En la terracilla del Soviet, de espaldas a Davídov, que llegaba ya a ella, estaba en pie un hombre achaparrado, fornido, con un gorro cosaco, negro, de copa baja, en la que se destacaban dos galones blancos, formando cruz, y negra zamarra de piel curtida, fruncida en el talle. Las espaldas del hombre del gorro cosaco eran extraordinariamente anchas, inabarcables, y tapaban por completo la puerta y el dintel. Estaba allí plantado, esparrancadas las piernas, cortas, recias, bajo y vigoroso como un olmo de la estepa. Sus botas altas, de amplias cañas de fuelle y torcidos tacones, parecían soldadas al entarimado de la terracilla, que cedía bajo el peso de aquel corpachón de oso.
—Es el jefe de nuestra columna de agitadores, el camarada Kondratko —dijo el muchachito, que iba junto a Davídov. Y al advertir una sonrisa en los labios de éste, añadió en voz queda—: Nosotros le llamamos en broma «el tío Cuadrado»… Es un tornero de la fábrica de locomotoras de Lugansk… Ya vejete, por sus años, pero, por lo demás, ¡un barbián!
En aquel momento Kondratko, al oír hablar, volvió hacia Davídov el rostro purpúreo, y bajo sus bigotes caídos, castaños, brillaron de pronto, en una sonrisa, sus dientes blancos.
—¡Ah!, ¿vosotros seréis, seguramente, el Poder Soviético? ¡Buenas tardes, hermanitos!
—Buenas tardes, camarada. Yo soy el Presidente del koljós, y éste es el Secretario de la célula del Partido.
—¡Muy bien! Vamos adentro, porque mis valientes están cansados de esperar. Yo, como jefe de la columna de agitadores, voy a hablar con vosotros. Me llamo Kondratko, pero si mis muchachos os dicen que me llamo Cuadrado, haced el favor de no creerlo, pues todos ellos son unos bribones de siete suelas… —hablaba con voz de trueno, en tanto entraba de medio lado.
Osip Kondratko había trabajado en el Sur de Rusia más de veinte años. Al principio, en Taganrog; luego, en Rostov del Don y Mariúpol, y por último, en Lugansk, de donde partió para incorporarse a la Guardia Roja a fin de sostener con sus anchos hombros el joven Poder Soviético. Los años de convivencia con los rusos habían alterado la pureza de su habla ucraniana, pero su aspecto, sus bigotes caídos, como los de Shevchenko, revelaban al hombre de Ucrania. Avanzando hacia Tsaritsin, había atravesado en 1918, con los mineros del Donetz, con Vorochílov, los caseríos cosacos que ardían en el fuego de las insurrecciones contrarrevolucionarias… Y más tarde, cuando en las conversaciones se hablaba de los años —pertenecientes ya al pasado— de la guerra civil, cuyo eco perdura vivo en la memoria y en los corazones de sus participantes, Kondratko decía con recóndito orgullo: «Nuestro Klíment[53] es también de Lugansk… En un tiempo, nos conocíamos muy bien, ¡ya lo creo!… Y me parece que nos volveremos a ver… Si nos vemos, ¡me reconocerá en seguida! En Tsaritsin, cuando combatíamos contra los blancos, solía decirme en broma: «¿Qué hay, Kondratko, cómo va el negocio? ¿Estás vivo todavía, viejo lobo?» —«Claro que estoy vivo, Klíment Efrémovich, ahora no hay tiempo para morirse, ¡ya ve la de sablazos que les atizamos a los contrarrevolucionarios! ¡Luchamos como leones!» Si nos encontráramos, empezaría en seguida a darme ánimos», terminaba Kondratko, con gran convencimiento.
Después de la guerra, fue a parar otra vez a Lugansk y prestó servicio en los organismos de la Cheka en el transporte; luego, lo mandaron al trabajo del Partido, y de nuevo, a la fábrica. De allí, movilizado por el Partido, marchó para ayudar a la colectivización en el agro. Mucho había engordado Kondratko en los últimos años, ensanchándose a más y mejor… Ahora, sus compañeros de armas no reconocerían a aquel mismo Osip Kondratko que, el año 1918, en las inmediaciones de Tsaritsin, había matado a sablazos a cuatro cosacos y al centurión del Kubán Mamaliga, el cual había recibido de manos del propio Wrángel, en «premio al valor», un sable de plata con incrustaciones de oro. Había entrado ya Osip en la edad madura y empezaba a envejecer; venillas azules y violadas surcaban su rostro… Como el caballo cansado de la rápida carrera se cubre de espuma, así se había cubierto de canas Osip; las pérfidas ni siquiera habían respetado sus lacios bigotes. Pero la voluntad y la fuerza no abandonaban a Osip Kondratko, y en cuanto a la creciente obesidad, desmesurada, aquello no tenía importancia. «Tarás Bulba era todavía más gordo que yo, ¿y le impidió eso pelear contra los polacos? ¡Quiá! Si hay que combatir otra vez, yo sabré hacer, de cualquier oficial, ¡dos de un solo tajo! Y mis cincuenta añitos… ¡Bah, valiente cosa! Mi padre vivió cien bajo el Poder de los zares; yo, bajo el querido Poder nuestro, viviré ciento cincuenta!», decía cuando le recordaban su edad y su gordura cada vez mayor.
Kondratko entró el primero en la habitación del Soviet.
—¡Silencio, muchachos! Haced el favor. Este es el Presidente del koljós, y este otro, el Secretario de la célula. Ahora tenemos que escuchar, para enterarnos de lo que pasa aquí, y entonces sabremos lo que hay que hacer. ¡Hala, sentarsel
Unos quince hombres de la columna de agitadores, sin dejar de hablar, empezaron a tomar asiento. Dos de ellos salieron al patio; sin duda, a echar un vistazo a los caballos. Al pasar la mirada por aquellos desconocidos rostros, Davídov reconoció a tres funcionarios del distrito: al perito agrónomo, al maestro de la escuela secundaria y al médico. Los demás eran enviados de la capital de la comarca; algunos, a juzgar por todas las apariencias, venían de la producción. En tanto se sentaban, arrastrando las sillas y tosiendo, Kondratko le dijo a Davídov en voz baja:
—Ordena que les echen heno a nuestros caballos, y que los carreros no se vayan por ahí… —y entornó los ojos con picardía—. ¿No encontrarás un poco de avena?
—No, la única que tenemos es para semilla —contestó Davídov, y al instante, sintió un frío interior, aguda desazón y repugnancia de sí mismo.
De avena para piensos les quedaban más de cien puds, pero se había negado porque la avena aquella la guardaban, cuidándola como las niñas de sus ojos, para el comienzo de las labores de primavera, y a Yákov Lukich casi se le saltaban las lágrimas cuando había de dar a los caballos —únicamente a los de la administración del koljós y sólo antes de los viajes largos y penosos— un cubo por cabeza del precioso grano.
«¡Ya está aquí el mezquino espíritu de la pequeña propiedad! A mí también empieza a atenazarme —pensaba Davídov—. Antes no me ocurría nada semejante, ¡eso es la pura verdad! ¿No te da vergüenza?… ¿Qué, le doy la avena? No; ahora ya no estaría bien».
—¿Quizás tengáis cebada?
—Tampoco tenemos.
En realidad, no la había, pero Davídov se puso colorado bajo la irónica y comprensiva mirada de Kondratko.
—No; te lo digo en serio, no tenemos cebada.
—Buen amo serías tú… Y a lo mejor, hasta un buen kulak… —dijo con su vozarrón Kondratko, riéndose para sus adentros, mas al ver que Davídov fruncía el entrecejo, le abrazó, alzándole en vilo—. ¡No te enfades! Era una broma. ¿No tienes? ¡Qué se le va a hacer! Guarda, guarda lo más posible para tus animales… ¡Hala, hermanitos, manos a la obra! Es necesario que haya aquí un silencio sepulcral —y dirigiéndose a Davídov y a Nagúlnov, añadió—: Hemos venido a vuestro caserío para echaros una manita. Supongo que os lo habrán dicho. De modo que, informadnos: ¿cómo andan vuestros asuntos?
Después del circunstanciado informe hecho por Davídov sobre la marcha de la colectivización y de la creación del fondo de semillas, Kondratko decidió:
—Todos nosotros no tenemos nada que hacer aquí —carraspeando, sacó del bolsillo una libreta y un mapa, y pasó el dedo por él—. Iremos a Tubianskói… Está cerquita de vuestro caserío, por lo que veo…Y a vosotros os dejaremos una brigada de cuatro muchachos, para que os echen una mano. En cuanto a la manera de reunir, lo más pronto posible, el fondo de semillas, os aconsejo lo siguiente: tener primero una reunión con los labradores, explicarles bien los motivos y las razones, y sólo entonces podréis desarrollar un trabajo de masas.
Hablaba con detalle, pausadamente. Davídov le escuchaba con gusto. Y aunque a veces no comprendía claramente el sentido de algunas expresiones ucranianas, dichas en un idioma que él entendía sólo a medias, se daba perfecta cuenta de que, en conjunto, Kondratko estaba exponiendo un acertado plan de campaña para reunir el fondo de semillas. Sin apresuramiento, con igual tono pausado, Kondratko marcó la línea de conducta que se debía seguir respecto a los campesinos individuales y acomodados del caserío si, contra lo que se esperaba, se les ocurría ponerse testarudos y ofrecer resistencia, de uno u otro modo, a las medidas de recogida de grano para semilla; indicó los métodos más eficaces, basados en la experiencia de trabajo de la columna de agitadores en otros soviets rurales. Hablaba siempre con suavidad, sin la más leve muestra de querer dirigir o dar lecciones, pidiendo consejo, en el curso de su intervención, a Davídov, Razmiótnov y Nagúlnov: «Así es como debe hacerse. ¿Y qué opináis vosotros, los de Gremiachi? ¿Conformes? ¡Me lo figuraba!»
Y Davídov, observando sonriente el rostro purpúreo, surcado de venillas, del tornero Kondratko, y el brillo pícaro de sus ojillos hundidos, pensaba: «¡Qué listo es este diablo! No quiere coartar nuestra iniciativa, y hace como que pide consejo. Pero intenta oponerte a su justo planteamiento; y en el acto, con la misma suavidad, te llevará a su terreno. ¡Qué duda cabe! ¡Yo conozco bien a esta clase de pájaros!»
Otro pequeño incidente vino a aumentar su simpatía hacia Kondratko. Este, antes de marchar, llamó aparte al jefe de la brigada que se quedaba en Gremiachi con tres camaradas más, y entre ambos se entabló un breve coloquio.
—¿Por qué te has puesto el revólver sobre la chaqueta? ¡Quítatelo ahora mismo!
—Pero, camarada Kondratko, los kulaks… la lucha de clases…
—¡Déjate de cuentos! ¿Los kulaks?, ¿y qué? Tú has venido aquí a hacer agitación, y si tienes miedo de ellos, toma el revólver, pero no se te ocurra llevado fuera, ¡adoquín! ¡Eres como un niño pequeño! Le han dado un arma y se la cuelga del cinto, tan contento… Métete eso en el bolsillo ahora mismo, para que los defensores de los kulaks no digan: «Mirad, mirad, buena gente, cómo vienen éstos a haceros propaganda, ¡con revólveres!» —y agregó entre dientes—: ¡Ah, bribonazo!…
Al montar en el trineo, llamó a Davídov y, dándole vueltas a un botón de su abrigo, le dijo:
—¡Mis muchachos trabajarán como condenados! Trabajad también vosotros de firme, ¿eh? Para que todo quede terminado cuanto antes. Yo estaré en Tubianskói; si pasa algo, avísame. Llegaremos allí y, seguramente, tendré que dar hoy mismo una función de teatro. ¡No puedes figurarte cómo hago yo el kulak! Tengo una pinta que me permite representar el kulak del natural… ¡Las cosas que tiene que hacer el tío Kondratko a la vejez! Bueno, en lo de la avena, no pienses más; no te guardo rencor por eso —y, sonriendo, derrumbóse sobre el asiento y apoyó las anchísimas espaldas contra el respaldo del trineo.
—¡Qué cabeza! ¡Y qué hombros! ¡Y qué piernas para sostenede! —comentó Razmiótnov, riendo a carcajadas—. ¡Es talmente un tractor!… Si lo enganchas a un arado tirará él solo por tres pares de bueyes. Una cosa me extraña, sin embargo: ¿de qué material harán a estos hombres tan vigorosos? ¿Qué crees tú, Nagúlnov?
—Creo que empiezas a parecerte al abuelo Schukar: ¡te estás volviendo muy chadatán! —repuso aquél, malhumorado.