Es de noche…
Al Norte de Gremiachi Log, lejos, muy lejos, pasados los altozanos y declives de la estepa, sumidos en las sombras más allá de los anchos barrancos y las largas hondonadas, tras el macizo de los espesos bosques, se encuentra la capital de la Unión Soviética. Sobre ella, una inundación de luces eléctricas. Su trémulo centelleo azul se extiende sobre las altas casas como un silencioso resplandor de incendio, eclipsando la innecesaria luz de las estrellas y de la luna de medianoche.
Separado de Gremiachi Log por mil quinientos kilómetros, Moscú, en su inmovilidad de piedra, continúa viviendo de noche: lanzan las locomotoras sus largas pitadas, como vibrantes llamamientos; los bocinazos de los automóviles evocan los escalonados sones de un gigantesco acordeón, mientras, trepidantes y chirriadores, pasan los tranvías con fragor de hierro. Más allá del Mausoleo de Lenin, tras la muralla del Krernlin, ondea al frío viento, en el iluminado cielo, la bandera roja. Alumbrada desde abajo por un blanco fulgor de luz eléctrica, se enciende con cambiantes reflejos, como riachuelos de sangre escarlata. El viento de las alturas vira cambiando de rumbo, y da vuelta a la bandera, que cuelga pesadamente del asta, por un minuto, para volver a alzarse y tender su extremo ya hacia Oriente, ya hacia Occidente, ardiendo con las llamas purpúreas de las insurrecciones llamando a la lucha…
Hace dos años, una noche, Kondrat Maidánnikov, que había venido entonces a Moscú para asistir al Congreso de los Soviets de toda Rusia, llegó a la Plaza Roja. Al ver el mausoleo y la bandera roja, que resplandecía victoriosa en el cielo, se quitó precipitadamente la budiónnovka. Descubierto, desabrochada la anguarina de confección casera, permaneció inmóvil largo rato…
En Gremiachi Log, un profundo silencio pesa sobre la noche. Refulgen los desiertos oteros del contorno, cubiertos del plumón de cisne que ha dejado la nevada reciente. En hondonadas y barranquillos se extienden por la maleza unas sombras de un azul turquí. La lanza de la Osa Mayor casi toca el horizonte. Junto al Soviet, un álamo piramidal se alza como un cirio negro hacia el cielo alto, sombrío, angustiosamente lejano. Rumorea cantarina, con murmullos de hechicera, el agua de un manantial que afluye al riachuelo. En la corriente del río se ven caer las estrellas que han dejado de alumbrar el mundo. Presta atento oído en el aparente silencio de la noche, y oirás, amigo, a la liebre que mordisquea y roe una ramita con sus dientes amarillos de savia. A la luz de la luna brilla, con tenue fulgor de ámbar, un helado goterón de resina en el tronco de un cerezo. Arráncala y mira: la bolita de resina, como una ciruela madura e intacta, está cubierta de un finísimo velo grisáceo. De vez en cuando cae de una rama una cortecilla de hielo, y la noche envuelve en su silencio el tintineo de cristal. De las yemas de los cerezos, inmóviles, yertas, penden amentos dentados y grises a los que los chicos llaman «lágrimas de cuclillo»…
Silencio…
Y hasta la aurora, cuando, bajo los nubarrones, llega del Norte el viento moscovita, abarcando la nieve con sus frías alas, no se oyen en Gremiachi Log las voces matinales de la vida: empiezan a susurrar en las riberas tas desnudas ramas de los álamos; asean llamándose unas a otras, las perdices que invernan junto al caserío y vienen de noche a comer a las eras. Luego, levantan el vuelo para ir a pasar el día en las salcedas, en las escarpadas y arenosas vertientes de los barrancos, dejando sobre la nieve, junto a los cobertizos del salvado, las huellas de sus patas —constelaciones de crucecitas— y sus acopios de pajuelas. Mugen los ternerillos, exigiendo que los lleven a sus madres; los gallos colectivizados empiezan a alborotar con furia; sobre el caserío se expande, acre y acerbo, el humillo del kiziak.
Mas, mientras la noche yace sobre el caserío, es seguramente Maidánnikov el único que no duerme en Gremiachi. Tiene la boca amarga del tabaco, la cabeza le pesa como si fuera de plomo, siente náuseas del mucho fumar…
Medianoche. Kondrat rememora el jubiloso resplandor de las luces sobre Moscú, ve el tremolar amenazador y enfurecido de la bandera roja, desplegada sobre el Kremlin y un mundo inabarcable, más allá de las fronteras de la Unión Soviética, donde tantas lágrimas vierten trabajadores como él. Recuerda lo que su difunta madre le dijera una vez para calmar su llanto de niño:
—No llores, Kondrat, cariñito mío, no irrites a Dios. Ya hay bastantes pobres en el mundo que lloran cada día y se quejan al Señor de su miseria, de los ricos, que se han apoderado de todas las riquezas de la tierra. Pero Dios ha mandado a los pobres que tengan paciencia. Y acabará por enfadarse de que lospobres y los hambrientos estén siempre llorando, y entonces, recogerá todas las lágrimas, las convertirá en niebla, echará esa niebla sobre los mares azules y envolverá con ella el cielo, para que no lo vean. E inmediatamente, empezarán a vagar los barcos por los mares, perdido su camino; chocarán contra una piedra muy mala, que hay bajo las aguas, y se hundirán. O el Señor hará rocío con las lágrimas. Una noche, ese rocío salado caerá sobre todos los trigos de la tierra, de la nuestra y de las lejanas, y extrañas; las lágrimas amargas quemarán las mieses, y habrá por el mundo muchísima hambre y muerte… Por lotanto, ya sabes, los pobres no deben llorar ni quejarse nunca, para no atraer la desgracia sobre sus cabezas… ¿Has comprendido, hijito mío? —y terminó diciendo, en tono severo—: ¡Rézale a Dios, Kondrat! Tu oración Llegará más pronto al cielo.
—¿Y nosotros, madre, somos pobres? ¿El padre es también pobre? —preguntaba el pequeño Kondrat a su devota madre.
—Sí, hijito.
Kondrat se hincaba de rodillas ante una ennegrecida imagen, de los tiempos de la antigua fe, y rezaba, frotándose los ojos hasta que estuvieran bien secos, para que el irascible Dios aquel no viese sus lagrimillas.
Acostado en el lecho, Kondrat va repasando, como las mallas de una red, las circunstancias de su vida. Cosaco del Don por parte de su padre, es ahora miembro de un koljós. Mucho ha reflexionado durante las noches, numerosas y largas como los caminos de la estepa. Su padre, cuando estuvo en activo en el servido militar, fustigó con el látigo y asestó sablazos, como todos los de su centuria, a los tejedores huelguistas de Ivánovo-Voznesensk, defendiendo así los intereses de los fabricantes. Murió el padre, Kondrat creció, y en 1920 asestó sablazos a los polacos blancos y a los wrangelistas, para defender su propio Poder, el Poder Soviético, el poder de aquellos mismos tejedores de Ivánovo-Voznesensk, frente a la invasión de los fabricantes y de sus mercenarios.
Hace ya mucho tiempo que Kondrat no cree en Dios; cree en el Partido Comunista, que conduce a los trabajadores del mundo entero hacia su emancipación, hacia un futuro sin nubes. Ha llevado a los establos koljosianos todo su ganado, todas sus aves, hasta la última pluma. Es partidario de que solamente el que trabaja tiene derecho a comer el pan y a pisar la hierba. Está adherido con fuerza, indisolublemente soldado, al Poder Soviético. Y sin embargo, Kondrat no puede conciliar el sueño por las noches… Y no puede conciliarlo porque siente todavía una lástima ruin hacia sus bienes, hacia sus bestias, de las que se ha privado voluntariamente… Esa lástima se le enrosca al corazón como una serpiente, le hiela de nostálgica tristeza y tedio…
Antes, estaba el día entero lleno de ocupaciones: Por la mañana, había que dar de comer y de beber a los bueyes, a la vaca, a las ovejas y al caballo; a mediodía, tenía que acarrear de la era paja y heno, con miedo de perder una sola brizna, y al atardecer, arreglar todo de nuevo para la noche. E incluso durante la noche, era preciso ir varias veces al establo a echar un vistazo a los animales, a recoger entre sus patasel heno caído y volver a ponerlo en los pesebres. Sus cuidados de dueño le alegraban el corazón. En cambio ahora, el establo de Kondrat está deshabitado, muerto. No hay animales a quienes visitar. Los pesebres están vacíos; las puertas de ramiza, abiertas de par en par, y ni siquiera se oye en toda la larga noche el canto de un gallo; nada permite determinar qué hora es.
El tedio sólo desaparece cuando Maidánnikov entra de guardia en las cuadras del koljós. Durante el día, cualquier pretexto es bueno para marcharse de casa, con tal de no ver el establo, espantosamente vacío, ni los apenados ojos de su mujer.
Ahora, ella duerme a su lado, con rítmico respirar. En lo alto del horno, Jristishka da vueltas en el lecho, chasquea con fruición los labios y balbucea en sueños: «¡Despacito, padre!… Despacito, despacito…» Seguramente, tiene uno de esos sueños infantiles, singulares, dichosos; su vida es fácil, sin agobios ni preocupaciones. Con una caja de cerillas vacía, tiene bastante para divertirse. Hará con ella un trineo para su diminuta muñeca de trapo. Ese trineo la entretendrá hasta la noche, y el día siguiente le traerá la sonrisa de una nueva diversión.
Kondrat tiene sus propios pensamientos. Aprisionado en ellos, se debate como un pez en la red… «¿Cuándo vas a dejarme, lástima maldita? ¿Cuándo te morirás, serpiente dañina?.. ¿Por qué me ocurrirá a mí esto? Paso delante de los compartimentos donde están los caballos ajenos, y nada, pero en cuanto llego al del mío y veo su lomo, con una franja negra hasta la misma penca, su oreja marcada, me entra una desazón… En ese momento me parece que lo quiero más que a mi propia mujer. Y siempre procura uno echarle el heno más sabroso, el que tiene más corehuela y es más menudo. Y a los demás les pasa lo mismo: cada cual se afana por el suyo, y a los ajenos, que los parta un rayo. Pero ahora no hay ajenos, todos son nuestros, y sin embargo… No, no quieren cuidar de los bienes comunes; a muchos no les interesan… Ayer estaba de guardia Kuzhenkov, y en vez de llevar él mismo los caballos a beber, mandó a su chico. El mozuelo se montó en uno y condujo toda la caballada al río, a galope tendido. Unos bebieron,otros no alcanzaron, y se los trajo a la cuadra, otra vez al galope. Y no le digas a nadie ni una palabra en contra, porque te enseñarán los dientes: «Cállate la boca, ¡tú siempre pides más que ninguno!» Todo esto proviene de que le ha costado a uno demasiado trabajo ganarlo. A los que nadaban en la abundancia, de seguro que no les da tanta lástima… Que no se me olvide decirle mañana a Davídov cómo abreva los caballos Kuzhenkov. Con ese cuido, para la primavera, no podrán ni tirar de la grada. Mañana, tempranito, tengo que ir a ver cómo tratan a las gallinas; las mujeres andan comadreando que ya se han asfixiado siete, de la estrechez. ¡Cuántas dificultades! ¿Y a qué conduce juntar ahora las aves? Debían haber dejado al menos un gallo en cada corral, para que sirviese de reloj… En la tienda de la CUS no hay nada, y mi Jristishka, con los pies descalzos. Entran ganas de gritar: ¡ella necesita unos zapatitos! Pero da reparo pedírselos a Davídov… Bueno, que la chiquilla pase este invierno en lo alto del horno, y para el verano ya no le harán falta», Kondrat piensa en las privaciones que soporta el país que está llevando a cabo el plan quinquenal, y apretando los puños bajo la pobre manta de borra, apostrofa mentalmente, con odio, a los obreros del Oeste que no apoyan a los comunistas. «¡Nos habéis vendido por la buena soldada que os dan vuestros amos! ¡Nos habéis entregado, falsos hermanos, a cambio de una vida holgada!… ¿Por qué no tenéis todavía el Poder Soviético? ¿Por qué os retrasáis tanto? Si llevaseis una vida perra, ya habríais hecho la revolución, pero por lo visto el gallo de la miseria no os ha picado aún en el trasero. No hacéis más que rascaras el cogote y nunca os acabáis de decidir; andáis cada uno por vuestro lado, renqueando y arrastrando los pies… ¡Pero ya os picará ese gallo! ¡Hasta haceros ronchas!… ¿Es que no veis, a través de la frontera, las fatigas que estamos pasando para levantar nuestra hacienda? ¿No veis las privaciones que sufrimos y que, medio descalzos, medio desnudos, apretamos los dientes y arrimamos el hombro? ¡Vergüenza os dará luego, falsos hermanos, llegar cuando ya esté la mesa puesta! Si hubiera manera de hacer un poste tan alto, que lo pudierais ver todos, yo treparía hasta la misma punta, ¡para gritaros desde allí lo que os merecéis!…» Kondrat se queda dormido. El cigarro se le cae de los labios y le hace un agujero en la única camisa que tiene. La quemadura le despierta, y se levanta; soltando ternos en voz baja, busca a tientas, en la oscuridad, una aguja para zurcir el redondel, porque si no Anna se estará mañana un par de horas dándole la tabarra por culpa del maldito agujero… Pero la aguja no aparece. Kondrat vuelve a quedarse dormido..
Al amanecer sale al patio, a hacer aguas, y de repente oye un clamor extraño: los gallos colectivizados, que pasan la noche bajo un mismo techo, cantan todos a una, con distintas voces, en potente coro. Kondrat, asombrado, abre los hinchados ojos y presta oído, durante cosa de dos minutos, a aquella algarabía general, que parece no va a tener fin; cuando se extingue el último «kikirikí» rezagado, sonríe soñoliento: «¡Cómo alborotan los hijos de Satanás! Talmente como una charanga. Los que viven cerca de su morada, ¡aviados están! Se acabaron la tranquilidad y el sueño. Mientras que antes, cantaban desperdigados por el caserío, el uno aquí, el otro allá… Todo anda de cabeza… ¡Qué vidita!», y vuelve al lecho, a dormir un poco más.
Por la mañana, después de desayunar, dirigióse al corral colectivo. El abuelo Akim Besjliébnov le recibió malhumorado:
—¿Qué te trae por aquí tan temprano?
—Vengo a visitarte, y también a las gallinas. ¿Qué tal vives, abuelo?
—Vivía, pero lo que es ahora… ¡Ay, no me hables!…
—¿Que te ocurre?
—¡Este servicio que me han dado está acabando conmigo!
—¿Por qué?
—Pásate aquí un diíta, ¡y verás lo que es bueno! Estos gallos del demonio se pelean todo el santo día; no puedo ya con el alma, de tanto correr tras ellos. ¿Y las gallinas?.. Como son hembras, se agarran del moño, ¡y ya está el zipizape en todo el corral! ¡Al cuerno este servicio indecente! Hoy mismo iré a ver a Davídov para que me licencie y me mande a las colmenas.
—Ya se acostumbrarán los bichos, abuelo.
—Antes de que ellos se acostumbren, estiraré yo la pata. Además, ¿es éste oficio para un hombre? Yo, al fin y al cabo, soy un cosaco, he tomado parte en la campaña de Turquía… Y aquí me tienes, ya puedo estar contento, ¡me han hecho general en jefe de las gallinas! No hace más que dos días que he tomado posesión, y ya no me dejan en paz los chiquillos. Cuando vuelvo a casa, los condenados me tapan la calle gritando: «¡Ya viene el abuelo Tientagallinas! ¡El abuelo Tientagallinas!» Y yo, un hombre que era respetado por todos, ¿Voy a acabar mis días, a la vejez, con ese mote de Tientagallinas? ¡Quiá, de ninguna manera!
—¡No hagas caso, abuelo Akim! Eso son cosas de los chicos.
—¡Si tontearan sólo los chicos! Pero algunas mujeres empiezan ya a darme matraca. Ayer, a mediodía, iba yo a casa a almorzar. La Nastionka Donetskova estaba sacando agua del pozo. «¿Te las arreglas bien con las gallinas, abuelo?», me pregunta. «Me las arreglo», le contesto. «¿Ponen ya algunas?», «Algunas ponen, madrecita, pero no mucho». Y entonces, esa yegua calmuca se echa a reír, a relinchos. «Pues espabílate —me dice— y procura que, para la labranza, hayan puesto un canasto de huevos, porque si no, ¡te obligaremos a ti a que montes a las gallinas!» A mis años, y tener que escuchar semejantes bromas… ¡Este cargo es una humillación muy grande!
El viejo iba a decir algo más pero en aquel momento, junto al seto, dos gallos entablaron combate cuerpo a cuerpo; de la cresta del uno brotó un chorro de sangre, de la pechuga del otro salió volando un puñado de plumas. Y el abuelo Akim, al trote cochinero, armándose de una vara sobre la marcha, corrió a separar a los contendientes.
A pesar de lo temprano de la hora, la administración del koljós estaba abarrotada de gente. En el patio, ante la escalerilla, un trineo de dos caballos esperaba a Davídov, que se disponía a marchar a la cabeza del distrito. El amblador de Lapshinov, ya ensillado, escarbaba la nieve con un casco; a su lado, Liubishkin le apretaba la cincha. También él iba a partir para Tubianskói, donde debía ponerse de acuerdo con la administración del koljós local sobre la cuestión de la máquina clasificadora de semillas.
Kondrat entró en la primera habitación. El contable, llegado hacía poco de la stanitsa, examinaba los libros, abiertos sobre la mesa. Yákov Lukich, que había enflaquecido mucho y andaba taciturno en los últimos tiempos, escribía algo, sentado frente a él. Allí mismo se agolpaban los koljosianos designados para el acarreo del heno. El jefe de la tercera brigada, Agafón Dubtsov, hombre picado de viruelas, y Arkashka Menok discutían en un rincón con Ippolit Shali, único herrero del caserío. En la habitación contigua se oía la voz tajante y alegre de Razmiótnov.
Acababa de llegar, y, con precipitación, riéndose, le contaba a Davídov:
—Muy de mañana, vinieron a verme cuatro viejas, Las capitaneaba Uliana, la madre de Mishka Ignatiónok. ¿La conoces? ¿No? Pues es una vieja que pesará sus ciento quince kilos, con una verruga en la nariz. Se presentaron… La abuela Uliana venía hecha una furia, se ahogaba de coraje, la verruga le bailoteaba. Y nada más llegar, se desbocó: «¡Oye tú, tal y cual, pedazo de esto y de lo otro!…» Yo tenía gente en el Soviet, y ella me estaba poniendo de vuelta y media. Le advertí, severamente, claro está: «Cierra el pico y déjate de expresiones, o te mando conducida a la stanitsa, por insultos a la autoridad. ¿Por qué te pones así?» Y ella me suelta: «¿Qué se os ha ocurrido hacer con las viejas, bribones? ¿Cómo no os da vergüenza burlaras de nuestra vejez?» A duras penas, conseguí enterarme de qué se trataba. Resultó que habían oído decir que a todas las viejas de más de sesenta años, incapaces de trabajar, la administración del koljós las dedicaría en la primavera… —Razmiótnov infló los carrillos, conteniendo la risa, y prosiguió—: A falta de esas máquinas de vapor con que se empollan huevos, en cargarían a las viejas de ese trabajillo… Y se pusieron furiosas. La abuela Uliana empezó a chillar igual que si la estuvieran degollando: «¡Cómo!, ¿van a sentarme a mí sobre los huevos? ¡No hay huevos en el mundo sobre los que me siente yo! ¡Antes os sacudo a todos con el agarrador de la sartén y me tiro al río de cabeza!» Mucho me costó apaciguarlas. «No te tires al río, abuela Uliana, —le dije—, porque, de todos modos, en el nuestro no hay agua bastante para que tú te ahogues. Todo eso son mentiras, cuentos de los kulaks». ¡Ya ves, camarada Davídov, lo que está ocurriendo! Los enemigos difunden patrañas, nos ponen obstáculos en el camino. Empecé a indagar de dónde procedía el rumor, y me enteré. Anteayer llegó de Voiskovói al caserío una monja, que pasó la noche en casa de Timoféi Borschiov. La monjita les contó que el recoger todas las gallinas es para enviarlas a la ciudad, donde harán con ellas sopa de fideos, y que van a fabricar para las viejas unas sillas especiales, con paja y todo, en las que las obligarán a empollar huevos, y a las que se resistan, las atarán a las sillas.
—¿Dónde está ahora la monja esa? —preguntó con viveza Nagúlnov, que presenciaba la conversación.
—Se ha largado. No es tonta: siembra la mentira, ¡Y adivina quién te vio!
—A esas urracas de la cola negra hay que detenerlas y mandarlas adonde les corresponde. ¡Si cayera en mis manos!… Le ataría las faldas sobre la cabeza, y la tundiría a latigazos… ¡Y tú también estás bueno! Eres el Presidente del Soviet, y dejas pasar la noche en el caserío a quien le da la gana. ¡Valiente orden!
—¡Yo no puedo vigilar a todo el mundo, puñeta!
Davídov —que estaba sentado a la mesa, con una zamarra puesta sobre el abrigo, echando la última ojeada al plan de las labores de primavera, aprobado por la asamblea de koljosianos— dijo sin alzar la vista de los papeles:
—La calumnia es un viejo procedimiento del enemigo. El muy parásito quiere desacreditar toda nuestra obra. Y a veces, nosotros mismos le damos el arma para ello, como en el caso de las aves de corral…
—¿El arma? —Nagúlnov dilató las aletas de la nariz.
—Claro, colectivizando las aves.
—¡No es cierto!
—Sí, ¡eso es la pura verdad! No deberíamos perder nuestros esfuerzos en menudencias. Aún no tenemos acopiadas las semillas, y ya la hemos emprendido con las aves. ¡Qué necedad! Me mordería los puños… En el Comité Distrital del Partido me la voy a ganar por lo del fondo de semillas, ¡eso es la pura verdad! Una verdad muy desagradable…
—Pero dime, ¿por qué no se han de colectivizar las aves? Si la asamblea lo ha aceptado…
—¡No se trata de la asamblea! —Davídov frunció el ceño—. ¿Cómo no comprendes que eso de las aves es una menudencia? Nosotros tenemos que resolver lo principal: fortalecer el koljós, elevar hasta el cien por cien las adhesiones y, por último, hacer la siembra. Verás lo que yo propongo, Makar, y te lo digo muy en serio: políticamente, nos hemos equivocado con las malditas aves; nos hemos equivocado, ¡eso es la pura verdad! Anoche leí algo acerca de la organización de los koljóses, y comprendí en qué consiste nuestro error; aquí teníamos que formar un koljós, es decir, un artel, y lo que estamos haciendo es una comuna. ¿Cierto? Y eso es precisamente una desviación hacia la izquierda. ¡No cabe duda! Párate a pensado. Yo, en tu lugar, puesto que a ti se te ocurrió el asunto y nos empujaste a nosotros, conocería mi equivocación, con valor bolchevique, y daría orden de devolver a la gente las gallinas y todas las demás aves de corral. ¿Qué te parece? Y si tú no lo haces, lo haré yo, bajo mi responsabilidad, en cuanto vuelva. Bueno, me voy, hasta más ver.
Encasquetóse la gorra, se alzó el alto cuello, que apestaba a naftalina, del tulup perteneciente ayer a un kulak, y, en tanto ataba las cintas de la carpeta, dijo:
—Andan por ahí sueltas toda clase de monjas, y claro, hablan mal de nosotros, nos ponen en contra a las mujeres y a las viejas. Y esto del koljós es algo tan reciente y tan necesario… ¡Todos deben estar con nosotros! Las viejas y las mujeres, también. Porque la mujer tiene igualmente su papel en el koljós, ¡eso es la pura verdad! —y salió, a grandes pasos, con recias pisadas.
—Vayamos, Makar, a devolver las gallinas a sus gallineros. Davídov tiene razón.
Razníiótnov, esperando la respuesta, estuvo largo rato mirando a Nagúlnov… Este permanecía sentado en la repisa de la ventana, desabrochada la zamarra, dando vueltas al gorro entre las manos, moviendo silencioso los labios. Transcurrieron así unos tres minutos. Luego, Makar alzó bruscamente la cabeza, y Razmiótnov encontró su mirada franca.
—Vamos. Hemos metido la pata. ¡Cierto! Ese diablo mellado de Davídov tiene razón de sobra… —y sonrió, un poco turbado.
Davídov había montado en el trineo. Cerca de él, en pie, estaba Kondrat Maidánnikov. Ambos hablaban animadamente. Kondrat, agitando las manos, relataba algo con calor; el cochero, impaciente, se cambiaba de mano las riendas, enderezando el palo del látigo, remetido bajo el asiento; Davídov escuchaba, mordiéndose los labios.
Al bajar los escalones de la terracilla, Razmiótnov oyó que Davídov decía:
—No te inquietes. Ten más calma. Todo está en nuestras manos, todo lo arreglaremos, ¡eso es la pura verdad! Estableceremos un sistema de multas, obligaremos a los jefes de las brigadas a que vigilen bien, bajo su responsabilidad personal. Bueno, ¡hasta pronto!
Sobre los lomos de los caballos alzóse chasqueante el látigo. El trineo abrió con sus patines en la nieve dos surcos azules, y desapareció por la puerta grande.
El corral colectivo, cuajado de centenares de gallinas, se asemeja a un guijarral de múltiples colores. El abuelo Akim, vara en mano, anda afanoso de un lado para otro. Un vientecillo suave juguetea con su barba gris y le seca el sudor que perla su frente. Va y viene el «Tientagallinas» apartando a los bichos con sus altas botas de fieltro; un saco, medio lleno de granzas, le cuelga del hombro. El viejo pespuntea la nieve, desde el granero al cobertizo, con el hilillo de las granzas, mientras a sus pies rebullen compactas las gallinas y resuena, precipitado y diligente, un continuo «¡co-co-co… có-oo!»
En la era blanquean las bandadas de gansos, como albas montones de cal, dentro de la cerca. De allí llega, sonoro y neto, al igual que de las aguas desbordadas, en la época de la migración de primavera, el fragoroso batir de las alas y el graznar unísono de las aves. Al lado del cobertizo un nutrido grupo de gente se apretuja en corrillo. Sólo asoman al exterior espaldas y traseros. Las cabezas están agachadas; los ojos, clavados en el círculo que se extiende a los pies.
Razmiótnov se acerca, mira por encima de las espaldas, tratando de ver qué ocurre. El público da sorbetones, cruza palabras a media voz:
—El rojo va a ganar.
—Sí, sí, ¡en seguida! Fíjate, tiene ya la cresta colgando.
—¡Arrea! ¡Cómo le ha sacudido!
—Ya ha abierto el pico, ahora la diña…
Se oye la voz del abuelo Schukar:
—¡No arrempujes, no arrempujes! ¡Él solito se las apañará! ¡Te digo que te estés quieto!… ¡Como yo te meta un arrempujón en el gañote!…
Dos gallos, con las alas desplegadas, dan vueltas en el redondel; el uno, rojo claro; el otro, negro azulenco como ala de cuervo. Tienen las crestas desgarradas y negruzcas, de la sangre seca; a sus patas, revolotean las plumas, negras y rojas. Los combatientes están cansados. Se separan, hacen como que picotean, escarban la nieve medio derretida, pero se acechan mutuamente. Su fingida indiferencia dura poco: de pronto, el negro se despega del suelo y vuela como un tizón de un incendio; el rojo también salta. Y ambos chocan en el aire, una vez, dos…
El abuelo Schukar mira, olvidado de todo lo del mundo. De la punta de su nariz cuelga un moco temblante, pero él no se da cuenta. Toda su atención está concentrada en el gallo rojo. El rojo debe ganar. El abuelo Schukar ha apostado por él, contra Demid el Callado. Una mano le saca de su embebecimiento: lo agarra rudamente por el cuello de la zamarra y, a tirones, le hace salir del corro. Schukar se revuelve, desfigurado el rostro por una mueca de rabia y, con la misma decisión que el gallo, va a lanzarse contra su ofensor. Pero la expresión de su rostro cambia al momento y se torna amable, afectuosa: la mano es de Nagúlnov. Fruncido el entrecejo, Nagúlnov dispersa a la gente, ahuyenta a los dos bichos y dice sombrío:
—Estáis aquí perdiendo el tiempo con las riñas de gallos, azuzando a los bichos… ¡A trabajar ahora mismo, gandules! Si no tenéis nada que hacer, ir a la cuadra a echar heno. Acarread estiércol a los huertos. Y dos, que vayan por las casas a decirles a las mujeres que vengan a recoger sus gallinas.
—¿Es que se disuelve el koljós gallineril? —pregunta uno de los aficionados a las riñas de gallos, un campesino individual apodado el Bañero, que cubre su cabeza con un trieuj de piel de zorro—. Por lo visto, ¡no son todavía lo bastante conscientes para el koljós! Y en el socialismo, ¿los gallos se pelearán o no?
Nagúlnov, con torva mirada, mide de pies a cabeza al que ha hecho la pregunta, y palidece.
—Tú ríete si quieres, ¡pero ten mucho cuidado con qué bromeas! Por el socialismo, ha muerto la flor del género humano, y tú, cagarruta perruna, ¿intentas burlarte de él? Quítate de mi vista inmediatamente, contrarrevolucionario, o te sacudo una que te mando al otro mundo. ¡Lárgate antes de que te deje frío!¡Yo también me sé reír!
Luego, se aparta de los apaciguados cosacos, lanza una última mirada al corral, abarrotado de aves y, lentamente, un poco encorvado, se dirige hacia la puertecilla de la cerca, ahogando un doloroso suspiro.