Aquel año, según el plan, la superficie de labranza de primavera debía ser en Gremiachi Log de 472 hectáreas; entre ellas, 110 de tierras vírgenes. En el otoño se habían labrado, bajo el régimen de cultivo individual, 643 hectáreas y sembrado 210 de centeno de invierno. Se proyectaba dividir la superficie total de siembra de cereales y plantas oleaginosas de la siguiente manera: trigo, 667 hectáreas; centeno, 210; cebada, 108; avena, 50; mijo, 65; maíz, 167; girasol, 45, y cáñamo, 13. En total: 1.325 hectáreas, más 91 de tierras arenosas que se extendían, al sur de Gremiachi Log, hasta el largo barranco de Uzhachina, y se pensaba reservar para sandías y melones.
En la reunión ampliada de producción celebrada el 12 de febrero, a la que asistieron más de cuarenta activistas del koljós, se examinaron las cuestiones de crear el fondo de semillas, de establecer las normas de los trabajos del campo, de reparar los aperos para la siembra y de destinar una parte de las reservas de forraje para el período de las labores primaverales.
Por consejo de Yákov Lukich, Davídov propuso que se sembraran, en números redondos, siete puds de trigo por hectárea, es decir, 4.669 puds en total. E inmediatamente se produjo un alboroto ensordecedor. Cada uno gritaba sin oír a los demás, y el clamoreo aquel hacía retemblar, tintineantes, los cristales del antiguo kurén de Titok.
—¡Eso es una enormidad!
—¡Nos va a entrar cagalera!
—¡Nunca se ha sembrado así en tierras grises y arenosas!
—¡Ganas de hacer reír a la gente!
—A razón de cinco puds, todo lo más.
—Pongamos a cinco y medio.
—De tierra buena, como la que hace falta para los siete puds por desiatina, ¡no tenemos más que una pizca! ¿Qué es lo que quiere el Poder, que aremos los pastizales?
—Se podían labrar los campos cerca de la barraca de Pániushkin.
—¡Je, jel ¡Arar los sitios de más hierba! ¡Te habrás quedado calvo!…
—¡Habladnos del trigo! ¿Cuántos kilos se necesitan para esa hectárea?
—¡No nos marees la cabeza con los kilos! ¡Cuenta por medidas o por puds!
—¡Ciudadanos! ¡Ciudadanos, silencio! ¡La madre que os ha parido, ciudadanos!… ¡So-o-o! ¡Se han vuelto locos los malditos! ¡Dejadme… dos palabras! —se desgañitaba Liubishkin, el jefe de la segunda brigada.
—¿Dos? ¡Te las dejamos todas!
—¡Vaya una gentecita! ¡Mal rayo os parta! Talmente como animales… ¡Ignat! ¿Por qué muges igual que un toro? Estás ya morado de tanto berrear…
—¡Y tú echas espuma por la boca como un perro rabioso!
—¡Que hable Liubishkin!
—¡No puedo más! ¡Estoy ya sordo!
El vocerío era desenfrenado. Cuando, al fin, los más alborotadores se quedaron un poco roncos, Davídov, con una furia inhabitual en él, empezó a gritar:
—¿Es éste modo de celebrar reuniones?… ¿Por qué bramáis de esa manera? Cada uno tiene que hablar cuando le toque, y los demás callarse, ¡eso es la pura verdad! ¡No hay por qué portarse aquí como bandidos! ¡Hay que ser conscientes! —y, ya más bajo, añadió—: Debéis aprender de la clase obrera a celebrar las reuniones de un modo organizado. En nuestra fábrica, por ejemplo, cuando hay alguna reunión en el taller o en el club, siempre transcurre con orden, ¡eso es la pura verdad! Un camarada habla, y los demás escuchan, mientras que vosotros gritáis todos a la vez, ¡y no se entiende una palabra!
Liubishkin se levantó, agitando una gruesa tranca de roble:
—Al primero que interrumpa a otro, le sacudo con ésta un trancazo en el cogote, ¡que lo tumbo patas arriba!
—Pues antes de que acabe la reunión, ¡nos habrás dejado a todos lisiados! —auguró Diomka Ushakov.
Los reunidos rieron, echaron un cigarro y pusiéronse, ya en serio, a examinar la cuestión de las normas de siembra. Y resultó que, en realidad, no había ningún motivo para discutir ni gritar tanto… Yákov Lukich, que fue el primero en hablar, disipó inmediatamente todas las divergencias.
—Os habéis quedado roncos en vano. ¿Por qué el camarada Davídov ha propuesto los siete puds? Pues por la sencilla razón de que se lo hemos aconsejado todos nosotros. ¿Vamos a desinfectar y a limpiar la semilla en la clasificadora? Sí, vamos a hacerlo. ¿Y quedarán residuos? Quedarán. Incluso puede que muchos, porque hay algunos dueños de hacienda, poco cuidadosos, cuyo grano para semilla no se sabe si es grano o granzas. Lo tienen junto con el destinado para harina y lo criban de cualquier manera. Bueno, pero si quedan residuos, ¿no se perderán? No, se los echaremos a los animales y a las aves.
La cifra de siete puds fue aceptada. Peor se puso la cosa cuando se trató de las normas de rendimiento de cada arado. Hubo tal disparidad de opiniones, que Davídov casi se desconcertó.
—¿Cómo me vas a fijar tú, de antemano, el trabajo de cada arado, cuando no sabes qué primavera hará? —gritaba Agafón Dubtsov, el jefe de la tercera brigada, corpulento, picado de viruelas, arremetiendo contra Davídov—. ¿Sabes tú cómo se derretirá la nieve y si la tierra resultará seca ohúmeda debajo de ella? ¿Es que tú ves a través de la tierra?
—¿Y qué propones tú, Dubtsov? —le preguntó Davídov.
—Propongo que no se gaste papel en balde y que no se escriba nada ahora. Esto es hablar de la harina antes de sembrar el trigo…
—¡Tú, un jefe de brigada, y hablas como un inconsciente contra el plan! Según tú, ¿no se necesita, eh?
—No se puede decir de antemano cuánto y qué se va a hacer —apoyó, inesperadamente, Yákov Lukich a Dubtsov—. ¿Cómo es posible establecer la norma? Vosotros, es un suponer, uncís al arado tres pares de buenos bueyes, viejos, expertos, mientras que yo trabajo con unos de tres años, jóvenes sin adiestrar. ¿Podré yo arar con ellos tanto como vosotros? ¡En la vida!
Pero en aquel momento metió baza Maidánnikov:
—Extraña mucho oír en boca de Ostrovnov, administrador del koljós, semejantes cosas. ¿Cómo vas a trabajar tú sin una tarea? ¿Cómo te dé la santa gana? Yo no soltaré la mancera, mientras tú tomas tranquilamente el sol, ¿y luego recibiremos los dos por partes iguales? ¿Estás bien de la cabeza, Yákov Lukich?
—¡Bien, gracias a Dios, Kondrat Jristofórich! ¿Y cómo igualarás tú la fuerza de los bueyes y la calidad de la tierra? La tuya es blanda; la mía, dura; la tuya está en el llano; la mía, en un otero. Explícanos esto, si tan listo eres.
—Para la dura, una tarea; para la blanda, otra. Y la fuerza de los bueyes puede igualarse al uncirlos. Todo se puede tener en cuenta, ¡déjate de fábulas!
—Ushakov quiere hablar.
—¡Que hable!
—Yo, hermanos, propondría que a los animales, como siempre se hace, se les empezara a reforzar el pienso un mes antes de la siembra, con buen heno, maíz y cebada. Pero para esto hay que preguntar: ¿cómo andaremos de piensos? Porque los acopios se han llevado todo el grano sobrante…
—Del ganado se tratará luego. Eso es desviarse del asunto. ¡No cabe duda! Ahora hay que resolver la cuestión de las normas de trabajo diario en la labranza: cuántas hectáreas en tierra dura, cuántas por cada arado, cuántas por cada sembradora.
—¡Las sembradoras también son diferentes! Yo con una sembradora de once tubos no haré lo mismo que con una de diez y siete.
—¡Cierto! Presenta tu proposición. Y usted, ciudadano, ¿por qué está callado todo el tiempo? Figura usted entre los activistas, y todavía no he oído su voz.
Demid el Callado miró a Davídov sorprendido y respondió con su voz de bajo profundo:
—Estoy de acuerdo.
—¿Con qué?
—Con que hay que arar y, por consiguiente, sembrar.
—¿Y qué más?
—Nada más.
—Ajá.
—Bueno, pues hemos concluido la charla —Davídov, sonriendo, añadió algunas palabras, pero la carcajada general impidió oírlas.
El abuelo Schukar se consideró obligado a dar una explicación.
—A éste, camarada Davídov, le llaman en el caserío el Callado. No abre nunca el pico, sólo lo hace en caso de extrema necesidad; por eso mismo, hasta su mujer le ha dejado. Es un cosaco no tonto, pero parece bobalicón, o, dicho más finamente, que está un poco tocado, como si le hubieran sacudido un talegazo, detrás de una esquina. De chico, yo le recuerdo bien, era un arrapiezo de tres al cuarto, un mocoso que andaba siempre con el culo al aire y en el que no se observaba talento ninguno. Y ahora, ha crecido y no dice esta boca es mía. Por tal motivo, en el antiguo rígimen, el pope de Tubianskói hasta lo descomulgó y todo. Un día, cuando lo estaba confesando (era en Cuaresma, la séptima semana, si no me equivoco), le echa sobre la cabeza el manto negro y le pregunta: «¿Robas, hijo mío?» Y el hijo calla. «¿Te entregas a la lujuria?» Y sigue callado. «¿Fumas? ¿Pecas con otras mujeres, faltando a la tuya?» Y ni pío. Cuando le habría bastado al tontaina decir: «Me arrepiento, padre», para que le hubiesen perdonado todos los pecados…
—Y tú, ¡a ver si cierras ya el pico! —resonó atrás una voz, seguida de unas risas.
—…Ahora mismito, ¡en un segundo acabo! Continúo. El no hacía más que dar resoplidos y mirar con ojos saltones, como un carnero delante de un portón nuevo. El pope se desespera; le entra miedo, le tiembla la estola, pero, a pesar de todo, pregunta: «¿Puede ser que hayas deseado alguna vez a la mujer de tu prójimo o el burro del vecino, o algún otro animal ajeno?» Bueno, y diferentes cosas más según el Evangelio…y Demid, ni palabra. ¿Y qué iba a decir él? Aunque hubiera deseado a la mujer de éste o de aquél, habría sido igual: ninguna, ni la última de las últimas, se lo habría dado…
—¡Acaba, abuelo! Eso que estás diciendo no se refiere a la cuestión —le ordenó, severo, Davídov.
—Ahora mismo se referirá, en seguidita voy al grano. Esto es sólo el priámbulo. ¡Un segundo más! Me han cortado el hilo… ¿Por dónde iba yo?… ¡Ay, qué j… cabeza la mía! ¡Señor, dame tu memoria!… Porque con esta puñetera que tengo. ¡Ah, ya recuerdo! —el abuelo Schukar se dio una palmada en la calva y soltó, como una ráfaga de ametralladora—: Por consiguiente, para Demid, la mujer del prójimo, ¡ni olerla! ¿Y qué necesidad tenía él de desear el burro o cualquier otro animal sagrado? Bueno, puede que lo desease, porque no tenía caballo en su hacienda, pero en nuestra tierra no se crían borricos, y él no ha visto ninguno en su vida. Y yo os pregunto, queridos ciudadanos, ¿de dónde vamos a sacar nosotros los burros, si aquí no los hay desde que el mundo es mundo? Y lo mismo pasa con el tigre, y con el camello…
—¿Vas a callarte o no? —preguntó Nagúlnov—. Mira que te pongo en la calle inmediatamente…
—Tú, Makárushka, el Primero de Mayo, en la escuela, estuviste hablando de la revolución mundial desde el mediodía hasta que se puso el sol. ¡Y qué tabarra nos diste!… No cabe más, machaca que te machaca con lo mismo… Yo, con disimulo, me acurruqué en un banco y eché un sueñecillo, pero no me atreví a interrumpirte. En cambio tú, me interrumpes…
—Deja al abuelo que acabe. Tenemos tiempo —dijo Razmiótnov, al que le gustaban con delirio los chascarrillos e historietas.
—¿Callaba por eso? Puede ser. Nadie lo sabe. El pope, que estaba asombradísimo, va y mete la cabeza por debajo del manto, se acerca a Demid e indaga: «¿Es que eres mudo?» Y Demid le contesta: «No, ¡es que me tienes harto!» El pope se enfadó terriblemente; se puso verde de coraje y le dijo, bajito, para que no lo oyeran las viejas que estaban cerca: «Entonces, puñetero, ¿por qué callas como un muerto?» Y, ¡zas!, le atizó con un candelero entre ceja y ceja.
El vozarrón tonante de Demid ahogó la carcajada general:
—¡Mientes! No me atizó.
—¿Ah, no? —se sorprendió sobremanera el abuelo Schukar—. Bueno, es igual: de seguro que tuvo buenas ganas de hacerlo… E inmediatamente le descomulgó. Ea, no importa, ciudadanos; si Demid calla, nosotros hablaremos. Y aunque una palabra fácil como la mía es plata, el silencio es oro.
—¡Pues cambia toda tu plata por oro! Así nos dejarías más tranquilos… —le aconsejó Nagúlnov.
La risa tan pronto se encendía restallante, igual que la leña seca, como se apagaba. El relato del abuelo Schukar estaba a punto de alterar el carácter ejecutivo de la reunión, pero Davídov, borrándose del rostro la sonrisa, preguntó:
—¿Qué querías decir sobre la norma de trabajo? ¡Anda, al grano!
—¿Yo?.. —el abuelo Schukar se enjugó con la manga la sudorosa frente y empezó a parpadear—. Yo no quería decir nada… Era para explicar la cuestión de Demid… La norma no tiene nada que ver aquí…
—¡Te privo del uso de la palabra en esta reunión! Hay que ceñirse al tema, las payasadas para luego, ¡eso es la pura verdad!
—Una desiatina por arado y por día —propuso el koljosiano Iván Batálschikov, uno de los delegados agrícolas.
Pero Dubtsov exclamó indignado:
—¡Estás loco! ¡Cuéntale eso a tu abuela! ¡Una desiatina no se puede arar en un día! Aunque te desriñones.
—Antes yo la labraba. Bueno, puede que sea un poco menos…
—¡Claro que menos!
—Media desiatina por arado. En tierra dura.
Después de largas discusiones, se establecieron las siguientes normas diarias de labranza: para las tierras duras, por arado, 0,60 hectáreas; para las blandas, 0,75.
Y en cuanto a la siembra: 3 ¼ hectáreas por sembradora de once tubos; 4 para las de trece, y 4 y ¾para las de diez y siete.
Disponiéndose como se disponía en Gremiachi Log de 184 pares de bueyes y de 73 caballos, el plan de siembra de primavera no requería extraordinario esfuerzo. Así lo manifestó Yákov Lukich:
—Si trabajamos con afán, acabaremos pronto. Corresponden cuatro desiatinas y media a cada yunta, en toda la primavera. ¡Eso es fácil, hermanos! Y no hay por qué hablar más.
—Pues en Tubianskói han tocado a ocho por yunta —comunicó Liubishkin.
—¡Que les suden bien las entrepiernas! Nosotros, el otoño pasado, antes de las heladas, labramos ya, mientras que ellos, desde el día de la Intercesión de la Virgen, se estuvieron tocando las narices y rascándose la barriga.
Acordóse reunir el fondo de semillas en tres días. El herrero Ippolit Shali dio una noticia poco grata. Hablaba con voz tajante y sonora, pues era algo tardo de oído, y no hacía más que dar vueltas, entre sus manos ennegrecidas, deformadas por el trabajo, al gorro mugriento del hollín. El numeroso auditorio le impresionaba.
—Se puede reparar todo. Por mí no ha de quedar. Pero en cuanto al hierro, es menester espabilarse, conseguirlo ahora mismo. No hay ni un cacho para las rejas y las cuchillas. No tengo con qué trabajar. Mañana empezaré con las sembradoras. Necesito un ayudante y carbón. ¿Y qué me va a pagar el koljós?
Davídov le explicó con detalle lo relativo al pago y le encargó a Yákov Lukich que al día siguiente mismo fuese a la cabeza del distrito por hierro y carbón. La cuestión de la reserva de forraje se resolvió rápidamente.
Luego, hizo uso de la palabra Yákov Lukich:
—Tenéis que estudiar, hermanos, con sensatez y acierto, cómo, dónde y qué sembrar. Y hay que elegir como dirigente un agricultor que sea hombre instruido y buen conocedor del asunto. Antes de formarse el koljós, teníamos cinco delegados agrícolas, y sin embargo, su labor no se veía por ningún lado. Hay que elegir un agricultor, entre los viejos cosacos, que conozca como es menester todas nuestras tierras, tanto las de aquí como las de aluvión. Mientras no se organice una nueva explotación de la tierra, ¡nos será de suma utilidad! Os diré que hoy día tenemos ya en el koljós a casi todo el caserío. Poco a poco, va ingresando la gente. Sólo quedan unas cincuenta haciendas de campesinos individuales, pero incluso ésos se despertarán, en un mañana muy próximo, convertidos en koljosianos… Por consiguiente, hemos de sembrar con arreglo a la ciencia, según ella indica. Digo esto para que de las doscientasdesiatinas que tenemos de labrantíos, se dedique la mitad a barbecho al estilo de Jersón. Esta primavera roturaremos ciento diez desiatinas de tierras vírgenes; dejémoslas en barbecho al modo de Jersón.
—¡En la vida hemos oído semejante cosa!
—¿Qué Jersón es ése?
—Explícanoslo prácticamente —le pidió Davídov, orgulloso, en su fuero interno, de los múltiples conocimientos de su experto administrador.
—Pues es una variedad de barbecho que también se llama de bastidores o a la americana. ¡Es algo muy curioso y muy bien pensado! Vosotros, por ejemplo, sembráis este año maíz o girasol… Y lo sembráis en filas espaciadas, con una separación doble de la ordinaria. Lo cual hará que sólo recojáis el cincuenta por ciento de la cosecha que se obtiene cuando se siembra al modo ordinario, de ahora. Tomad las mazorcas o cortad las corolas de los girasoles, pero dejando los tallos. Y ese mismo otoño sembrad trigo entre ellos, entre esos bastidores.
—¿Y cómo sembrarlo? La máquina romperá los tallos —preguntó Kondrat Maidánnikov, que escuchaba ansioso, con la boca abierta.
—¿Por qué los va a romper? Como las filas están espaciadas, la sembradora no los tocará, sus tubos pasarán de largo. Luego, la nieve se mantendrá acumulada entre los tallos. Se irá derritiendo poco a poco y dará más humedad. Y en primavera, cuando el trigo despunta, esos tallos se arrancan, se escarda el terreno. La idea es bastante atractiva. Yo he estado a punto de ponerla en práctica; quería probar este año. El cálculo es exacto, ¡no cabe error!
—¡Eso es algo grande! ¡Yo lo apoyo! —Davídov tocó con el pie a Nagúlnov, por debajo de la mesa, y le susurró en la oreja—: ¿Ves? Y tú estabas siempre contra él…
—Y lo estoy…
—Por testarudez, ¡eso es la pura verdad! Eres más obstinado que un buey…
La reunión aceptó la propuesta de Yákov Lukich. Después, se examinaron y resolvieron multitud de pequeñas cuestiones. La gente empezó a abandonar el local. No habían llegado aún Davídov y Nagúlnov a la casa del Soviet, cuando salió del patio y vino presuroso a su encuentro un muchacho de mediana estatura con cazadora de cuero, abierta, y uniforme de las Juventudes Comunistas de Choque. Sujetándose la gorra a cuadros, de ciudad, y venciendo la resistencia del viento huracanado, se acercaba rápidamente.
—Debe ser alguno del distrito —conjeturó Nagúlnov, entornando los ojos.
Al aproximarse, el muchachito saludó militarmente, llevándose la mano a la visera.
—¿Sois del Soviet?
—¿A quién busca usted?
—Al Secretario de la célula de aquí o al Presidente del Soviet.
—Yo soy el Secretario de la célula, y éste es el Presidente del koljós.
—Muy bien. Pues yo, camaradas, pertenezco a la columna de agitadores. Acabamos de llegar y os estamos esperando en el Soviet.
El muchachito, moreno y chato, lanzó una fugaz mirada al rostro de Davídov y sonrió interrogante:
—¿No eres tú Davídov, camarada?
—Davídov soy.
—Te he reconocido. Hace dos semanas nos vimos en el Comité Comarcal. Yo trabajo en la capital de la comarca, de prensador en la almazara.
Y entonces comprendió Davídov por qué al acercársele el muchacho, había percibido de pronto un intenso y dulce olor a aceite de girasol: su grasienta chaqueta de cuero, estaba toda impregnada de aquel grato tufillo, que el viento era incapaz de disipar.