Capítulo XXIII

El esaul Pólovtsev, que continuaba en casa de Yákov Lukich, preparábase allí activamente para la primavera, para la insurrección. Por las noches, hasta el canto del gallo, permanecía en su cuartucho, escribiendo, trazando planos con lápiz tinta o dedicado a la lectura. A veces, al entrar a verle, Yákov Lukich lo sorprendía leyendo, inclinada la cabeza, de frente grande, sobre la pequeña mesa, mientras sus firmes labios se movían en silencio. Otras, lo encontraba sumido en penosísimas meditaciones. En tales momentos, Pólovtsev, hincados los codos en la mesita, hundía los dedos en los cabellos blanquecinos, ralos y largos. Sus pronunciadas mandíbulas prietas se movían como si masticasen algo, duro de triturar; sus ojos estaban medio cerrados. Sólo después de varias llamadas alzaba la cabeza, y en sus pupilas diminutas, espantosamente inmóviles, fulguraba la ira: «¿Qué quieres?», preguntaba con vozarrón de bajo que parecía un bronco ladrido. En tales instantes, le infundía a Yákov Lukich más miedo aún e involuntario respeto.

Entre las obligaciones de Yákov Lukich figuraba la de comunicar diariamente a Pólovtsev lo que ocurría en el caserío y en el koljós; e informaba a conciencia, pero cada día le traía a Pólovtsev nuevos disgustos, que iban profundizando más sus transversales arrugas.

Desde que habían expulsado de Gremiachi Log a los kulaks, Pólovtsev no pegaba ojo en toda la noche. Sus pasos recios, pero atenuados, resonaban hasta el alba. Una vez, Yákov Lukich, acercándose de puntillas a la puerta del cuartucho, le oyó barbotar, rechinando los dientes:

—¡Nos quitan la tierra de debajo de los pies! Nos privan de todo apoyo… ¡Hay que matarlos! ¡Matarlos! ¡A sablazos, sin compasión!

Callaba, empezaba otra vez a andar, posando suavemente los pies calzados con botas de fieltro, se oía el escarbar de sus uñas por el cuerpo —como de ordinario, se rascaba el pecho— y de nuevo, con sorda voz:

—¡Matarlos! ¡Matarlos!… —y en tono más dulce, con un gorgoteo—: ¡Dios misericordioso, justiciero, que todo lo ves!… ¡Ayúdanos!… ¿Cuándo llegará esa hora?… ¡Apresura tu castigo, Señor!

El alarmado Yákov Lukich, ya al amanecer, acercóse a la puerta y volvió a pegar la oreja al ojo de la cerradura. Pólovtsev musitaba una oración, se ponía de rodillas, jadeando, y se inclinaba reverente. Luego, apagó la luz, acostóse y, ya medio dormido, profirió otra vez, con voz clara: «Matarlos a todos… ¡hasta el último!», y empezó a gemir.

Unos días más tarde, Yákov Lukich oyó de noche llamar al postigo: salió al zaguán.

—¿Quién llama?

—¡Abre, patrón!

—¿Quiénes?

—Vengo a ver a Alexandr Anísimovich —respondieron, en un susurro, al otro lado de la puerta.

—¿A quién? Aquí no vive nadie que se llame así.

—Dile que le traigo una carta del Negro.

Yákov Lukich lo pensó un poco y abrió: «¡Sea lo que Dios quiera!» Entró un hombre bajito, encapuchado con un bashlik. Pólovtsev lo condujo a su cuartucho, cerró herméticamente la puerta y, durante hora y media, oyóse el apagado murmullo de una precipitada conversación. Entre tanto, el hijo de Yákov Lukich le daba heno al caballo del mensajero, le aflojaba la cincha, lo desembridaba.

A partir de entonces, casi todos los días empezaron a llegar correos a caballo, pero ya no a la medianoche, sino de madrugada, a eso de las tres o las cuatro. Llegaban, por lo visto, de sitios más lejanos que el primero.

Aquellos días Yákov Lukich llevaba una vida doble, extraña. Por la mañana, iba a la administración del koljós; hablaba con Davídov, con Nagúlnov, con los carpinteros y los jefes de las brigadas. Los múltiples quehaceres que le proporcionaban la construcción de los establos para el ganado, la desinfección del grano, la reparación de los aperos, no le dejaban ni un minuto libre para otros pensamientos. El diligente Yákov Lukich, de un modo imprevisto por él mismo, encontrábase metido en un ambiente de afanosa actividad y continuas preocupaciones, muy grato a su carácter, con la sola diferencia, fundamental, de que ahora andaba ajetreado por el caserío, hacía numerosos viajes y se ocupaba de diversos asuntos no en aras del beneficio personal, sino trabajando para el koljós. Pero incluso de aquello estaba satisfecho, con tal de distraerse de los sombríos pensamientos y ahuyentar las meditaciones… Le atraía el trabajo, sentía siempre el deseo de hacer algo, proyectos de toda índole germinaban en su cabeza. Había emprendido con afán los trabajos para hacer más templados los establos y la construcción de una cuadra central; dirigía el traslado de los graneros socializados y las obras de uno nuevo, koljosiano. Y al anochecer, en cuanto cesaba el ajetreo de la jornada y llegaba la hora de volver a casa, ante la sola idea de que allí, en el cuartucho, estaba Pólovtsev, sombrío y espantoso en su soledad, como un milano sobre un túmulo funerario, Yákov Lukich sentía una opresión en la boca del estómago, las fuerzas le abandonaban y un inmenso cansancio se apoderaba de él… Volvía a casa y, antes de cenar, entraba a verle.

—Cuenta —le decía Pólovtsev, liando un cigarrillo, dispuesto a escucharle con ansia.

Y Yákov Lukich le contaba las novedades de la jornada en el koljós. De ordinario, Pólovtsev le escuchaba en silencio, pero una vez, al informarle Yákov Lukich de la distribución de ropas y calzado de los kulaks entre los campesinos pobres, su rabia se desbordó; furioso, con un gorgoteo en la garganta, empezó a vociferar:

—¡En primavera, a todos los que han tomado alguna prenda les retorceremos el pescuezo! ¡Haz una lista de todos esos… canallas! ¿Me oyes?

—Ya la he hecho, Alexandr Anísimovich.

—¿La tienes ahí?

—Sí.

—¡Dámela!

Cogió la lista y la copió cuidadosamente, anotando los nombres, patronímicos y apellidos completos, así como las prendas tomadas, y poniendo una crucecita junto a cada uno de los que habían recibido ropa o calzado.

Después de hablar con Pólovtsev, Yákov Lllkich se iba a cenar; pero antes de acostarse pasaba de nuevo por el cuartucho a recibir instrucciones sobre lo que había que hacer al día siguiente.

Por indicación de Pólovtsev, el 8 de febrero, Yákov Lukich dio orden al jefe de la segunda brigada de que reservase cuatro trineos con hombres, para llevar a los establos de los bueyes arena del río. La orden fue cumplida. Entonces Yákov Lukich dispuso que limpiaran bien los suelos de tierra y los enarenasen luego. Cuando estaban terminando el trabajo, Davídov llegó al establo de la segunda brigada.

—¿Qué hacéis con esa arena? —preguntó a Demid el Callado, que había sido nombrado boyero de la brigada.

—La esparramamos.

—¿Para qué?

Silencio.

—Te pregunto que para qué.

—No lo sé.

—¿Quién ha mandado que se eche aquí arena?

—El administrador.

—¿Y qué dijo?

—Dijo: cuidad de la limpieza… ¡inventa, el hijo de perra!

—Pues esto es buena cosa, ¡qué duda cabe! En realidad, estará así más limpio. Porque con el estiércol y la peste que había aquí, los bueyes podían agarrar una enfermedad. A ellos hay que proporcionarles también limpieza, como dicen los veterinarios, ¡eso es la pura verdad! Y tú haces mal en… Bueno, en manifestar tu descontento. Fíjate, ¿eh? hasta da gusto mirar el establo: arenita, curiosidad… ¿Qué te parece?

Pero Davídov no pudo sacarle al Callado una palabra más del cuerpo. Sin despegar los labios, éste se dirigió al cobertizo del salvado, y aquél, aprobando mentalmente la iniciativa de su administrador, se fue a comer.

Al atardecer, Liubishkin vino corriendo a ver a Davídov, y le preguntó enfurecido:

—¿Es que desde hoy les vamos a poner a los bueyes arena, en vez del lecho de paja?

—Sí, arena.

—¿Qué le pasa a ese Ostrovnov? ¿Se… se ha vuelto loco? ¿Dónde se ha visto esto? ¿Y tú, camarada Davídov?… ¿Será posible que apruebes semejante majadería?

—¡Cálmate, Liubishkin! Todo esto es por razones de higiene, y Ostrovnov ha hecho bien. Cuando hay limpieza, disminuye el peligro de las enfermedades.

—¿Higiene? Si eso es higiene, ¡que se la meta en el c…! ¿Dónde deben acostarse los bueyes? ¡Y más con el frío que hace! La paja les da calor, mientras que la arena… Anda, ¡prueba a acostarte sobre ella!

—Bueno, bueno, ¡haz el favor de no poner objeciones! ¡Tenemos que desechar los viejos métodos de cuidar el ganado! Hay que dar a todo una base científica.

—Sí, sí, ¡vaya una base! ¡Maldita sea…! —Liubishkin se dio un sonoro golpe con la papaja negra en la caña de la bota y salió disparado, más rojo que la grana.

A la mañana siguiente, veintitrés bueyes no pudieron levantarse del suelo. Durante la noche, la arena, endurecida por el frío, había impedido que se filtrase la orina de los animales, y éstos, descansando sobre la humedad, habían quedado adheridos a la capa de hielo… Algunos se levantaron, dejando sobre la arena petrificada túrdigas de pellejo. A cuatro se les partieron los helados rabos; los demás, del frío, estaban enfermos.

Yákov Lukich había puesto demasiado celo en el cumplimiento del mandato de Pólovtsev, y aquello estuvo a punto de costarle el cargo de administrador. «De ese modo, ¡harás que sus bueyes se hielen! Y los muy tontos creerán que lo has hecho para la limpieza. Pero cuidado con los caballos, ¿eh? . . ¡Necesito que todos ellos, en cualquier momento, estén en condiciones!», le había dicho la víspera Pólovtsev. Y Yákov Lukich había ejecutado la orden.

Por la mañana, Davídov le llamó a su habitación, corrió el pestillo de la puerta y, sin mirarle, le preguntó:

—¿Qué es lo que has hecho?…

—¡Ha sido un error, querido camarada Davídov! Pero yo lo hice con la mejor intención… ¡Dios mío!… Me arrancaría los pelos…

—¡Ah, canalla!… —Davídov se puso lívido y clavó de pronto en Yákov Lukich sus ojos, cuajados de lágrimas de rabia—. ¿Con que nos saboteas?… ¿No sabías tú que la arena no se puede echar en los compartimentos? ¿No sabías que se podían helar los bueyes?

—Yo quería que los bueyes… ¡Dios es testigo de que no lo sabía!

—¡No me vengas con cuentos!… ¡Yo no creeré nunca que tú, un hombre tan experimentado, ignorabas eso!

Yákov Lukich se echó a llorar. Sonándose, balbuceaba siempre lo mismo:

—Yo quería cuidar de la limpieza… Que no hubiera allí estiércol… No sabía, ni me imaginaba lo que iba a pasar…

—Vete, y entrega todo a Ushakov. Te llevaremos a los tribunales.

—¡Camarada Davídov!…

—¡Te digo que te vayas!

Cuando Yákov Lukich se hubo marchado, Davídov empezó a reflexionar, con más calma, sobre lo ocurrido. Sospechar que Yákov Lukich se dedicase al sabotaje le parecía ahora absurdo. Pues Ostrovnov no era ningún kulak. Y si algunos, a veces, le llamaban eso, era simplemente por motivos de enemistad personal. Sin embargo, un día, poco después del nombramiento de Ostrovnov para el cargo de administrador, Liubishkin había dejado caer la siguiente frase: «¡Ese es un antiguo kulak!» Davídov hizo entonces averiguaciones y comprobó que, en efecto, hacía muchos años, Yákov Lukich había vivido en la abundancia, pero luego las malas cosechas le habían arruinado, reduciéndole a la condición de campesino medio. Después de mucho pensar, Davídov llegó a la conclusión de que Yákov Lukich no era culpable del accidente de los bueyes, y que si había obligado a enarenar los establos, ello se debía al deseo de instaurar allí la limpieza y, posiblemente, en parte, a su continuo afán de innovaciones. «Si fuera un saboteador, no trabajaría con tanto afán. Y además, su par de bueyes también ha sufrido a causa de esto —se decía Davídov—. No, Ostrovnov es un koljosiano fiel a nosotros, y el caso de la arena no es más que una lamentable equivocación, ¡eso es la pura verdad!» Recordó con cuánta solicitud e ingenio trabajaba Yákov Lukich para hacer unos establos cálidos y cómo economizaba el heno; incluso una vez, con motivo de haber enfermado tres caballos koljosianos, se había pasado la noche entera en la cuadra poniendo a los animales lavativas de aceite de cáñamo para curarles el cólico; luego, él fue el primero en proponer que se expulsase del koljós al causante de la enfermedad, el mozo de cuadra de la primera brigada, Kuzhenkov, el cual, según se puso en claro, había alimentado a los caballos, durante una semana, solamente con paja de centeno. En cuanto a los caballos, Davídov había observado lo mucho que Yákov Lukich cuidaba de ellos, más que nadie. Y al recordar todo aquello, Davídov se sintió avergonzado, culpable ante el administrador por su injustificada explosión de cólera. Lamentaba haber tratado tan groseramente a un buen koljosiano, miembro del consejo de administración y respetado por sus convecinos, al que había llegado a acusar de sabotaje, cuando en realidad no había cometido más que una simple imprudencia. ¡«Qué barbaridad!», pensó, revolviéndose los cabellos, y, carraspeando turbado, salió de la habitación. Yákov Lukich, con un manojo de llaves en la mano y un agravio en los labios trémulos, hablaba con el contable.

—Mira, Ostrovnov… No hagas entrega, sigue trabajando, desde luego. Pero como vuelva a ocurrirte algo parecido… Bueno, ya sabes lo que quiero decirte… Llama al veterinario del distrito, y diles a los jefes de brigada que no manden a trabajar a los bueyes con heladuras.

El primer intento de Yákov Lukich de causar daño al koljós había terminado con felicidad, sin contratiempos para él. Pólovtsev liberó temporalmente de sucesivas tareas a Ostrovnov, pues éste estaba ocupado en otros menesteres: a su casa había llegado —de noche como siempre— un nuevo hombre. El viajero despidió el trineo y entró en el kurén, e inmediatamente Pólovtsev se lo llevó a su cuartucho y ordenó que nadie penetrase allí. Estuvieron hablando los dos hasta muy tarde, y a la mañana siguiente, Pólovtsev, reanimado y alegre, llamó a Yákov Lukich a su habitacioncilla.

—Aquí tienes, querido Yákov Lukich, a un miembro de nuestra alianza, un compañero de armas, por decido así, el alférez, o jorunzhi en cosaco, Vatslav Avgustovich Liatievski. Aprécialo y cuida bien de él. Y éste es mi patrón, un cosaco de pura cepa, pero que ahora está en el koljós, de administrador… Es todo un funcionario soviético, podríamos decir…

El alférez se incorporó en la cama y le tendió a Yákov Lukich la mano, blanca y ancha. Aparentaba unos treinta años y tenía el rostro amarillento y enjuto. Sus cabellos rizosos y negros descendían, peinados hacia atrás, hasta el abotonado cuello de su negra blusa de satén. Sobre los labios, rectos y sonrientes, se ensortijaba un bigotillo ralo. El ojo izquierdo estaba entornado para siempre —sin duda, a causa de alguna contusión—, y bajo él, formando abultados pliegues inertes, se contraía la piel, seca y muerta como una hoja de otoño. Pero aquel ojo entornado, lejos de alterar la alegre y risueña expresión del rostro del ex alférez Liatievski, la acentuaba aún más. Parecía que de un momento a otro iba a guiñar con malicia el ojo castaño, que la piel se desplegaría, para subir hacia la sien en un haz de arruguillas, y el alférez, gozoso de la vida, prorrumpiría en una carcajada jovial y contagiosa. Su ropa, intencionadamente holgada, no entorpecía los bruscos movimientos de Liatievski ni ocultaba su marcial apostura.

Pólovtsev, contra su costumbre, estaba aquel día de buen humor y se mostraba amable hasta con Yákov Lukich. No tardó en poner término a aquella conversación intrascendente; volviéndose hacia Ostrovnov, manifestó:

—El alférez Liatievski se quedará en tu casa un par de semanas, y yo, hoy, en cuanto anochezca, me marcharé. Facilítale a Vatslav Avgustovich todo lo que necesite; cumple todas sus órdenes como si fueran mías. ¿Entendido? ¡Eso tienes que hacer, mi buen Yákov Lukich! —y poniéndole sobre la rodilla su mano de hinchadas venas, añadió, en tono muy significativo—: ¡Pronto empezaremos! Ya nos queda poco que aguantar. Díselo así a nuestros cosacos, para que cobren ánimos. Y ahora, vete, tenemos que hablar aún.

Había ocurrido algo extraordinario, que obligaba a Pólovtsev a ausentarse de Gremiachi Log por dos semanas. Yákov Lukich ardía en deseos de saber qué era aquello. Con este objeto, penetró en la sala, desde donde oyera Pólovtsev aquel día su conversación con Davídov, y pegó la oreja al delgado tabique. A través de él, captó algunas frases sueltas, pronunciadas en el cuartucho:

Liatievski —Tiene usted que ponerse, obligatoriamente, en contacto con Bikadórov… En la entrevista, Su Excelencia le informará desde luego de que los planes… una situación favorable… ¡Eso es magnífico!… En la región de Salsk… un tren blindado… en caso de derrota…

Pólovtsev —¡Chits!…

Liatievski —¿Supongo que no nos oirá nadie?

Pólovtsev —Sin embargo… La más estricta prudencia en todo…

Liatievski (aún más bajo, tanto que Yákov Lukich pierde el hilo de sus palabras) —Derrotas… desde luego… Afganistán… Con su ayuda se podrá pasar…

Pólovtsev —Pero los fondos… la GPU… (y después, un continuo: «bis-bis-bis-s-s…»).

Liatievski —Otra alternativa: pasar la frontera… Minsk… Dejando atrás… Le aseguro que los guardafronteras… En la sección del Estado Mayor, nos recibirán sin duda… El coronel, yo conozco su apellido… el santo y seña… ¡Esto constituye una poderosa ayuda! Una protección semejante… No se trata de un subsidio…

Pólovtsev —¿Y él que opina?

Liatievski —Estoy seguro de que el general repetirá… ¡mucho! Me han ordenado de palabra que… extremadamente grave, aprovechando… no dejar escapar el momento…

Las dos voces se convirtieron en un susurro, y Yákov Lukich, que no había comprendido nada de aquellos retazos de conversación, suspiró desalentado y dirigióse a la administración del koljós, Al llegar a la antigua casa de Titok y recorrer con la mirada, por costumbre, la tabla blanca, fijada sobre la puerta, en que se leía: «Administración del koljós Stalin de Gremiachi», sintió de nuevo aquel habitual desdoblamiento. Luego, recordó al alférez Liatievski y las palabras, dichas con seguridad, de Pólovtsev: «¡Pronto empezaremos!», y pensó, con encono, irritado contra sí mismo: «¡Que sea pronto! Porque si no, ¡yo me desgarraré la piel entre ellos y el koljós, como un buey sobre el hielo!»

Por la noche, Pólovtsev ensilló el caballo, metió en las bolsas de cuero todos sus papeles, tomó las provisiones para el camino y se despidió. Yákov Lukich oyó, frente a las ventanas, el seco y alegre repiqueteo de los cascos del bruto, que, después de la larga quietud, caracoleaba, contento de desentumecerse.

El nuevo pupilo resultó ser hombre muy inquieto y de una rudeza castrense, sin cumplidos. Siempre alegre y sonriente, se pasaba los días enteros vagando por el kurén, bromeando con las mujeres y molestando de continuo a la vieja abuela, que detestaba el humo del tabaco. Andaba por la casa sin temor a que le viese algún extraño, hasta tal punto, que Yákov Lukich le advirtió:

—Debería tener más cuidado… No vaya a ser que, en mala hora, se presente aquí alguien y vea a usía.

—¿Es que yo llevo escrito en la frente que soy un «usía»?

—No, pero pueden preguntar quién es usted y de dónde ha venido…

—Mira, patrón, yo tengo los bolsillos llenos de documentos falsos. Y si la cosa se pone fea y no me creen, presentaré este salvoconducto… Con él, ¡se puede pasar por todas partes! —y sin abandonar su alegre sonrisa, mirando retador con su ojo inmóvil, escondido en un pliegue de la piel, sacó del pecho una pistola «máuser», que relució débilmente.

La alegría del bravo alférez no le agradaba a Yákov Lukich; sobre todo después de una noche en que, al volver de la administración, oyó en el zaguán unas voces sofocadas, una risa contenida y un ruido como de lucha. Encendió una cerilla y vio en el rincón, tras el arca del salvado, el ojo de Liatievski, que brillaba solitario, y al lado, a su nuera, colorada como un tomate. Toda turbada, se bajaba con precipitación las faldas y se arreglaba el pañuelo de la cabeza, caído sobre la nuca… Yákov Lukich, sin decir palabra, se dirigió hacia la cocina, pero Liatievski le alcanzó, ya en el umbral, y, dándole una palmada en el hombro, le dijo en voz baja:

—Tú, padrecito, punto en boca… No le des un disgusto a tu hijito… Nosotros, los militares, procedemos así. ¡Con rapidez y empuje! ¿Quién no ha pecado de joven alguna vez? ¡Ji, ji!… Anda, toma un cigarrillo y fuma… ¿Y tú, no has hecho nunca nada con la nuera? ¡Ah, viejo granuja!

Yákov Lukich estaba tan desconcertado, que cogió el cigarrillo y no entró en la cocina hasta que no lo hubo encendido con la cerilla que Liatievski le tendía. Este, después de darle fuego al patrón, dijo en tono aleccionador, conteniendo un bostezo:

—Cuando le hacen a uno una fineza, como, por ejemplo, encendiéndole un fósforo, hay que dar las gracias. Mal educado estás, ¡Y eso que eres administrador! Antes, yo no te habría tomado ni de asistente.

«¡Vaya un huésped que me ha mandado el diablo!», pensó Yákov Lukich.

La desvergüenza de Liatievski le había producido un efecto abrumador. Su hijo, Semión, estaba ausente, pues le habían enviado a la cabeza del distrito, en busca del veterinario. Yákov Lukich resolvió no decirle nada; llamó a su nuera al granero, y allí, a la chita callando, la castigó azotándola con una sufra. Mas como los golpes no fueron suministrados en la cara, sino en la espalda y más abajo, no dejaron señales visibles. El propio Semión no advirtió nada. Por la noche, volvió de la stanitsa; su mujer le sirvió la cena, y él, al notar que se sentaba en el borde mismo del banco, inquirió sorprendido y bonachón:

—¿Por qué te sientas como si estuvieras en visita?

—Me ha salido… un grano… —contestó la mujercita de Semión, poniéndose toda colorada, y se levantó.

—No tienes más que mascar un poco de cebolla con pan y aplicártelo en el sitio… En seguida, desaparecerá —le aconsejó compasivo Yákov Lukich, que en aquel momento estaba dando cerote a unos hilos, junto al horno.

La nuera le lanzó una mirada fulgurante, pero respondió sumisa:

—Gracias, padre; sin eso se curará…

De tarde en tarde, Liatievski recibía pliegos. Después de enterarse de su contenido, los quemaba en la estufa. Al fin, empezó a entregarse a la bebida, por las noches, y dejó de retozar con la nuera de Yákov Lukich. Estaba taciturno y, cada vez con más frecuencia, mandaba a éste o a Semión por «media botellita», poniéndoles en la mano billetes nuevecitos, crujientes, de diez rublos. Cuando empinaba el codo, le daba por hablar de política y hacía amplias deducciones, de carácter general, enjuiciando la situación a su manera. Una vez, dejó pasmado a Yákov Lukich. Después de llamarle a su cuartucho, le convidó a vodka y, guiñando cínico el ojo, preguntó:

—¿De modo que tú te dedicas a destruir el koljós, eh?

—No, ¿para qué? —repuso Yákov Lukich, fingiendo asombro.

—¿Y qué métodos empleas?

—¿Cómo, qué quiere usted decir?

—Bueno, ¿qué trabajo realizas? Porque tú eres un saboteador… ¿Qué haces allí? ¿Envenenas a los caballos con estricnina, destrozas los instrumentos de producción, o alguna otra cosa más?

—Tengo orden de no tocar a los caballos; incluso me han mandado todo lo contrario… —confesó Yákov Lukich.

Últimamente, casi no bebía; por ello, el vaso de vodka le había aturdido, disponiéndole a la franqueza. Sentía deseos de lamentarse de su suerte, de decir cómo le dolía el alma al tener que edificar y destruir al mismo tiempo la economía socializada del caserío, pero Liatievski no le dejó hablar; luego de beber de nuevo, sin echarle más a Yákov Lukich, inquirió:

—Entonces, tonto de capirote, ¿para qué te has liado con nosotros? ¿Por qué diablos?, cabe preguntar. A Pólovtsev y a mí no nos queda otra salida, y vamos a la muerte… ¡Sí, a la muerte! A no ser que triunfemos; aunque te diré, villano, que las probabilidades de victoria son, desgraciadamente, pocas… ¡El uno por ciento a lo sumo! Pero nosotros somos gente que no tenemos nada que perder, salvo las cadenas, como dicen los comunistas. Mientras que tú… A mi modo de ver, no eres más que una víctima, destinada al sacrificio vespertino. Lo que tú necesitas es vivir, ¡vivir, imbécil!… Yo no creo, desde luego, que unos villanos como tú puedan construir el socialismo, pero en fin… Deberíais al menos revolver el agua del pantano mundial. Si no, vendrá la sublevación, y a ti, diablo canoso, te apiolarán o, simplemente, serás hecho prisionero y, como elemento inconsciente, facturado al gobierno de Arjánguelsk. Una vez allí, te estarás cortando pinos hasta el segundo advenimiento del comunismo… ¡Ay, pedazo de alcornoque! Yo comprendo por qué hay que sublevarse, ¡pues soy un noble! Mi padre tenía cerca de cinco mil desiatinasde tierras labrantías y casi ochocientas de bosques. A mí y a otros como yo nos dolió mucho abandonar nuestro país y tener que ganarnos el pan de cada día, como suele decirse, en tierra extraña, con el sudor de nuestra frente. Pero tú, ¿qué eres tú en realidad? ¡Un destripaterrones y un vago! ¡Un escarabajo pelotero! ¡Todavía no palmaron bastantes de los vuestros en la guerra civil, hijos de perra, cosaquillos despreciables!

—¡Pero así no podemos vivir! —replicó Yákov Lukich—. Nos agobian a impuestos, se llevan nuestros bienes, no hay vida individual. Si no fuera por eso, maldita la falta que nos harían los nobles y todos los de su ralea. ¡En la vida cometería yo tal pecado!

—Los impuestos, ¡valiente cosa! Como si en otros países los campesinos no pagaran impuestos. ¡Y más grandes aún!

—No puede ser.

—¡Te lo aseguro!

—¿Y cómo sabe usted de qué manera se vive allí y lo que se paga?

—Lo sé porque he estado allí.

—Entonces, ¿viene usted del extranjero?

—¿Ya ti qué te importa?

—Me interesa.

—Si quieres saber mucho, pronto te harás viejo. Anda, ve y tráeme más vodkita.

Yákov Lukich mandó a Semión por vodka y, ansioso de soledad, se fue a la era. Sentado al pie del almiar, estuvo un par de horas pensando: «¡Maldito arrugado! Me ha dicho tantas cosas, que me ha puesto la cabeza como un bombo. ¿No será que quiere sondearme, saber si me volveré contra ellos… y luego, cuando regrese Alexandr Anísimovich, irle con el soplo?… Entonces, éste me mataría a hachazos, como a Joprov. O tal vez piense así verdaderamente… Pues lo que dice uno borracho es lo que piensa sereno… ¿No habría sido mejor no meterse en este lío con Pólovtsev y aguantar agazapado en el koljós uno o dos añitos? A lo mejor, el Poder, al ver lo mal que marchan las cosas en los koljóses, los disuelve dentro de un añito. Y si ocurriera eso, yo volvería a vivir como las personas… ¡Ay, Dios mío, Dios mío!… ¿Dónde ir ahora? Está visto que perderé la pelleja… Le des a un mochuelo contra un tronco o a un tronco contra un mochuelo, el resultado será igual: morirá el mochuelo…»

El viento, saltando la cerca, entraba en la era y campaba allí por sus respetos. Traía al almiar las pajuelas esparcidas junto a la puertecilla, las metía en las cavidades abiertas por los perros, peinaba las desmelenadas esquinas, donde la paja estaba menos apretada, y barría de la cima los cristales de nieve. Fuerte, impetuoso y frío era el viento aquel. Yákov Lukich, durante largo rato, trató de averiguar de qué lado venía, pero no pudo lograrlo. Diríase que rondaba el almiar, llegando, alternativamente, de los cuatro puntos cardinales. Los ratones —alarmados por él— empezaron a rebullir dentro de la paja. Corrían chillando débilmente, por caminos secretos; a veces, muy cerca de la espalda de Yákov Lukich, que estaba recostado sobre el compacto almiar. Arrullado por el viento, el susurro de la paja, los leves chillidos de los ratones y el monótono chirriar del cigoñal del pozo, Yákov Lukich se iba quedando como adormecido: todos los rumores de la noche asemejábanse ahora a una música lejana, singular y triste. Medio cerrados los lacrimosos ojos, miraba al cielo, cuajado de estrellas, y aspiraba el olor de la paja y del viento de la estepa; cuanto le rodeaba le parecía bello y sencillo…

Pero a la medianoche, enviado por Pólovtsev, llegó del caserío de Voiskovói un correo a caballo. Liatievski leyó la carta, cuyo sobre traía la indicación de «Muy urgente», y despertó a Yákov Lukich, que dormía en la cocina.

—Toma, lee.

Yákov Lukich, restregándose los ojos, tomó la misiva, dirigida a Liatievski. En una hoja de libreta había escrito con lápiz tinta, letra clara y resabios de antigua ortografía:

«Señor alférez:

Tenemos noticias fidedignas de que el CC de los bolcheviques está recogiendo trigo entre la población campesina. Dicen que para la siembra de los koljóses, pero en realidad este trigo está destinado a venderse en el extranjero, mientras que los labradores, entre ellos los koljosianos, serán condenados a un hambre espantosa. El poder Soviético, presintiendo su fin cercano e inevitable, vende el último trigo y arruina definitivamente a Rusia. Le ordeno que, inmediatamente, realice entre la población de Gremiachi Log, donde Usted representa actualmente a nuestra alianza, una agitación contra la recogida de ese trigo que se dice es para semilla. Ponga en conocimiento del contenido de la presente a Y. L. y encomiéndele que lleve a cabo con urgencia una labor explicativa. Es de extrema necesidad impedir a toda costa la recogida del grano».

Por la mañana, Yákov Lukich, sin pasar por la administración, fue a ver a Bánnik y a los demás correligionarios que había reclutado e incorporado a la «Alianza para la Liberación del Don».