Y de nuevo, tras una breve calma, empezó a agitarse el caserío de Gremiachi Log… Ya no se daba muerte al ganado. Durante dos días, cabras y ovejas de diverso lanaje fueron conducidas a los establos colectivos; las gallinas eran llevadas en sacos. Y en el caserío oíase por doquier un constante clamor, en el que se fundía el balar de las bestias y los graznidos y el cacareo de las aves.
Ciento sesenta haciendas formaban ya parte del koljós. Habíanse organizada tres brigadas. El consejo de administración del koljós había encargado a Yákov Lukich de distribuir entre los campesinos pobres —necesitados de ropa y de calzado— las pellizas, botas de caña alta y otras prendas de los kulaks. Previamente, se hizo una lista. Y resultó que la administración no podía satisfacer las necesidades de todos.
En el patio de Titok, donde Yákov Lukich repartía la ropa confiscada a los kulaks, alzábase hasta el anochecer un continuo rumor de voces. Allí mismo, junto al granero, sobre la nieve, se descalzaba la gente para probarse los buenos zapatos y botas o se ponía ufana los abrigos de pieles, las poddiovkas[52], chaquetas y blusas que antes perteneciente a las familias kulaks. Las afortunados a quienes la comisión había acordado entregar ropa o calzado, a cuenta de sus futuras ganancias, se desnudaban a la intemperie en la rampa del granero y, carraspeando contentos, radiantes los ojos, iluminadas las caras morenas por parcas sonrisas temblorosas, enrollaban apresuradamente sus harapos, mil veces recosidos y remendados, y se vestían las prendas nuevas, a través de las cuales no se transparentaba ya el cuerpo. Pero antes de hacer la elección, ¡cuántas conversaciones, cuántos consejos, dudas en voz alta y hasta palabras gruesas había habido!… Davídov dispuso que se entregara a Liubishkin una chaqueta, unos bombachos y unas botas altas. Yákov Lukich, ceñudo, sacó del arca un mantón de ropa y la tiró a los pies de Liubishkin:
—Elige honradamente.
Estremeciéronse los bigotes del atamanets, temblaron sus manos… Y estuvo largo rato revuelve que te revuelve, eligiendo una chaqueta, ¡hasta sudar la gota gorda! Mordía el paño para probar su consistencia, la examinaba al trasluz, buscando huellas de polilla, lo estrujaba entre las negros dedos sus buenos diez minutos… Y en derredor suyo, un coro de voces le acoraba, gritando con calor:
—¡Venga, quédate con ésa! Durará para ti y para tus hijos. .
—¿Pero dónde tienes los ojos? ¿No ves que está vuelta?
—¡Mientes!
—¡Carga tú mismo con ella!
—¡Llévatela, Pável!
—¡No te la lleves, pruébate otra!
Liubishkin —la cara roja como un ladrillo—, mordíase los negros mostachos, lanzaba miradas alrededor, igual que una fiera acorralada, y tendía la mano hacia otra chaqueta. Le echó el ojo a una. ¡Buena prenda! ¡No se le podían poner peros! Metió los largos brazos en las mangas, mas éstas le llegaban solamente hasta los codos, mientras crujían las costuras de los hombros. Y de nuevo, sonriendo confuso, empezó a rebuscar agitado en el montón de ropa. Sus ojos miraban con ansia a todas partes, como los de un niño en la feria ante la abundancia de juguetes; en sus labios había una sonrisa tan infantil y franca, que daban ganas de acariciar paternalmente los cabellos al tremendo atamanets Liubishkin. Y así, en medio día, no acabó de elegir. Se puso las botas altas y los pantalones bombachos y, ahogando unsuspiro, le dijo al hosco Yákov Lukich:
—Mañana vendré por lo demás.
Se fue de allí luciendo unos amplios pantalones nuevos, con franjas en las perneras, y unas crujientes botas, rejuvenecido de pronto en diez años. Adrede, tiró por la calle mayor, aunque no era aquél su camino. Se paraba a menudo en las esquinas para encender un cigarrillo o hablar unas palabras con alguno. Tres horas tardó en llegar a casa, en su presumir, y al anochecer, corría ya por todo Gremiachi el siguiente rumor: «¡Han equipado a Liubishkin como para ir al servicio! Se ha pasado el día entero eligiendo ropa… Ha vuelto a casa todo vestido de nuevo, con unos bombachos de domingo. Marchaba como una garza real, de seguro que no sentía la tierra bajo los pies…»
La mujercita de Diomka Ushakov, inclinando el cuerpo sobre el arca, quedó extasiada y hubo que arrancarla a tirones. Se puso una falda fruncida de lana, que un día perteneciera a la mujer de Titok, se calzó unos zapatos nuevos, echóse sobre los hombros un floreado chal, y sólo entonces advirtieron todos que la mujercita de Diomka no tenía nada de fea y que su cuerpo estaba muy bien formado. ¿Y cómo no iba a extasiarse la pobrecilla ante aquellos bienes koljosianos, si en toda su tristísima existencia jamás había comido una buena tajada ni se había puesto una sola blusa nueva? ¿Cómo no iban a palidecer sus labios, descoloridos de las continuas privaciones y la alimentación insuficiente, cuando Yákov Lukich sacaba del arca una brazada de galas femeninas? De año en año paria hijos; envolvía a los críos en podridos pañales e incluso en jirones de piel de oveja. Y ella misma, perdida la belleza, la salud y lozanía de antaño, a causa de las penas y de la eterna miseria, llevaba todo el verano una faldilla desgastada, transparente como un cedazo; en invierno, cuando lavaba su única camisa, llena de piojos, permanecía desnuda encima del horno, en unión de sus chiquillos, porque no tenían nada para mudarse…
—¡Queridos!… ¡Queriditos! Esperad un poco; puede que no me quede con esta falda… Que la cambie por otra cosa… ¿No me daríais algo para los niños?… Para el Misha, para la Dunia… —murmuraba exaltada, aferrándose a la tapa del arca, sin apartar los encandilados ojos del multicolor montón de prendas.
A Davídov, que presenciaba casualmente la escena, se le estremeció el corazón… Abrióse paso hasta el arca e inquirió:
—¿Cuántos hijos tienes, ciudadanita?
—Siete… —repuso en un susurro la mujer de Diomka, sin atreverse a alzar los ojos, embargada de una dulce esperanza.
—¿Tienes ahí ropa de niños? —preguntó Davídov a Yákov Lukich, en voz baja:
—Sí.
—Pues dale a esa mujer, para sus hijos, todo lo que ella te pida.
— ¡Será demasiado!
—¿Demasiado?.. ¡Venga! —Davídov enseñó con rabia los dientes, mostrando la mella, y Yákov Lukich se apresuró a inclinarse sobre el arca.
Diomka Ushakov, parlanchín y mal hablado de ordinario, estaba ahora en pie tras su mujer, callado, pasándose la lengua por los resecos labios y conteniendo la respiración anhelosa. Cuando Davídov pronunció sus últimas palabras, volvió hacia él la mirada… De sus ojos estrábicos brotaron de pronto las lágrimas, como el jugo de una fruta madura. Y al instante se precipitó hacia la salida, apartando a la gente con la mano izquierda y tapándose los ojos con la derecha. Diomka saltó al patio desde la rampa y alejóse avergonzado para que no vieran sus lágrimas. Pero éstas se deslizaban tras la pantalla de la negra palma y corrían por las mejillas, alcanzándose unas a otras, claras y relucientes como gotas de rocío.
Al atardecer, el abuelo Schukar acudió presuroso a la distribución. Irrumpió en el local de la administración del koljós y, jadeante de la carrera, se dirigió a Davídov:
—¡Muy buenas, camarada Davídov! Me alegro mucho de verle.
—Buenas tardes.
—Hágame usted un vale.
—¿Qué vale?
—Uno para que me den ropa.
—¿Y por qué te van a dar a ti ropa? —preguntó Nagúlnov, que estaba sentado cerca de Davídov, alzando las grandes cejas arqueadas—. ¿Por haber matado la ternera?
—¡No hay que recordar las cosas viejas, Makárushka! ¿Cómo que por qué? ¿Quiénes padecieron cuando expropiamos a Titok? El camarada Davídov y yo. A él sólo le hicieron un chirlo en la cabeza, una insignificancia, mientras que a mí, el perrazo aquel. ¿Cómo me dejó la zamarra? ¡Hecha unos zorros! ¿Y resulta que yo, un mártir en defensa del Poder Soviético, no tengo derecho a nada? Habría preferido que el Titok me hubiese hecho cachos la cabeza y dejado entera la zamarra. ¿Es que la prenda no era de mi mujer? Y ella, por esto, puede matarme a mí a disgustos, ¿y entonces qué? ¡Ah!, ¿os calláis? ¡No tenéis nada que contestar!
—Si no hubieras corrido, ahora estaría entera la zamarra.
—¿Y cómo no iba a correr? ¿No sabes tú, Makárushka, lo que hizo la vieja de Titok, esa condenada bruja? Azuzó contra mí el perrazo, diciéndole: «¡Agárralo, Serkó, muérdele! ¡Ese es el más dañino de todos!» Aquí está el camarada Davídov, que puede confirmarlo.
—Aunque eres un viejo, ¡mientes con el mayor descaro!
—¡Confírmelo usted, camarada Davídov!
—Yo no recuerdo bien…
—¡Pongo a Cristo por testigo de que gritaba así! Y yo, claro, eché a correr, con ojos de espanto. Si hubiera sido un perro como los otros, quizás… Pero ese Serkó es un tigre, ¡peor que un tigre todavía!
—¡Eso son invenciones tuyas, nadie te echó el perro!
—¡Tú, Makárushka, halconcillo, no te acuerdas! ¡Cómo te vas a acordar! A ti mismo te entró tal canguelo, que te pusiste más amarillo que la cera… Yo, pecador de mí, hasta llegué a pensar: «¡Ahora mismito, Makar va a salir por pies!» Pero yo sí me acuerdo perfectamente de cómo me arrastró por el patio el perrazo. De no haber sido por él, Titok no habría escapado vivo de mis manos, ¡lo juro por Dios! ¡Yo soy muy temerario!
Nagúlnov torció el gesto, como si le dolieran las muelas, y le dijo a Davídov:
—Hazle el vale en seguida y que se largue con viento fresco.
Pero el abuelo Schukar estaba aquella vez más dispuesto a la conversación que nunca.
—Yo, Makárushka, de mozo, en los pugilatos…
—¡Huf, no nos des la lata, ya te hemos oído bastante! ¿Quieres que te entreguemos un vale para un caldero de veinte litros? Si no, ¿con qué te vas a curar la barriga?
Ofendido profundamente, el abuelo Schukar tomó el papelito en silencio y se marchó sin despedirse. Pero la amplia zamarra de piel curtida que recibió de manos de Yákav Lukich le puso otra vez de excelente humor. Sus ojillos se entornaban satisfechos, relucían jubilosos. Cogiendo con dos dedos, como si pellizcase sal, el faldón de la zamarra, se la arremangaba igual que una mujer la falda al ir a pasar un charco, chasqueaba la lengua y se pavoneaba ante los cosacos:
—¡Mirad qué zamarrita! Bien me la he ganado. Todo el mundo sabe que, cuando estábamos expropiando a Titok, ese kulak se echó sobre Davídov con un hierro en la mano. «¡Está perdido mi amigo!», me dije. Inmediatamente, me abalancé a socorrerle y, como un héroe, rechacé al atacante. De no ser por mí, ¡Davídov estaría a estas horas en el otro barrio!
—Pues, según dicen, tú saliste de estampía, huyendo del perro, te caíste, y él empezó a arrancarte las orejas como a un gorrino —intercaló uno de los oyentes.
—¡Mentira podrida! ¡Esta gente de ahora suelta embustes sin pestañear siquiera! ¿Qué es un perro en fin de cuentas? Un ser necio, miserable. No entiende una palabra… y el abuelo Schukar, hábilmente, cambió de conversación, pasando a otro tema.