlnov, con manos temblorosas, alisó la lista que estaba sobre la mesa y dijo con voz sorda:

—Siéntate, Grigori Matvéich.

—Gracias por la atención.

Bánnik tomó asiento, muy abiertas las piernas.

—¿Cómo es, Grigori Matvéich, que no traes el grano?

—¿Y para qué lo voy a traer?

—Ese fue el acuerdo de la asamblea general: que tanto los koljosianos como los campesinos individuales trajesen grano para la siembra. ¿Tú tienes?

—¡Claro que tengo!

Nagúlnov echó una ojeada a la lista: al lado del apellido Bánnik, en la casilla «Superficie aproximada de siembra de primavera en 1930», figuraba la cifra 6.

—¿Tú te disponías a sembrar este año seis hectáreas?

—Exactamente.

—Entonces, ¿tienes cuarenta y dos puds de semilla?

—Todos los tengo. Trigo limpio, escogido, ¡parece oro!

—¡Vaya, eres un héroe! —le elogió Nagúlnov, suspirando aliviado—. Tráelo mañana al granero colectivo. Puedes dejarlo en tus propios sacos. A los individuales les admitimos la semilla incluso en sus sacos, si no quieren mezclar su grano con el de los demás. Lo traes y se lo entregas al encargado para que lo pese, él pondrá en tus sacos unos sellos de lacre y te dará un recibo, y en la primavera, tendrás tu trigo enterito. Porque hay muchos que se lamentan de no haberlo guardado, de habérselo comido. Mientras que en el granero estará completamente seguro.

—Mira, camarada Nagúlnov, ¡déjate de pamplinas! —Bánnik sonrió con descaro y se atusó los claros bigotes rubios—. ¡A otro perro con ese hueso! Yo no os daré el trigo.

—¿Y por qué razón? Permíteme que te pregunte…

—Porque en mi casa estará más seguro. En cambio, si os lo doy, no recibirá uno en la primavera ni los sacos vacíos. Ahora, nosotros también hemos aprendido, ¡ya no hay manera de engañarnos!

Nagúlnov frunció las arqueadas cejas y palideció ligeramente.

—¿Cómo puedes tú dudar del Poder Soviético?

Entonces, ¿es que no crees en él?

—¡Claro que no creo! ¡Nos habéis contado tantas mentiras!

—¡Quién las ha contado? ¿Qué mentiras son ésas? —la palidez de su rostro se hizo más visible. Nagúlnov empezó a levantarse lentamente.

Pero Bánnik, como si no hubiera advertido nada, continuaba sonriendo tranquilo, mostrando sus dientes recios, espaciados. Tan sólo su voz tembló, de agravio y ardiente coraje, al decir:

—Recogéis el triguito, y luego lo mandaréis en barcos a tierras extrañas, ¿verdad? Para comprar atomóviles y que se paseen en ellos los del Partido, con sus hembras del pelo cortado, ¿eh? ¡Ya sabemos para qué queréis nuestro trigo! ¡A buena igualdad hemos llegado!

—¿Pero te has vuelto loco, diablo? ¿Qué sandeces estás ahí soltando?

—Cuando le agarran a uno por el gañote, ¡no es raro que se vuelva loco! ¡Yo he entregado al Estado ciento diez y seis puds! Y ahora, queréis quitarme el último grano que me queda, el de semilla… para que mis hijos se mueran de hambre…

—¡A callar! ¡Mientes, reptil! —Nagúlnov descargó sobre la mesa un tonante puñetazo.

Saltó al suelo el ábaco, volcóse el tintero, y un chorrillo de espesa tinta violeta corrió reluciente por el papel para ir a caer en los faldones de la zamarra de Bánnik, de buena piel curtida. Este, sacudiéndose la tinta, se puso en pie. Contraídas las pupilas, con una espuma blanca burbujeando en las comisuras de los labios, dijo con ronca voz y contenida rabia:

—¡No me mandes callar! A tu mujer, a tu Lushka, puedes amenazarla con puñetazos en la mesa. ¡Pero yo no soy tu mujer! Y no estamos en el año veinte, ¿entiendes? En cuanto al trigo, no te lo doy… ¡Vete al c…!

Nagúlnov tendió el cuerpo por encima de la mesa, alargando los brazos hacia él, pero al momento volvió a enderezarse, tambaleante.

—¿De quién son esas… palabras?… ¿Qué estás diciendo ahí, contrarrevolucionario? ¡Te burlas del socialismo, reptil!… Ahora mismo… —no encontraba vocablos adecuados, se ahogaba, mas, dominándose como pudo, se limpió con el reverso de la mano el pegajoso sudor de la cara y añadió—: Escríbeme inmediatamente un papel comprometiéndote a traer mañana el trigo, y mañana mismo te mandaré adonde corresponde. ¡Allí averiguarán dónde has oído tú esas palabras!

—Tú puedes detenerme, pero el papel no lo escribiré, ¡ni daré el trigo!

—¡Te digo que escribas!

—Espera sentado…

—Te lo pido por las buenas…

Bánnik se dirigió hacia la salida, mas debía ser tan hirviente su rabia, que no pudo contenerla y, empuñando ya la manija de la puerta, barbotó:

—¡En cuanto llegue a casa, echaré ese grano a los cerdos! Prefiero que se lo zampen ellos, antes que dároslo a vosotros, ¡parásitos!

—¿A los cerdos? ¡¿El grano de siembra?!

De dos saltos, Nagúlnov se plantó ante la puerta; sacó el revólver del bolsillo y, con la culata, golpeó a Bánnik en la sien. Este vaciló, apoyóse contra la pared y empezó a derrumbarse, rozando la espalda contra el yeso. Cayó. De la herida manaba una sangre negra, que le humedecía los cabellos. Nagúlnov, sin poder ya dominarse, dio unas patadas al caído y se apartó. Bánnik, como un pez fuera del agua, abrió con ansia la boca un par de veces; luego, aferrándose a la pared, comenzó a levantarse. Y apenas se hubo puesto en pie, la sangre volvió a brotar, más abundante. En silencio se las enjugó con la manga, mientras de su blanqueada espalda caía un polvillo de yeso. Nagúlnov bebía a morro, de la garrafa, castañeteando los dientes contra el borde, un agua repugnante, tibia. Miró de reojo a Bánnik y acercóse a él; atenazándolo del brazo, lo empujó hasta la mesa y le puso un lápiz en la mano.

—¡Escribe!

—Escribiré, pero esto llegará a conocimiento del fiscal… Con el cañón de un revólver delante, puede uno escribir lo que sea… En el régimen soviético, no está permitido pegar… ¡Y el Partido tampoco te alabará esto! —masculló con voz ronca Bánnik, dejándose caer sin fuerzas sobre el taburete.

Nagúlnov se puso enfrente de él, con el dedo en el gatillo del revólver.

—¡Ah, contrarrevolucionario canalla! ¿Conque te permites mentar al Poder Soviético y al Partido? Pero te advierto que no te va a juzgar el tribunal popular; te haré justicia yo, e inmediatamente, a mi manera. Si no escribes, te mato como a una alimaña, y luego, ¡estoy dispuesto a pasarme diez años en la cárcel por culpa tuya! ¡No permitiré que insultes al Poder Soviético! Escribe: «Declaración»… ¿Ya está? Sigue: «Yo, el abajo firmante, antiguo guardia blanco activo, soldado del general Mámontov[55], que combatí al Ejército Rojo con las armas en la mano, retiro mis palabras…» ¿Está?… «…mis palabras terriblemente injuriosas para el PC(b) de la URSS». El PC de la URSS con mayúsculas. ¿Ya lo has puesto? «… y para el Poder Soviético, a los que pido perdón, y me comprometo de aquí en adelante, aunque soy un contrarrevolucionario encubierto…»

—¡Yo no escribo eso! ¿Por qué me coaccionas?

—Sí, ¡lo escribirás! ¿Qué te figurabas? ¿Que yo, un herido y desfigurado por los blancos, te perdonaría tus palabras? ¿Que habiéndote burlado del Poder Soviético en presencia mía, iba yo a callarme? Escribe, ¡O te arranco el alma! …

Bánnik se inclinó sobre la mesa, y el lápiz empezó de nuevo a deslizarse lentamente por la hoja de papel. Sin retirar el dedo del gatillo, Nagúlnov dictaba, recalcando las palabras:

—«…aunque soy un contrarrevolucionario encubierto, a no hacer mal ni de palabra, ni por escrito, ni con mis acciones, al Poder Soviético, tan querido por todos los trabajadores y conseguido a costa de tanta sangre del pueblo trabajador. En vez de insultarle y asediarle, esperaré pacientemente la revolución mundial, que nos reducirá a todos nosotros —sus enemigos en escala mundial— a la impotencia absoluta. Me comprometo, además, a no atravesarme en el camino del Poder Soviético, a no entorpecer las siembras y a llevar mañana, 3 de Marzo de 1930, al granero colectivo…»

En aquel momento entró el alguacil, con tres koljosianos.

—¡Aguardad un momento en el zaguán! —gritó Nagúlnov, y, volviendo el rostro hacia Bánnik, continuó—: «… cuarenta y dos puds de grano de siembra, en especie. Y lo suscribo». ¡Firma!

Bánnik, a cuyo rostro había vuelto el color purpúreo, garrapateó su rúbrica y se levantó.

—¡De esto responderás, Makar Nagúlnov!

—Cada uno de nosotros responde de sus actos; pero si mañana no me traes el trigo, ¡te mataré!

Nagúlnov dobló la declaración, se la guardó en el bolsillo superior de la guerrera caqui, tiró el revólver sobre la mesa y acompañó a Bánnik hasta la puerta. El se quedó en el Soviet hasta la medianoche. Ordenó al alguacil que no se fuera, y con su ayuda encerró en un cuarto deshabitado a otros tres koljosianos que se habían negado a traer las semillas. Pasadas ya las doce, rendido de cansancio y de las emociones del día, quedóse dormido, sentado a la mesa del Soviet, reclinada sobre las largas manos la alborotada cabeza. Hasta el amanecer estuvo soñando Makar que una muchedumbre vestida de fiesta fluía incesante, como el agua primaveral que inunda la estepa en el deshielo. Por los claros entre la multitud, pasaba la caballería. Caballos de diverso pelaje hollaban la blanda tierra de la estepa, pero el martilleo de sus cascos era, no se sabía por qué, vibrante y sonoro, como si los escuadrones marchasen sobre extendidas planchas de hierro. Los instrumentos de la banda de música, que brillaban con fulgores de plata, empezaron a tocar de pronto, muy cerca de Nagúlnov, «La Internacional», y Makar sintió —como sentía siempre al oírla despierto— una emoción que le oprimía el pecho y un ardiente espasmo en la garganta… Al final del escuadrón que desfilaba, vio a su difunto amigo Mitka[56] Lobach, a quien mataron a sablazos los wrangelianos[57] en 1920, durante un combate librado en Kajovka, pero aquello, en vez de asombrarle, le alegró; abriéndose paso entre la gente, a empujones, se abalanzó hacia el escuadrón. «¡Mitia! ¡Mitia! ¡Para!», le llamaba sin oír su propia voz. Mitka se volvió en la silla, miró a Makar con indiferencia, como a un desconocido, igual que a un extraño, y alejóse al trote. Inmediatamente, Nagúlnov vio venir hacia él a su antiguo ordenanza Tiulim, muerto por una bala polaca en Brody[58], también el año 1920. Tiulim galopaba, sonriendo; en la mano derecha empuñaba las riendas del caballo de Makar. Era aquel mismo caballo de patas blancas y estrecha testera, que braceaba rítmico, erguida con orgullo la cabeza, combado en arco el cuello…

El chirriar de los postigos, batidos toda la noche por el viento primaveral, lo tomaba Makar por música, y el ruido de las chapas de la techumbre, por martilleo frecuente de cascos de caballos… Razmiótnov, al llegar al Soviet a las seis de la mañana, encontró a Nagúlnov dormido aún. En su amarillenta mejilla, esclarecida por la liliácea luz de aquel amanecer de Marzo, habíase cuajado una sonrisa anhelosa, expectante, mientras la arqueada ceja se estremecía con leve temblor, alzada en torturante tensión… Razmiótnov le zarandeó, increpándole:

—¡Muy bien! Después de la faena que has hecho, ¿estás durmiendo, eh? Y tus sueños deben ser divertidos, puesto que te ríes todavía… ¿Por qué le pegaste a Bánnik? Hoy, al amanecer, ha traído el trigo. Y en cuanto hizo la entrega, se largó inmediatamente a la cabeza del distrito. Liubishkin ha venido corriendo a mi casa; dice que Bánnik ha ido a denunciarte a las milicias. ¡Te la has ganado! ¿Qué va a decir Davídov cuando vuelva? ¡Ay, Makar, calamidad!…

Nagúlnov se restregó la cara, hinchada del sueño, y sonrió evocador.

—¡Andriushka! ¡Si supieras lo que acabo de soñar!… ¡Algo emocionante!

—¡No me cuentes sueños! Háblame de Bánnik.

—¡De ese reptil venenoso yo no quiero ni hablar! ¿Dices que ha entregado su parte? Por consiguiente, ha surtido efecto… Cuarenta y dos puds de semilla no es un grano de anís. Si con un culatazo de revólver soltara cada contrarrevolucionario cuarenta y dos puds de trigo, ¡yo no haría otra cosa en mi vida que sacudirles en la cabezota! Y ése, por las palabras que dijo, ¡se merecía algo más de lo que se llevó! ¡Ya puede estar contento de que no le haya descuartizado! —y furioso, centelleantes los ojos, concluyó—: El muy canalla anduvo merodeando con el general Mámontov. No paró de combatirnos hasta que no le echamos al mar Negro. ¡Y por si era poco, ahora también quiere cruzarse en nuestro camino, hacerle daño a la revolución mundial! ¿Sabes tú las cosas que me dijo, aquí mismo, sobre el Poder Soviético y el Partido? ¡Los pelos se me pusieron de punta, del agravio!

—Pero tú, aunque desbarrase, no debiste golpearle. Mejor hubiera sido detenerlo.

—¿Detenerlo? ¡Matarlo era lo que había que haber hecho! —Nagúlnov abrióse de brazos, con ademán de aflicción—. ¿Cómo no lo apiolaría yo? ¡No me cabe en la cabeza! Bien me arrepiento ahora de ello.

—Si te llamo imbécil, te ofenderás. ¡Pero a majadero no hay quien te gane! Cuando venga Davídov, ¡ya te leerá la cartilla!

—Cuando venga Semión, dirá que he hecho bien. ¡El no es tan alcornoque como tú!

Razmiótnov, riendo, dio un papirotazo en la mesa; luego, otro en la frente de Makar, y afirmó:

—¡Suenan lo mismo!

Pero Makar, enfadado, le apartó la mano y empezó a abrocharse la zamarra. Levantando ya el picaporte, barbotó, sin volverse:

—¡Oye tú, sabihondo! Suelta a esos pequeñoburgueses que están en el camaranchón. Y que traigan hoy mismo el trigo. De lo contrario, en cuanto me lave la cara, vuelvo y los encierro otra vez.

Del asombro, a Razmiótnov se le desencajaron los ojos… Lanzóse hacia el cuarto deshabitado donde se guardaba el archivo del Soviet y unas muestras de espigas que habían sido presentadas, el año anterior, en la exposición agrícola del distrito; abrió la puerta y encontró allí a tres koljosianos: Krasnokútov, Antip Grach y el pequeñajo Apolón Pieskovatskov. Habían pasado la noche felizmente echados sobre unas colecciones de periódicos viejos extendidos por el suelo. Al presentarse Razmiótnov, se levantaron inmediatamente.

—Yo, ciudadanos, claro está, debo… —empezó a decir Razmiótnov, pero uno de los detenidos, el viejo cosaco Krasnokútov, le interrumpió con viveza:

—¿A qué hablar del asunto, Andréi Stepánich? Nosotros tenemos la culpa, desde luego… Suéltanos, y traeremos el trigo en un vuelo… Esta noche, aquí, nos hemos consultado los tres, y hemos decidido entregar el grano… La verdad, ¿a qué ocultarlo?, queríamos retener el triguillo…

Razmiótnov, que hacía un momento estaba dispuesto a disculparse ante ellos por la impremeditada acción de Nagúlnov, tuvo en cuenta las circunstancias y cambió de tema, sobre la marcha:

—¿Hace tiempo que debíais haberlo decidido! ¡Para eso sois koljosianos! ¿No os da vergüenza ocultar el trigo?

—Suéltanos, por favor, no hay que recordar lo pasado… —dijo Antip Grach, sonriendo turbado a través de sus barbas de azabache.

Luego de abrir la puerta de par en par, Razmiótnov dirigióse hacia la mesa, pero hay que decir que, en aquel instante, le acometió un mal pensamiento: «Puede que tenga razón Makar… Apretando un poco más, ¡entregarían todo el trigo en un solo día!»