Capítulo XVII

Al siguiente día, en una reunión cernida de la célula del Partido en Gremiachi, aoordóse por unanimidad colectivizar todo el ganado, tanto el mayor como el menor, perteneciente a los miembros del koljós Stalin de la localidad. Se decidió socializar también las aves de corral.

Davídov, al principio, se opuso tenazmente a que se socializase el ganado menor y las aves, pero Nagúlnov declaró de modo rotundo que si la asamblea de koljosianos no tomaba la decisión de colectivizar todos los animales, fracasarían las siembras de primavera, ya que todo el ganado sería degollado, sin que escaparan tampoco de la muerte las aves de corral. Le apoyó Razmiótnov, y Davídov, después de unos momentos de vacilación, accedió.

Además se tomó el acuerdo, que constó en acta, de llevar a cabo una intensa campaña de agitación contra el exterminio criminal del ganado, para lo cual, todos los miembros del Partido se comprometieron a visitar las casas de los vecinos aquel mismo día. En cuanto a llevar a los tribunales a los culpables del degüello, se convino no hacerlo de momento con ninguno y esperar los resultados de la campaña de agitación.

—Así las bestias y las aves correrán menos peligro. Pues a este paso, para la primavera no se oiría en el caserío ni el mujido de un buey ni el kikirikí de un gallo —comentó muy satisfecho Nagúlnov, en tanto metía el acta en la carpeta.

La asamblea de koljosianos acordó de buen grado colectivizar todo el ganado, puesto que el de labor y las vacas lecheras ya habían sido socializados y la medida sólo afectaba al lanar, al de cerda, y a los terneros, pero en cuanto a las aves de corral, entablóse una larga discusión. Sobre todo las mujeres se opusieron con energía. Pero su resistencia fue al fin vencida. Nagúlnov contribuyó a ello enormemente. Apretándose con las largas manos la Orden de la Bandera Roja, les decía, llegándoles a lo vivo:

—¡Mujercitas, queridas mías! No os apeguéis de ese modo a las gallinas y a los gansos. Si no os habéis podido mantener en los lomos del caballo, ¿cómo os vais a sostener en la cola? Dejad que las gallinas vivan en koljós. Para la primavera, traeremos una cubadora que hará las veces de las chuecas y nos dará polluelos a centenares. Hay una máquina que se llama así, cubadora, y saca los polluelos del cascarón que da gloria verlo. ¡No os pongáis testarudas, por favor! Las gallinas seguirán siendo vuestras, sólo que estarán en el corral colectivo. ¡No debe haber propiedad gallinera, queridas comadres! Además, ¿qué provecho os reportan? De todos modos, ahora no ponen. Y en primavera, ¡cuánto quehacer os dan! Tan pronto corre una, una gallina, claro está, al huerto y hace allí un estropicio, como otra, cuando quieres apercibirte, ya ha perdido la condenada un huevo en el granero, o a la de más allá le ha retorcido un hurón el pescuezo… En fin, ¡nunca se sabe lo que puede pasarles! Y cada mañanita tenéis que meteros en el gallinero, para comprobar cuál va poner un huevo y cuál no. Y salís de allí perdidas de piojos de gallina y de otras porquerías. No os proporcionan más que sobresaltos y disgustos. En cambio en el koljós, ¿cómo vivirán? ¡Pues tan ricamente! Estarán bien atendidas, cuidará de ellas algún viejo viudo, como Akim Besjliébnov, por ejemplo, que no hará en todo el santo día más que tentarlas y subirse a los palos. La ocupación es entretenida y fácil, la más propia para un viejo. En semejante trabajo, nunca se quiebra uno… Vamos, queriditas, dadnos vuestro sí.

Las mujeres rieron, suspiraron, cotorrearon un poco, y acabaron por «dar el sí».

Después de la reunión, Nagúlnov y Davídov fueron inmediatamente a recorrer las casas. Desde la primera manzana, se puso claro que, en efecto, había habido matanza en cada corral… A eso del mediodía entraron en la vivienda del abuelo Schukar.

Es un activista; él mismo dice que hay que cuidar del ganado. Este no degollará —afirmaba Nagúlnov en tanto cruzaban el patio de Schukar.

El «activista» yacía en la cama, patas arriba. Tenía arremangada la camisa hasta la apelotonada barbita. Una olla de barro, de unos seis litros de capacidad, hundía sus amados bordes, vuelta boca abajo, en el vientre flaco y pálido, cubierto de abundantes cerdas grises. De sus costados sobresalían, a modo de sanguijuelas, dos ventosas. El abuelo Schukar no tuvo una mirada para sus visitantes. Sus manos, cruzadas sobre el pecho como las de un muerto, temblaban; sus ojos, desorbitados, enloquecidos de dolor, giraban lentamente. Nagúlnov creyó percibir en la jata un hedor a cadáver. La oronda mujer de Schukar estaba en pie ante el horno, y al lado de la cama andaba ajetreada —negra y ligera como un ratón—, la tía Mamíchija, curandera famosa en todo el contorno por el arte con que sabía aplicar ventosas y pucheros calientes, reducir dislocaciones de huesos, realizar sangrías, conjurar hemorragias y provocar abortos con una aguja de hacer calceta. Ella en persona «asistía» ahora al desdichadísimo abuelo Schukar.

Davídov entró y le miró con ojos muy abiertos:

—¡Buenos días, abuelo! ¿Qué tienes en la panza?

—¡Me duele-ee! ¡La barriga-a-a!… —repuso con dificultad en dos veces, el abuelo Schukar. Y al instante, empezó a quejarse con vocecilla aguda, chillando como un gozquecillo—: ¡Quí-i-tame el puchero! ¡Quí-i-tamelo bruja! ¡Ay, me raja la barriga! ¡Ay, queridos míos, liberadme!

—¡Aguanta! ¡Aguanta! Ahora mismo pasará —procuraba convencerle, susurrante, la tía Mamíchija, tratando en vano de arrancar los bordes incrustados en la piel.

Pero, de pronto, el abuelo Schukar dio un alarido salvaje, apartó de una patada a la curandera y, con ambos manos, aferróse a la olla. Entonces Davídov acudió presuroso en su ayuda: tomó del fogón un rodillo de madera y, retirando a la viejecilla, asestó con él un golpe al fondo de la olla. Esta se rompió y, por sus resquebrajaduras, escapó silbante el aire; oyóse un ruido de tripas, y el abuelo Schukar, aliviado, respirando anheloso, se arrancó sin dificultad las ventosas. Davídov miró de refilón a aquel vientre que asomaba, por entre los cascos de la olla, como un enorme ombligo azulado, y se derrumbó sobre un banco, ahogándose en un furioso ataque de risa. Por sus mejillas corrían las lágrimas, el gorro había caído al suelo, mechones de negros cabellos le tapaban los ojos…

Mas, ¡el abuelo Schukar tenía siete vidas! Apenas empezó a lloriquear la tía Mamíchija sobre los restos de la olla, bajóse la camisa y se incorporó en el lecho.

—¡Qué desgraciado soy, qué triste suerte la mía! —se lamentaba la curandera, llorando a lágrima viva—. ¡Me ha roto el pucherito el condenado! ¡Ese es el pago que me dan, por curarlos, los desgraciados como tú!

—¡Lárgate, tía vieja! ¡Lárgate ahora mismo de aquí! —le ordenó Schukar, señalándole la puerta con el dedo—. ¡No me has matado de milagro! ¡Ese puchero había que habértelo roto en tu cabeza! Lárgate, ¡o puedo cometer un asesinato! Yo, en estas cosas, ¡soy terrible!

—¿De qué te ha venido eso? —preguntó Nagúlnov en cuanto la Mamíchija se hubo marchado dando un portazo.

—¡Ay, hijitos míos, sostén de mi vejez, creedme, he estado a punto de irme al otro barrio! Me he pasado dos días enteros sin salir del patio y con los pantalones en las manos… ¡Qué diarrea me entró, no había manera de parada! Brotaba aquello como de una fuente, salía como del agujero de un ganso ruin: a cada segundo…

—¿Te habías dado un atracón de carne?

—De carne fue…

—¿Mataste la ternera?

—Sí, ya no está en el mundo… Y de poco me ha aprovechado.

… Makar carraspeó y, lanzando una mirada de odio al abuelo, masculló con rabia:

—A ti, viejo del diablo, no era una olla lo que había que haberte puesto en la barriga, ¡sino un caldero de los grandes! Para que te sorbiese entero, con tripas y todo. Como te echemos del koljós, ¡sí que te va a entrar cagalera! ¿Por qué la mataste?

Fue una mala tentación, Makárushka… La vieja empezó a convencerme, y la cuca que canta por la noche, apaga siempre con su voz la de todos los pájaros… Vosotros me perdonaréis… ¡Camarada Davídov!, nosotros hemos sido buenos amigos, no me despida usted del koljós. Bastante he padecido ya…

—¡Es un caso perdido! —sentenció Nagúlnov con ademán de desaliento—. Vámonos, Davídov. Y tú, enfermo, llena un vaso de aceite de fusil, échale sal y bébetelo. Es mano de santo.

El abuelo Schukar frunció ofendido los labios temblones:

—¿Te burlas de mí?

—De verdad te lo digo. En el antiguo ejército nos currábamos con eso la barriga.

—¿Soy yo de hierro o qué? ¿Voy yo a tomarme ese aceite con el que se limpian armas sin alma? ¡No lo tomaré! ¡Prefiero morirme entre los girasoles!

Al día siguiente, el abuelo Schukar, que no había tenido tiempo de morirse, renqueaba ya por el caserío contándole a todo el que encontraba, que Davídov y Nagúlnov le habían hecho una visita para pedirle consejo respecto a la reparación de los aperos, con vistas a la siembra de primavera, y sobre otros asuntos del koljós. Al terminar el relato, el abuelo hacía una larga pausa, liaba un cigarro y suspiraba:

—Yo andaba un poco malucho, y vinieron a verme. Cuando yo falto, sus cosas no marchan. Me propusieron toda clase de medidas. «Cuídate, abuelo —me decían—, pues si llegas a morirte, ¡no lo quiera Dios!, ¿qué sería de nosotros sin ti?» Y es verdad, ¡estarían perdidos! En cuantito ocurre algo, me llaman a la cédula: yo examino el asunto, les doy consejos… Yo hablo poco, pero con tino. ¡Mis palabras siempre dan en el blanco! —y tratando de averiguar la impresión producida por su relato, levantaba hacia su interlocutor los ojillos jubilosos y descoloridos.